¿Qué significa para el Hijo eterno la asunción de un cuerpo? Ciertamente, se trata de una experiencia de fragilidad, en oposición a la idea de perfección y omnipotencia que el mundo antiguo atribuía exclusivamente a Dios como un ser puramente espiritual. En este artículo la autora presenta los distintos condicionamientos a los que se ve sometido Cristo al asumir la corporalidad.
Foto de portada: Niño, Nacimiento en Lin Lin - Los Pinos, Chiloé. ©Mariana Matthews
Humanitas 2025, CIX, págs. 44 - 55
El presente artículo corresponde a la traducción al español de la primera parte de la conferencia “Un corpo invece mi hai preparato”, dictada en Il Teresianum, en el marco de la 64° Semana de Espiritualidad “Abitare la fragilità, conquistare la fortezza”, celebrada entre el 12 y 16 de marzo del 2023. Agradecemos tanto a la autora como a la institución por permitir esta publicación.
Estar en un cuerpo como experiencia de fragilidad
“Me formaste un cuerpo”
(Heb 10:5)
El capítulo décimo de la Carta a los Hebreos reflexiona sobre el nuevo sacerdocio de Cristo y, tratando de demostrar por qué solo el sacrificio de Cristo es eficaz para nuestra reconciliación con Dios, cita el Salmo 40 que dice: “Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, sino que me formaste un cuerpo. No te agradaron los holocaustos ni los sacrificios por el pecado; entonces dije: ‘Aquí estoy yo, oh Dios, como en un capítulo del libro está escrito de mí, para hacer tu voluntad’” (Hb 10,5-7; cf. Sal 40,7-9). Las ofrendas, los holocaustos y los sacrificios son cosas “que pedía la Ley” (Hb 10,8), pero Cristo, afirmando que ha venido a hacer la voluntad del Padre, “anula el primer orden de las cosas para establecer el segundo. La voluntad de Dios que se menciona es que seamos santificados por la ofrenda única del cuerpo de Cristo Jesús” (Hb 10,9-10).
El Padre mismo –según el autor de la Carta a los Hebreos– ha “formado” para el Hijo un cuerpo para hacer su voluntad, gracias al cual el Hijo puede tomar sobre sí lo que, subsistiendo como Dios, viene a eliminar, es decir, el sufrimiento y la muerte: “para poder eliminar la deuda de nuestra condición, una naturaleza inviolable se unió a una naturaleza capaz de sufrir porque, como lo exigía nuestra condición, un idéntico mediador de Dios y de los hombres, el hombre Jesucristo (1Tim 2,5) podía morir según una naturaleza, y no podía morir según la otra”[1].
Estar en un cuerpo, por tanto, es necesario para que el Hijo pueda hacer la voluntad del Padre, para llevar a cabo su plan, que consiste en la reconciliación de todo lo creado. Pero, ¿qué significa, para el Hijo eterno, la asunción de un cuerpo? Ciertamente, se trata de una experiencia de fragilidad, en oposición a la idea de perfección y omnipotencia que el mundo antiguo atribuía exclusivamente a Dios como un ser puramente espiritual y, por lo tanto, no sujeto a las limitaciones por las cuales los que tienen un cuerpo están inevitablemente condicionados. Por otra parte, “los estudios sobre el fenómeno religioso de todos los tiempos señalan que el poder está ligado a lo divino, cualquiera que sea la forma o figura que adopte. Lo que es poderoso es divino y viceversa”[2].
Ahora bien, tal vez la intuición más fecunda que la tradición fenomenológica ha dado a la filosofía y a la teología del siglo XX, se refiere probablemente al “descubrimiento” de que, para los sujetos espirituales humanos, el cuerpo vivo constituye tanto la posibilidad como el límite de la conciencia, del conocimiento y de la acción y determina su forma, tanto desde un punto de vista diacrónico –es decir, todo está encerrado y se desarrolla entre el momento del nacimiento y el momento de la muerte–, como desde un punto de vista sincrónico –es decir, uno nunca puede disociarse de un punto de vista preciso[3].
¿Qué significa, para el Hijo eterno, la asunción de un cuerpo? Ciertamente, se trata de una experiencia de fragilidad, en oposición a la idea de perfección y omnipotencia que el mundo antiguo atribuía exclusivamente a Dios como un ser puramente espiritual y, por lo tanto, no sujeto a las limitaciones por las cuales los que tienen un cuerpo están inevitablemente condicionados.
A continuación, se presentarán los condicionamientos a los que está sometido el ser en un cuerpo, recordando sintéticamente las cinco experiencias que lo constituyen, según el significado fenomenológico del término[4].
Altar en Llingua, Chiloé. ©Mariana Matthews
La experiencia del límite espacio-temporal
Como todo ser humano, también el Hijo de Dios hecho hombre está situado en un momento histórico preciso y en un lugar geográfico con sus características particulares. Esto no significa solo pertenecer a una época y a una cultura; significa también pertenecer a una sola época y a una sola cultura; estar presente solo aquí y solo ahora, es decir, estar limitado en el ser, en el saber y en el hacer, por las reglas físicas del espacio y el tiempo.
Los creyentes de los primeros siglos quedaron tan asombrados y perturbados por esta perspectiva que Efrén de Siria, en uno de sus himnos litúrgicos sobre la Encarnación del Señor, pregunta:
En los treinta años que estuvo en la tierra,
¿Quién guio a todas las criaturas?
¿Quién recibió todas las ofrendas,
la gloria de los celestiales y de los terrenales?[5]
Como si el universo entero estuviera amenazado de aniquilación por el hecho de que el Hijo eterno, por medio del cual Dios creó el universo, dejó su lugar en el seno del Padre, para venir a habitar en el mundo.
A lo largo de los siglos ha madurado una solución satisfactoria a este problema teológico, gracias al desarrollo de la reflexión sobre las relaciones intratrinitarias. Según Balthasar, por ejemplo, es precisamente la forma trinitaria de Dios la que permite que el Hijo pase a formar parte del mundo creado, mientras que el Padre continúa teniendo el universo en su regazo y el Espíritu, que es amor, custodia la comunión entre ambos[6]. Meditando sobre el misterio de la Encarnación, afirma que “también el Padre debe aprender”[7], como los pastores instruidos por el ángel (Lc 2, 12), a reconocer que la plenitud de la divinidad habita ahora en un niño recién nacido envuelto en pañales, igual en todo a millones de otros niños, y que, como uno de ellos, llora y no sabe hablar.
“También el Padre debe aprender”, como los pastores instruidos por el ángel, a reconocer que la plenitud de la divinidad habita ahora en un niño recién nacido envuelto en pañales, igual en todo a millones de otros niños, y que, como uno de ellos, llora y no sabe hablar.
La experiencia de la sensibilidad
Estar en un cuerpo significa también que el contacto con la realidad externa al ego –y por tanto todo el proceso de conocimiento e interacción con la realidad– se produce a través de la sensibilidad. En concreto, el ser en el cuerpo percibe la realidad material a través de los cinco sentidos, que constituyen la primera fuente de toda información, y percibe lo que la realidad informa y aquello que la excede a través de la sensibilidad espiritual, es decir, la capacidad de captar lo que va más allá de la apariencia y la materialidad de las cosas y las personas, como la interioridad del otro y el significado de las cosas y de los acontecimientos[8].
La sensibilidad, además, se desarrolla progresivamente: en el seno materno el niño es ciego. El recién nacido encuentra el pecho de la madre dejándose guiar por el olfato. Reconoce la voz de su madre, pero solo lentamente aprenderá a distinguir su rostro y tarda unos meses en responder con una sonrisa a su sonrisa. Incluso el Hijo de Dios hecho hombre vive la experiencia de aprender a conocer la realidad a través de un proceso que se despliega en el tiempo y que no está exento del error y de la ilusión de haber captado o percibido, algo que en realidad no es o que es de otra manera. Los Evangelios devuelven esta experiencia en la descripción de sus sentimientos de alegría, asombro, ira, miedo y dolor.[9]
Jesús Nazareno en Apiao, Chiloé. ©Mariana Matthews
A través de las parábolas, además, Él pone en práctica una verdadera y propia pedagogía de la sensibilidad que, más tarde, la tradición de la Iglesia retomará y profundizará en la doctrina de los sentidos espirituales, fundada cristológicamente en la asunción y redención de la sensibilidad humana por parte del Hijo encarnado.
La plena madurez de la sensibilidad de Jesús es testimoniada por la “narración parabólica [...], que se apoya en los muchos colores y paisajes de la vida cotidiana, reconociendo en ellos, y nunca sin ellos, la presencia discreta del Padre y su inagotable cuidado”[10]. A través de las parábolas, además, Él pone en práctica una verdadera y propia pedagogía de la sensibilidad que, más tarde, la tradición de la Iglesia retomará y profundizará en la doctrina de los sentidos espirituales, fundada cristológicamente en la asunción y redención de la sensibilidad humana por parte del Hijo encarnado.[11]
La experiencia de la necesidad
La experiencia de la necesidad es la experiencia de no ser nunca completamente autosuficiente. Si pensamos en todo el lapso de vida del ser humano, que va desde el nacimiento hasta la muerte, nos damos cuenta de cuántas personas y cuántas cosas se necesitan para poder sobrevivir, en primer lugar, y luego para tener una vida digna, crecer y, posiblemente, ser feliz. Tenemos la experiencia de la necesidad tanto de niños como de adultos, cuando “a pesar de tener cierta autonomía y autosuficiencia, sin la ayuda solidaria de otras personas no se puede hacer florecer las propias posibilidades de ser ni se encuentra refugio contra el sufrimiento”.[12] El Hijo de Dios hecho hombre también experimentó la necesidad: de ser reconocido, acogido, alimentado, cuidado, calentado, vestido, amado.
Al responder al hambre de la gente, Jesús muestra que la necesidad no es mala en sí misma. Más bien es una pobreza bienaventurada, que nos abre a relacionarnos con los demás.
Los Evangelios se detienen, de modo particular, en la experiencia del hambre de Jesús. Después de haber ayunado durante cuarenta días en el desierto, rechaza la tentación de convertir las piedras en pan (Mt 4,2). Luego, sin embargo, multiplica los panes para una multitud que, satisfecha con su palabra, se había olvidado de que tenía que comer (Mt 14,15-21). Al responder al hambre de la gente, Jesús muestra que la necesidad no es mala en sí misma. Más bien es una pobreza bienaventurada, que nos abre a relacionarnos con los demás. La prueba del hambre, por tanto, es “para Jesús el lugar de la relectura de las Escrituras que presentan a Dios como Aquel ‘que da de comer a todo ser viviente’ (Sal 136, 35)” y se convierte así en una “invocación del Padre que se revela alimentando a toda criatura”[13].
Así, asumiendo la necesidad y su demanda, el Hijo lo redime de su ambivalencia y lo devuelve a su vocación original[14]. En la escena de la tentación en el desierto, tenemos a un hombre solitario que lucha con su hambre, mientras que la multiplicación de los panes presenta una comunidad que aprende a escuchar las necesidades y a compartir los bienes. En la parábola del juicio (Mt 25,31-46) Él se identifica abiertamente con todos los necesitados: la aceptación de la propia necesidad y la apertura a las necesidades de los demás se convierte en el criterio definitivo de inclusión o exclusión de la plenitud de la vida prometida en el Reino.
La experiencia de la muerte
La muerte, como riesgo real que amenaza la vida, pertenece al hecho de encontrarse en un cuerpo desde el inicio de su existencia. A partir de su concepción en el seno materno, en realidad, el ser humano está inevitablemente expuesto a la muerte, que puede ocurrir en cualquier momento. Sin embargo, mientras esta no lo alcance, la muerte como acontecimiento definitivo es para el ser en un cuerpo siempre algo que está frente a él y que solo puede ser experimentada indirectamente, por el hecho de que “asistimos a la ‘muerte’ de los demás”[15]. La muerte como proceso, sin embargo, está continuamente presente, en la experiencia de la renuncia, del fracaso o del desvanecimiento progresivo, lo que puede deberse a una gran fatiga o sufrimiento del cuerpo y/o del espíritu.
Si bien es cierto que “la conciencia de la muerte está estrechamente relacionada con la cultura de la muerte de la sociedad a la que se pertenece”[16], los Evangelios presentan la reacción de Jesús ante la muerte de los demás de una manera que se ajusta a la tradición judía, que reconoce dos rostros de la muerte: un rostro ordinario, que se debe al hecho de que la vida es un don que Dios concede por un tiempo determinado, y un rostro monstruoso, cuando la muerte golpea antes de tiempo o es causada por la violencia o la enfermedad. Sin embargo, frente a la experiencia del abandono, de la injusticia y del sufrimiento, causados por la muerte prematura o violenta, “el judío creyente sabe que un día Dios ‘destruirá la muerte para siempre’ (Is 25, 8). Ahora bien, lo que los judíos estaban esperando para el fin de los tiempos, Jesús lo prefigura cuando libera a ciertas personas de la enfermedad o de la muerte”[17].
Jesús mismo estuvo expuesto a la muerte desde el comienzo de su aventura humana (cf. Mt 2, 13). De adulto experimentó la muerte y su amenaza de un modo terriblemente concreto, que los Evangelios no dejan de testimoniar, especialmente en los relatos de su pasión. En la oración del Huerto de los Olivos, confesando su profundo deseo de no morir prematuramente de muerte violenta, Él pone al descubierto su propio esfuerzo por conciliar el instinto vital que lo habita con el deseo de permanecer fiel al designio del Padre. Y al aceptar la muerte como un proceso y como un acontecimiento, Jesús experimenta la pérdida de todas sus relaciones, “las que tiene con los demás (soledad), consigo mismo (angustia) y con Dios (silencio). En este hundimiento en la irracionalidad, Jesús experimenta el abandono y el ocultamiento de Dios”[18].
En la oración del Huerto de los Olivos, confesando su profundo deseo de no morir prematuramente de muerte violenta, Él pone al descubierto su propio esfuerzo por conciliar el instinto vital que lo habita con el deseo de permanecer fiel al designio del Padre.
Jesucristo en la columna, Chacra, Chiloé. ©Mariana Matthews
Nacido de una mujer
Hay un quinto elemento que completa la serie de experiencias que constituyen al ser humano como un ser en un cuerpo, pero que, sin embargo, no está al mismo nivel que los demás porque se trata de aquella experiencia que hace posible las otras experiencias: el hecho de nacer. Se trata de una experiencia sui generis, que la Escritura compara por analogía con el misterio de la creación, o más bien del ser creado: una experiencia vivida –de lo contrario no podríamos estar aquí para hablar de ella– y que, sin embargo, no está disponible para la memoria de quien ha nacido, de quien ha sido creado.[19]
Así como el acto creador de Dios no está presente solo en el origen del mundo, sino también en la relación entre Dios y el mundo, estar en un cuerpo implica para cada hijo e hija que nace un vínculo particular con el cuerpo de la mujer que lo ha dado a luz. En esta relación, las cuatro experiencias de fragilidad recién descritas están prácticamente copresentes y entrelazadas entre sí. El cuerpo de la madre es, en efecto, el primer lugar donde habita el niño, por un tiempo considerable; es el primer objeto de percepción, la primera fuente de alimento y también, probablemente, la primera ocasión de angustia en la experiencia de desapego que constituye el nacimiento y que –mutatis mutandis– se repite en cada etapa del crecimiento del ser humano, hasta la edad adulta.
El cuerpo de la madre es, en efecto, el primer lugar donde habita el niño, por un tiempo considerable; es el primer objeto de percepción, la primera fuente de alimento y también, probablemente, la primera ocasión de angustia en la experiencia de desapego.
Jesús también vino al mundo de esta manera. Esto se afirma con fuerza en la Carta a los Gálatas, escrita por Pablo mucho antes de los evangelios de la infancia de Jesús de Lucas y Mateo. En el capítulo 4, versículo 4, Pablo utiliza la expresión “nacido de mujer” en paralelo con el posterior “nacido bajo la ley”, evocando “la condición de privación de la existencia histórica de Cristo con respecto a la dignidad que le es propia”[20], en virtud de la cual se hace posible el maravilloso intercambio que eleva a los esclavos del mundo a hijos e hijas de Dios. Sin embargo, según el canon, la expresión sigue el relato del nacimiento del Hijo en la historia. En otras palabras, “el ‘lector canónico’, habiendo llegado a la carta a los Gálatas, sabe ahora muy bien quién es la mujer que dio a luz al Hijo, la conoce por su nombre y conoce también las condiciones concretas en las que se ha producido la concepción y el nacimiento”.[21]
El Evangelio de Lucas, en particular, parece querer recoger y profundizar el tema, ofreciendo así al lector numerosos detalles sobre la relación entre el Hijo y la Madre. Con conciencia y determinación, María asume la responsabilidad del embarazo y de la educación del Niño, lo que significa acompañarlo en su desarrollo hasta que Él sea capaz de asumir la responsabilidad de su propia vida. Esto ocurre simbólicamente en el episodio del hallazgo de Jesús, de doce años, en el Templo, episodio con el que, como es de esperar, concluye el Evangelio de la infancia según san Lucas.
Podemos decir, por lo tanto, que María no fue un mero instrumento: “se tomó en serio su asentimiento humano, de modo que no fuera solo el canal por el que fluye el don divino, sino que fuera su fuente en unión con Dios”[22]. Ella dejó una huella, con su presencia materna y con su acción educativa, en el corazón, la mente y las manos del Hijo.[23] Tal influencia se manifiesta de modo particular en todo cuanto pertenece al desarrollo humano de Jesús, es decir, en su modo de entrar en contacto con Dios, con el mundo y con las personas, especialmente con las mujeres, hacia las que no muestra ningún temor. Por el contrario, demuestra una gran capacidad de atención, empatía y cuidado.
Notas
* Linda Pocher es Hija de María Auxiliadora, doctora en Teología Dogmática por la Pontificia Universidad Gregoriana en Roma. Enseña Mariología y Cristología en la Pontificia Facultad de Ciencias de la Educación Auxilium de Roma.
* Las imágenes que acompañan este artículo fueron originalmente publicadas en el libro Santos silentes de Mariana Matthews (Ocho Libros Editores, 2015). Agradecemos a la destacada fotógrafa por ceder su uso a Humanitas para este fin.
[1] Magno, Leone; “Tomus ad Flavianum”, en: COD, 77-82, p. 78.
[2] Pagazzi, Giovanni Cesare; Tua è la potenza. Fidarsi della forza di Cristo. San Pablo, Cinisello Balsamo (MI), 2019, p. 37.
[3] Cf., Por ejemplo, Stein, Edith; Il problema dell’empatia. Edizioni Studium, Roma, 2003, pp. 124 y ss.; Ricoeur, Paul; Il volontario e l’involontario. Marietti, Génova, 1990, pp. 405 y ss.; Merleau-Ponty, Maurice; Fenomenologia della percezione. Bompiani, Milán, 2003.
[4] Por “experiencia” aquí nos referimos a la forma de conocimiento personal que “implica la persona que vive enteramente la complejidad de sus relaciones existenciales. La experiencia, más que la experiencia del objeto, indica, por tanto, el ‘modo’ personal de toda la persona que se relaciona con él” (Mirabella, Paolo; Actuar en el espíritu. Cittadella, Asís, 2003, p. 72), traducción propia al español.
[5] Efrén de Siria; Inni sulla natività. III, pp. 157-159, en: Id; Inni sulla natività e sull’epifania. Edizioni Paoline, Milán, 2003. Traducción propia.
[6] Este es el tema de la “inversión trinitario-soteriológica”: “en la libertad de la aceptación de la misión, el Hijo que obedece puede ser totalmente uno con el Padre que envía; pero donde surge la diferencia entre disponer y obedecer, aparece necesariamente también una mediación compensatoria entre el Padre y el Hijo, que sólo puede ser propia del Espíritu Santo” (von Balthasar, Hans Urs; Teodrammatica, vol. III, Le persone del dramma. L’uomo in Cristo. Jaca Book, Milán, 1986, pp. 172-173), traducción propia al español. De este modo, el Hijo puede convertirse en el primero y el modelo “de los que se dejan conducir por el Espíritu” (Rm 8,14). (Id; “La preghiera contemplativa”, en: Nella preghiera di Dio. Jaca Book, Milán, 1997, 7-202, p. 124).
[7] von Balthasar, Hans Urs; Il Rosario. Jaca Book, Milán, 2003, p. 26.
[8] Cf. Boella, Laura; Sentire l’altro. Conoscere e praticare l’empatia. Raffaello Cortina Editore, Milán, 2006.
[9] Pagazzi, Giovanni Cesare; In principio era il legame. Sensi e bisogni per dire Gesù. Cittadella, Asís, 2004, pp. 55-93.
[10] Zurra, Gianluca; “I nostri sensi illumina”. Coscienza, affetti e intelligenza spirituale. Città Nuova, Roma, 2009, p. 452.
[11] Cf. Orígenes; Contro Celso. Morcelliana, Brescia, 2000, pp. 6,68; Montanari, Antonio; “La dottrina dei sensi spirituali in epoca patristica: Origene e Agostino”, en ID; ed., I sensi spirituali. Tra corpo e spirito. Glossa, Milán, 2012, 133-172, p. 152; von Balthasar, Hans Urs; Gloria. Una estetica teologica, vol. I, La percezione della forma. Jaca Book, Milán, 1971, p. 342.
[12] Mortari, Luigina; “Cura e attenzione all’altro nella relazione educativa”, en Scuola Democrazia Educazione. Formazione ad una nuova società della conoscenza e della solidarietà. Pensa Multimedia, Lecce, 2018, 61-72, p. 63.
[13] Op. cit. Pagazzi, Giovanni Cesare; In principio era il legame, pp. 28-29.
[14] La interpretación de la necesidad como una realidad negativa de la que sería necesario liberarse sería rastreable, según Levinas, hasta Platón. Lévinas, Emmanuel; Totalità e infinito. Saggio sull’esteriorità. Jaca Book, Milán, 1980, pp. 116-117. Cf. también Noriega, José; Enigmi del piacere. Cibo, desiderio e sessualità. EDB, Bolonia, 2014.
[15] Heidegger, Martin; Essere e tempo. Longanesi, Milán, 1971, p. 313.
[16] Crocetti, Guido; “La coscienza della morte in età evolutiva”, en: Crocetti, Guido; Gerbi, Rebecca F. & Tavella, Sofia (eds.); Parábole, metafore e simboli del dolore e della sofferenza. Borla, Roma, 2012, 31-33, p. 31.
[17] Léon-Dufour, Xavier; “Gesù dinanzi alla morte”, en: Amore, morte risurrezione. Edizioni “L’Amore Misericordioso”, Collevalenza (Perugia), 1985, 79-100, p. 83.
[18] Gamberini, Paolo; Questo Gesù (At 2,32). Pensare la singolarità di Gesù Cristo. EDB, Bolonia, 2005, p. 122. “Morir clamando a Dios por la propia muerte, como hizo Jesús, no es una rebelión o una desesperación, sino que es el último gesto posible de esperanza y espera. ¿Quién sabe lo que Dios tiene reservado en el ataúd secreto de la muerte? Por lo tanto, también en la muerte el hombre es ‘def inido’, des-situado por el misterio absoluto de su Dios” (Bonora, Antonio; “Angoscia e abbandono di fronte alla morte (Salmo 88)”, en: Associazione Biblica Italiana (ed.); Gesù e la sua morte. Atti della XXVII Settimana Biblica. Paideia, Brescia, 1984, 207-217, p. 217.
[19] Pocher, Linda; Dalla terra alla madre. Per una teologia del grembo materno. EDB, Bolonia, 2021, pp. 60-64.
[20] Romanello, Stefano; Lettera ai Galati. Messaggero di Sant’Antonio, Padua, 2005, pp. 97-103.
[21] Pocher, Linda; “‘Un bambino è nato per noi, ci è stato dato un figlio’. Considerazioni teologiche e antropologiche intorno alla nascita di Gesù”, Anthropotes XXXII, 2016, 385-408, p. 396.
[22] Op. cit. von Balthasar, Hans Urs; Il Rosario, p. 24.
[23] Una maternidad auténticamente humana, en efecto, comporta necesariamente, “más allá del plano biológico, una ‘tarea educativa’ que es más importante que la mera generación y hace de María ‘la que ha educado a Dios’” (De Fiores, Stefano; “Educatrice”, en: Id.; Maria. Nuovissimo dizionario. Vol. I, EDB, Bolonia, 2006, 637-667, p. 641). Cf. también Pocher, Linda; “Maria educatrice di Gesù. Elementi per uno studio interdisciplinare”. Rivista di scienze dell’educazione, LIX, 2021, 441-455.