El hecho de una identidad concebida en su doble parámetro: en cuanto perteneciente y en cuanto actuante marca los dos polos de referencia que posibilitan la concepción pluralista.
La versión castellana de la obra de Urs von Balthasar La Verdad es sinfónica, que lleva como subtítulo Aspectos del pluralismo cristiano, e igualmente, el trabajo de Karl Lehmann titulado “Die Einheit des Bekenntnisses und der theologische Pluralismus”, resultan un positivo aporte a la teología del pluralismo: la de Von Balthasar asumiendo directamente el problema, la de Lehmann en su relación con la confesión de la fe, y de ahí su título: “La unidad de confesión y el pluralismo teológico” [1]. Tomaremos como punto de partida las reflexiones de dichos autores para incursionar en nuestra reflexión teológica considerando en particular el Documento de la III Asamblea Episcopal de Puebla [2].
Unidad de la fe y pluralismo teológico
La bibliografía sobre los problemas del pluralismo teológico es muy abundante y reveladora de los múltiples puntos de vista desde los que se puede abordar el problema. Al respecto merece especial mención la reflexión de Karl Rahner en diversas publicaciones. Karl Lehmann se plantea, al principio de su trabajo, la pregunta acerca de la libertad de la teología, de los presupuestos y condicionamientos que originaron la situación teológica actual, y subraya -como objeto de su ulterior reflexión- la tensión que existe entre la unidad de confesión y el pluralismo teológico. Constata el hecho de que -en el presente- la diversidad está más acentuada que en el pasado y trasciende el marco de la gama de riquezas y posibilidades para situarse en relación íntima con la evolución de la sociedad moderna en la que se puede constatar una creciente pluralización de la vida, especialización, división del trabajo, diversidad de métodos. Es decir, la afluencia de métodos teológicos diversos, del pluralismo interno de las disciplinas particulares, de los presupuestos históricos y hermenéuticos del contexto socio-cultural, configuran -en teología- el fenómeno del pluralismo, el cual no solo permite muchas y diversas síntesis, sino que también -y con frecuencia- ofrece la tentación de un carácter sincretista: se compaginan y regulan conocimientos y postulados que proceden de ámbitos diversos y hasta contrarios. El autor, sobre esta base, plantea el problema de cómo se puede conservar la necesaria unidad de confesión de la fe junto a un pluralismo cultivado con tanta profusión.
La solución de este problema entraña también salidas inadecuadas. Por una parte existe el error de quererlo reducir todo a un denominador común, lo cual -en el fondo- implica considerar la pluralidad como algo negativo. En este caso sería tal la primacía absoluta de las formas tradicionales de confesión de fe sobre la misión constante de su traducción, que originaría un espíritu de reacción, de uniformismo, de ghetto, de integrismo violento, y la teología renunciaría así a su misión creativa. En esta opción quedaría suprimida la necesaria diferencia entre unidad de confesión y legítima diversidad de explicación teológica, siendo la resultante de una unidad muerta, artificial, esclavizante y paralizante del impulso misionero. Las ideas suplen a las personas y se abre camino a la ideología.
Por otra parte, el pluralismo no parece tan inofensivo y neutral como algunos lo consideran a primera vista. Porque si llegara a no preocuparse por la unidad de la fe, esto significaría renunciar a la verdad, contentándose con perspectivas parciales y unilaterales. La apelación a la legitimidad del pluralismo, si se convierte en una reivindicación constante, puede significar simplemente comodidad, porque al no existir ninguna relación con lo extraño, uno se instala en su mundo y en sus intereses particulares, se inmuniza, aísla y evita la competencia [3].
También resulta nefasto el pluralismo cuando se olvida de los postulados científicos, y actúa y reacciona movido exclusivamente por intereses sociales de carácter político o de crítica sistemática a la Iglesia. De ser así, puede derivar en algo desenfrenado y caprichoso, en una tiranía de fuerzas, que solo aspira a imponer su punto de vista. Se cae en la cerrazón y polarización teológica [4]. O sea, en ambos casos mencionados a modo de ejemplo por Lehmann, lo situacional (la tradición en el primer caso, y un asunto o ideología concretos en el segundo) se constituye en polo de cerrazón. Tal es el resultado nefasto de una mala comprensión, y por ende de una mala actuación, frente al problema del pluralismo teológico. Y queda pues el planteo sobre los caminos de un pluralismo adecuado, de tal modo que la fe no caiga en las redes de un pluralismo desmedido ni de un brutal uniformismo. ¿Cuál es, pues, la forma cristiana de unidad?
El misterio no es controlable
Von Balthasar en su obra aborda este problema y busca dar una respuesta. No queda atrapado en planteos de límites (p. ej. un ‘¿hasta dónde?’ es posible el pluralismo) ni en discusiones académicas más de tipo formal. Busca dar una explicación y una solución al problema, y lo hace elaborando una hermenéutica apta para la más amplia comprensión del asunto. Este punto, la capacidad de elaborar hermenéuticas aptas a las realidades teológicas, es uno de los fuertes de Von Balthasar y -por ende- uno de los motivos de que su teología resulte tan sugerente.
En una primera parte expone lo que él llama “una breve panorámica del pluralismo teológico”; en la segunda parte trata de algunos ejemplos ilustrativos (Iglesia y mundo, fe y acción, un Dios a la vez próximo y lejano, ministerio y existencia, la alegría y la cruz, las tres formas de la esperanza).
Von Balthasar va a plantear y a resolver el problema del pluralismo teológico en torno al misterio de la Encarnación y a la Persona de Jesucristo. Parte de la experiencia de Israel, donde se da una “inquietante simultaneidad entre una pluralidad irreductible de revelaciones y un centro irrepresentable (por soberanamente libre) del que todas brotan”; y desde esta experiencia muestra cómo fue el camino para que Israel adquiriera una clara comprensión del misterio y le quedara abierto el camino hacia el designio último del Dios que se revela a sí mismo: la Encarnación del Verbo [5].
Es un largo camino de pedagogía hacia la fe. Y en la fe hay una reserva, una renuncia, un “dejar-hacer” al Dios que habla. A través de este “dar-cabida” a la pluralidad de la Palabra, el creyente comienza a vislumbrar el sentido de las palabras que Dios pronuncia. Y este sentido no es otra cosa que el interlocutor mismo, en cuanto quiere comunicarse. La religiosidad natural sufre, pues, un proceso de liberación de las ofuscaciones creadas por el temor a lo demoníaco y por el ansia de poder, asimismo demoníaca [6]. Este Dios, en cuanto quiere comunicarse porque es amor, se revela en Jesucristo. En el “Yo” de Jesucristo radica la medida de la distancia y de la proximidad de Dios al hombre, de la incomprensible cercanía de aquel que continúa siendo inconcebiblemente trascendente a toda realidad humana [7].
Esta realidad de mayor distancia y mayor cercanía de Dios al hombre que se da en Jesucristo -este ser in similitudine maior dissimilitudo- ofrece a Von Balthasar la base para la elaboración de dos criterios en los que centrará su reflexión sobre la posibilidad de pluralismo eclesial: el criterio de la projimidad y el criterio de la maximalidad.
El criterio de la projimidad supone que todo misterio sigue siéndolo aun después de revelado. El misterio no es “controlable”, esta es la fantasía de toda gnosis que -al pretender controlarlo y, por otra parte, al tener que mantener cierto aspecto mistérico en dicho control- traspola el misterio al control de los ritos de iniciación. Lo mismo sucede en el plano humano de la comprensión del prójimo: “En su dialéctica entre el entender y dejar-en-libertad, la comprensión del prójimo, en cuanto posibilidad de interpretar la manifestación libre que irrumpe en mi propio ámbito espiritual y que procede de más allá de él, se sitúa siempre por encima de lo ‘categorial’ y de lo ‘trascendental’. El yo no dispone de categoría alguna que le permita englobar a ese tú libre y concreto (…). Considerada así, la projimidad es el lugar privilegiado para la comprensión de lo que puede ser la revelación de Dios en Jesucristo” [8].
“La comprensión de la fe pasa por diversos estadios, pero ello no requiere decir que el misterio vaya agotándose poco a poco y pueda llegar a ser conceptualizado. La comprensión de la projimidad nos preservará de este espejismo: existe el aprender a conocer la intimidad del prójimo, que nos introduce cada vez más profundamente en su libertad soberana; en lugar de disminuir, ella crece ante nuestros ojos, y nosotros crecemos en ella” [9].
Porque toda projimidad es un acercamiento de lo que me trasciende, ella es la que libera la capacidad interpelante de toda letra. Ya no se trata de la disyuntiva ‘o letra o espíritu’, sino de la apertura de corazón que llega a descubrir el Espíritu que hay en toda letra revelada. En cambio, pretender categorizar la projimidad supone destruir todo acercamiento a lo que me trasciende. En este sentido, la ideología es categorizable, pero no puede gestar un pluralismo. Lo máximo que puede prometerse un diálogo entre ideologías es la cristalización de un pacto. El género literario para expresar la verdadera projimidad no es ni la categoría ni la disyuntiva: es la antinomia que -en el plano de la acción- genera alternativas de edificación. Y, en el Evangelio, la projimidad por excelencia, que es la del Dios encarnado, se expresa en género parabólico (el más apto para una antinomia): el buen Samaritano.
Allí se detecta la actitud de “seguir de largo” propia de toda distancia medida como suficiente solo por la categorización, lo cual posibilita la confusión de una persona que interpela en su necesidad con un bulto cualquiera, confusión construida sobre la base de la suficiencia.
Y allí también se detecta la otra actitud, la del que “se aproxima” movido de misericordia, “se hace prójimo”, porque toda miseria tiene algo de pudoroso y se esconde, y es necesario “hacerse próximo” a ella para entenderla. La projimidad adquiere su plenitud en la synkatábasis del Verbo que se hace prójimo. Y, entonces, la última palabra de Dios, el Verbo Encarnado, ya trasciende el ámbito de la revelación y del adoctrinamiento (lo presupone) y se explicita en participación y comunión.
Esto, más que palabra y acción, quiere decir sufrimiento y -por tanto- el “abandono de Dios” hasta el descenso a los infiernos. Hay, en el criterio de projimidad hecho eminente en Jesucristo, la realidad de Dios expresándose sub contrario; y esto afecta a todos los órganos y gestos de la Palabra divina, a toda la Iglesia, incluso a la reflexión teológica. La projimidad, llevada a este grado como se expresa en Jesucristo, es institución, es lógica teológica, pero no panteísmo difuso.
La ideología domestica al misterio
El otro criterio utilizado por Von Balthasar, la maximalidad, nace de aquí, y configurará un criterio universal y suficiente dentro de cuyos límites es admisible el pluralismo teológico. En tres ámbitos -Dios en sí mismo, Dios para nosotros, Dios en nosotros- se trata de lo mismo. “De aquello que, con toda la claridad de la Palabra de Dios, que se manifiesta en Jesucristo en cuanto que es el Hijo del Padre, se expresa y atestigua en la afirmación: ‘El Padre os ama’ (Jo. 16; 27). Si se considera al mundo tal como es, la afirmación de que Dios nos ama no tendría ningún sentido si su absoluta solidaridad con nosotros no hubiese sido demostrada a través de la Encarnación, la Cruz y la Resurrección de Jesús, y si su más íntima esencia (su Trinidad como amor en sí mismo) no hubiese sido co-revelada a través del comportamiento de Jesús frente al Padre en el Espíritu. Y a esto apunta toda fórmula dogmática y teológica, ya que el acto de fe del cristiano nunca tiene por contenido una simple fórmula o teorema, sino la ‘cosa misma’ a la que remite: ‘Actus credentis non terminatur ad enuntiatum, sed ad rem’ (Santo Tomás, STh, II-II q. 1, a 2 ad 2). Ahora bien, para encontrar la ‘cosa’ es preciso hacer una afirmación; pero, ¿de qué tipo?” [10].
Según Von Balthasar se la encuentra en aquel enunciado que hace aparecer la acción del amor de Dios por nosotros como divina, es decir, radical, plena, pero también inabarcable, inverosímil. “El criterio radica en una maximalidad ‘que (de un modo incomprensible) logra introducir ciertas perspectivas que la razón humana consideraría incompatibles con la cosa misma’” [11].
Hay que aceptar la maximalidad del amor de Dios pero tal como se encuentra en Jesucristo: en la pobreza y humillación queridas por Dios, que el hombre no puede rechazar bajo el pretexto de que él se representaba la majestad divina de otra manera, es decir, como situada exclusivamente en el cielo [12]. En este sentido podemos decir que el criterio de maximalidad puede ser entendido como la eminente explicitación del criterio de projimidad.
Dicho en forma negativa por el mismo Von Balthasar: “Allí donde en el esclarecimiento del misterio parece traslucirse un aspecto verdaderamente racional, de tal manera que se haga retroceder parcialmente su carácter misterial (que muestra la ‘mayor desemejanza’ de Dios, su divinidad diferenciadora), a fin de dejar al descubierto un panorama intelectual abarcable, allí precisamente está la herejía, o, cuando menos, se han rebasado los límites en que es lícito el pluralismo teológico” (ibíd.).
Entonces se ha domesticado el misterio, se lo ha alejado, se lo ha minimizado en un acto que ya no es intellectus fidei, sino intellectus rationis humanae. Entonces ya no hay dogma o reflexión teológica, sino idea e ideología, pero no absoluta, pues -como decíamos más arriba- existe en este tipo de ideologías plasmadas en la categorización del misterio una dimensión que viene a ser como la caricatura del misterio, una dimensión mistérica que la aproxima a una gnosis.
Nos queda abierta la problemática sobre la relación ideología-gnosis, la cual afecta al problema del pluralismo, y es la que posibilita la configuración de todo mal pluralismo teológico como un monismo gnóstico con proyecciones programáticas. Cabe, al respecto, la mención de los fundamentalistas actuales como exponentes de esto. Pero esta cuestión la dejamos para otra ocasión.
El criterio de maximalidad, como expresión más acabada del criterio de projimidad posibilitará un real pluralismo teológico, pues exige un máximo de unidad en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, juntamente con un máximo de diferencia entre sus miembros. El signo será la unanimidad en la expresión plural.
Un mal enfoque del pluralismo significa lo contrario de esta verdad. Supone que no somos capaces de soportar la unidad superior de la que (a través de su misión y de su gracia) solo somos un fragmento, y, con ello, la unidad queda desplazada del todo a la parte [13] y caemos en las ideologías propias del hombre unidimensional, el cual se constituye en “señor” de la verdad. La unidad superior implica soportar tensiones y conflictos que, al decir de Von Balthasar, pueden mostrarse como disonancias, pero que nunca han de confundirse con la cacofonía del monismo gnóstico.
Estas tensiones son el “lugar bélico” del Evangelio y la unidad superior a la que aspiramos -unidad en la que se resuelven de manera cualitativamente distinta las tensiones- es la que nos constituye en creaturas, en siervos; es la que nos da referencia a nuestra identidad que, en definitiva, es pertenencia a un cuerpo al que somos llamados, nos trasciende y nos consolida como creyentes.
Legítimo pluralismo y necesaria unidad: la pertenencia
Algunas conclusiones prácticas sugeridas por Karl Lehmann pueden servir de corolario a la reflexión en torno a estas dos publicaciones. Dejando sentado que la relación exacta entre legítimo pluralismo y necesaria unidad no es fácil de determinar, Lehmann subraya, en primer lugar, que el auténtico pluralismo debe ser consciente de que es parte, nunca el todo. Y el teólogo tiene que hacer todo lo posible para que su verdad tenga cabida en el espacio de la única Iglesia. Por otra parte, la comunión de la Iglesia solo puede garantizarse si esta se expresa claramente en la dinámica concreta de la reflexión teológica. Y aquí entran en juego tres elementos decisivos: la referencia constante a la Sagrada Escritura como fundamento; el conocimiento de las grandes tradiciones cristianas; la comprensión actual del hombre y del mundo. Es importante -dice- que, en el proceso de actualización y traducción de la fe se tengan en cuenta las mediaciones históricas; de lo contrario, puede lograrse una visión muy “actual” en el pleno sentido de la palabra: una visión para hoy y nada más, corta de vista y unilateral, que mañana habrá pasado de moda y será considerada como de “ayer”. Finalmente, el pluralismo de la teología actual exige una gran predisposición para la autodisciplina y el diálogo. Y todo diálogo ha de ser tamizado por la realidad de la cruz que nos redime de la vaciedad de palabras y juicios. Karl Lehmann propone, para las cuestiones disputadas, el método del consenso [14].
La tensión entre pluralidad y unidad no solo no puede resolverse acentuando una de las partes y desplazando hacia allí el polo de síntesis, sino que tampoco es posible hacerlo, eclesialmente, ensayando una suerte de equilibrio entre las autonomías de las parcialidades cuya formalidad unitiva sería el sincretismo. En tal caso se lograría solamente una caricatura del verdadero pluralismo, y las opciones inspiradas en tal actitud sincretista podrían resultar útiles solo para el “momento” pero no para el “tiempo”, pues carecen de capacidad para aportar armonía a todo proceso y todo crecimiento. Y -en concreto- carecen de armonía cristiana, por cuanto el sincretismo en este plano constituye un compromiso de parcialidades autónomas en un equilibrio concordado, y no asume ni expresa la armonía cristiana que solo se da pasando por la cruz, algo asintótico que nos conduce a tender sin alcanzar, ni como una federación de autonomías que pretendiese simbolizar la unidad. La unidad de confesión nos invita a no diluir la riqueza original de la Palabra de Dios en sus diferencias, y a desechar la pretensión de hacer nosotros las síntesis perfectas y controlables.
Participar en la unidad de confesión supone aceptar pertenecer, y asumir luego todas las consecuencias de pertenencia que conlleva este tipo de unidad, en nosotros, desde el punto de vista eclesial. Es toda la Iglesia quien tiene toda la verdad de fe, y solamente es posible participar de esta totalidad en la medida que la pertenencia eclesial resulte total.
El caso de América Latina y el documento de Puebla
Esta es la perspectiva que encontramos, por ejemplo, en el Documento de la III Conferencia general del Episcopado Latinoamericano de Puebla (1979). Si buscamos definiciones claras de pluralismo en el Documento de Puebla no las encontraremos con facilidad. Hablando del continente americano se dice que “fue evangelizado en la fe católica desde el descubrimiento. Esto constituye un rasgo fundamental de identidad y unidad del Continente y, a la vez, una tarea permanente.
Por diversas causas se aprecia hoy un creciente pluralismo religioso e ideológico” [15]. Se trata de un párrafo introductorio al problema del diálogo para la comunión y participación en América Latina. Rescata la pertenencia a la fe católica como rasgo de identidad y unidad, pero a la vez llama la atención sobre el carácter dinámico de tal pertenencia: es tarea permanente. La mención del pluralismo religioso e ideológico da entrada a la reflexión ulterior sobre los pluralismos inadecuados. Pero más que adentrarnos por estos caminos, preferimos acercarnos a la concepción tan rica que Puebla elabora acerca del verdadero pluralismo. Partimos de la concepción teológica de Iglesia que nos presenta.
El Documento de Puebla se muestra más rico cuando tiene que poner en juego, a propósito de cualquier situación, criterios de eclesiología, que cuando debe exponerlos sistemáticamente. Dicho de otra manera: no comprenderíamos la amplitud total de la eclesiología de Puebla si nos ciñéramos solamente a los textos que explícitamente hablan de ella. Más bien debemos recurrir al uso que hace del “sensus ecclesiae” a propósito de los diversos temas. Y es aquí precisamente -porque maneja criterios de eclesiología- donde elabora los perfiles del verdadero pluralismo.
Naturaleza íntima de la Iglesia
Hay tres pautas que encuadran la naturaleza íntima de la Iglesia en la concepción descriptiva de Puebla:
1) Ante todo, la presencia viva de Jesucristo, la cual “en el sentir de nuestro pueblo va inseparablemente unida a la de la Iglesia, porque a través de ella su Evangelio ha resonado en nuestras tierras. Tal experiencia entraña una profunda intuición de fe acerca de la naturaleza íntima de la Iglesia” [16]. Esta intuición de la Iglesia “inseparable de Cristo” [17] ya aparecía explicitada en la Evangelii nuntiandi [18] con rasgos fuertes y nítidos. Cristo, el que está presente en su Iglesia, inseparablemente unido a ella, es el Señor de la Historia, y -por tanto- el inspirador de los caminos de los hombres a los que convoca la Iglesia [19] (174) (181).
2) Pero esta presencia viva de Jesucristo, Señor de la Historia, no es una mera ‘habitatio’ (como podría también interpretarse a la luz de la inhabitación de la Trinidad en el creyente) ni tampoco una simple ‘actuatio’ (como en el caso de la actuación directa del Espíritu Santo). Tampoco solamente (porque también lo es en la Eucaristía y místicamente en el misterio de su promesa) una ‘presencia real’ de su Persona, en el seno de la Iglesia. Va más allá: es una presencia comprendida a la luz del Misterio de la Encarnación, y que obliga a la Iglesia a “anunciar claramente sin dejar lugar a dudas o equívocos, el misterio de la Encarnación” [20].
De esta manera, a través del misterio de la Encarnación del Señor la Iglesia es un camino normativo para el camino del hombre [21]; y Cristo, el Señor de la Historia, por el misterio de su Encarnación, es presentado como compartiendo [22] los sufrimientos [23]; y Pedro [24] como modo de ejercer la autoridad [25] en un sentido encuadrante de servicio, sacramento, colegialidad y cabeza. Y, por su manifestación de la presencia del Señor en el Misterio de la Encarnación, la Iglesia -fiel a su condición de sacramento- trata de ser más y más signo transparente de la comunión trinitaria, porque sabe que “la pedagogía de la Encarnación nos enseña que los hombres necesitan modelos preclaros que los guíen” [26]. La Iglesia es consciente que no queda a discreción del hombre aceptar su camino normativo [27]: este se impone de por sí, no es solo corolario, sino expresión de la fidelidad que tiene la Iglesia en presentar a su Esposo como Verbo Encarnado.
Por tanto, en la concepción de Puebla, “la fidelidad a Jesucristo va unida indisolublemente a la fidelidad a la Iglesia” [28] y nuestro pueblo, como dijimos arriba, siente bien esto [29], y sabe reaccionar contra el idealismo de quienes buscan un Cristo vivo sin su cuerpo que es la Iglesia [30], y contra todos aquellos en quienes la ausencia de esta síntesis conduce a dualismos, pluralismos desfasados y todo tipo de concepción negadora del misterio de la Encarnación del Señor. Por otra parte, la vivencia de la realidad de la Encarnación que tiene la Iglesia en América Latina es fundamentalmente disciplinada (presencia de Pedro, de la colegialidad episcopal) en una trabazón viva, que la aleja tanto de las ideologías (tendientes por su naturaleza óntica a ocupar el sitio del Verbo) como de todo “encarnacionismo” indiscreto. “Esta visión de la Iglesia, como Pueblo histórico y socialmente estructurado, es un marco al que necesariamente debe referirse también la reflexión teológica… La Iglesia, como pueblo histórico e institucional, representa la estructura más amplia, universal y definida dentro de la cual deben inscribirse vitalmente las Comunidades Eclesiales de Base para no correr el riesgo de degenerar en la anarquía organizativa por un lado y hacia el elitismo cerrado o sectario por otro” [31].
3) Además de presentarse a sí misma como “Pueblo histórico y socialmente estructurado”, la Iglesia en América Latina gusta de verse como “sacramento de comunión, que en una historia marcada por los conflictos, aporta energías irreemplazables para promover la reconciliación y la unidad solidaria de nuestros pueblos” [32]. De ahí que ponga lo mejor de sí, “el máximo esfuerzo en salvar la unidad, porque el Señor así lo quiere” [33], llegando al extremo tal de que aun en la denuncia (que considera como un deber, y que debe ser objetiva, valiente y evangélica) debe buscar no condenar definitivamente, sino “salvar al culpable y a la víctima” [34]. Y pedirá a los Pastores que se preocupen de la unidad [35], y a los sacerdotes que sean “ministros de la unidad” [36].
Detrás de esta vocación a la unidad hay una concepción dinámica de lo que podría llamarse la estabilidad de la Iglesia. Tal estabilidad es concebida como fundamentalmente comunicativa [37]; de tal modo que se distancia tanto de la “dispersión infecunda” [38] como de la cerrazón esclerótica.
Considerar la identidad a la luz de la pertenencia
Para el Documento de Puebla también es verdad que la pertenencia total a la Iglesia configura la identidad del cristiano. Describirá tal identidad a la luz del hecho de pertenencia, y las fallas en la identidad tendrán siempre como causa deficiencias en la pertenencia. Puebla rehúye la posibilidad de describir la identidad cristiana y católica con rasgos desencarnados o puramente éticos o psicológicos. La identidad total resiste este análisis y se realiza en la pertenencia plena.
Respecto de la pertenencia, Puebla habla de que -en medio de la crisis- hay cosas positivas, y una de ellas es la existencia de “expresiones de una mayor conciencia de pertenencia a la Iglesia” [39], cuyos signos son la serenidad, la madurez y el realismo en promover estructuras de diálogo, de participación y de acción pastoral en conjunto. Todos estos son signos de fecundidad.
Por otra parte Puebla denuncia a “sectores que no han tomado conciencia plena de su pertenencia a la Iglesia” [40], y el signo es la incoherencia entre la fe que dicen profesar y practicar y el compromiso real que asumen en la sociedad: divorcio entre fe y vida agudizado por el secularismo y por un sistema que antepone el tener más al ser más.
También nota la existencia de “miembros de comunidad o comunidades enteras… que van perdiendo el sentido auténtico eclesial” [41], y esto sucede cuando la pertenencia primordial a la Iglesia palidece ante otra pertenencia -Puebla nombra varias; en este número habla de que tales cristianos son atraídos por instituciones puramente laicas o radicalizadas ideológicamente-. “La pérdida del sentido auténtico eclesial” [42] siempre será fruto de actitudes contrarias a la comunión y participación: individualismo pastoral, autosuficiencia, tendencias centrífugas producidas por el influjo del ambiente secularizado.
El sentido eclesial, la identidad del católico no es centrífuga, como podría prometerse una visión intimista: su esencia es más bien centrípeta, implica en cada católico y en cada comunidad una capacidad de éxodo de sí mismo hacia los demás y hacia Cristo, única fuerza capaz de consolidar la particularidad de cada hombre en la universalidad del pueblo de Dios. Se plantea, pues, el problema de la identidad católica dentro del plano de la pertenencia: a un pueblo, a Cristo, a Dios.
Un rasgo más: el cristiano, en el seno de la Iglesia, va creciendo y madurando, como un joven en su familia. Podemos recurrir también a esta imagen para percatarnos del sentido que Puebla da a la pertenencia a la Iglesia. Así como “la familia es el cuerpo social primario en el que se origina y educa la juventud” [43], así también la Iglesia es el cuerpo en el que llega a la plenitud un bautizado; el marco de seguridad del crecimiento de la identidad del cristiano. Fuera de la Iglesia esta se pierde, se desdibuja en sus trazos fundamentales y no tiene fuerza convocatoria.
Puestas las cosas así, la identidad a la luz de la pertenencia, veamos ahora los principales rasgos de identidad católica que menciona Puebla. Deja bien claro que “no es fácil sostener la identidad en un mundo pluralista” [44], y -hablando de los pastores- habla de diversas crisis de identidad unidas a un sentimiento de frustración pastoral e inseguridad ante avances teológicos y de doctrinas erróneas [45]; del perderse la identidad por la tentación de hacerse un líder político, dirigente social o funcionario de un poder temporal [46]; del “diluir nuestro carisma (de religiosos) a través de un interés exagerado hacia el amplio campo de los problemas temporales” [47].
También la juventud femenina “está pasando por una crisis de identidad” [48]. Tal crisis afecta también al modo de ser de los pueblos: “A causa de las influencias externas dominantes o de la imitación alienante de formas de vida y valores importados, las culturas tradicionales de nuestros países se han visto deformadas y agredidas minándose así nuestra identidad y nuestros valores propios” [49]. Hay una crisis generalizada de identidad, porque existe también una crisis generalizada de pertenencia. Y sin embargo los católicos, al igual que los pueblos, saben de la “búsqueda angustiosa de la propia identidad” [50]. Y la siguen buscando.
“El cristiano fortalece su identidad en los valores originales de la antropología cristiana” [51], a fin de poder llevar un compromiso audaz y creativo en la elaboración de proyectos históricos conformes a las necesidades de cada momento y de cada cultura. Es decir: la acción del cristiano debe ser fruto y coherencia con su identidad y pertenencia a la Iglesia si quiere ser cristiana, fecunda y creativa. De lo contrario resultará una acción divorciada de su pertenencia (e identidad) más honda. Este tipo de esquizofrenias es muy común en una época de crisis; de ahí que el cristiano deba recurrir continuamente a las fuentes de la convocatoria eclesial: el contacto con la Palabra de Dios, la cercanía con el Señor por la Eucaristía, en los sacramentos y en la oración, para “renovar su identidad cristiana” [52].
Curiosamente en esto de la identidad, se da un recurso a la fuente de convocatoria que es ‘vertical’, y en su misma verticalidad constituye al pueblo de Dios congregándolo en un cuerpo orgánico, en comunión, participante de una misma misión, disciplinado y santo. La pertenencia al cuerpo de la Iglesia no nace de una cierta “afiliación” social, aun nacida de comunión de ideales, sino del recurso a la convocatoria ‘vertical’. En este sentido lo dicho a los religiosos es válido para todos: “No olviden nunca que para mantener un concepto claro del valor de vuestra vida consagrada necesitaréis una profunda visión de fe que se alimenta y mantiene con la oración. La misma que os hará superar toda incertidumbre acerca de vuestra identidad propia, que os mantendrá fieles a esa dimensión vertical que os es esencial para identificaros con Cristo desde las Bienaventuranzas y ser testigos auténticos del Reino de Dios para los hombres del mundo actual” [53].
La creatividad resulta fecunda a partir de la libertad
A propósito de la eclesiología en el Documento de Puebla encontramos rasgos definidos: presencia de Jesucristo inseparable de su Iglesia; la referencia al misterio de la Encarnación como camino normativo; sacramento de comunión que nos exige una actitud creativa de participación para salvar la unidad superior. Finalmente una descripción de la identidad cristiana en referencia a su pertenencia a la Iglesia.
El hecho de una identidad concebida en su doble parámetro: en cuanto perteneciente y en cuanto actuante marca los dos polos de referencia que posibilitan la concepción pluralista. Toda identidad cristiana -la identidad del cristiano católico latinoamericano- no puede concebirse sin la referencia a la Iglesia, i.e., como pertenencia a la Iglesia. Esta pertenencia -en la dinámica bíblica de las ‘maravillas’ del Señor del pasado y la promesa del porvenir- implica cierta entrega actual de la libertad al Señor de la Historia, y aquí se adhiere al ‘Cuerpo’ de este Señor, que es la Iglesia, como instancia superior que da sentido a la propia existencia; y también tal pertenencia implica una misión, cual es la de poner en juego el máximo de diferencias dentro de esa unidad, a fin de que la creatividad resulte fecunda desde la propia libertad.
Ahora bien, todo esto supone -implícitamente, porque en el Documento de Puebla no aparece explícitamente mencionado- los criterios de projimidad y maximalidad, que el Documento de Puebla tiene en cuenta en toda la descripción de la identidad cristiana, especialmente en su referencia al misterio de la Encarnación como camino normativo. Sin embargo, hay dos ‘lugares teológicos’ (permítaseme la expresión) en los que el Documento de Puebla resulta especialmente rico en la elaboración del pluralismo (sobre todo al poner en juego los criterios de projimidad y de maximalidad): el diálogo con las culturas (inculturación del Evangelio y evangelización de las culturas) y la piedad popular.