“El siglo XXI será el siglo de las mujeres. Ya nadie detiene el movimiento que ha constituido la mayor revolución del siglo que ahora acaba” (Victoria Camps, “El siglo de las mujeres”)
* Agradecemos a Ximena Mandiola por su generoso aporte visual para ilustrar este artículo. Todas las imágenes fueron facilitadas por la artista, y pueden encontrarse en su página web.
© Humanitas 94, año XXV, 2020, págs. 268 – 285.
La incorporación de la mujer al mundo del trabajo remunerado ha sido considerada por muchos como la revolución social más importante del siglo XX [1]. La histórica exclusión a todo lo considerado femenino fuera del ámbito doméstico produjo un movimiento pendular tan fuerte que en la confusión de los sexos que generó la salida de la mujer al ámbito público, prácticamente todas las estructuras sociales están en proceso de reacomodo: las inversiones en el ámbito educativo, las relaciones de trabajo, se redefinieron los roles sociales, las empresas tuvieron que reorganizarse, se fortaleció el poder de compra de la mujer, jurídicamente comenzó a considerarse como apta para administrar sus bienes, y un largo etc.
Podemos afirmar que el movimiento del feminismo causó grandes transformaciones no solo en la configuración política, sino también en lo social y cultural. Y aún faltan muchos cambios por hacer. A lo largo de las décadas pasadas hemos visto todo tipo de feminismos: de la igualdad, de la diferencia, feminismo de género… algunos con feroces manifestaciones, otros desde las periferias de la política, otros desde el reclamo de las minorías sexuales… pero siempre reivindicando supuestos derechos vulnerados.
"2/7/2019" de Ximena Mandiola, 2019 (Óleo sobre tela).
El feminismo es tan heterogéneo en cuanto a tendencias que no se puede juzgar sin más su eticidad. Conviene hacer en cambio un análisis de sus presupuestos más importantes para preguntarse lo que resulta fundamental: si existe una ética femenina o un rasgo particular de lo femenino que sea un aporte original y único para contribuir a la sociedad.
Veremos si el punto de vista ético de la mujer es diferente y por lo tanto merece una atención especial y si es necesaria la “feminización” de los valores morales para poder hablar en una sociedad donde lo masculino y lo femenino tengan su punto de equilibrio y complementación.
Sexo y género: dos categorías ineludibles
Sin delimitar los conceptos de sexo y de género, poco podemos hacer en la reflexión acerca de la mujer y de lo femenino y de la ética.
Es evidente que, en la formación del ser humano, lo biológico cobra una singular importancia: se nace macho o hembra, al igual que en el mundo animal. No trataremos de los casos anómalos desde lo genético, pero los nacimientos están dados por el sexo cromosómico, gonádico y hormonal.
Hay aquí una lectura básica y primitiva: la condición femenina está configurada por esta realidad de ser “hembra” dentro de la especie humana[2].
Lo cierto es que el sexo es ineludible al hacer la distinción dentro de la especie humana.
La palabra “género” cobra importancia a raíz de la necesidad de distinguir el componente biológico del sexo del componente psicológico y social. Esto, pues, a menudo, a partir del dato biológico se le atribuyeron formas de ser socialmente esperadas a la mujer y al varón. En cierto sentido, la biología determinó no solo el mundo simbólico de cada sexo, sino las acciones que debían cumplir dentro de las sociedades organizadas.
Tenemos entonces una sociedad que, bajo las definiciones de grandes filósofos como Aristóteles, dividió los roles masculinos y femeninos según su configuración biológica. Así, la mujer quedó sometida a la autoridad del varón. No como el esclavo quedó sometido al amo, pero el hombre está llamado a mandar a la mujer y a los hijos.[3]
Esa construcción social y cultural sobre la mujer, su cuerpo y su biología, en el siglo XX fue finalmente señalada. Y la categoría analítica de “género” posibilitó ese cambio. Ello hace que algunas veces la palabra “género” sea clarificadora, pero que otras tantas oculte en realidad un montón de significados que pueden llegar a ser opuestos entre sí.
A nivel epistemológico, la categoría género sirve a tres fines. En primer lugar, para distinguir entre “naturaleza” y “cultura” cuando comprendemos a la mujer: si la naturaleza es algo fijo e inmutable, el género nos dice que la construcción cultural acerca de la mujer es histórica, plural y moldeable de acuerdo con cada época y lugar. En segundo lugar, sirve para hacer notar el paso de la sexualidad biológica a la construcción social de los géneros: hay una permanente interacción entre sexo y género.
Ambos son recíprocos. Y, en tercer lugar, cumple el rol de elaborar una crítica muchas veces “deconstructiva” de esta asimetría padecida por las mujeres a lo largo de todas las épocas, reivindicando una igualdad en la dignidad.[4]
Cuando comenzó a utilizarse el término, el feminismo encontró por fin una frontera entre lo que siempre se consideró como natural y por lo tanto fijo e inmutable y lo que es posible cambiar porque cambia con las costumbres y con las épocas. Si lo masculino y lo femenino son categorías inmutables, las mujeres quedan sometidas a su biología y a su maternidad natural, mientras que los varones tienen una ilimitada libertad para ejercer sus derechos y su sexualidad.[5]
A partir de los 80, la palabra género reemplazó a sexo: lo sexual también pasó a ser una categoría de análisis, perdiendo entonces de nuevo esa frontera entre la naturaleza y la cultura. Todo es cultura, todo elemento de análisis que pretenda circunscribir lo masculino y lo femenino a algo “dado” previamente es rechazado. De allí el reclamo de todas las minorías sexuales: hay infinitos géneros que no pueden estar dentro de una categoría binaria.[6]
Si bien lo que hay que hacer es deconstruir los abundantes estereotipos que aún subyacen en nuestra cultura, no podemos negar la raíz biológica que tienen muchas de nuestras actitudes en la relación con el mundo circundante. En este sentido, el feminismo de la diferencia, impulsado, entre otras, por Susan Moller Okin[7], marcó claramente que la identidad de lo femenino es lo que justamente nos diferencia de lo masculino. Nuestra existencia es real y concreta. Hacer desaparecer la distinción biológica resulta, por lo tanto, una mera abstracción del intelecto.
Desde esta perspectiva es posible que la ética también haya estado atravesada por una lectura unilateralmente masculinizada. Si no hay distinción entre lo masculino y lo femenino, entonces no podríamos hablar de machismo ni de feminismo. Si criticamos al machismo como machismo, es porque desde la condición de mujer se tiene una mirada diferente a la del varón.
"1549208" de Ximena Mandiola, 2019 (Óleo sobre tela).
El error biológico que es trasladado a categoría ética
“Se dirá que esa manera tradicional de entender a la mujer…es un error. Claro que lo es, pero es un error verdadero, quiero decir, un verdadero error que forma parte de la realidad histórica, y no podemos omitirlo. El hecho de que las cosas se hayan entendido así milenariamente es un hecho, y hay que tenerlo en cuenta. Con decir que es un error no lo eliminamos; podemos rectificarlo y no caer en él, pero hay que contarcon él porque ha sido un ingrediente de la realidad histórica; es tan real como la estructura biológica”
Julián Marías[8].
En la historia de la humanidad hemos visto en diferentes culturas y épocas que la naturaleza biológica determinó una serie de conductas de la mujer como emanadas de la misma biología. Tal es así que a la lectura de que la mujer tiene útero y, por lo tanto, la capacidad de ser madre, se le tejieron alrededor las conductas que debía tener la mujer por contar con ese útero. De allí el determinismo biológico como algo que le dice a la mujer desde dentro cómo se tiene que comportar.[9]
El considerar que la mujer solo vale cuando tiene útero (y ovarios) la deja como una moneda de intercambio. Este valor biologicista que deviene en economicista y es reductivo a la necesidad de la procreación imperó en todas las culturas, no solo en Occidente. De allí la “dote” necesaria para casar a las mujeres, entre otras costumbres en las que la mujer fue (y aún lo es en algunas partes) vista como moneda de intercambio.
La exaltación de la maternidad, de las llamadas “virtudes femeninas”, la idealización de la madre que cuida el hogar, la moralización de la manera femenina de la sexualidad y sus órganos genitales construyó un ethos diferenciado para el hombre y la mujer. Por ejemplo: el varón es activo porque sus órganos se encuentran fuera de su cuerpo, la mujer es pasiva por la interioridad de sus órganos sexuales, el varón puede procrear indefinidamente, por lo que su sexualidad avala en cierta forma una doble vida moral o una tendencia a la poligamia, mientras que en la mujer su vida genital termina alrededor de los 50, lo que genera una inquietud por el porvenir y una tendencia a la monogamia.[10]
En los feminismos actuales también se puede constatar una reducción de la condición femenina a una idealización de sus virtudes. Lo vemos en los utopismos que proponen a la mujer como la salvadora en estos tiempos de grandes injusticias, donde la “nueva mujer” será la que pondrá fin al abuso masculino de tantos siglos. También cuando en los feminismos que proclaman la emancipación del varón, promoviendo una vida sexual independiente de lo masculino y apoyando las prácticas lésbicas solo para demostrar la prescindencia del varón, marcan una ética reductiva que manipula a la mujer.
Vemos entonces que “la condición femenina está amenazada por factores manipuladores que enmascaran acríticamente el verdadero ethos de la mujer”[11] y que el obrar de la mujer queda condicionado a su biología, que es “fija e inmutable”: sea para reducirla a la reproducción, sea para exaltarla unilateralmente independientemente del varón. Sin embargo, la mujer trasciende esas categorías reductivas de su propio ethos.
Una vez identificado ese error biológico que fue trasladado a categorías éticas, podemos entonces adentrarnos a analizar si verdaderamente puede haber una ética feminista como contrapartida a una ética masculinizada.
La controversia Gilligan-Kohlberg: la “ética del cuidado” vs. la “ética de la justicia”
Con la controversia “Gilligan-Kohlberg” a mediados del siglo XX, el discurso sobre el desarrollo moral cambió definitivamente de rumbo.
Fue Lawrence Kohlberg quien, en su defensa de Doctorado en 1958, propuso una mirada diferente del desarrollo moral en los niños. Kohlberg sostiene, junto con Piaget, la creencia en que la moral se desarrolla en cada individuo pasando por una serie de fases o etapas. Estas etapas son iguales para todos los seres humanos y se dan en un mismo orden, creando estructuras que permitirán el paso a etapas posteriores.
La etapa uno corresponde a la moral preconvencional, donde se actúa movido por el castigo y la obediencia y por propósitos e intercambios. La etapa dos deviene en la moral convencional: se comienza a tener expectativas, relaciones y conformidad interpersonal y se toma conciencia del sistema social. Y la etapa tres es la de la moral posconvencional: se pasa a la noción de derechos previos y contrato social y se afirman los principios éticos universales.
Es en este último punto donde comienza el problema. Con la publicación de la obra de Carol Gilligan In a Different voice[12], Gilligan dudaba de que el modelo de desarrollo del juicio moral presentado por Kohlberg pudiera reclamar para sí la universalidad que decía tener, dadas las dificultades que tal modelo tenía para dar cuenta de los juicios y del sentido del propio Yo que tienen las mujeres. Porque las mujeres tienen una voz diferente a la de los varones. Con una clara crítica a su mentor, Gilligan inaugura entonces lo que se llamó “la ética del cuidado”.
Al analizar la relación del Yo con la moral, en las mujeres el concepto del Yo se estructura alrededor de una red de relaciones, de vínculos, que hacen que el problema moral difiera del punto de vista del varón, que ve los dilemas morales desde los derechos y la universalidad.
Por ello la crítica no es solo a Kohlberg, sino a toda la ética moderna, que privilegió lo universal, los derechos humanos como idea, como algo que debería ser impuesto en todas las sociedades, pero dejó de lado la mirada más holística, abarcadora, que tiene naturalmente la mujer. Trascendiendo la pretendida imparcialidad que se supone debe unificar las normas de justicia universales, Gilligan permite que dudemos acerca de la verdadera justicia que existe tras una resolución imparcial de los dilemas morales[13] y llama a pensar una moral de la responsabilidad y el cuidado enmarcada en el seno de una red de relaciones donde las particularidades, entendidas como diferentes transiciones y experiencias de vida, son necesarias para llegar a juicios morales justos.[14]
"Vórtice II" de Ximena Mandiola, 2012 (Técnica mixta sobre tela).
El riesgo de pensar en categorías universales sin tener en cuenta las situaciones particulares, vinculares y de cuidado, es que la justicia se torne en una idea que desatiende la moralidad cotidiana y suponga que el punto de vista público es el centro de la teoría moral y no la persona.
Habermas entra al debate y critica a Gilligan diciendo que confunde “ética del cuidado” con “vida buena”, oponiendo de alguna manera los problemas personales a los problemas morales.[15] Y es Seyla Benhabib quien cuestiona si los problemas personales no son también problemas morales. Sostiene:
“Universalismo” en el ámbito de lo moral quiere decir, en primer lugar, un compromiso con el igual valor y dignidad de todo ser humano en virtud de su humanidad misma; en segundo lugar, la dignidad de la otra persona como individuo moral se reconoce por el respeto que mostramos a sus necesidades, intereses y puntos de vista en nuestras deliberaciones morales concretas. Y ese respeto moral se manifiesta en las deliberaciones morales teniendo en cuenta el punto de vista de la otra, como una otra generalizada y como una otra concreta; en tercer lugar, el universalismo implica un compromiso de aceptar como válidas las normas intersubjetivas y las reglas de acción tal como se generan en los discursos prácticos.[16]
Lo que muestra la teoría de Gilligan es que, en cierta medida, la modernidad y las teorías universalistas de la justicia han priorizado el valor que tenemos
como personas morales a costa de la dependencia como seres corporales y concretos. Antes de ser individuos morales, fuimos niñas que hemos necesitado del apoyo y la ayuda de los otros para constituirnos como sujetos morales.[17]
Esta dicotomía entre lo público y lo privado, entre lo universal y lo particular, se da en el seno mismo del feminismo. La crítica a la teoría de Gilligan no tardó en llegar de parte de algunos feminismos de la diferencia. La más importante es aquella que hace notar la tendencia a maximizar las diferencias entre varones y mujeres minimizando las convergencias entre unas y otros.[18] Acentuando tanto las diferencias, volvemos a circunscribir a la mujer a las cuestiones que hacen a lo privado, al cuidado de la familia y del otro y a que el varón se ocupe de la justicia y lo público. Si mostramos una ética del cuidado como esencial a la mirada femenina, esa misma “esencialización” es la que va a continuar repitiendo los estereotipos que al feminismo tanto le ha costado erradicar.[19]
Otra crítica a la teoría de Gilligan proviene del liberalismo político. Porque si las teorías de la justicia no absorben de alguna manera el ámbito del cuidado y de lo privado, pueden caer en arbitrariedades o injusticias: el Yo de las mujeres puede ser pisoteado justamente en el ámbito familiar del cuidado.[20] En los países donde la ablación genital está naturalizada, son las mismas mujeres las que reproducen esquemas culturales injustos hasta el hartazgo. Las madres llevan a sus propias hijas a que sean mutiladas tal como lo fueron ellas. Desconocer estas culturas y mirar para otro lado desde las culturas occidentales y cristianizadas sería caer en una mirada reductiva. El feminismo que proviene de esos países clama a las autoridades que prohíban esas mutilaciones.
Pero si vemos la teoría del cuidado junto a la teoría de la justicia y las analizamos teniendo en cuenta no las voces diferentes, sino las acentuaciones diferentes, entonces sí podemos hablar de una mirada más abarcativa y complementaria.
En el fondo, es el mismo problema de los universales, tan caro a la historia de la filosofía: el gran desafío al que nos motiva la teoría propuesta por Gilligan es cómo conjugar lo universal con lo particular. De qué manera el marco de la justicia y del derecho debe ser recíproco a las nociones de cuidado, empatía y vulnerabilidad en el que nos encontramos todos los seres humanos debido a nuestra humanidad, no a nuestro sexo o género. La mirada de la ética debiera comenzar por la mirada del otro en tanto otro. Y ello cabe para todos los seres humanos sin importar su género, raza o religión.
Ahora bien. Estas acentuaciones diferentes…¿de qué manera pueden hacerse conscientes para un mejor desarrollo de la vida humana en general?
La “feminización” de la ética. Elementos para tener en cuenta
“Temo que hará falta mucho tiempo para que las mujeres consigan de verdad instalarse en su forma insustituible de razón femenina y aplicarla a los temas a los que han conseguido acceso. Ese tiempo podría abreviarse si algunas mujeres con verdadera genialidad –genialidad como mujeres, se entiende– se dedicaran a fondo a los menesteres intelectuales sin imitar al hombre y sin rehuirlo –tentaciones fáciles, pero estériles– y llevaran a dichos menesteres su propia configuración femenina irreductible e insustituible”.
Julián Marías, La mujer en el siglo XX[21]
Independientemente si la voz de la mujer es una voz diferente, si la ética del cuidado les habla solo a las mujeres blancas de clase acomodada, o si “esencializa” la condición femenina, lo cierto es que la ética en general debe ocuparse del otro concreto y también de los derechos y de la justicia y viceversa.
Cuando hablamos de “feminización” de la ética, no sostenemos que la ética tiene que estar a cargo de las mujeres. Hablamos de que la ética debe tener en cuenta modalidades que se encuentran acentuadas de manera diferente en las mujeres. ¿Qué logra estas acentuaciones diferentes? Veamos solo algunos ejemplos concretos.
"Somos pocos y distantes" de Ximena Mandiola, 2013 (Técnica mixta sobre tela).
Partamos por el tema de la maternidad asociada a las políticas de paz. En el siglo IV a.C., Aristófanes escribió una comedia llamada “Lisístrata” (“la que deshace los ejércitos”). Allí exponía, de manera cómica y ridícula, una verdad que nos llega a nuestros días. Hartas de que la guerra se llevara a sus hijos y los devolviera muertos, las mujeres al mando de Lisístrata hacen un juramento de que ningún marido y/o amante se acercará a ellas para tener relaciones sexuales hasta que firmen los tratados de paz correspondientes. Son las madres quienes cuidan a los hijos, les dan amor, cuidado, se preocupan por ellos… para que las políticas de los hombres, llenas de afán de dominio, se los arrebaten con las guerras. Es curioso que esta comedia de Aristófanes haya resurgido en la actualidad de diversas maneras para reivindicar las miradas feministas.
Con una postura similar, Sara Ruddik[22] introduce el concepto de “pensamiento materno”, de donde surgen sensibilidades éticas específicas:[23] porque valoran de diverso modo las guerras (son distintas las guerras vividas por las madres que las guerras hechas por los hombres); apoyan opciones de no violencia materna; y proponen políticas de paz de signo materno y feminista.
La ética del cuidado se puede traducir en una ética por la vida. También Juan Pablo II dice que “la mujer es educadora para la paz”, en su alocución del 1 de enero de 1995.[24]
Vale la pena ahondar en los tres puntos que aporta el Papa polaco en esa ocasión. Lo primero es que la mujer precisa encontrar la paz para con ella misma. Luego señala que, en la familia, la tarea educativa es de vital importancia:
En la educación de los hijos la madre juega un papel de primerísimo rango. Por la especial relación que la une al niño sobre todo en los primeros años de vida, ella le ofrece aquel sentimiento de seguridad y confianza sin el cual le sería difícil desarrollar correctamente su propia identidad personal y, posteriormente, establecer relaciones positivas y fecundas con los demás.[25]
"Fantasmas esenciales" de Ximena Mandiola, 2014 (Acrílico sobre tela).
Y con respecto a la responsabilidad social, sostiene:
Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente sus dones a toda la comunidad, cambia positivamente el mismo modo de comprenderse y organizarse la sociedad, llegando a reflejar mejor la unidad sustancial de la familia humana. Esta es la premisa más valiosa para la consolidación de una paz auténtica. Supone, por tanto, un progreso beneficioso la creciente presencia de las mujeres en la vida social, económica y política a nivel local, nacional e internacional. Las mujeres tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por medio de instrumentos legales donde se considere necesario.[26]
Un segundo gran tema es el de la feminización de las virtudes públicas. Victoria Camps sostiene que “virtudes o cualidades como la ternura, la abnegación, la pasividad, la modestia, la cooperación, el pragmatismo, la responsabilidad” no son virtudes asociadas a la ética masculina. Las virtudes que adquirieron relevancia históricamente son las relacionadas con la raíz de “virtud”: “vir”, varón, de donde se relaciona con “vis” (fuerza, potencia). El recorrido de la palabra “virtutes”, que son las cualidades morales, se relaciona con la fuerza atribuida al varón. De esa virtud se desprenden las demás. Y los valores femeninos son pasivos y débiles. La pregunta es si, a pesar de ello, las virtudes de las mujeres no son virtudes. Agrega Camps: “La renuncia, la compasión, la ternura, incluso un cierto sentimiento de culpabilidad no vendría mal en una sociedad cuyos dirigentes tienden inevitablemente a la prepotencia y arrogancia de quienes piensan que el error no va con ellos ni parecen sentirse obligados a escuchar nunca a nadie”.[27]
Lo público necesita de esas acentuaciones propias de las mujeres y empezar a ver que esas mismas virtudes son las que necesita una sociedad cargada de violencia, de guerras, de discriminaciones. Y definitivamente la sociedad se empobrece en su conjunto cuando las virtudes de las mujeres son menospreciadas a veces inclusive por ellas mismas.
Si durante tantos siglos las mujeres hemos adoptado el punto de vista masculino, en buena hora los hombres deberían adoptar el punto de vista femenino en las virtudes. Y en esa reciprocidad podemos construir una sociedad más justa y equilibrada con “los dones de la sociedad entera”, como sostuvo Edith Stein.[28]
"Hoy como ayer y mañana y después" de Ximena Mandiola, 2014 (Técnica mixta sobre tela).
Las virtudes atribuidas al ámbito privado, tales como el cuidado, la empatía, la protección del otro en tanto otro, son las virtudes que la sociedad, la política y la economía necesitan más que nunca. Y por ello deberían trasladarse al ámbito público.
La complementación, la reciprocidad y la relacionalidad. Conclusiones
La unilateralidad en los planteos desde lo masculino y lo femenino no da sino una respuesta parcial a todos los problemas.
Pero también la complementación debe estar unida a la reciprocidad. Las relaciones humanas entre varones y mujeres deben ser también y sobre todo recíprocas. Porque reciprocar es hacer que dos cosas intercambiadas entre dos se correspondan exactamente. La reciprocidad implica de suyo hacer que uno sea igual al otro.
En la encíclica de Benedicto XVI Caritas in veritate, el Papa alemán mira la humanidad desde todas las dimensiones éticas, y de alguna manera equilibra las dos acentuaciones del obrar ético:
(…). Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión.[29]
Se trata entonces de hacer conscientes esas acentuaciones diferentes entre la ética de la justicia y la ética del cuidado. Porque no hay una relación de oposición-subordinación entre ellas, sino de complementación y reciprocidad. Si no tomamos en cuenta las fortalezas de las miradas masculinas y femeninas como diferentes, corremos el riesgo de seguir reproduciendo esquemas injustos, parciales o ambos a la vez.
Los feminismos del siglo XX surgieron como reacción a una sociedad tremendamente masculinizada en sus instituciones, en sus costumbres, en sus sistemas legales, políticos, económicos y éticos. Para revertir siglos de historia, las respuestas no siempre fueron equilibradas y muchas veces pecaron de lo mismo que condenaban: de la unilateral masculinización se pasa fácilmente a la unilateral feminización. Ambos extremos son tan nocivos como peligrosos cuando se excluyen mutuamente. Por ello, sin un equilibrio, sin una reciprocidad entre ambos, la humanidad entera se empobrece.[30]
La humanización de la sociedad necesita tanto de la reciprocidad como de la relacionalidad. Y así como en el ámbito privado esa humanización debiera darse espontáneamente a través del cuidado del otro cercano, en el ámbito público es necesario esforzarse y trabajar esas virtudes. Quizás cuando lo logremos habremos avanzado más como sociedad que cuida al otro como un otro cercano.