* Extracto del artículo LA RISSURREZIONE DI GESU – I. Il fatto: Gesù «e veramente risorto», publicado en La Civiltà Católica n° 3466 y debidamente autorizado.

Jesús murió en la cruz alrededor de las tres de la tarde del viernes 14 de Nisán, vigilia de la Pascua del año 30 (7 de abril). Narra el Evangelio de Juan: «Como era el día de la Preparación de la Pascua, los judíos no querían que los cuerpos se quedaran en la cruz durante el sábado, pues aquel sábado era un día muy solemne. Pidieron a Pilato que hiciera quebrar las piernas a los crucificados y retiraran los cuerpos. Fueron, pues, los soldados y quebraron las piernas de los dos que habían sido crucificados con Jesús. Pero al llegar a Jesús vieron que ya estaba muerto, y no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, y al instante saltó sangre y agua» (Jn 19, 31-34).

Debería haberse retirado el cadáver de Jesús de la cruz y luego echarse a la fosa común; pero José de Arimatea, un personaje respetable, miembro del Sanedrín y discípulo de Jesús ocultamente, se presentó a Pilato y le pidió autorización para enterrarlo. Pilato se la concedió después de informarse y enterarse por el centurión asombrado de que Jesús ya había muerto. Junto con Nicodemo, también discípulo de Jesús, José bajó el cadáver de la cruz, lo envolvió en lienzos, después de untarlo con aceites aromáticos, y lo depositó en un sepulcro nuevo, cavado en una roca, en un huerto junto al lugar de la crucifixión. Todo se hizo con gran prisa, ya que al anochecer comenzaba el día de Pascua, en el cual estaba prohibido ocuparse de los cadáveres. Se cerró la entrada del sepulcro con una gran piedra. Algunas mujeres, que siguieron a Jesús hasta el Calvario sin poder hacer nada por él, se fijaron debidamente en el lugar del sepulcro, ya que tenían la intención de regresar pasado el sábado para rendir al cadáver de Jesús los honores que no fueron posibles en el momento de la sepultura debido al escaso tiempo disponible. Y de hecho pasado el sábado regresaron muy temprano en la mañana al lugar donde se encontraba el sepulcro de Jesús, pero lo encontraron vacío. ¿Qué había ocurrido? La piedra que cerraba la entrada había sido removida y el cadáver de Jesús había desaparecido; pero los lienzos que lo envolvían y el sudario, es decir, el paño que le cubría la cabeza, estaban en su lugar. ¿Y entonces? En el interior del sepulcro, un misterioso joven dijo a las mujeres asustadas por lo ocurrido: «Si ustedes buscan a Jesús Nazareno, el crucificado, no está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6).

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«Jesús Nazareno, el crucificado, ha resucitado». Esta pequeña frase contiene el anuncio del hecho más increíble de la historia humana: la resurrección de Jesús de Nazaret, su triunfo sobre la muerte, en virtud del cual Jesús hoy está «vivo». Es un hecho increíble, porque si de algo estamos absolutamente seguros es que de la muerte no se vuelve a la vida, salvo mediante un milagro –hecho absolutamente excepcional– de Dios. Y sin embargo, por increíble que sea, el hecho de la resurrección se afirma a propósito de Jesús, y precisamente en eso se apoya el cristianismo desde hace veinte siglos, hasta el punto que si Cristo no ha resucitado, se derrumba enteramente la fe cristiana. Debemos preguntarnos entonces qué fundamento tiene el hecho de la Resurrección de la muerte de Jesús de Nazaret. ¿Hay argumentos serios –y cuáles– para afirmar, como lo hace la fe cristiana, que Jesús resucitó realmente?

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El único testimonio histórico que tenemos de la Resurrección de Cristo lo entrega el Nuevo Testamento (NT): todos los libros del NT se refieren a la Resurrección, y no como uno entre tantos hechos sobre Jesús, sino como el hecho central y constitutivo de la fe cristiana, como el corazón de la experiencia cristiana, y por ese motivo con entusiasmo y profunda alegría. Algunos textos son más recientes y elaborados, pero otros son bastante antiguos y primitivos. El testimonio más antiguo que tenemos de la Resurrección se encuentra en la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios (1 Co 15, 1-11) (1). Esta Epístola, según la gran mayoría de los exegetas, fue escrita por San Pablo entre los años 55 y 57 d. C. En ella habla de los problemas de la comunidad cristiana de Corinto, una ciudad de Grecia a la cual llegó en los años 50-51 y donde construyó esa comunidad con gran esfuerzo. La resurrección de los creyentes constituye un problema bastante vivo. Así, San Pablo dice: «¿Cómo dicen algunos ahí que no hay resurrección de los muertos?» (1 Co 15, 12). Algunos corintios «iluminados» y «espiritualistas» creen haber llegado ya a la salvación «espiritual» y no necesitar una resurrección «corpórea»: para ellos la salvación cristiana es una realidad espiritual y actual, y por tanto no tiene sentido una resurrección corpórea y futura como culminación de la salvación. Para combatir estas ideas, San Pablo recuerda la Buena Nueva que les ha «anunciado» desde el comienzo de su apostolado y ellos han «recibido», mediante la cual «perseveran»: el Evangelio del cual –habiéndolo aceptado con fe– reciben la salvación, con la condición de mantenerlo puro, en la «forma» en que se les anunció, sin nada que suprimirle ni agregarle.

¿Qué «anunció» Pablo? No anunció ideas propias, personales, sino «transmitió» lo «recibido» por él mismo de la comunidad cristiana primitiva: lo que dijo a los corintios y todo cuanto le refirieron los «ministros de la Palabra» con los cuales estuvo en contacto tanto en su estadía en Antioquía (hacia los años 40-42) como hacia el año 35, en la época de su conversión, fecha por tanto sumamente cercana a los hechos, ya que Jesús muy probablemente fue crucificado el 7 de abril del año 30. Los escritos de Pablo fueron pues compuestos en una fecha distante sólo pocos años (5-10) de la muerte de Jesús y en que su recuerdo todavía estaba sumamente vivo.

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Ahora, ¿qué «recibió» San Pablo de la comunidad cristiana primitiva? Un brevísimo compendio de la fe cristiana, consistente en cuatro puntos: 1) Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras; 2) Cristo fue sepultado; 3) Cristo resucitó al tercer día según las Escrituras; 4) Cristo se apareció a Cefás (= Pedro) y luego a los Doce. Destacamos aquí únicamente la secuencia de los hechos referidos: Cristo murió – fue sepultado – resucitó – se apareció a Cefás y a los Doce. Los dos «pilares» de esta secuencia son la muerte y la Resurrección. Cada uno de ellos tiene una confirmación: la muerte es confirmación de la sepultura; la Resurrección es confirmada por las apariciones, que son como «el sello puesto a la Resurrección» (H. Schlier, La Risurrezione di Gesù, Brescia, Morcelliana, 1994, 31). A una muerte «real», corresponde una Resurrección «real». En otras palabras, Jesús murió «realmente» y resucitó «realmente». Es ésta, en su forma más simple y primitiva, la fe cristiana profesada desde los primerísimos inicios del cristianismo, como se desprende del primer escrito cristiano que nos ha llegado, la Primera Epístola escrita por San Pablo (años 50-51) a los cristianos de Tesalónica: «¿No creemos que Jesús murió y resucitó?» (1 Tes 4, 14).

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Examinemos ahora cada uno de los cuatro puntos en los cuales llegó el «credo» cristiano primitivo a San Pablo. El primero es: «Cristo murió por nuestros pecados según las Escrituras». San Pablo une dos afirmaciones que requieren explicación. Dice en primer lugar que Cristo murió «por nuestros pecados». Ésta es una afirmación de fe, que subraya el valor salvador de la muerte de Jesús en cuanto precisamente en virtud de la muerte que Cristo sufrió «por nosotros», es decir, en favor nuestro, obtenemos el perdón de Dios y la reconciliación con Él. Con todo, esta afirmación de fe se apoya en la Sagrada Escritura, es «según las Escrituras», tanto en un sentido estrecho, en cuanto Jesús llevó a cabo la profecía de Isaías del «Servidor de Yavé», sobre el cual «el Señor descargó (...) la culpa de todos nosotros», pero por cuyas «llagas hemos sido sanados» (Is 53, 5-6), como en un sentido más amplio, en cuanto la totalidad de la Escritura, por su carácter profético, anuncia que en Cristo muerto y resucitado se lleva a cabo el designio de salvación concebido por Dios para todos los hombres.

En particular, la afirmación «murió por nuestros pecados» se apoya en una palabra de Jesús: «El Hijo del Hombre (...) ha venido (...) para (...) dar su vida como rescate por una muchedumbre» (Mc 10, 45). Jesús afirma aquí de manera explícita el valor de liberación del pecado que tiene su muerte. «Por una muchedumbre» no significa aquí que Jesús no haya muerto por todos, sino define efectivamente la totalidad de los hombres. Esta palabra, que ya la expresión «Hijo del Hombre», recurrente únicamente en boca de Jesús, no permite considerar como creación de la fe de la Iglesia primitiva, supera en gran medida profecías anteriores en cuanto contiene la explicación del significado y el fin de su muerte. Para el judaísmo era ajena no sólo la idea de la muerte del Mesías, sino también el pensamiento según el cual el pueblo necesitase ser liberado del pecado: únicamente los méritos de Abraham habrían servido como rescate para todos sus descendientes y sólo para ellos. Para los paganos, no existía posibilidad alguna de expiación, pero representaban el precio del rescate de Israel, porque en el día del juicio serían echados a la Gehenna en su lugar. Así, Jesús, al afirmar que da su vida por toda la humanidad, afirmó algo que debía parecer inaudito y absurdo a los judíos de su época (ver J. Schmid, Il Vangelo di Marco, Brescia, Morcelliana, 1955, 260 s.).

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El segundo punto del «credo» cristiano primitivo es: Jesús «fue sepultado». Esta expresión indica el carácter definitivo de la muerte de Jesús. No fue la suya una muerte aparente de la cual podría haberse recobrado. Además de recibir de un soldado un lanzazo que le atravesó el corazón, fue bajado de la cruz, y después de ser envuelto en lienzos y cubierto su cuerpo con el sudario, fue depositado en un sepulcro: un sepulcro «nuevo», porque de lo contrario el cadáver de un ajusticiado habría contaminado los de otros difuntos.

La sepultura del cadáver expresa el carácter definitivo de la muerte, en el sentido de que con ella se pierde también el único vínculo –el cadáver– que une al difunto con el mundo de los vivos. Con la sepultura el hombre ya no está, ni siquiera en esa «cosa» fría e inanimada que ya no es su «cuerpo», pero que sin embargo lo evoca y lo representa. Ha muerto verdadera y definitivamente. Esta afirmación de San Pablo –Jesús fue sepultado– es históricamente cierta. De hecho es afirmada por los cuatro Evangelios con abundancia de detalles bastante precisos y discrepantes sólo en algunos puntos de escasa importancia.

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El tercer punto del «credo» cristiano primitivo –«Cristo resucitó al tercer día según las Escrituras»– merece un examen más a fondo. Este punto plantea tres problemas: 1) ¿el verbo eghêghertai (pretérito perfecto pasivo de egheirô, resucitar) debe entenderse en sentido pasivo («fue resucitado») o en sentido intransitivo («resucitó»)? 2) ¿Las palabras «al tercer día» indican la fecha de la Resurrección o tienen un significado no «histórico», sino «metahistórico» y por tanto «teológico»? 3) ¿El inciso «según las Escrituras» se refiere al «tercer día» o a la palabra «resucitó»?

En cuanto al primer problema, las dos traducciones del verbo eghêghertai son igualmente aceptables desde el punto de vista gramatical; pero desde el punto de vista teológico tienen distinto sentido. Así, traducir «Cristo fue resucitado» significa atribuir la resurrección de Jesús a una acción de Dios; traducir «Cristo resucitó» significa atribuir la Resurrección al poder de Jesús. En realidad, en el NT, el verbo eghêghertai se usa en ambos sentidos; con todo, en la gran mayoría de los textos, la Resurrección de Jesús se atribuye a la acción del Padre. Así, Pedro dice a los jefes del pueblo hebreo después de la curación del paralítico en la Puerta Bella del Templo: «Este hombre que está aquí sano delante de ustedes ha sido sanado por el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien ustedes crucificaron, pero a quien Dios ha resucitado (o Theos êgheiren) de entre los muertos» (He 4, 10; ver 1 Tes 1, 10; Rom 4, 24; He 2, 32; 13, 37).

Así como hay fechas para la muerte, la sepultura y las apariciones, también hay una fecha para la resurrección, es decir, al insistir en el «tercer día», la Iglesia primitiva parece querer afirmar que la Resurrección es un hecho que realmente ocurrió, hasta el punto que es posible determinar la fecha: Jesús de Nazaret, al cual los judíos dieron muerte colgándolo en una cruz, fue resucitado por Dios al tercer día.

En todo caso, es el mismo Jesús quien en los Evangelios alude repetidamente al tercer día como plazo para su resurrección (ver Mt 16, 21; 17, 23; 20, 19; Lc 9, 22; 13, 32; 18, 33; 20, 19; Mc 9, 30; 10, 34).

En todo caso, lo más importante del tercer punto del credo –«Resucitó al tercer día según las Escrituras»– consiste en precisar el sentido del término «resurrección». Éste significa el despertar del sueño de la muerte y el retorno a la vida. Por este motivo, al afirmarse que Jesús resucitó, se quiere decir que, después de haber muerto realmente, su cuerpo que permaneció en el sepulcro fue revivificado por la acción omnipotente de Dios: en virtud de semejante acción absolutamente única de Dios, Jesús venció la muerte y volvió a la vida. ¿Pero de qué vida se trata? No de la vida precedente a su muerte y por tanto su vida de antes. Jesús no resucitó como Lázaro, al cual hizo volver a la vida, ni como el hijo de la viuda de Naín y la hijita del dirigente de la sinagoga. Estas personas fueron en efecto resucitadas, es decir, traídas nuevamente a su vida de antes.

Jesús, en cambio, con la Resurrección entró en una condición de vida absolutamente única: entró en la plenitud de la vida divina, y su cuerpo es sumamente real, es el cuerpo de Jesús de Nazaret que experimentó la crucifixión, pero es un «cuerpo de gloria», un cuerpo «espiritual», sustraído a las condiciones terrenales de espacio y tiempo, de sufrimiento y muerte, de tal manera que Jesús no puede morir nuevamente y la muerte ya no tiene poder sobre él. Es ahora «el que vive» (Ap 1, 18). En otras palabras, con la Resurrección Jesús entró definitivamente con toda su humanidad –cuerpo y alma– en la plenitud de la vida de Dios, es decir, en una condición de vida que está más allá de toda experiencia humana y no podemos describir sino valiéndonos de imágenes y conceptos que son puramente un reflejo sumamente débil de la realidad.

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Aquí se plantea el problema capital: la Iglesia primitiva afirmó –y la Iglesia de hoy sigue afirmándolo– que Jesús resucitó de la muerte en el sentido ahora explicado. ¿Pero en qué elementos se basó para hacer esa afirmación? ¿Se basó en un acto de fe o en hechos históricos, experiencias históricamente documentables? En otras palabras, ¿es la Resurrección de Jesús un hecho histórico? Precisamos que la historicidad de la cual hablamos no se refiere al «modo» de la Resurrección, que para nosotros permanece siendo absolutamente misterioso e inalcanzable, sino al «hecho», al acontecimiento histórico en sí mismo. Precisamos además que al hablar de «hecho» histórico, queremos decir que Jesús resucitó objetivamente, en la realidad, y no sólo en la conciencia de quienes creyeron en su Resurrección; que algo objetivo y real sucedió en la persona de Jesús, por lo cual de la condición de muerto en la cruz y depositado en el sepulcro pasó a la Condición de Viviente y Señor de la historia, «exaltado a la diestra del Padre»...

Para responder a la pregunta, debemos distinguir entre lo que es histórico y directamente verificado y lo que siendo también histórico, no es directamente verificado. Es histórico y directamente verificado aquello que se puede situar en el ámbito de la experiencia y la verificabilidad humana, aquello que es posible alcanzar y conocer en sí mismo mediante los métodos propios de la investigación histórica. En cambio, es histórico, aun cuando no sea directamente verificado, lo que sin ser alcanzable en sí mismo directamente, lo es sin embargo sólo indirectamente, mediante la reflexión en hechos que ocurrieron históricamente y están vinculados con aquello. Ahora, la Resurrección de Jesús es un hecho histórico, aun cuando no es directamente verificado. Esto se debe al hecho de que no es puramente un acontecimiento de este mundo, porque Jesús no volvió a la vida de antes; su Resurrección es un acontecimiento «escatológico», definitivo, porque es la entrada a la vida eterna y definitiva de Dios. Por consiguiente, no puede situarse simplemente en el mismo nivel de todos los otros hechos históricos verificados directamente, que precisamente por eso son pasajeros. Decir que la Resurrección de Jesús es un hecho histórico no verificado directamente no significa que no sea un hecho «objetivo» y «real». En realidad, Jesús murió realmente, pero no podemos alcanzar el hecho real de la Resurrección directamente en sí mismo mediante los métodos propios de la investigación histórica. En este sentido, la Resurrección se sitúa por encima de las categorías de la historia humana: es «metahistórica»» y «transhistórica».

Debemos por tanto afirmar que la Resurrección es un hecho histórico aun cuando no es directamente verificado. Así, al reflexionar sobre los hechos históricos del sepulcro encontrado vacío, las apariciones de Jesús a sus discípulos y el cambio ocurrido en éstos en relación con lo que fueron durante la vida de Jesús y sobre todo durante y después de su pasión y muerte, del nacimiento y de la expansión de la Iglesia primitiva, podemos tener certeza moral sobre el hecho histórico de la Resurrección, es decir, ésta dejó en nuestra historia «huellas», «señales», y al reflexionar sobre éstas podemos tener la certeza moral, y por tanto histórica, de que Jesús resucitó realmente. Evidentemente, la certeza histórica o moral no es la certeza de la fe: ésta es de otro orden y tiene su origen y justificación en el testimonio que Dios mismo da al creyente, atrayéndolo con su gracia interior a llevar a cabo el acto de fe en Cristo resucitado. Precisamente por esto es absoluta la certeza del creyente. Sin embargo, la certeza moral que se obtiene a partir de la reflexión sobre las «señales» de la Resurrección constituye la justificación de la fe en el plano racional, con lo cual la adhesión a la fe en la Resurrección no será absurda ni infundada, sino razonable, racionalmente válida. Es preciso, en todo caso, destacar una cosa de suma importancia: para poder percibir las «señales» de la Resurrección, se requiere una mente y un corazón «purificados»: una mente purificada de prejuicios contra lo sobrenatural y abierta al misterio y un corazón purificado de las pasiones y el pecado. Aquel que de hecho fuese materialista y positivista a causa de sus prejuicios; aquel que ya estuviese convencido de que es imposible una intervención de Dios en la historia –un milagro, por ejemplo–; aquel que por otra parte estuviese de tal manera inmerso en el mal y dominado por el pecado hasta el punto de estar cerrado a Dios, se vería sumamente obstaculizado en la percepción de las «señales» de la Resurrección. No hay puramente una ceguera física; también existe la ceguera espiritual.

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Examinar las «señales» y las «huellas» de la Resurrección significa examinar las narraciones que nos han dejado los Evangelios sobre la Resurrección de Jesús. Es preciso advertir de inmediato que provienen de diversas fuentes, por lo cual, si bien convergen en las grandes líneas, divergen en muchos puntos en particular, de manera que no es posible armonizarlas en todos los detalles. No hay que dejarse impresionar negativamente por este hecho hasta pensar que debido a sus divergencias los relatos evangélicos de la Resurrección no son creíbles históricamente. La verdad es más bien lo contrario: en lo histórico, la convergencia en las cosas esenciales y la divergencia en los detalles es señal de historicidad, mientras un relato debidamente armonizado en todos sus detalles provoca ciertas sospechas de manipulación.

La primera «huella» de la Resurrección es el descubrimiento del sepulcro vacío: en Marcos 16, 1-8, se habla de tres mujeres que se dirigieron al sepulcro de Jesús muy temprano en la mañana y lo encontraron vacío. Descubren lo mismo María Magdalena en Juan 20, 1-2 y Pedro en Lucas 24, 12. Se trata, por consiguiente, de un dato tradicional perteneciente a un estrato antiguo de las tradiciones pascuales. Con todo, la historicidad del encuentro de la tumba vacía no puede negarse por los siguientes motivos:

1) en cuanto a la narración de la sepultura de Jesús, su tumba era conocida y de acuerdo con la costumbre de esa época, las mujeres visitaban la tumba de un difunto, de manera que no se puede negar que algunas mujeres hayan ido al sepulcro de Jesús, que conocían muy bien;

2) el descubrimiento del sepulcro vacío por las mujeres no puede atribuirse a un «hallazgo» apologético de la Iglesia primitiva con el fin de tener un testimonio de la Resurrección de Jesús, ya que en esa época las mujeres no se consideraban testigos dignos de consideración, por lo cual su testimonio habría sido inútil;

3) los enemigos de Jesús no negaron el hecho de que su tumba estuviese vacía, pero lo justificaron sosteniendo que sus discípulos habían venido de noche y sustrajeron el cadáver.

El encuentro de la tumba vacía es por tanto un hecho histórico debidamente fundado: no hay motivos serios para negarlo. ¿Pero qué significado tiene? No es una prueba histórica de la Resurrección de Jesús, porque también se podría pensar, aun cuando sea equivocadamente, que la desaparición del cadáver de Jesús se debió a otras causas; pero es una «huella», una «señal», que a pesar de ser ambigua en sí misma, «orienta» hacia la Resurrección. Esta señal indica de hecho que algo misterioso le ocurrió a Jesús, cuyo cadáver desapareció sin dejar huella alguna fuera de los lienzos y el sudario en que estaba envuelto. ¿Qué sucedió? El sepulcro vacío no lo dice, pero induce a pensar que Dios resucitó a Jesús de la muerte, trayéndolo nuevamente a la vida no sólo en el espíritu, sino también en el cuerpo; induce asimismo a pensar que el Resucitado es aquel que Pilato hizo crucificar y por tanto Jesús resucitado es el mismo Jesús que murió en la cruz: una vez resucitado, posee el mismo cuerpo, aun cuando se trata de un cuerpo «espiritual», revestido de la «gloria» de Dios e investido del «poder divinizador» del Espíritu Santo. Así, la tumba vacía nos pone en el camino de la Resurrección, es como una «señal del tránsito» que indica un camino.

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Con todo, la «señal» histórica más importante, más clara y más evidente dejada en la historia por la Resurrección de Jesús está constituida por sus «apariciones». Si bien efectivamente nadie vio resucitar a Jesús, sus discípulos lo vieron resucitado. En realidad, Jesús se apareció muchas veces a sus discípulos, en diversas circunstancias y distintos lugares.

De las apariciones de Jesús habla ante todo San Pablo en el texto antes citado de la Primera Epístola a los Corintios (cap. 15), trasmitiéndoles lo que ha sabido de la primera comunidad cristiana de Jerusalén: que Jesús resucitado se apareció a Cefás y luego a los Doce. Luego se apareció a más de 500 hermanos (= cristianos) en una sola oportunidad: la mayor parte de ellos vive aún, mientras algunos han muerto. Luego se apareció a Santiago, el «hermano de Jesús». Luego, a todos los apóstoles.

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Finalmente se apareció a él, Pablo. Al citar una cantidad tan grande de testigos, todos autorizados, ya sea por el lugar que ocupaban en la Iglesia (por este motivo no habla de las apariciones de Jesús a las mujeres, ya que en el ambiente hebraico el testimonio de ellas no tenía mucho valor), ya sea porque algunos de ellos, encontrándose aún vivos, pueden dar testimonio personalmente, su intención es mostrar que la fe de la Iglesia en la Resurrección de Cristo se funda sobre bases sólidas.

Es importante el hecho de que para hablar de estas apariciones de Jesús San Pablo emplee el verbo ôpothê (aoristo pasivo de horaô), que no debe traducirse como «fue visto» (sentido pasivo), sino como «apareció» (sentido intermedio), «se hizo ver», «se dejó ver», porque se construye con el dativo («a Cefás», «a los Doce», «a los 500», «a Santiago»). Al emplear ese verbo «apareció», San Pablo quiere decir que no ocurrió a Cefás, Santiago y los otros «ver» a Jesús resucitado, sino que Jesús se «apareció» a ellos: no se trató por tanto de una «visión» subjetiva de los discípulos, sino de una «aparición» objetiva, real de Jesús que se impuso a ellos. En otras palabras, Cefás y los otros y el mismo Pablo no vieron una creación de su fantasía, sino el cuerpo real, si bien espiritualizado, de Jesús.

El segundo testimonio de las apariciones de Jesús se encuentra en los Evangelios, los cuales narran que Jesús se hizo ver muchas veces por sus discípulos. Hay muchas diferencias entre los relatos, pero todos convienen en el hecho de que Jesús se hizo ver por sus discípulos, habló y hasta comió con ellos para convencerlos de la realidad de su Resurrección (2). A pesar de las diferencias de los relatos sobre las apariciones, en todos se pueden advertir dos elementos esenciales y permanentes. Ante todo, la iniciativa es siempre y únicamente de Jesús. Sus apariciones no ocurren luego de una espera espasmódica de los discípulos: de hecho se les aparece en las formas más imprevistas y cuando menos lo esperan. No son ellos quienes van a su encuentro, sino siempre él únicamente quien va al encuentro de ellos. Esto destaca el carácter no subjetivo, sino real de la apariciones. Ciertamente, son los discípulos quienes ven a Jesús, pero eso ocurre porque él «se hace ver». De hecho, así como se muestra cuando los discípulos no lo esperan, del mismo modo desaparece súbitamente. Pensemos en los discípulos de Emaús: «Y mientras [Jesús] estaba en la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio. En ese momento se les abrieron los ojos y lo reconocieron, pero él desapareció» (Lc 24, 30-31). Y sin embargo ellos querrían seguir departiendo con él. Esta libertad de iniciativa de parte de Jesús muestra en qué medida es inaceptable la tesis de quienes atribuyen las apariciones de Jesús al deseo intenso de los discípulos de verlo: en realidad, él aparece cuando ellos no piensan en él y desaparece cuando quisieran seguir viéndolo.

Un segundo elemento permanente de las apariciones de Jesús es el reconocimiento. En Aquel que se muestra a ellos en distintas formas, los discípulos reconocen al Jesús que estuvo con ellos y fue crucificado, pero no de inmediato y espontáneamente, sino lentamente y con mucha dificultad, tanto que el mismo Jesús debe reprocharles su lentitud para creer que se trata de él y convencerlos de que no es un fantasma, una alucinación, mostrando las manos y los pies perforados por clavos y el costado traspasado por la lanza y pidiéndoles comer. Así, están de tal manera desconcertados con las apariciones de Jesús que aún ante las pruebas más evidentes de que es precisamente él, siguen dudando y les cuesta creer: sienten que se encuentran ante un misterio, porque el Jesús que experimentan es ciertamente el Jesús con el cual vivieron durante más de dos años, pero también es distinto y algo más. Es un «más» y un «distinto» que no logran captar plenamente, pero en lo cual vislumbran, aun cuando les cuesta, la presencia de Dios. Así, ellos expresan lo que sienten con las palabras del discípulo Tomás: «Mi Señor y mi Dios» (Jn 20, 28) o con las del «discípulo al que Jesús amaba»: «Es el Señor» (Jn 21, 7).

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La tercera «señal» dejada por la Resurrección de Jesús en la historia es la radical transformación que se produjo en sus discípulos inmediatamente después de la Resurrección. Durante la vida de Jesús parecen mezquinos e interesados; durante la pasión temen compartir el destino de Jesús y lo abandonan, huyendo. Pedro lo sigue hasta el palacio de Caifás y niega tres veces conocerlo. Ninguno de ellos está presente en el Calvario, fuera del «discípulo al que Jesús amaba». Durante los días después de la muerte de Jesús, permanecen encerrados en una casa «por miedo a los judíos» (Jn 20, 19), hasta el punto de que los Doce no están presentes al bajarse a Jesús de la cruz y sepultarlo, sino José de Arimatea y Nicodemo, dos discípulos de Jesús, pero no conocidos como tales. Inmediatamente después de la Resurrección se produce en los discípulos de Jesús un cambio inexplicable. Ante todo, a diferencia de todo su pasado, aceptan la idea, para ellos absolutamente inconcebible y hasta absurda, de un Mesías crucificado; luego aceptan la idea, que para los hebreos en su rigidez monoteísta era una blasfemia, de que Jesús es el «Señor», enaltecido a la diestra de Dios, y el Juez de los vivos y los muertos; y además se dedican a predicar sobre Jesús como aquel que los judíos crucificaron, pero Dios resucitó de la muerte y constituyó en Señor y Salvador de los hombres, dándole poder total en el cielo y la tierra, y lo hacen con máxima valentía, enfrentando a los jefes del pueblo de Israel, experimentando torturas y siendo encarcelados, y teniendo la osadía de salir de Palestina para llevar a todo el mundo el Evangelio de Jesús.

¿Cómo se explica este cambio de los discípulos de Jesús, que llevó al nacimiento de la Iglesia y a la rápida difusión del cristianismo en todo el mundo entonces conocido? La única explicación posible reside en que ellos tuvieron la experiencia perturbadora y transformadora de la Resurrección de Jesús. Ese Jesús que vieron crucificado, lo vieron resucitado, y este hecho transformó su existencia y les infundió el valor para anunciar a Cristo resucitado al mundo entero y convertirse en garantes y «testigos» de su Resurrección.

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En conclusión, la Resurrección de Jesús, aun cuando tuvo lugar en el más profundo misterio, dejó en la historia humana tres «señales»: el sepulcro vacío, las apariciones a los discípulos y la radical transformación de éstos. Reflexionando sobre semejantes «señales», podemos tener la certeza moral –que es la certeza propia de la historia– de que Jesús de Nazaret, el crucificado, resucitó realmente.

La Resurrección es por tanto un hecho real, no «mítico» ni «subjetivo», porque Jesús resucitó en la «realidad» de su ser corpóreo y no en la «fe» ni el «deseo» de sus discípulos.


NOTAS

(1) «Os traigo a la memoria, hermanos, el Evangelio que os he predicado, que habéis recibido, en el que os mantenéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal cual yo os lo anuncié, a no ser que hayáis creído en vano. Pues a la verdad os he transmitido, en primer lugar, lo que yo mismo he recibido, que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras, que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que apareció a Cefas, luego a los Doce. Después se apareció una vez más a los quinientos hermanos, de los cuales muchos viven todavía, y algunos murieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los Apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí. Porque yo soy el menor de los Apóstoles, que no soy digno de ser llamado Apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no ha sido estéril, antes he trabajado más que todos ellos, pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo. Pues, tanto yo como ellos, esto predicamos y esto habéis creído» (1 Co 15, 1-11).
(2) He aquí un relato sumamente «realista»: «Mientras estaban hablando de todo esto, Jesús se presentó en medio de ellos y les dijo: «Paz a ustedes». Quedaron atónitos y asustados [los discípulos], pensando que veían algún espíritu, pero él les dijo: «¿Por qué se desconciertan? ¿Cómo se les ocurre pensar eso? Miren mis manos y mis pies: soy yo. Tóquenme y fíjense bien que un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo». Y dicho esto les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creerlo por su gran alegría y seguían maravillados, les dijo: «¿Tienen aquí algo que comer?». Ellos, entonces, le ofrecieron un pedazo de pescado asado; lo tomó y lo comió delante ellos» (Lc 24, 36-43).

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