Es de Elena, la anciana madre del emperador Constantino, el mérito de la Invención de la Santa Cruz, es decir, del hallazgo del madero donde el Hijo de Dios fue crucificado. Y a ella se le debe la construcción en Roma de la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, donde se conservan las reliquias de la pasión de Jesús.
Imagen de portada: Santa Elena y su hijo el emperador Constantino junto al leño de la cruz. Fresco de una iglesia en Capadocia.
Humanitas 1997 V, págs. 124-129
“Fue, pues, al Gólgota...;
...los soldados vieron a aquella mujer, a aquella vieja madre, rondar y arrodillarse entre las ruinas”. Así recuerda san Ambrosio el viaje de Elena, madre de Constantino, a Palestina. La emperatriz regresó a Roma con algunas reliquias de la cruz que se conservan en una de las basílicas más importantes de la cristiandad.
Entonces sin vacilar se embarcó rumbo a Jerusalén. Emprendió el viaje, pese a sus casi ochenta años, Elena, la anciana madre del emperador Constantino. Antes de morir quería rezar en los lugares donde Jesucristo había nacido, vivido, muerto y resucitado; glorificar de esta manera al Salvador, Aquel por el que, desde que se había convertido, había dado la vida. Pero el odio contra el cristianismo había causado estragos en aquella tierra y Elena al llegar a Jerusalén vio los templos paganos, los templos de la mentira construidos sobre el santo sepulcro y sobre el lugar donde se había clavado la cruz.
En el De obitu Theodosii san Ambrosio recuerda el viaje de Elena a Tierra Santa, que la emperatriz realizó a principios del siglo IV, y alabando su gran fe cristiana escribe: “Fue, pues, al Gólgota; los soldados vieron a aquella anciana mujer, a aquella anciana madre rondar y arrodillarse entre los escombros. "He aquí el lugar de la batalla: ¿Dónde está la victoria?”, dijo Elena. “¿Yo estoy en el trono y la cruz del Señor en el polvo? ¿Yo estoy rodeada de oro y el triunfo del Cristo entre ruinas? Veo lo que has hecho, oh diablo, para que la espada que te ha aniquilado fuera enterrada”. “Bienaventurado”, comenta al final Ambrosio, “bienaventurado fue Constantino por tener una madre semejante”.
Es de Elena, la anciana madre del emperador, el mérito de la Invención de la Santa Cruz, es decir, del hallazgo del madero donde el Hijo de Dios fue crucificado. Y a ella se le debe la construcción en Roma de la basílica de la Santa Cruz de Jerusalén, la basílica que conserva las reliquias de la pasión de Jesús. Elena, en efecto, quiso que parte del santo madero y de otras reliquias de la pasión que ella halló y llevó a Roma fueran colocadas en el Palatium Sessorianum, su residencia imperial, de la que una parte fue transformada en basílica, de aquí el nombre de Basílica sessoriana. Como base de la Basílica la emperatriz colocó la misma tierra del Gólgota.
El santo madero de Sancta Hierusalem
Tres fragmentos de la madera de la cruz, parte de la inscripción que Pilato hizo colocar sobre la cruz y uno de los clavos de la crucifixión, se pueden ver en una capilla dentro de la basílica romana. Un lugar tan precioso para la fe, guardián de las gloriosas reliquias de la pasión (el Concilio de Trento habla del “triunfo y de la victoria de Su muerte”), tenía que gozar de la particular devoción del pueblo cristiano.
Sancta Hierusalem, como llamaban a la Basílica sessoriana, fue durante siglos en Occidente el lugar privilegiado de las celebraciones litúrgicas de la Semana Santa. Como nos da a entender el Antifonario de san Gregorio Magno (590-604), que fija la estación del Viernes Santo en Hierusalem, en Roma ya se practicaba desde antiguo la adoración de la cruz en la Basílica sessoriana. Hasta el exilio de los papas en Aviñón (1305-1377), como atestiguan varios Ordines romani (los libros litúrgicos con los rituales de las funciones papales), el pontífice en persona, descalzo, iba en procesión desde la Basílica de Letrán a la Basílica sessoriana quae est Hierusalem, para adorar el “estandarte de la salvación”.
Es una tradición antigua y constante que avala la autenticidad de la reliquia conservada en esta basílica. Efectivamente es raro encontrar una antiquísima reliquia que pueda presentar tantos documentos que atestigüen su hallazgo, traslado, conservación y veneración como la reliquia sessoriana de la cruz. Ya en la biografía del papa Silvestre I (314-335), contenida en el Liber pontificalis, se lee que “Constantino hizo una basílica en el Palacio sessoriano en la que colocó los fragmentos de madera de la verdadera cruz rodeados de oro y gemas”.
Por lo que se refiere al hallazgo de la cruz por obra de Elena atestiguan esta tradición Eusebio de Cesarea y los que continuaron su Historia eclesiástica: Rufino, Sócrates, Sozomeno y Teodoreto. En el siglo IV, el hecho de que santa Elena hubiese hallado el madero de la pasión de Jesús era indiscutible. El mismo emperador Justiniano I escribe que “fue la madre de Constantino la que halló el santo madero de los cristianos”. A los historiadores griegos se suman los testimonios de san Cirilo de Jerusalén, contemporáneo del hallazgo, san Ambrosio y san Paulino de Nola. Esta es la historia del hallazgo de la cruz de Jesús.
La cruz enterrada
Después de quitar a Jesús de la cruz fue colocado en el sepulcro que José de Arimatea había regalado para recibir los restos del Mesías; también los instrumentos de la crucifixión fueron enterrados en un lugar cercano al sepulcro. Las leyes judías prohibían enterrar a los ajusticiados en el cementerio común: se consideraba una profanación; y también los instrumentos del suplicio, cruces, espadas, piedras, debían ser enterrados por la deshonra de su uso. Resucitado Jesús, en el lugar de su martirio, en aquella tierra bañada por la sangre del Redentor, los cristianos iban para arrodillarse ante el hoyo donde estuvo clavada la cruz, para besar la roca sobre la que había sido colocado su cuerpo.
“Pero el emperador Adriano (117-138)”, escribe el historiador Rufino, “que en los últimos años de su vida se había vuelto tirano celoso y sospechoso, quiso hacer desaparecer, borrar para siempre el lugar de la redención y decretó su profanación”. De modo que, por orden del emperador, todo el valle que separaba el monte Calvario del sepulcro de Jesús fue llenado de tierra y aplanado con escombros. Es en esta plataforma donde Adriano hizo construir dos templos: uno en honor de Júpiter sobre el santo sepulcro, y otro en honor de Venus, sobre el hoyo de la cruz.
“Invención de la Santa Cruz” por Piero della Francesca.
“Insensato”, exclama Eusebio, “creía que iba a esconder al género humano el resplandor del sol que se había levantado sobre el mundo. No se daba cuenta de que, al querer hacer olvidar los lugares santos, fijaba irrevocablemente el lugar, y que en el día establecido por la Providencia para la liberación de la Iglesia, las columnas impías del templo iban a ser indicaciones infalibles para hallar el santuario”. Y así sucedió. Eusebio narra que Constantino, tras su conversión, concibió la idea de levantar una gran basílica en el Gólgota.
El historiador nos ha conservado por entero la carta con la que Constantino le comunica a Macario, obispo de Jerusalén, su decisión y le ruega que asuma el control de las obras. La construcción de esta basílica duró unos doce años. La basílica, que fue consagrada el 14 de septiembre del 335, comprendía dos grandes iglesias: el Martyrión, en el lugar de la crucifixión, y el Anástasis, que englobaba la cueva del sepulcro. Fue durante la demolición de los templos construidos por Adriano cuando la emperatriz Elena llegó a Jerusalén.
La fe de Elena
Había nacido en el 250, en la ciudad de Drepanum, en Bitinia, y sólo en la vejez abrazó la fe cristiana. San Ambrosio habla de su origen humilde y revela un detalle: era una stabularia, una mesonera. “Dicen”, escribe Ambrosio en el De obitu Theodosii, “que era una mesonera, y que Constanzo Cloro, que luego llegaría a emperador, la conoció por su profesión”.
Elena, joven y hermosa, le gustó a este alto oficial de ejército romano que en el 273 la tomó como su concubina. De esta relación nació en el 274 Constantino. Pero en el 292 Constanzo Cloro, que mientras tanto había sido elevado a la dignidad de César, repudió a Elena.
La madre de Constantino permaneció en la sombra hasta el 306, es decir, hasta que su hijo llegó a emperador y la llamó a la corte dándole el título de Augusta.
Todos los antiguos historiadores de la Iglesia, siguiendo la teología política de Eusebio, gran apologista y panegirista de Constantino, aunque elogian las virtudes cristianas de Elena, hacen brillar a la madre del emperador con la luz reflejada de su hijo. En cambio, el obispo Ambrosio exalta la figura y la fe de Elena: “Una buena mesonera”, escribe, “de verdad una buena mesonera, porque prefirió ser considerada basura para conquistar a Cristo. Por ello Cristo la subió de la basura al imperio, según lo que está escrito: 'Levanta de la tierra al necesitado y del muladar al pobre'”. Y sigue diciendo: “Madre ansiosa por el hijo, en cuyas manos estaba la soberanía del mundo romano, madre que no vaciló en el ir presurosa a Jerusalén, al lugar de la pasión del Señor”. De modo que, respecto de los historiadores de Constantino que subordinan su conversión a la política imperial como algo añadido, ad instrumentum regni, Ambrosio da razón de la historia viendo a Elena como guía de su hijo, tanto es así que afirma: "Gran mujer, que ofreció más al emperador que lo que recibió de él”.
“Invención de la Santa Cruz” por Piero della Francesca.
Del Gólgota a Roma
Elena, pues, llega a Jerusalén y comienza a visitar los lugares santos: en Belén hace erigir sobre la cueva de la natividad una basílica, hace construir otra en el Monte de los Olivos, en el Gólgota “tuvo la inspiración del Espíritu Santo de buscar el madero de la Cruz”. Manda excavar el terreno y “halla tres patíbulos cubiertos por los escombros y escondidos por el enemigo”. “Pero el triunfo de Cristo”, narra Ambrosio, "no podía ser olvidado. En la duda vacila, vacila porque es mujer; pero el Espíritu Santo le sugiere una inspección segura, porque con el Señor habían sido crucificados dos ladrones. Busca entonces la cruz del medio recurriendo al texto evangélico y halla que en el patíbulo estaba escrito: Iesus Nazareno rex Iudaeorum. Así la cruz de la pasión de Jesucristo, enterrada durante tres siglos, fue sacada a la luz. La santa emperatriz dejó la mayor parte de las reliquias en Jerusalén, una la envió a su hijo a Constantinopla, y otra se la llevó consigo a Roma, donde poco después murió, en agosto del 326.
Tras este hallazgo, en Jerusalén, el 14 de septiembre del 335, día de la dedicación del Anástasis y del Martyrión, se introdujo la fiesta litúrgica de la Exaltación de la cruz. Esta celebración litúrgica tuvo tanta consideración que ya en el siglo IV la Peregrinatio ad loca sacra habla de la multitud de fieles que durante ocho días consecutivos llegaban de todo Oriente para participar en ella. La fiesta de la Exaltación de la cruz se afirmó también en Occidente. En Roma las reliquias de la pasión de Jesús, expuestas a los fieles el 14 de septiembre y el Viernes Santo, se conservaron siempre en la basílica sessoriana. Solo una vez corrieron el peligro de ser profanadas y destruidas: durante la república romana de 1798.
El 13 de septiembre, justamente la víspera de la fiesta de la Exaltación de la cruz -tras la confiscación del monasterio y de la depredación de todos los objetos preciosos de la basílica, incluidos los preciosísimos relicarios de la cruz-, algunos agentes de la república se presentaron nuevamente al guardián de la basílica, único monje que quedaba. Por odio a la fe querían que se les entregaran también las reliquias de la cruz. Pero el anciano monje consiguió preservar la reliquia del madero de Cristo de la destrucción. Así como había hecho Elena, para que por siempre fuera visible el instrumento de Su victoria sobre Satanás y el mundo.
Stefania Falasca