Entrevista al sacerdote español, sucesor de Don Luigi Giussani, fundador del movimiento apostólico “Comunión y Liberación”.
Aunque el italiano es, en su hablar, algo equivalente a una lengua nativa, en seguida se adivina que se está frente a un extremeño.
La conversación de Don Julián con HUMANITAS tiene lugar previamente al concurrido acto de presentación de su libro “La belleza desarmada” (Ediciones Encuentro, Madrid, 2017), evento que se desarrolla en un amplio auditorio universitario, lleno de jóvenes, en la comuna de Providencia de la capital chilena. Autoridades religiosas y civiles ocupan la primera fila, mientras que en el escenario el autor, un empresario católico y un alcalde comunista, desarrollan una inesperada conversación. El tema de la entrevista es su reciente libro, ya traducido a varios idiomas, y el marco de fondo la próxima visita a Chile del Papa Francisco.
—Su libro “La Belleza Desarmada” parece sugerir, por su título, que la belleza no requiere más que su propia fascinación para ser sugerente y persuasiva. Esta reflexión viene desarrollándola usted desde hace unos 10 años. ¿Cómo maduró la idea de transformar esto en un libro, y con un título tan sugerente?
—Durante años el editor italiano Rizzoli había insistido en hacer alguna publicación sobre el tiempo transcurrido desde que yo había tomado la responsabilidad del movimiento “Comunión y Liberación”, después de la muerte de Don Guissani. Durante años me había resistido, porque no sentía la particular urgencia de una publicación. Pero a raíz de algunas de las cosas que suceden en la actualidad y de algunas lecturas sobre todo del Papa Benedicto —de cara al desafío que significaban ciertos acontecimientos, como lo que él calificara “el derrumbe” de cosas que hasta hace poco eran evidentes, compartidas por todos— empecé a pensar que dar un juicio sobre esta situación y mostrar cómo el cristianismo, si es comunicado en su naturaleza original, puede responder a las preguntas que nos hace la realidad actual y sería una contribución para todos, ayudando a entender qué está sucediendo.
El cristianismo puede, en mi opinión, dar una mano para responder a estos grandes desafíos. La fe cristiana, cuando es percibida en su naturaleza original, puede ayudar a descubrir el significado de la razón, de la libertad, de la educación, de la política… Puede, en fin, responder a los grandes desafíos que tiene hoy por delante la humanidad. Es por eso que intentamos hacer una recopilación de algunos de los textos que ya había usado en otras circunstancias, dándoles un orden para el propósito señalado.
—En el primer capítulo, usted plantea una cuestión que apunta a develar el escenario del libro. Usted se pregunta: ¿Es posible un nuevo inicio? ¿Qué hay en juego? Queremos trasladarle esta misma pregunta hoy a usted, para hacerla llegar a los lectores de Humanitas, porque percibimos que esto apunta a algo importante.
—El título de este capítulo surgió a propósito de una intervención que tuve en Italia, con ocasión de las elecciones europeas, donde se veía que estaban ya en discusión algunas de las grandes intuiciones que habían llevado a la construcción de Europa. Algunos han pensado que el libro solo se refiere a Europa, pero aquello fue una ocasión para darnos cuenta de que lo que estaba sucediendo tenía dimensiones en cierto modo globales (aunque obviamente con las peculiaridades de cada situación geográfica e histórica).
Yo me preguntaba si en aquel momento podría acontecer un nuevo inicio… porque había sucedido la crisis económica; estaba empezando a aparecer con todas sus fuerzas el terrorismo; el fenómeno de la migración proponía cuestiones nuevas; estaba sobre la mesa el tema de los así llamados “nuevos derechos”… Había, en fin, toda una serie de cuestiones que ponían en evidencia cuáles eran los desafíos que venían por delante y que daban cuenta de otras cuestiones, todavía más profundas, como la “emergencia educativa”, planteada por Benedicto XVI.
Lo anterior hacía preguntarse: ¿Cuál es la naturaleza de la crisis? Se ha insistido mucho sobre la naturaleza económica de la crisis, con todas las consecuencias de tipo social que implicaba. Pero yo pensaba —y pienso— que estas consecuencias sociales, que normalmente se mencionaban, eran simplemente consecuencias de una raíz más profunda, una raíz no solo económica. Y una parte importante de mi punto de partida me lo ofreció el haber leído —con ocasión de la preparación de esa intervención, que tuvo lugar en Italia (a propósito de las elecciones europeas)— un discurso del cardenal Ratzinger, quien, en una famosa lección pronunciada en Subiaco justo antes de la muerte del Papa Juan Pablo II, había descrito a la Ilustración con unos rasgos que a mí me llamaron mucho la atención.
Él decía que el momento de la contraposición religiosa, después de las guerras de religión que habían seguido a la reforma protestante, ponía ya en evidencia lo que había sucedido en Europa. Europa había tenido como elemento común la fe cristiana. Esta unidad de la fe había saltado por los aires a causa de la reforma; de la reforma había salido lo que había dado lugar a lo que llamamos guerras de religión; y cuando ya los cristianos nos can-samos de pelear, había que construir una nueva base que permitiera la convivencia. Si no teníamos en común la religión, ¿qué cosa teníamos en común? Teníamos en común la razón. Una sugerencia es el famoso título de la obra de Kant, “La religión dentro de los límites de la razón”.
Dice muy agudamente el Papa Benedicto, entonces cardenal Ratzinger, que aquello pareció, en esos momentos, una solución razonable y capaz de resistir, porque se trataba de convicciones en ese momento compartidas por prácticamente todos. Y se pensaba que ellas podrían resistir, porque habían llegado a ser patrimonio común, a través de la experiencia cristiana y, sobre todo, a través de la educación religiosa que la Iglesia había llevado a cabo.
Pero ¿qué es lo que ha sucedido, a través de distintas vicisitudes históricas? Que ese propósito y esfuerzo de mantener las grandes convicciones aportadas por el cristianismo, desvinculadas de su origen, ha fracasado, y lo que estamos viviendo es la consecuencia de este fracaso. Lo estamos viendo en todos los modos: muchas de las cosas que nos resultan difíciles de comprender son porque han llegado al agotamiento de sus raíces. Los valores, desconectados de su origen, han perdido su energía.
Pensemos en qué es lo que sucede, por ejemplo, cuando se apaga la calefacción: probablemente al principio se mantendrá el calor, pero como se ha perdido el foco o raíz que alimenta la energía, tarde o temprano el frío prevalecerá. Es lo que estamos viendo ahora: la crisis no es fundamentalmente de naturaleza económica, sino de una naturaleza mucho más profunda, que afecta a aquellas grandes convicciones, a una serie de valores compartidos por todos, plasmados en muchas de las leyes que nos han acompañado hasta ahora, y que se han derrumbado delante de nuestros ojos.
Entender así la naturaleza de la crisis es fundamental para poder ayudarnos a salir de esta situación y poder saber cuál puede ser la contribución del cristianismo de cara a este desafío que afecta a todos. Porque en realidad afecta a todos, no solo a los cristianos. Afecta a cualquier tipo de presencia o institución cultural, o universidad, partidos políticos o sindicatos: cualquiera que tenga una presencia social y que quiera aportar algo a los desafíos que tenemos por delante, no puede dejar de medirse con la naturaleza del desafío.
Me llamó mucho la atención una cita de Hannah Arendt a propósito de la crisis. Dice ella que la crisis puede ser una gran oportunidad porque nos in-quiere y pone preguntas, aquellas mismas que a veces queremos dejar de lado. Pero la crisis es una oportunidad solo si no repetimos la misma fórmula; solo si nos de-jamos sorprender por las preguntas que la crisis plantea. Solo así puede ser una ocasión de profundizar en qué es lo que ha sucedido, para poder iniciar una nueva etapa. Y esta es la situación en la que nos encontramos, una situación que puede llevarnos a empeorar, o que puede ser la ocasión de la toma de conciencia de un problema al que podemos intentar dar una solución. Como cuando uno va al médico y se encuentra con una serie de síntomas que le hacen consciente de que está enfermo: puede ser una ocasión para llegar a tiempo antes de que la enfermedad invada todo el organismo.
La peor enfermedad es la que no ofrece ningún síntoma, porque cuando te das cuenta ha invadido todo. Aquí, en cambio, tenemos síntomas de muchos tipos y esto puede ser una buena ocasión si nosotros no repetimos lo que ya ha mostrado ser un fracaso. Podemos intentar salir de la situación, volviendo a aquello que ya se ha demostrado que no era suficiente para mantener ciertas convicciones que hasta ahora compartíamos todos.
—En el transcurso de sus reflexiones usted cita frecuentemente a Ratzinger-Benedicto, Giussani y Papa Francisco. Hay en cierto modo un telar que estas tres voces —en un lugar, momento o circunstancias históricas— regalan a la Iglesia y a la humanidad de nuestros tiempos. ¿Qué decir? ¿Tiene eso algo que ver con aquel “nuevo inicio” del que usted habla?
—Yo creo que hay algo que los aúna a los tres. Yo lo describo en estos términos: es una percepción del cristianismo como un acontecimiento que es capaz de cambiar a la persona; por tanto, tiene una modalidad como de atraer, de fascinar. Tiene un atractivo tan grande que, cuando es percibido en su verdadera naturaleza, no puede dejar de interesar y de atraer a quienes están a la búsqueda de algún sentido, de algún lugar que les facilite una vida humana. Y a este respecto Giussani, como usted ha dicho, ha intentado comunicarnos la fe, casi reinventando un lenguaje que, cuando empezó, prácticamente no era usual en la vida de la Iglesia: por ejemplo, el cristianismo como un acontecimiento, no simplemente como un elenco de reglas éticas o preceptos que cumplir, no simplemente un discurso ortodoxo, sino un acontecimiento que es capaz de cambiar la vida y que suscita después el discurso o la ética, pero que en el origen es algo que viene antes que cualquier consecuencia.
Y él siempre ha insistido en reclamar los encuentros evangélicos como el origen de este cristianismo, desde el primer encuentro que narra el evangelio de San Juan, el encuentro de Juan y Andrés con Jesús, que habiéndolo encon-trado por casualidad, porque estaban escuchando a Juan el Bautista, quedan fascinados por la persona de Jesús, y se pone de manifiesto que lo buscan y luego ya no lo abandonan.
Entonces, ¿qué es lo que tiene esta presencia que es capaz de suscitar el interés en un mundo absolutamente variopinto, como era el del judaísmo del siglo primero? El Evangelio nos hace familiar toda esa variedad de grupos judíos: fariseos, saduceos, esenios, zelotas, que tenían todos la misma raíz judía. Pero en aquel momento aparece una figura que tiene esta capacidad de atracción, que no necesita ninguna otra arma para suscitar el interés que su propia presencia, sus gestos absolutamente contracorriente, sus gestos absolutamente audaces. Nosotros no tenemos idea de qué tipo de audacia significa ir a comer a casa de un publicano, por ejemplo, y qué clase de cambio ha suscitado en Zaqueo que Jesús tuviera la audacia de ir a su casa. Puede parecer simplemente como una cosa sentimental; sin embargo, no ha habido ningún otro desafío más grande que pudiese recibir uno como Zaqueo —a quien se le reprochaba constantemente su pecado de parte de los fariseos— frente a un gesto absolutamente gratuito y lleno de misericordia como el que hace Jesús con él.
Entonces, ¿qué es lo que tiene este acontecimiento, con esta presencia absolutamente distinta, en medio de toda esta variedad de grupos religiosos, para que haya suscitado lo que ha suscitado en la historia?
Esto es lo que me parece que comparten las figuras mencionadas —Benedicto, Giussani y Francisco— porque ponen de manifiesto una naturaleza del cristianismo en que todos ellos han insistido muchas veces: que es difícil de superar la reducción de ciertas formas de cristianismo con que la gente se encuentra y que en el fondo no les interesa. Giussani tuvo que afrontar ya esto desde el principio, porque había empezado sus lecciones en un liceo en Milán donde la mayoría de los alumnos —en los años cincuenta no se podía imaginar otra cosa— habían participado en la catequesis cristiana, en la iniciación cristiana, habían recibido el bautismo, la confirmación, habían participado en la vida de la Iglesia, en el oratorio. Pero cuando él los encuentra, antes de ir a la universidad, prácticamente todos han perdido el interés, son indiferentes. Han clausurado su interés por la Iglesia. Y él, entonces, trataba de mostrar justamente a través de la belleza (utilizaba todos los medios a su alcance: música, poesía, arte) la pertinencia de la fe a las exigencias fundamentales de la vida del hombre, exigencia de verdad, de belleza, de justicia.
Esto permitió a muchos volver a replantearse lo que ya pensaban haber cerrado para el resto de su vida. Y esto ha hecho posible que empezara a hacerse familiar otro tipo de vocabulario, que después, en realidad, el Concilio en su Constitución Dei Verbum, confirmó. Lo confirmó, insistiendo que la revelación cristiana no es solo un conjunto de verdades o un sistema ético, sino que es fundamentalmente hechos y palabras intrínsecamente ligados: los hechos y las palabras de Jesús eran la forma a través de la cual Dios se comunicaba a los hombres, y que por tanto solo esto puede ayudar a los hombres a descubrir de nuevo el cristianismo. Eso lo vemos, por ejemplo, en cómo el Papa Benedicto reiteró, en su primera encíclica Deus caritas est, que el encuentro es el inicio de la fe cristiana, y cuando repite también que el cristianismo se comunica no por constricción, sino por atracción.
Luego el Papa Francisco lo repite constantemente. Es decir, se ha ido como generando una modalidad de hablar del cristianismo que tiene su fundamento en la fascinación, que la presencia de Cristo, o la presencia de los cristianos que viven según su naturaleza original el cristianismo puede hoy suscitar. Y esto me parece que es verdaderamente un don para la vida de la Iglesia, porque lo pone en términos que son en primer lugar la realización del Concilio, como el Papa Francisco que con hechos absolutamente simples llega a tantas personas.
Cuando la gente quiere contraponer al Papa Francisco con el Papa Benedicto, yo digo que en realidad el Papa Francisco es una radicalización del Papa Benedicto, porque repite muchas de las grandes intuiciones del Papa Benedicto, pero lo hace en una modalidad, con unos gestos que son tan simples y tan sencillos de identificar por cualquiera, que llega a mucha gente.
Estas eran en el fondo muchas de las cosas que veíamos que sucedían con Jesús: no podían entender algunas de las cosas, pero no podían irse a su casa sin haber visto y tener en sus ojos lo que habían visto estando con Él. Y esta es la gracia que identifica a los últimos papas en la vida de la Iglesia. Si nosotros tenemos la sencillez de acoger su testimonio, podrá ser un nuevo inicio.
—Usted ha formulado, en alguna ocasión, que quien no entiende al Papa Francisco —quien no entienda que él es una respuesta a las necesidades de nuestro tiempo— es que en realidad no entiende cuál es el problema de nuestro tiempo. ¿Es efectiva esa afirmación?
—A mí me parece que es un intento de decir que para entender al Papa Francisco en sus gestos, en sus tomas de posición sobre tantas cuestiones, hace falta entender la naturaleza del problema o de la enfermedad: si uno piensa que en vez de un cáncer tiene una gripe, si trata el cáncer con una aspirina, parece que no podrá ser adecuado como respuesta.
La cuestión es cuál es la naturaleza del problema. Si es lo que explicara el Papa Benedicto, que lo que está derrumbándose ante nuestros ojos es un intento de mantener las grandes convicciones generadas por el cristianismo sin su vínculo originario —sin el origen de relación con la presencia histórica de Cristo, que es lo que diera vida a una nueva forma de estar en la realidad— pues será difícil entender algunos de los gestos, de las tomas de posición del Papa Francisco. Y no es por mala voluntad, sino porque no se entiende la naturaleza del problema y, como no se entiende la naturaleza del problema, no se entiende la audacia de la respuesta.
—En el capítulo VIII de su libro “Ampliar la razón” —título que evoca el llamado de Benedicto XVI en su famoso discurso de Ratisbona—, usted afirma que el reduccionismo en la relación con la realidad —debido a que se entiende la razón solo como “medida”— nos ha conducido progresivamente al nihilismo. Se pregunta usted qué forma tiene el nihilismo hoy día. Y explica que este ya no es una teoría, sino la forma de una vida apática y dispersa. El nihilismo, dice, “tiene la forma de un vaciamiento, de una destitución de la realidad”, afirmación contundente que impresiona a primera vista. Pareciera que el espectro del problema que esta cuestión abarca es inmenso: comunicacional, familiar, de gobernanza; en fin, social y personal...
—A mí me impresiona mucho una frase, que leí hace tiempo, de María Zambrano, una filósofa española, que dice que lo que está en crisis es el nexo con la realidad, porque la realidad es nuestro verdadero sustento. Y esto lo vemos en tantas ocasiones, sobre todo en la “emergencia educativa”, donde tantas veces lo que se propone a los jóvenes no es capaz de suscitar interés. En consecuencia, todo se quiere resolver con reglas. Mas un joven, si no tiene interés por lo que está sucediendo en clases, no podrá hacer otra cosa que enredar o armar jaleo. Mas no porque sea malo, no porque tenga algún problema psicológico, sino porque simplemente, si no es atraído por algo presente delante de sus ojos que le interese, entonces evidentemente tiene que hacer algo, porque la exigencia del corazón del hombre de una plenitud no decae.
Así, si la relación con la realidad no es la adecuada, el hombre sucumbe a que nada en el fondo le interesa: la apatía, la indiferencia, el desinterés son signos de que no hay nada delante de los ojos que sea capaz de suscitar el interés de la persona. Y cuando no hay nada, quedamos a merced de nuestras ganas, de nuestra instintividad, como un cántaro rodando por un torrente, a las idas y venidas de nuestros sentimientos o de nuestros estados de ánimo. En el contexto nihilístico no hay nada que sea capaz, que tenga la suficiente realidad, suficiente densidad de realidad como para suscitar el sentido…
El significado nace justamente de encontrar algo que te abre una pregunta, que te hace buscar el significado. Porque cuando una persona en-cuentra a otra y empieza a atraerla, y empieza a percibir el valor que puede tener esa presencia para sí, entiende el significado, porque es el significado lo que está precisamente sucediendo. No necesita ir a una clase filosofía para entender: el significado de esa persona se ve porque cuando está presente, porque cuando yo comparto algo con ella, descubro que tiene tal interés para mi vida, que ya no puedo despertarme en la mañana sin pensar en ella. Es decir, es algo real, que es capaz de atraer toda la atención. Si esto sucede en la experiencia al alcance de cualquiera, desde el niño que se despierta por la mañana y, nada más entrar en relación con la realidad, si falta su madre, aunque tenga la habitación llena de juguetes, esto no le basta, y llora llamando a su madre, porque la presencia verdaderamente significativa para él es su madre…
—Usted habla mucho del deseo en el libro…
—Toda la cuestión del deseo es esta. Es lo que sucede en relación a la persona amada, cuando alguien se enamora. Si esto sucede al nivel de la experiencia humana elemental, esa es la modalidad a la que se ha plegado Dios haciéndose hombre. Poniendo delante de nuestros ojos no una presencia cualquiera, sino una presencia absolutamente excepcional, con un atractivo del que el Evangelio dice: "nunca hemos visto una cosa igual".
Qué tipo de fascinación ha podido ejercer esa persona, para que algunos hayan abandonado todo por seguirle, hayan retenido que aquello era la cosa más importante que les había sucedido en la vida. Esto es el desafío que tenemos los cristianos hoy. Poner en la realidad presencias que puedan suscitar este interés. Pienso, por ejemplo, en el nihilismo del que sale a veces la violencia, terroristas de un modo o de otro. A esto no se puede responder solo con reglas, o intentando cómo tapar las consecuencias, sino atrayendo y mostrando con todo su atractivo otra vida infinitamente más plena.
Un amigo me ha enviado en estos días un texto de Ortega y Gasset que dice: Yo no creo mucho en la obligación, como creía Kant, lo espero todo del entusiasmo. Siempre es más fecunda una ilusión que un deber. Tal vez el papel de la obligación o del deber es subsidiario, hacen falta para llenar los huecos de la ilusión y del entusiasmo... Para Europa hoy, la gran cuestión no es un nuevo sistema de deberes, sino un programa de apetitos. Yo diría mejor de deseos.
—Pero lo importante de la cuestión aquí es qué cosa puede despertar el deseo.
—Ahí tocamos la naturaleza de la crisis. La naturaleza de la crisis, sobre todo en los aspectos educativos, se ve claramente ahí. No es que los jóvenes no sean capaces de hacer sus deberes o no sean capaces de estar atentos en sus clases. El problema es si hay algo, si sucede algo que les atraiga, o que les suscite el deseo, que les suscite el interés. Y esto depende de presencias adultas que tengan algo que comunicar-les, que lo que viven sea capaz de suscitar el interés en ellos.
El problema educativo no es de los jóvenes, es de los adultos. Cuando los adultos no tenemos nada que proponerles, entonces es evidente que ellos son dejados a sus reacciones y a sus ganas. En cambio, cuando los mismos jóvenes se encuentran con personas que despiertan el deseo, que desafían su deseo, y empiezan a proponerles algo que tenga interés, se entusiasman, no necesitan que haya alguien para imponerles ciertas cosas.
—Usted ha afirmado que la violencia y el terrorismo son consecuencia del nihilismo y eso es bastante visible. ¿Ve el mensaje de la misericordia ,en que ha insistido el Papa Francisco, como un antídoto ante esa violencia inmanente y dispersa en todas las más variadas formas de la existencia contemporánea, incluso aquellas que el hombre vive al interior de su propia psique?
—Si acaso la misericordia se entiende bien, porque nosotros muchas veces reducimos el significado de las palabras.
La misericordia de Jesús va unida constantemente a la excepcionalidad de una presencia, que tiene la característica al mismo tiempo de ser buena, de tener la capacidad de abrazar al otro en su estado, sin desa-fiarlo en su situación existencial (como en el caso de Zaqueo). Y en este sentido se puede decir que la misericordia es el desafío más grande que una persona pueda recibir, cuando ha tenido la percepción clara de su incapacidad, o de su mal, o de su necesidad de ser despertada. Solo alguien que nos ama incondicionalmente puede ser capaz de suscitar el yo de cada uno de nosotros. Esto a mí me parece que es fundamental y este es el gesto más grande de misericordia. El gesto más grande de misericordia que tuvo Jesús con sus contemporáneos fue esa capacidad no simplemente de curar las enfermedades, sino esa capacidad de abrazar, de suscitar lo humano que había en ellos, para que pudieran verdaderamente constituirse —con las palabras de San Pablo— como una criatura nueva, con una capacidad de estar en la realidad, contribuyendo a regenerar el tejido social, el tejido de un pueblo, que hacía de las personas algo absolutamente nuevo.
Me impresiona mucho un texto de los Hechos de los Apóstoles, que muchas veces pasa inobservado, cuando Pedro y Juan son llevados delante del Sanedrín y los sanedritas —fariseos, saduceos, expertos en la dialéctica— se encuentran sorprendidos de que dos ignorantes, sin ningún tipo de instrucción, tengan esta libertad de ponerse frente a ellos. Hasta que se dieron cuenta de que habían sido amigos de Jesús, que habían estado con Jesús. Es decir, en la relación con Jesús se generaba un tipo de sujeto humano que sorprende hasta a los expertos. Esta es la gran misericordia que Dios ha tenido con nosotros. Si no es Cristo quien responde a todo el deseo de verdad, de belleza, de justicia que hay en el corazón del hombre, no se resuelve el problema del mal.
Porque el problema del mal —por el cual tenemos necesidad constan-temente de misericordia— estriba en que nosotros encontremos respuesta a aquello sin lo cual somos llevados a hacer el mal. La samaritana necesitaba encontrar a alguien que respondiera a su sed: si no responde alguien a su sed, irá a buscar a otro que la sacie. Cristo es esta gran misericordia capaz de poner en la existencia, en la historia humana, una presencia que puede responder a toda la sed que hay en el corazón del hombre. Esta es la gran misericordia.
—El Papa Francisco ha hablado de “una economía que mata”. ¿Qué importancia atribuye usted a esa economía “que mata” en el contexto de la crisis cultural y moral que viven los países occidentales? La “belleza desarmada”, ¿pasa también por la belleza de un orden económico armónico y justo?
—Estamos siempre delante de la misma cuestión. Si el corazón del hombre está hecho para la felicidad, para la plenitud, y no la encuentra, ¿con qué intenta llenarlo? Lo intenta en su relación con las personas o en la relación con las cosas, que son las dos realidades que tiene a mano. E intenta entonces manipular a las personas y poseerlas de cualquier forma que sea, o bien acumular cosas. Mientras el problema del hombre no se resuelva, mientras no exista una respuesta adecuada a la sed de felicidad, intentaremos llenarla con cosas. Un tipo de economía “que mata”, ¿de dónde nace? De una falta de respuesta adecuada al problema de la felicidad. Cuando las personas puedan tener una experiencia distinta y puedan empezar a generar un tipo de economía que no piensa que poseyendo más, que acumulando más cosas, va a llenarse más —porque todo es poco y “pequeño para la capacidad del alma”, como diría el gran poeta Leopardi—, la situación del hombre de nuestro tiempo en este sentido podrá ser distinta. Pero no habrá salida en el contexto de un tipo de econo-mía que solo busca el beneficio y que se olvida de lo demás. Aparte de que será siempre incapaz de responder incluso al deseo de aquellos que la hacen, porque, como decía otro escritor italiano, Pavese, lo que el hombre busca en los placeres es el infinito y el hombre jamás se contentará con menos que ese infinito.
Entrevista realizada por JAIME ANTÚNEZ y JAVIERA CORVALÁN