La profecía de Isaías que hemos escuchado es una profecía sobre el Mesías, sobre el Redentor, pero también una profecía sobre el pueblo de Israel, sobre el pueblo de Dios: podemos decir que puede ser una profecía sobre cada uno de nosotros. En sustancia, la profecía subraya que el Señor eligió a su siervo desde el vientre materno: lo dice dos veces (cfr. Is 49,1). Su siervo fue elegido desde el principio, desde el nacimiento o antes del nacimiento. El pueblo de Dios fue elegido antes de nacer, también cada uno de nosotros. Ninguno ha caído en el mundo por casualidad. Cada uno tiene un destino, un destino libre, el destino de la elección de Dios. Yo nazco con el destino de ser hijo de Dios, de ser siervo de Dios, con la tarea de servir, de construir, de edificar. Y eso, desde el seno materno.
El siervo de Yahvé, Jesús, sirvió hasta la muerte: parecía una derrota, pero era la manera de servir. Y esto subraya la manera de servir que debemos tener en nuestras vidas. Servir es darse uno mismo, darse a los demás. Servir no es pretender otro beneficio que no sea el de servir. Servir es la gloria, y la gloria de Cristo es servir hasta aniquilarse en la muerte y muerte de cruz (cfr. Flp 2,8). Jesús es el servidor de Israel. El pueblo de Dios es siervo, y cuando el pueblo de Dios se aleja de esa actitud de servicio es un pueblo apóstata: se aleja de la vocación que Dios le dio. Y cuando cada uno se aleja de esa vocación de servicio, se aleja del amor de Dios, y construye su vida sobre otros amores, muchas veces idólatras.
El Señor nos ha elegido desde el vientre materno. En la vida hay caídas: cada uno es un pecador y puede caer, y ha caído. Salvo la Virgen y Jesús, todos los demás hemos caído, somos pecadores. Pero lo que importa es la actitud ante el Dios que me eligió, que me ungió como siervo; es la actitud de un pecador capaz de pedir perdón, como Pedro, que jura que “no, nunca te negaré, Señor, nunca, nunca, nunca”, pero luego, cuando el gallo canta, llora, se arrepiente (cfr. Mt 26,75). Ese es el camino del siervo: cuando resbala, cuando cae, pide perdón. En cambio, cuando el siervo no es capaz de comprender que ha caído, cuando la pasión lo domina de tal manera que lo lleva a la idolatría, abre su corazón a satanás, entra en la noche: es lo que le pasó a Judas (cfr. Mt 27,3-10).
Pensemos hoy en Jesús, el siervo, fiel en el servicio. Su vocación es servir hasta la muerte y muerte de Cruz (cfr. Flp 2,5-11). Pensemos en cada uno de nosotros, parte del pueblo de Dios: somos siervos, nuestra vocación es servir, no aprovechar nuestro lugar en la Iglesia. Servir. Siempre en servicio. Pidamos la gracia de perseverar en el servicio. A veces con resbalones, caídas, pero al menos con la gracia de llorar, como Pedro lloró.
Fuente: Almudi.org