La práctica de la fecundación asistida heteróloga —sobre todo aquella, la más frecuente, en que se suple la esterilidad del miembro masculino de la pareja con la intervención de un donante de semen— debilita desde un punto de vista psico-sociológico la figura paterna. Este debilitamiento puede ocasionar, a su vez, un debilitamiento, no de la figura, sino del status mismo del hijo nacido de la fecundación asistida.

Humanitas IV, 1996, págs. 581 - 585

1.- Que la práctica de la fecundación asistida heteróloga —al menos consideremos la hipótesis más frecuente, aquella en la cual se suple la esterilidad del miembro masculino de la pareja con la intervención de un donante de semen— debilita desde un punto de de todo discusio ue este driamento aloque estrae a su vez, un debilitamiento, no de la figura, sino del status mismo del hijo nacido de la fecundación asistida, está también fuera de discusión. Es por eso, que es prioritariamente en la perspectiva del interés del nascituro que muchos bioticistas y muchas legislaciones positivas en esta materia reconocen como lícitas las prácticas de fecundación asistida, sólo con la condición de que sean llevadas a cabo por parejas casadas o por lo menos por parejas estables.

2.- Sin embargo, no está totalmente claro en qué consiste este debilitamiento de la figura paterna. Algunos estudiosos llegan a negarlo formalmente. Otros reconocen que ocurre objetivamente, pero basándose en ocasiones en su transitoriedad, opinan que tal debilitamiento no debe ser visto con preocupación, sino que debe ser entendido como un fenómeno contingente, destinado a reducirse hasta el límite y a desaparecer a medida que se difunda la aceptación social de la fecundación asistida. De este modo la cuestión se plantea exclusivamente en el plano de la mera observación empírica de actitudes psicológicas: observación que indudablemente merece interés, pero que resulta incapaz de proporcionarnos una orientación bioética específica. Cualquiera sea la idea que se pueda tener de bioética, esta última nunca podrá ser reducida a una mera fotografía del ser existente, que tenga por fin mantener a este ser en su carácter empírico puro. Si la bioética tiene un sentido, lo tiene porque —más allá de las dinámicas que puedan estar predominando objetivamente en el presente— ella se interroga sobre el sentido de estas dinámicas, también y sobre todo cuando este sentido está oculto, mistificado o manipulado. Si la pensamos en esta perspectiva, la cuestión de la figura paterna en el horizonte de las prácticas de fecundación asistida reaquiere su significado auténtico. No debemos interrogarnos sobre las razones de carácter psicológico personal que puedan inducir a un hombre, miembro estéril de una pareja, a dar quizás con renuencia su consentimiento a la fecundación heteróloga de su compañera (o bien a tomar la iniciativa y solicitar a su pareja que se someta a esta práctica), ni sobre las repercusiones que esta actitud suya pueda tener sobre su salud mental y sobre su relación con aquellos que le son más cercanos, empezando por el hijo mismo y por su compañera. El verdadero problema sobre el cual el bioeticista es llamado a reflexionar cuando se le plantea la cuestión de la figura paterna en la fecundación asistida es un problema de carácter simbólico, no psicológico. Es a nivel simbólico, efectivamente, que se resquebraja como consecuencia de la fecundación asistida la imagen paterna. Si esta imagen merece ser defendida (y éste es un problema que la bioética debe plantearse seriamente) no es por la validez psicológica que pueda tener para el miembro masculino de la pareja la práctica de la fecundación heteróloga, sino por el reflejo de ésta en la dimensión simbólica de la paternidad.

La fecundación asistida de una mujer soltera evoca un fantasma inquietante, dotado de curiosas aristas mitológicas, pero que la cultura occidental ha conjurado constantemente: el del matriarcado.

3.- Recurriendo a términos de Lacan, digamos que lo que está en juego en este discurso, más aún que la figura paterna, es el nombre del padre. En otros términos, más aun que el hombre en su empiricidad, está en juego el proceso a través del cual el hombre empírico se constituye como hombre. No está en juego un dato, sino un proceso, el proceso antropológico. Y en vista de que lo que está en juego es un proceso, Lacan insiste en subrayar marcadamente que la función simbólica del padre en cuanto representante de la ley es mucho más decisiva que su función real de progenitor. El modelo lacaniano es conocido (véase la síntesis, extraordinaria por su equilibrio y densidad, realizada por U. Galimberti en su Dizionario di Psicologia, Turín, 1992, especialmente la página 651). Este modelo se articula en tres tiempos. En una primera fase, el niño se percibe a sí mismo exclusivamente en referencia a su madre; en una segunda, la intervención paterna abre al niño la posibilidad de autoconstituir su propia subjetividad: el niño es llamado a sustraerse al deseo que siente de fundirse con la madre y no está en condiciones de realizar este substraerse con sus propias fuerzas, sino sólo gracias a la intervención del padre, que privándolo de la madre —imponiéndole la Ley y su autoridad— lo priva del objeto de su deseo (y contextualmente priva a la madre de su complemento fálico); en una tercera fase, el niño accede al Nombre-del-padre, se identifica con él; vale decir, asume al padre a nivel simbólico y de tal manera accede a todas las dimensiones de lo simbólico, tanto a nivel lingüístico como a nivel social: “El hombre habla, pero es porque es el símbolo el que lo ha hecho hombre”.

Nino campesino

La ética y el derecho lograrían garantizar una nigura social ¿pero aquella figura paterna que es esencial para que se constituya el yo? (“Niño campesino”, obra de Murillo, The National Gallery).

4.- Ahora podemos comprender mejor en qué sentido la fecundación asistida puede debilitar la imagen paterna: pone en riesgo la permanencia misma del nombre del padre, pues lo vacía desde adentro de su identidad y refuerza simétricamente los vínculos establecidos entre el hijo y la madre, que frente al hijo, es la única que puede reivindicar propiamente una paternidad objetiva. Por esto y no por otros motivos, ética y derecho inmediatamente han percibido la conveniencia de controlar las hipótesis de fecundación asistida, calificándolas formalmente. La ética ha insistido en el principio de responsabilidad, recordando al padre social del niño la seriedad de la acción emprendida para con su compañera y por ende, para con el niño mismo; el derecho ha innovado (o trata de innovar) en los tradicionales paradigmas de la filiación, poniendo al lado de la filiación natural una nueva y vinculante figura de filiación legal que encuentra su raíz propia específica en los procedimientos de fecundación asistida. ¿Basta, sin embargo, con la buena voluntad de la ética y del derecho para garantizar la permanencia del nombre del padre en la fecundación asistida? ¿O lo que ética y derecho logran garantizar es simplemente una figura social (cuya importancia está, por lo demás, fuera de toda discusión), pero no aquella figura paterna que es esencial para que se constituya el yo?

Hombre sea imposible asumir otro papel que el de mero fecundador de la mujer.

5.- Que esta pregunta no es abstracta queda demostrado llevando la atención a una posibilidad que no sólo es meramente material, sino una posibilidad que atrae cada vez más formas específicas de interés: la de fecundación asistida a una mujer no casada. Que no tenga carácter terapéutico una práctica de fecundación asistida aplicada a una mujer no estéril que sin embargo, desee un hijo, sin por ello querer someterse a una relación física con un hombre, es absolutamente evidente y esto es ya suficiente en opinión de mucho para excluir la legitimidad de una práctica de este tipo. Pero que ésta sea realizada y que, desde cierta óptica, lleve a la consecuencia extrema el carácter artificial de la fecundación asistida está no obstante fuera de toda duda; tal como está fuera de discusión que, en el marco del primado de la técnica, a la medicina le resulta cada vez más difícil lograr identificar exclusivamente la terapia como el marco propio de la legitimidad ética. Si el caso de la fecundación asistida de la mujer soltera es interesante, no lo es por su importancia estadística (por ahora reducida) sino por su evidencia fenomenológica, que no consiste más que en una abolición del principio (y no en forma ocasional, como puede darse con el caso de los hijos póstumos) de la figura paterna.

Para que el hombre pueda asumir un rol paterno es necesario instituir el matrimonio, sustraer a la mujer de la promiscuidad sexual (que vuelve imposible atribuir una paternidad), instituir la familia, imponer la esogamia, crear la norma.

6.- La fecundación asistida de una mujer soltera evoca un fantasma inquietante, dotado de curiosas aristas mitológicas, pero que la cultura occidental ha conjurado constantemente: el del matriarcado. No entraremos a discutir aquí, naturalmente, la consistencia histórica del paradigma matriarcal, ni sus repercusiones políticas (que se relacionan con la cuestión del poder femenino, en la óptica de aquel conflicto, antiquísimo, entre los sexos, en el cual —en opinión de algunos— podría resumirse toda la historia del género humano). Más bien está en juego un modelo de pensar la identidad del hombre. En el modelo matriarcal, el matrimonio no es esencial; la promiscuidad sexual vuelve objetivamente cierta (a nivel social) sólo la maternidad, no la paternidad; y esto hace que para el hombre sea imposible asumir otro papel que el de mero fecundador de la mujer. El modelo matriarcal es estrecho: al ser un modelo dual (dado que la relación nunca puede ser triádica, pues no es posible infringir la bipolaridad madre /hijo) posee una inmediatez que vuelve superflua toda tentación de formalización de la relación. En el modelo patriarcal, por el contrario, la formalización es constitutiva del modelo mismo: para que el hombre pueda asumir un rol paterno es necesario instituir el matrimonio, sustraer a la mujer de la promiscuidad sexual (que vuelve imposible atribuir una paternidad), instituir la familia, imponer la esogamia, crear la norma.

El modelo matriarcal es primitivo no porque haga referencia a un tiempo histórico calificable con tal término, sino porque remite a un estado estructural profundo (estado que Erich Neumann define como urobórico) en el cual la indistinción padre / madre corresponde a una falta esencial de orientación del yo, que genera aquellos sentimientos de impotencia y angustia que caracterizan constitutivamente la psicología infantil y que disminuyen a medida que la conciencia se refuerza en su camino hacia la plena conquista de la identidad personal. La superación del matriarcado no constituye un “progreso histórico” empíricamente determinable, una etapa hacia la afirmación de la modernidad, sino más bien una condición para dar al yo —contrapuesto dialécticamente a dos progenitores— lo que lo distingue absolutamente y lo que lo distingue con respecto a uno y otro progenitor.

7.- La posible y objetiva eliminación de la figura paterna que se realiza en la fecundación asistida de una mujer soltera, con la consiguiente reducción del hombre a mero proveedor de material biológico, nos pone frente a una situación radicalmente nueva, sobre la cual es indispensable reflexionar fríamente, más allá de todo prejuicio. Que esta eliminación constituye una especie de desquite, obtenido por medios imprevisibles hasta hace unos pocos decenios, del principio femenino sobre el masculino, es absolutamente claro. Que se ha logrado este desquite quitando la hombre la posibilidad de una afirmación simbólica de la Ley, es también evidente. Así como es evidente que la Ley nunca podrá ser impuesta en un contexto matriarcal, por la imposibilidad de que se constituya el triángulo dialéctico madre-padre-hijo.

 Si es en estos términos como se plantea el problema (términos que prescinden de la urgencia histórico-social del mismo) no será la mera prohibición legal de la fecundación de la mujer soltera (que por lo demás muchos consideran jurídicamente auspiciable) o la exigencia de que el miembro masculino estéril de una pareja dé su consentimiento formal a la fecundación asistida de su compañera los que modifiquen la validez fenomenológica del problema. Solo un nuevo interrogarse sobre qué significa, en una época dominada por inauditas posibilidades tecnológicas, el ser madre y el ser padre podrá quizás ayudarnos a comprender un problema del que percibimos, y a duras penas, las mismas dimensiones.

La posible y objetiva eliminación de la figura paterna que se realiza en la fecundación asistida de una mujer soltera, con la consiguiente reducción del hombre a mero proveedor de material biológico, nos pone frente a una situación radicalmente nueva.


El presente texto corresponde en lo funtamental a la exposición del autor del seminario sobre Fecundación Asisitida organizado por la Universidad de los Andes durante su reciente visita.

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