Ser hombre o mujer requiere reconocer en la alteridad sexual el límite constitutivo de nuestra subjetividad
Cuando un neonato llega a la luz, dos preguntas esenciales surgen en la mente de todos. La primera es: ¿es hombre o mujer? La segunda: ¿qué nombre le han puesto? Son preguntas que se funden y se confunden, porque a partir de ellas y a través de ellas se constituye el misterio de la identidad personal. Y es una demostración de que son preguntas esenciales el hecho de que cada ser humano –teniendo o no conciencia de esto– siga haciéndose y haciendo a quienquiera encuentre la angustiosa pregunta del rey Lear: “Who is that can tell me who I am?” [1]. En realidad, toda una vida es apenas suficiente para dar una respuesta personal, es decir, para hacer nuestras las respuestas que otros ya han dado (en nuestro lugar) a estas preguntas [2]. Sin embargo, por difícil que sea para cada uno de nosotros identificarse a sí mismo, especialmente en las dimensiones más íntimas del propio yo, donde el deseo se mezcla con la pulsión y el eros se entrelaza con el ágape, también queda claro que si el objeto de una respuesta es nuestra identidad, esa respuesta siempre es para una pregunta que no sólo no nos corresponde a nosotros formular, sino que ni siquiera podemos alterar ni remodular de alguna manera. A la pregunta “¿quién eres?”, debemos dar una respuesta auténtica, incluso recurriendo eventualmente a la ayuda providencial de los demás (como ciertamente pronostica el rey Lear); pero con todo debemos dar una respuesta basada en la verdad y no en nuestro arbitrio.
Por este motivo, el tema del gender [*], como se ha venido constituyendo en las últimas décadas, es un tema ideológico. No nos dejemos sugestionar por la idea de que se trata de un tema fronterizo, que nos obligaría a adentrarnos en terrenos todavía ampliamente inexplorados; un tema sugerente y fascinante como todos los que se caracterizan por la hipótesis de lo nuevo. En realidad, si bien puede ser legítimo calificar nuestro tema como fronterizo, no debe considerarse absolutamente nuevo: los Gender Studies desde hace un tiempo ya han impuesto y canonizado como irrefutable una supuesta diferencia epistemológica entre la perspectiva sexual, radicada anatómica y biológicamente, y generadora de múltiples elaboraciones simbólicas, y la perspectiva del género, concebido como construcción metabiológica, libre y subjetiva de la identidad personal. No pongo en duda que los Gender Studies, iniciados hace ya varios años, están ampliamente consolidados, han sido objeto de difundida atención y además han experimentado en sí mismos significativas dinámicas evolutivas e involutivas, hasta el punto de que ya es posible describir su historia con pedantería analítica. Pretendo simplemente que se reconozca que los temas de los cuales nos hemos hecho cargo en nuestra cita, que pueden retomarse a partir de la hipótesis según la cual las diferencias biológicas entre los sexos son irrelevantes en relación con los significados que es posible atribuirles y otras dinámicas de identificación que pueden ser cultivadas por los seres humanos como sujetos sexuados, se encuentran todavía confinados en una especie de nicho epistemológico-cultural, que si por una parte ha suscitado en la reflexión antropológica contemporánea una vivísima atención, por otra no ha logrado imponerse a nivel de sentido común, obteniendo exclusivamente victorias mediáticas: la maliciosa observación de Niklas Luhmann, según la cual los sociólogos empíricos no deberían dejar de maravillarse ante el hecho de que la dicotomía masculino/ femenino “corresponde tan bien a los hechos”, es decir “concuerda con las diferencias biológicas” (el hecho, por tanto, expresado en síntesis, de que “sólo las mujeres reales puedan parir hijos”), debe permanecer en el centro de nuestra reflexión.
Los “Gender Studies”, paradigma en transición
En suma, el hecho de que los estudios sobre la identidad del género, por ser vivaces y numerosos, fundan un nuevo saber es ampliamente discutible, como lo muestra el hecho de que la diferencia sexual siempre ha constituido el problema antropológico fundamental y que, como tal, ésta siempre se ha manifestado como una estructura que atraviesa todos los ámbitos de investigación teológico-filosóficos, sociales, históricos, psicológicos y etnológicos de la cultura, y no sólo occidental. Por este motivo algunos eruditos, aun cuando simpatizan con los Gender Studies, comienzan a considerar el paradigma del género como un paradigma en transición, cuya función en el momento histórico actual podría reducirse básicamente a descartar la idea tradicional según la cual el género humano se califica a partir de una necesaria vocación genealógica, como respuesta al precepto bíblico del creced y multiplicaos. En opinión de estos eruditos, la desestructuración y la desimbolización de la diferencia entre los sexos, potenciadas por la banalización de las nuevas posibilidades de procreación asistida y sobre todo por la producción de embriones constitutivamente sin padres, vaciarían desde adentro el triángulo familiar padre/madre/hijo y abrirían una etapa nueva e irreversible de la autocomprensión histórica del hombre.
En el horizonte posmoderno, la relación entre los sexos estaría por tanto destinada a desmaterializarse, dada la imposibilidad de seguir concibiéndola radicada en una lógica fisicista. El único espacio restante para un pensamiento que todavía quisiera interrogarse sobre la sexualidad sería un ámbito donde ponerla radicalmente en tela de juicio, trasladándola del plano del cuerpo al de la mente y sobre todo sin dejarse sugestionar por las que se han definido como incongruentes obligaciones anatómicas. La tradicional polaridad sexual masculino/femenino se anularía, para sustituirse por la lógica del continuum. Se reconocería definitivamente al individuo la caracterís tica de sujeto nómade íntimamente poseído por una lógica de mutación [3]. Las recaídas antropológicas, jurídicas y sociales de estos nuevos paradigmas son evidentes.
Si se comprobase definitivamente la consistencia de esos paradigmas, se abriría (o se debería aspirar a que se abriese) un espacio destinado a nuevas perspectivas constructivistas, de las cuales debería encargarse el ordenamiento jurídico, adecuando coherentemente sus instituciones en nombre del debido respeto a las nuevas modalidades de afirmación de la identidad personal: la legalización del matrimonio homosexual debería ser puramente el primer paso hacia la total legalización de la homoparentalidad, para ulteriores, si bien en el estado actual, bastante poco precisas formas de juridización de la relación hombre/animal, así como para la definitiva eliminación del sistema ordenador de todo marcador sexual (por así decir): la afirmación de un yo asexuado (o –lo que existencialmente es lo mismo– un yo libremente polisexuado) sería la frontera de la realizada liberación social de la subjetividad.
Para el jurista de orientación iusnaturalista, estas pretensiones se inscriben claramente en el proceso de desnaturalización de lo jurídico, que habiendo surgido en el horizonte de la modernidad, alcanza sus resultados más extremos en la perspectiva posmoderna y en la profunda tentación que la caracteriza de destacar la subjetividad jurídica no a partir de su carácter específico, sino en cuanto portadora de una voluntad profunda e intachable de autodefinición identitaria. Es muy difícil que las argumentaciones iusnaturalistas puedan contar con la atención de paradigmas teóricos y/o ideológicos constitutivamente antimetafísicos y por tanto coherentemente hostiles a cualquier perspectiva esencialista. Si el hombre no tiene naturaleza, sino puramente historia –para retomar uno de los eslóganes anti-iusnaturalistas más afortunados y expresivos–, corresponde reconocer que su historicidad puede manifestarse también mediante la aceptación consciente de la fragmentación posmoderna de las relaciones entre los sexos o de hecho a través de la pretensión de irrelevancia antropológica de cualquier institución basada en la relación masculino/femenino, desde el matrimonio hasta los llamados vínculos de sangre, desde la procreación hasta la relevancia de las relaciones familiares en el orden simbólico. Con todo, lo que permite al iusnaturalismo permanecer en el centro del debate contemporáneo sobre el gender es la memoria histórica de la cual es portador este paradigma y de la cual los iusnaturalistas han sido muchísimas veces, por así decir, en el plano no sólo de la teoría, sino sobre todo de la práctica, testigos, por no decir mártires: el constructivismo puro, cuando se impone como paradigma jurídico, muy rara vez se manifiesta como protector y amigo de pretensiones individualistas de autodeterminación (de acuerdo con las ingenuas ilusiones de los constructivistas); con bastante más frecuencia llega a ser coherentemente funcional con la lógica impersonal del poder. En realidad, si la identidad personal no es más que fruto de un proceso, desvinculado de toda raíz natural, no se ve motivo por el cual este proceso no pueda ser, más que autodeterminado, también y con mucho mayor probabilidad heterodeterminado. Jacques Lacan nos enseñó que en la autodeterminación ética subjetiva está implícita su caída: el noble principio kantiano: considera al otro siempre como fin y nunca exclusivamente como medio tiene su inquietante pendant en el principio sadista: considera al otro siempre como medio y nunca exclusivamente como fin. En el horizonte subjetivo, la primera fórmula es lógicamente consistente en la misma medida que la segunda. La autodeterminación –palabra mágica de la modernidad biopolítica– alude a un sujeto en condiciones de autodeterminarse; pero si se sostiene que el yo no posee una naturaleza propia, en cuanto sólo está calificado por capacidades tecnomórficas indeterminadas, si la vida ya no se entiende como el fondo inaccesible de la individualidad, sino que es sustraída a la naturaleza y confiada a los mecanismos de gestión del sistema biomédico, no hay motivo alguno para que ésta no se conciba legítimamente a partir de los inescrutables intereses del poder político.
En conclusión, la reclasificación de los criterios sociales y jurídicos para la definición del sexo y de la identidad sexual no se concibe ni reivindica como ineluctablemente orientada a la dilatación de las libertades individuales, ni, con mayor razón, se inscribe en el contexto de las luchas por la reivindicación de nuevos derechos, si no se quiere entrar, contra toda intención, en una pendiente resbalosa.
Una determinación voluntarista
Quienes pretenden defender el derecho a la identidad sexual no como el derecho a la determinación objetiva sobre la verdad del propio sexo, sino como un intachable derecho de elección de la propia identidad están por tanto obligados a postular una identidad de la persona, aun cuando sea de carácter metasexual, que constituya su sustrato inconcuso. Están obligados a postular nuevas formas de identidad no biológicamente o morfológicamente, sino determinadas de manera voluntarista, identidades que tendrían derecho a ser reconocidas incondicionalmente y en relación con las cuales el poder político no tendría voz ni voto. Sin embargo, precisamente en este punto los buenos motivos del iusnaturalismo, expulsado por la puerta, terminan entrando nuevamente por la ventana, aun cuando se hayan debilitado. Si la determinación del gender es en gran medida voluntarista, ya que no puede invocar como justificación ninguna determinación naturalista, queda sin resolver el problema de cómo podría revindicarse individualmente como absoluta y no negociable: puesto que no existe un querer verdadero que pueda (sólo por ser tal) imponerse sobre un querer falso, y lo que importa –como había comprendido perfectamente Nietzsche– es solamente cuál de los dos quereres se revela al final como el más fuerte, es decir, aquel capaz de imponerse al más débil, es muy dudoso que en sistemas de complejidad siempre crecientes, en lo referente a la determinación de la identidad sexual prevalezcan las voluntades de género de tipo individualista frente a las pretensiones reguladoras sobre el género que puedan ser presentadas por el poder. La modernidad, para retomar una lúdica intuición de Foucault [4], ya no sabrá que hacer con los sujetos de derecho tan pronto como la identidad ya no se considere un presupuesto, sino un producto. Surgen aquí con todo su carácter embarazoso las recaídas jurídicas de los aspectos biopolíticos fundamentales, de los cuales todavía debemos tomar debida conciencia y con los cuales todavía estamos muy lejos de haber ajustado las cuentas cabalmente.
Si bien las recaídas más inmediatas de la ideología de género se producen en el plano jurídico y social, sus efectos más incisivos tienen carácter antropológico y por tanto ponen en cuestión nuestra capacidad misma de autocomprensión personal. El discurso parece adquirir un carácter paradojal, por cuanto quienes se vuelven defensores de la legitimidad de las reivindicaciones de género usan como argumento la necesidad de reconocer las identidades elaboradas autónomamente por las personas mismas, ya que sólo éstas serían portadoras de la señal de la autenticidad. Sólo un yo capaz de analizarse a sí mismo y hacer surgir desde la profundidad de sí mismo su identidad merecería en definitiva respeto moral. La ideología de género adquiere así, en el plano antropológico, la pretensión de estar en la base de una ética nueva. La pretensión de ser reconocidos libres de definir el propio género corresponde de este modo con una pretensión libertaria extrema, sugerente y fascinante. Ya no sería el ojo del otro, la mirada exterior, quien nos identifique, sino nuestro propio ojo, el ojo interior, quien nos revele a nosotros mismos.
Surgen de esta pretensión antiguas sugerencias. El hecho de que nuestra libertad, antes de ser política, es moral y reside esencialmente en nuestro interior es una verdad antigua y vital, de profundas raíces cristianas. Todo el problema de la ideología del género se reduce no al hecho de reivindicar esas dimensiones de la subjetividad, sino al hecho de exasperarlas. Si efectivamente es verdad, desde el punto de vista agustiniano, que sólo en la interioridad de la conciencia de cada uno de nosotros reside la verdad, es igualmente cierto que nuestra interioridad no se autoalimenta, sino crece y se forma a través de las innumerables dinámicas relacionales que nos constituyen como sujetos y como personas. El tú viene primero del yo y toda tentativa de cerrar el yo al tú es no sólo psicológicamente implanteable, sino moralmente inaceptable. La identidad sexual no se construye privadamente, replegando al yo sobre sí mismo, ni de manera voluntarista, imponiendo a los demás la propia autodeterminación. Somos hombres o somos mujeres porque respondemos con nuestra identidad sexual a las pro-vocaciones que nos llegan del sexo opuesto, pro-vocaciones que nos piden esencialmente reconocer en la alteridad sexual el límite constitutivo de nuestra subjetividad. En el mito griego, el loco amor de Narciso por sí mismo es simultáneo con su incapacidad inhumana de responder al sincero amor que cultiva por él la ninfa Eco: de esta doble distorsión (es decir, de decir sí exclusivamente a uno mismo y decir no al otro) surge el resultado trágico, es decir, ni más ni menos que mortal, del caso. Fuera del mito y de toda metáfora, es realmente mortal toda forma de absolutización subjetivista del yo: esa absolutización que en el ámbito económico es llamada capitalismo salvaje; en el ámbito étnico, racismo; en el ámbito religioso, fundamentalismo; en el ámbito bioético, gestión personalista del cuerpo (del aborto a la eutanasia, de las manipulaciones genéticas al comercio de órganos); en el ámbito antropológico se llama negación de la datidad sexual. Todas las experiencias, individuales o colectivas, en las cuales la percepción de la alteridad se elimina u ofusca no son experiencias de libertad, sino de servidumbre.
Notas:
[*] [N del E]: El término gender se ha perfilado desde el siglo pasado en un nuevo sentido, asociado hoy en día a la disciplina llamada Gender Studies que tiende a identificar el concepto con un “constructo social”, abandonando su originaria acepción que refería primeramente a las diferencias naturales existentes entre los sexos femenino y masculino.
[1] “¿Quién puede decirme quién soy?”, Shakespeare, El rey Lear, 1, 4.
[2] Ver J. B. Pontalis, L’insaisissable entre-deux, en “Nouvelle Revue de Psychanalyse” (Bisexualité et différence des sexes), 7 (1973), p. 23.
[3] Ver S. Rodotà, Sesso, diritto all’identità sessuale, prospettiva transessualismo , en S. Rodotà, Tec nologie e diritti , Il Mulino, Bolonia, 1995, p. 231.
[4] M. Foucault, La volontà di sapere , tr. it., Feltrinelli, Milán, 1978, p. 126.
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