Nuestra Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile ha cumplido medio siglo de vida y ha querido celebrarlo en este acto con una reflexión sobre su significado como institución histórica. El lugar originario de la institución a la que se denominó Academia cabe situarlo ahí donde Platón, cuatro siglos antes de Cristo, dialoga con sus amigos en los jardines del ciudadano ateniense llamado Academos. Ahí, el pensar filosófico, el amor al saber puesto en práctica por amigos ligados por una común inteligencia -un logos dialogal- encuentra un lugar que se torna simbólico.

Otras caras asumirá la Academia, por ejemplo en la Florencia de los Medici, empeñada en el Renacimiento de la cultura antigua de griegos y romanos, o bajo el clasicismo francés con el patrocinio del Cardenal Richelieu, o en Prusia, en el ámbito del idealismo alemán de hombres como Humboldt o Hegel, donde viene a convertirse en un poderoso centro de investigación científica, como lo es hasta hoy en varios lugares del mundo. Pensé que lo primeramente ocurrido en torno a Platón pudiera ser nuestro tema de reflexión.

Un buen estudioso de Sócrates y Platón, el inglés Taylor, dijo que Platón, conmovido por la figura de Sócrates, habría creado la noción de Alma. Y, en ella, la sede de las llamadas Ideas platónicas. El pensar filosófico, en el diálogo de esos hombres, descubre en el ser del alma la realidad de un espíritu no expuesto a la muerte. Este es mi tema.

Mi exposición se articulará en tres momentos históricos. El surgir del pensar filosófico entre los griegos; la visión cristiana en el ámbito europeo, y la fundación de la filosofía moderna y su proyección ulterior.

I

¿Qué ocurre entre los griegos – en el orden intelectual- más o menos cinco siglos antes de Cristo? En diversas islas y costas del Mediterráneo entre Italia, la Grecia continental y el Asia Menor, surge en lengua griega, un originalísimo modo de pensar de notables hombres en cuyo pensamiento Nietzsche veía el más escondido de los templos griegos.  De ellos nos quedan solo algunos versos, algunos aforismos, algunos textos que otros autores citan, y que son verdaderos relámpagos que brillan en lo que un inglés eminente conocedor de ellos, Burnet, llamó “la aurora del pensamiento griego”.  Luego de ese momento auroral -al que pertenecen, entre otros, Parménides, Heráclito, Pitágoras, Demócrito, Empédocles, a quienes Nietzsche y Heidegger, últimamente, pusieron de relieve- sigue un movimiento que se hace dominante en la polis griega, principalmente en Atenas, y que representan los llamados sofistas.  Entre los primeros -los presocráticos- y estos últimos- los sofistas- hay una gran diferencia.  Los primeros son genios singulares, mediatores aislados de gran elevación espiritual y prestigio.  Cuando Parménides ya viejo va a Atenas, Platón le llama “venerable”.  Heráclito se aparta de la ciudad, se le llama el “oscuro”.  A unos que van a verle a su retiro, donde le encuentran preparando su comida, les invita a pasar diciéndoles “también aquí hay dioses”; así cuenta Aristóteles.  Pitágoras es más conocido, quizá, por su influencia en las matemáticas, y las diversas numerologías. Aun hoy nos iniciamos en esos saberes aprendiendo el teorema de Pitágoras.  Del brillante genio de Heráclito voy a citar solamente un aforismo: “Por mucho que andes, y aunque paso a paso recorras todos los caminos, no hallarás los límites del alma, tan profundo caló en ella el logos”.  No recogí ninguna traducción de esta última palabra -logos- que puede en su lengua original, puesto que nosotros la tenemos incorporada a nuestra lengua, desde luego cuando nombramos a muy diversas ciencias, zoología, geología, psicología, sociología, teología, valiéndonos siempre de ese logos griego que se acostumbra traducir por “razón” -o más simplemente: “palabra”-.

Los sofistas, en cambio, si le creemos a Platón, son mercenarios cuyo arte es el de la “persuasión”, es decir, las técnicas de seducir, los artificios para la conquista de las voluntades.  Ese poder lo ponen al servicio de quienes lo compran, justamente para ejercer poder sobre las almas, cualquiera que sea, menos aquel que el alma misma reclama para sí.  Mirados con benevolencia, sin embargo, hay que reconocer en ellos a buenos educadores, desde luego a maestros en el uso del lenguaje, aunque en un sentido pervertido que ni Heráclito ni Platón toleran.

El momento culminante de esta historia se produce cuando aparece en Atenas una figura a la que se considera, en primera aproximación, como un sofista más, así lo pinta un autor de teatro de la época.  Este hombre, sin embargo, viene a quebrar la mano de los sofistas ya desde sus primeras apariencias.  Se distingue de ellos inmediatamente por lo feo y mal vestido, opacando el brillo con que los sofistas se exhibían antes sus clientelas.

Pero la diferencia es mucho más profunda y radical e incide en el saber que los sofistas hacen suyo precisamente atribuyéndose el nombre de “sabios”: sofistas. Pretendían saber de todo lo que se les preguntara, pero cuando Sócrates les pregunta justamente por su saber, se irritan mucho porque advierten que esto no lo saben.  Sócrates, en cambio, hace consistir la sabiduría que a él se le atribuye -léase al respecto la Apología de Platón- en la conciencia de no-saber y en un deseo de saber que tomaba caracteres de vocación y aun de misión.

Sócrates confundía a los sofistas preguntándoles de qué hablaban, qué era eso que llamaban, por ejemplo, justicia, belleza, piedad.  No era su intención confundirlos, ponerlos en aprietos -cosa nada fácil, por lo demás- sino más bien conducirlos a una experiencia intelectual distinta, sin intenciones persuasivas y utilitarias, es decir, no a partir de una brillante y enceguecedora prepotencia, sino de esa conciencia básica de no-saber y de la llamada que ahí se enciende.

Esta conducta de Sócrates hacía visible algo misterioso y atrayente que había en su personalidad más allá de toda gala, y que despertó la admiración de Platón.  El príncipe Mishkin, en El Idiota, la novela de Dostoievski, plantea una situación semejante.  Platón llegó a comprender este fuego interno en el espíritu de Sócrates como un eros, es decir, como algo de índole divina.  Este llegó a ser un amor al saber, que, dicho griego, pasó a llamarse filo-sofía. No sofística.  Una nueva forma de saber montada sobre un impulso divino, es decir, movido por una divinidad que parecía alojada en lo profundo de un hombre como Sócrates, animando su conducta.  Era su alma.

II

Muere Sócrates de la manera que ustedes conocen, víctima de una conspiración popular que lo acusó de impiedad.  Sócrates venía a cortar el hilo que cohesionaba a la ciudad, sagrado a su manera, manejado por los sabios de la ciudad, de la polis.  Era el poder de la palabra, o mejor, ola palabra como poder, que los sofistas negociaban.

La admiración que Sócrates despertaba en el espíritu de Platón, movió a este a expresarla en uno de sus más hermosos diálogos, el Fedón, en el que se narra dramáticamente la muerte de Sócrates.  Fedón es un personaje del diálogo que estuvo presente en el acontecimiento y lo cuenta a quienes manifiestan un gran deseo de conocer sus circunstancias.

Fedón primero recuerda a quienes estuvieron presentes ese día, amigos todos de Sócrates y muchos de ellos figuras destacadas de diversas corrientes de pensamiento, principalmente del pitagorismo, cuyos miembros formaban comunidades con espíritu científico y aliento místico.  Una enigmática frase aclara que Platón no estuvo presente (recuérdese que quien escribe esto es el mismo Platón).  La escena es muy conmovedora.  Sorprende la extraña serenidad que Sócrates mantiene hasta que el veneno le recorre el cuerpo y apaga sus ojos.  Se la ha comparado con la escena de la pasión de Cristo en el Gólgota, que pareciera ser de una índole enteramente distinta.

Los amigos reunidos en torno a Sócrates están desconcertados; algunos manifiestan cierta indignación contra él, que de alguna manera parecía convalidar la injusticia de que era víctima.  Inclusive quienes le condenaban a muerte no querían que se cumpliera su propia su propia sentencia y esperaban que Sócrates se acogiera a una alternativa, que él ironizó, pues propuso pagar una moneda insignificante que dejaría en ridículo al tribunal.  No, que se cumpla la ley y deje en claro su miseria.  Sócrates asume heroicamente su muerte y, en cambio, deja en claro lo que la muerte significa y la verdad que él profesa.

El diálogo parte del hecho terrible y preciso de la muerte de Sócrates.  desde el comportamiento del cuerpo, que deja de existir, a la común consternación de los circunstantes: el llanto de la esposa, el pesar de los amigos y del propio verdugo, todo deja muy en claro que algo terrible ha ocurrido.  Algo asciende fríamente por el cuerpo de Sócrates y lo despoja: lo convierte en un objeto rígido y desanimado, que empezará a ser pasto de gusanos.  Ha habido una ruptura, un desgarramiento.  Lo que era viveza de genio, vigor físico, lo que fuera un esposo, un amigo, un maestro, todo eso pareciera esfumarse, desvanecerse, perderse.  Entre ese cuerpo y lo que ha sido ese hombre en su vida pareciera haberse producido una separación abismal, el cuerpo, empieza a corromperse visiblemente; lo segundo, su alma, ha desparecido. ¿Qué ha pasado? Nuestros sentimientos, nuestra memoria, nuestra voluntad -como bien sabemos- se resisten a creerlo y admitirlo, cuando hemos vivido análoga experiencia.  Es lo que les ocurre a los amigos de Sócrates.  pero el propio Sócrates, en el último de los diálogos que sostiene con sus amigos, encara el asunto y da las razones que le permiten mantenerse sereno.  Para ser más precisos: es Platón en el Fedón quien reconstruye las razones de Sócrates, las revive o las explica a la luz de su propio saber.  En este profundo diálogo acerca del alma y el cuerpo, Platón recrea la figura de Sócrates y pone en marcha el saber filosófico.

III

Platón ha forjado la noción de alma, como ha dicho uno de sus grandes conocedores actuales, Taylor.  ¿No será que en la muerte, libre del cuerpo, el alma alcance una suprema purificación, tal que su dimensión física desaparezca?  Puede no ser extravagante pensarlo.  Los griegos admitían que había un lugar de los muertos al cual eran conducidos en una barca por un conocido barquero.  El arte de la pintura se ha hecho eco de esa escena.  Los muertos, se lee en Homero, llevan una existencia distinta.  Todavía Dante recorre los círculos donde habitan.  No es del caso recordar cuanta mitología había y hay alrededor de esto y, por cierto, su eminente consideración en las grandes religiones.  Vana es nuestra fe, dijo San Pablo, si Cristo no ha resucitado.  Hay, sin embargo, una diferencia muy esencial entre la resurrección de Cristo más allá de su muerte y la serena calma de Sócrates confiado en su inmortalidad.  La resurrección de Cristo pasa por el sufrimiento y la muerte.  Nietzsche dijo que Sócrates había dado muerte a la tragedia, el ritual dionisíaco que encaraba justamente el destino y el dolor de la muerte y lo transfiguraba en la obra de arte.  Sócrates sería un apolíneo.

En el pensamiento antiguo de los griegos probablemente quienes más podrían acercarse a la convicción de un alma con vida propia, ajena al cuerpo, son los pitagóricos y, por eso, en el diálogo son dos pitagóricos los principales interlocutores de Sócrates.  Ellos admiten que hay una vida, no necesariamente física, como la que Platón descubre en el alma.  De ahí que su saber sea, a la vez, matemático y místico.  Filolao, el gran pensador pitagórico -recuérdese que Pitágoras era más bien una leyenda- fue uno de los que habrían estado presente, el día de la muerte de Sócrates, y discípulos suyos son los que sostienen el diálogo con Sócrates que Platón escribe.  Ellos declaran coincidir con Sócrates en cuanto al carácter propio del alma.  Pero se niegan a aceptar que el alma sea inmortal.

Entre los mismos pitagóricos hay claras diferencias.  Uno de ellos dice que el alma pudiera compararse con la música, y el cuerpo con el instrumento musical.  Si se rompen sus cuerdas, la música cesa; de lo que desprende que la música se reduce a la misma materia de las cuerdas y de la madera del aparato físico; y el alma, por consiguiente, al cuerpo.  Podría decirse que es una visión que profesan hasta hoy distinguidos biólogos para quienes el hombre no sería sino el ensamblaje de moléculas complejas a través de la evolución universal.  El otro pitagórico interlocutor de Sócrates no es materialista y compara el cuerpo a un tejido; el alma sería el tejedor, de tal manera que si el tejido se destruye, el tejedor podría volver a tejer otro.  Es una metáfora de la reencarnación, creencia básica del pitagorismo: el alma del hombre que muere pasa a encarnar en otros animales y así sucesivamente; pero en definitiva la muerte la alcanza.  Es una creencia ampliamente difundida a lo largo de la historia.  La diferencia de los pitagóricos con Sócrates es radical: así se lo hacen ver con el debido respeto.

La diferencia está en la manera como Sócrates concibe la naturaleza propia del alma.  No es solo la música de un instrumento físico o la acción poética de un tejedor.  El núcleo del alma Platón lo entiende como logos.  Ya Heráclito había hablado de su infinitud y otro de los presocráticos, Anaxágoras, habló de un principio que denominó nous, bien emparentado con logos, que es la intuición, la más pura operación de la inteligencia.

IV

¿De qué índole es el logos platónico como esa más íntima realidad del alma? Platón dice: es el conocimiento de sí mismo que la inteligencia experimenta en su propia esencia.  La fórmula conocimiento de sí mismo había sido escrita en uno de los muros de un templo de Apolo, la divinidad ateniense a parejas con Atenea, diosa del saber.  El problema, entonces, queda planteado así: ¿Qué es el alma, entendida en tanto ese conocimiento de sí que arraiga en la profundidad esencial de la vida humana? ¿Cuál es la naturaleza del alma, capaz de pasar por la experiencia de la muerte, y en algún sentido separarse del cuerpo, sin quedar reducida a la sombra de la muerte?

Platón entiende que el logos, núcleo del alma en el diálogo que entabla consigo misma, es el punto de concentración, de reflexión, en definitiva, de liberación del alma.  ¿Qué significa este conocimiento de sí mismo, ya no apolíneo, sino platónico?

Platón dice que ese conocimiento de sí mismo no es algo así como mirarse al espejo, instalarse en la subjetividad o edificarse moralmente.  Todo lo contrario: es una apertura.  En unos textos que comienzan en la página 65c. de la edición estándar de los Diálogos, dice Platón que el alma “busca estar a solas en ella misma”.  Esta soledad no es otra cosa que un “máximo de sí”, cuyo saber identifica con la filosofía.  Pero lo que el alma entonces conoce, afirma Platón, es “la realidad de todas las cosas, lo que cada una es”.  En la página 92d. lo reitera enérgicamente: “el alma existe como la realidad de lo que es”.  La palabra realidad, que emplea el traductor García Gual, en el griego es ousia, que se acostumbra traducir por sustancia o también esencia.  Poco tiene que ver esto con el espejo de la especulación o con la subjetividad.

Lo que el alma genera en esa búsqueda de sí -que no es otra que su propia existencia- es lo que Platón llamó Ideas.  El idealismo perfecto: no diverso de la realidad.  Se dice, entonces, que la filosofía de Platón es una teoría de las Ideas.  Sí, pero cuídese advertir las palabras que aquí están danzando: alma, logos, diálogo, nous, ideas, realidad, sustancia, esencia, existencia.

Intentemos aclarar este asunto.  El conocimiento de sí que el alma tiene en cuanto es un logos -una inteligencia intuitiva, una idea, una palabra- es un conocimiento esencial de lo que las cosas son en su misma existencia y en su esencia, que el alma alcanza en ese máximo de sí del diálogo interior.  Esta es la densidad de la Idea platónica.

¿Cuáles son Ideas de tal índole? Justicia, por ejemplo, o Belleza, Verdad, Igualdad.  A la sombra de ellas surge el saber verdadero y real de todas las cosas.  A partir de ellas, y entre ellas, se produce la dinámica propia del saber que articula las ciencias y que Platón denominó dialéctica.

V

Hechas esas precisiones fundamentales para entender el discurso de Platón, regresemos a la cuestión que ahora nos ocupa: ¿Qué Idea es aquella cuya adecuada intuición permite a Sócrates penetrar en la naturaleza del alma, esclarecer el sentido de ese diálogo interior que no cesa, que no muere?  Es la Idea de Vida.

Si la inteligencia intuye lo que es la vida en sí misma no admitirá algo que pudiera confundirla.  El alma es la vida en sí, no otra cosa.  Y menos algo que fuera su contradicción, como es morir.  Ni de la roca ni del número 3 puede decirse que tienen vida.  El cuerpo humano participa de la vida, pero no es vida en sí, por eso muere.  Decir que el alma muere es como decir que el azul se bebe o que las rocas vuelan.

Estas Ideas claves que la inteligencia intuye son, en sí mismas, algo inmutable e imperecedero.  Son como grandes faros que iluminan la ruta por donde es posible navegar.  Hay un ser en sí de la Idea y hay cosas que participan, en cierta medida, de ellas.  La Idea, en sí no cambia, es siempre la misma, no admite contradicción.  “Contradicción” significa: no-decir; es velar el rostro mismo de la Idea, el logos en su propia naturaleza.  Las cosas que en alguna medida participan de la Idea, sí pueden cambiar, desaparecer.  Esto le ocurre al cuerpo.  No por eso pueda decirse que la inteligencia impone la realidad.  No: la descubre.  Tampoco cae ella bajo una hipótesis: más bien las genera; y, de ahí, brotan las ciencias.  Pudiera ocurrir, no obstante, que las hipótesis de las ciencias pretendan un dominio universal del saber.  Puede ser la teología o la física, la matemática o la filología, la historia o la poética; en fin, la técnica, como hoy sucede.  El orden del saber queda, entonces, invertido.

La misma experiencia de su vida dio a Sócrates la poderosa intuición de lo que es en sí esa vida.  Esta es la fuente de su serenidad ante la muerte.  Confianza en la vida.  Intuición de lo que hay en su alma.  Platón lo descubre y lo comprende como ni el propio Sócrates pudo hacerlo.

VI

Para que el pensamiento de Platón alcance toda su perspectiva es preciso ver cómo se proyecta en Aristóteles y cómo ambos penetran el medioevo cristiano y llegan al mundo moderno.  De todo esto solo puedo ofrecer ahora algunas indicaciones para redondear el campo donde la inmortalidad del alma ha sido pensada.

Aristóteles no era ateniense, pero vino a Atenas a los diecisiete años y se incorporó a la Academia de Platón, en la que permaneció aproximadamente otros tantos diecisiete años.  Ahí se le empieza a considerar la inteligencia de la escuela -así le llamarían- y ahí escribe sus primeras obras originales, en forma de diálogos al estilo de Platón, a las que ahora conocemos apenas por sus nombres, pues se han perdido.  Una de ellas habría sido un diálogo al que tituló Eudemo, nombre de un amigo muerto en el campo de batalla, cuyo tema habría sido la inmortalidad del alma al hilo del Fedón platónico.

Aristóteles exploró genialmente todos los dominios de la realidad: construyó una física que imperó por más de veinte siglos hasta la cosmología y la mecánica modernas; es hasta hoy una de las grandes fuentes de la ética y del pensamiento político; conoce a fondo la literatura de su tiempo y escribe una poética y una retórica; es el creador de la lógica clásica.  Quizá su más ancho y reiterado campo de investigación fue el de la biología, en el que mereció la admiración de Darwin.  Es en este campo donde trata del alma como forma de la vida.

¿Qué entiende Aristóteles por forma? Una hermosa metáfora del propio Aristóteles puede ilustrarnos: “si el ojo fuera un animal, su alma sería la vista” (412b.20).  Se parte de la base del animal, es decir, del ser viviente.  La vida se caracteriza por un conjunto de fenómenos como alimentarse, reproducirse, crecer, envejecer, sentir, recordar, pensar.  Todos ellos dicen relación a órganos y facultades que hay en el cuerpo y que cualquiera advierte empíricamente.  La operación que determina cada uno esos fenómenos, y al conjunto de ellos, haciéndolos actuales, es la forma de la vida, que Aristóteles llama alma.

Pero de toda esa multitud de fenómenos lo que desde antiguo los griegos distinguieron y a lo que Aristóteles de la más alta significación es la vida de la inteligencia -nous- como ya Anaxágoras llamara.  El principio puro de la inteligencia en virtud del cual el alma, dice Aristóteles, llega a ser todas cosas: intelecto agente separado del cuerpo, impasible y de origen divino.

Así propuesta, la inteligencia dará pie a una nueva forma de saber universal, una filosofía primera, dijo Aristóteles, que será la metafísica.  Este ya no es un saber meramente físico, válido para los seres que están sujetos al movimiento, al cambio y, por ende, al dejar de existir, a la muerte.  Es una ciencia de lo que es; de lo que, en algún sentido, existe realmente.

Esa visión del alma como actualidad de la vida, tiene su más alta proyección en la Metafísica de Aristóteles en un célebre texto: 1071b25.  En este pasaje Aristóteles habla de Dios y dice: “En él hay vida, pues ola actividad del entendimiento es vida y en él se identifica con tal actividad.  Y su actividad es, en sí misma, vida perfecta y eterna.  Afirmamos, pues, que Dios es un viviente eterno y perfecto.  Así pues, a Dios corresponde vivir una vida continua y eterna.  Esto es Dios”.

En el alma hay vida.  La vida del entendimiento que hay en el alma del hombre.  Cuya perfección absoluta está en Dios, expresada con variaciones de la palabra nous: una inteligencia que conoce plenamente de sí y, en cuento tal, existe -noesis noeseos noesis-, dijo Aristóteles.  La voz interior del alma en diálogo consigo misma, que Platón había leído ya en el tiempo de Apolo, alcanza así su profundidad radical.

Para medir el impacto que tuvo ese texto de Aristóteles basta recordar que quien fuera la mayor figura del pensamiento filosófico del siglo XIX, de poderoso influjo en el XX -Hegel-, copió a la letra ese pasaje de la Metafísica de Aristóteles al concluir la obra de síntesis de su pensamiento: la Enciclopedia.

VII

¿Cuál fue la visión cristiana en este campo? El Credo de la Iglesia Católica tal como fuera formulado en sus primeros Concilios, es decir, en el Credo llamado Niceno Constantinopolitano, dice: Creo en un solo Dios Padre Todopoderoso Creador del cielo y de la tierra.  Ahí hay tres afirmaciones fundamentales.

La primera es el monoteísmo, una afirmación que ya había sido proclamada por la religión de los judíos: un solo Dios, no otros, no la idolatría. Las dos afirmaciones restantes hablan de un Padre y de un Creador.  Se trata de ideas con una clara semejanza, pero que no son iguales.  Padre dice relación a un Hijo, un Hijo que es uno con él.  Creador, enseguida, dice relación al cielo y la tierra.  El Hijo es Jesucristo, hecho hombre en el seno de una mujer, María Santísima.  Aquí, en rigor, no hay un acto de creación, sino de algo más alto de lo que puede ser la creación del cielo y de la tierra.  Esa diferencia está enérgicamente proclamada en la breve fórmula del Credo que dice: genitum non factum.  Jesucristo ha sido generado, ha nacido, ha sido concebido, al modo como el hombre nace, no como una cosa es hecha o fabricada.  El que así nace es Dios mismo en su unidad con el Padre y el Espíritu.  Cristo es el Verbo de Dios.  De lo que está hablando esa primera frase del Credo es de los dos misterios fundamentales de la fe cristiana.  El misterio de la Santísima Trinidad de Dios y el de su Encarnación en Jesucristo.

El lenguaje humano de la teología habla de Padre e Hijo.  Del Dios único y del Verbo de Dios hecho hombre como su Hijo, a quien San Juan en el comienzo de su Evangelio, llama Logos.  El Logos se hace carne, toma un cuerpo, es plenamente un hombre.  Y el cristiano es tal por su incorporación en ese cuerpo, en el amor.

Hay, pues, en la naturaleza del hombre un espíritu divino que sella su individualidad y le hace ser persona.  Así queda tallada la figura del hombre en su vida y en su misterio.

El soplo del Espíritu que le ha sido infundido es su alma.  Su más propia individualidad, vale decir, lo que le constituye como persona humana, radica en ese principio divino que hay en él.  Como tal, este principio no muere.  El hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios.  La muerte será solo el fruto del pecado, pero su vida eterna lo es de la Pasión y Resurrección de Cristo, el Hijo de Dios vivo.

En la Edad Media latina el pensamiento de Platón y el de Aristóteles inspira las dos grandes corrientes de la teología cristiana que respectivamente encabezan San Agustín y Santo Tomás.  San Agustín escribe un texto que titula Soliloquios, vale decir, conversación consigo mismo.  Reaparece el antiguo y reiterado motivo platónico del diálogo del alma.  San Agustín inicia el segundo capítulo de este diálogo que denomina soliloquio, con una pregunta que la razón le dirige: ¿Qué quieres saber? Y Agustín responde: “conocer a Dios y al alma”. ¿” Nada más”?, reitera la razón. “Absolutamente nada”, precisa Agustín.  A partir de ahí afirmará la inmortalidad del alma sobre la base de la relación entre la inteligencia y la verdad.  La intuición platónica está claramente recogida en la argumentación del gran Padre de la Iglesia latina.

Algo parecido ocurrirá con el principal monumento de la teología católica, la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, toda ella elaborada mediante las grandes tesis de la metafísica aristotélica.  En ella la inmaterialidad subsistente de la inteligencia es la clave de su capacidad de conocer universalmente todas las cosas en su mismo ser y en especial del conocimiento que el alma tiene de sí como una realidad subsistente y eterna.

VIII

Quisiera concluir estas reflexiones sobre la concepción del alma que floreciera en los jardines de la Academia de Platón en la Atenas de otro tiempo, con algunas breves consideraciones acerca de lo ocurrido con ella en la época moderna.

En el siglo XVII en Europa, al que Whitehead llamara “el siglo del genio”, ocurre algo de lo que Descartes es el principal protagonista: la fundación de la filosofía moderna. Kant, Hegel, Heidegger, acreditan la verdad de ese hecho.

Creo que Descartes, con genial transparencia, recoge, renueva y proyecta tanto la visión griega de la filosofía, cuanto su proyección en la teología cristiana.  La obra fundamental de Descartes se titula Meditaciones Metafísicas.  La presencia del pensamiento de Aristóteles está ya en ese título, tanto como el Soliloquio agustiniano acerca de Dios y el alma como asunto central de la inteligencia filosófica.  Descartes traduce con la palabra metafísica (métaphysique) lo que él mismo llamó, en el latín original de su obra, Prima philosophia. Esta expresión está originalmente en la Metafísica de Aristóteles.

¿Por qué hablar de una Filosofía Primera?

Porque en el pensamiento de Aristóteles hay tres niveles de saber teórico: los dos primeros corresponden a las ciencias, específicamente a la física y la matemática, sobre cuya estructura intelectual se abre la búsqueda de una sabiduría de los principios del saber, que Aristóteles en su obra llamará de varias maneras.  En el primer capítulo del libro sexto de la Metafísica dirá: Filosofía Primera.  Lo mismo ocurre con las Meditaciones de Descartes.  Lo que en ellas se plantea es la pregunta por el fundamento de verdad que pueda haber en la nueva física de índole matemática, es decir, desde el punto de partida con Galileo y Newton de las nuevas ciencias de la modernidad.  La motivación de Aristóteles y la de Descartes van en la misma línea.  Pero no se crea que esa reiterada y fundamental pregunta haya tenido los caracteres de una marcha triunfal, que bien se los merecía.  Desde el momento inicial griego, la filosofía así concebida, deberá librar una dura y constante batalla contra la sofística que, en última instancia, motivó nada menos que la muerte de Sócrates.

El conflicto fue, en efecto, el que Sócrates enfrentó encarando a los sofistas.  Y tuvo dos rasgos esenciales: los sofistas negaban que hubiera un saber que pudiera considerarse verdadero.  Pues lo que hay serían solamente opiniones de pura índole subjetiva.  Negaban la existencia misma de la verdad.  El fundamento de las opiniones humanas y de la conducta ética, como proponen los sofistas Trasímaco y Polemarco en el primer libro de la República de Platón, es la voluntad del más fuerte, el dominio que ejerce quien tiene el poder, lo que Nietzsche llamará voluntad de poder en eterno retorno.  Que, en días más recientes, defenderá Foucault.  No hay verdad y la voluntad sojuzga a su antojo a la inteligencia.  Sócrates, en esa batalla, es el héroe que inspira a Platón.  Platón, a su vez, guiará a Aristóteles hacia la teoría pura de la filosofía, que la meditación metafísica cartesiana retomará en el origen de la filosofía moderna.

Esa esencial decisión de la inteligencia que sostiene el pensamiento de Descartes, no se librará del aciago destino sofístico.  La Filosofía de Descartes, en su núcleo esencial, se tergiversa a lo largo de los siglos XVIII y XIX.  Se dirá que, en la medida en que está construida sobre una duda metódica, paga el precio del sofista: su saber no irá más allá de un escepticismo agnóstico construido sobre la mera subjetividad del pensamiento, autoafirmado en su proposición fundamental que dice: cogito -yo pienso- y luego, con la garantía hipotecaria que puede ofrecer el Dios cristiano, concluye: ergo sum, luego existo.  Este núcleo esencial del pensamiento de Descartes queda, así, falsificado.

Esa comprensión del pensamiento de Descartes, que ha perdido su vínculo histórico esencial con la metafísica platónica y aristotélica, es, la manera como, empiristas anglosajones, Locke y Hume, por ejemplo o idealistas germanos, a partir de Kant, construyen sus propias y brillantes filosofías, llevando adentro del veneno sofista que creen descubrir en Descartes.  La verdad puramente subjetiva, entendida como organización psicológica o trascendental de meros fenómenos, puesta a salvo, por vía matemática, en el estilo de Galileo.  Nada de esto hay en el genuino pensamiento metafísico de Descartes.

Cogito no es una afirmación que el pensamiento haga sobre sí mismo.  Lo que hace es afirmar la existencia: el hecho fundamental del saber.  No solo la propia existencia, sino eminentemente la de todo lo que es.  Y esta es una proposición indudablemente verdadera.

Pero es eso, justamente lo que se lee en el Fedón platónico: recuérdese “lo que es” (26).  Y en la Metafísica de Aristóteles: “lo que es, en tanto que algo que es (1003, 17), como la intención natural de la inteligencia.

Pero si Descartes es genial en la renovación de la más alta filosofía griega, no lo es menos en la recuperación del pensamiento cristiano de San Agustín y Santo Tomás, librándolo, esta vez, de la escoria sofística que portan al final de la Edad Media el nominalismo -Occam- y el voluntarismo: Occam y Duns Scoto.  Occam hace de las nociones universales del pensamiento que instalan la verdad en el saber, unos meros flatus vocis.  Y, tanto Occam como Duns Scoto hacen de Dios, un poder omnipotente capaz de arrasar con la inteligencia y sus verdades.  La Voluntad, en el pensamiento de Scoto, no tiene menos poder.  Esta línea de pensamiento pasará por Fichte y Schopenhauer, por Nietzsche, Marx y seguidores, hasta nuestros días.

Otra genialidad de Descartes está en la forma como tuerce el brazo de esos enemigos constantes de la filosofía -sofística, escepticismo, voluntarismo- empuñando la duda metódica.  No es el suya una duda que caiga en el escepticismo.  Al revés, es una duda que se hace indudable.  La experimentó San Agustín, frente a los escépticos de su tiempo cuando dijo:  si fallor sum, si dudo, existo.  Esta es una verdad indudable.  La duda metódica, en el pensamiento de Descartes, es la libertad de la inteligencia que se reconoce a sí misma en la verdad.

Por otro parte, el Dios Omnipotente así concebido, capaz de arrasar con toda verdad, es una hipótesis que Descartes propone, con Occam a su espalda, pero que él mismo califica de innecesaria, pues el poderío autónomo del hombre puede perfectamente hacer el mismo papel.  Dios está ya en la naturaleza del hombre.  En esta profunda verdad radica esa íntima fortaleza con la que el hombre se afirma a sí mismo en la verdad cuando dice: cogito ergo sum.

Es, últimamente, la existencia real de Dios lo que ahí se manifiesta.  Es a quien reconozco cuando me conozco realmente a mí mismo.  No como un fenómeno evanescente, ni como una subjetividad introspectiva o como un puro deber moral, sino como un individuo dotado de existencia real que es un ser que piensa: res cogitans. Con el pensamiento de Descartes se abre a la inteligencia moderna una perspectiva que las consabidas asechanzas sofísticas ha ocultado.

Concluyo.  Una tradición intelectual de más o menos dos y medio milenios, desde los orígenes de la filosofía hasta hoy, reconoce en la vida humana un deseo muy profundo y esencial, una vitalidad radical, un amor al saber y una sabiduría, una luz intuitiva, en fin, una visión fundamental de la inteligencia, que constituyen el alma y la libertad esencial del hombre.

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