Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera compartir con vosotros algunas reflexiones sobre el viaje apostólico que realicé a Canadá los días pasados. Se ha tratado de un viaje diferente a los otros. De hecho, la motivación principal era la de encontrar a las poblaciones originarias para expresarles mi cercanía y mi dolor y pedir perdón - pedir perdón - por el daño que les hicieron aquellos cristianos, incluidos muchos católicos, que en el pasado colaboraron en las políticas de asimilación forzada y liberación de los gobiernos de la época.

En este sentido, en Canadá se ha iniciado un recorrido para escribir una nueva página del camino que desde hace tiempo la Iglesia está realizando junto a los pueblos indígenas. Y de hecho el lema del viaje “Caminar juntos” explica un poco esto. Un camino de reconciliación, de sanación, que presupone la conciencia histórica, la escucha de los supervivientes, la toma de conciencia y sobre todo la conversión, el cambio de mentalidad. De esta profundización resulta que, por un lado, algunos hombres y mujeres de Iglesia han estado entre los más decididos y valientes defensores de la dignidad de las poblaciones autóctonas, poniéndose de su lado y contribuyendo al conocimiento de sus lenguas y culturas; pero, por otro lado, lamentablemente no han faltado cristianos, es decir sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos que han participado en programas que hoy entendemos que son inaceptables y también contrarios al Evangelio. Y por esto yo he ido a pedir perdón en nombre de la Iglesia.

Por tanto, fue una peregrinación penitencial. Muchos fueron los momentos de alegría, pero el sentido y el tono del conjunto fue reflexión, arrepentimiento y reconciliación. Hace cuatro meses recibí en el Vaticano, en grupos diferentes, a los representantes de los pueblos originarios: en total fueron seis reuniones, para preparar un poco este encuentro.

Las grandes etapas de la peregrinación fueron tres: la primera, en Edmonton, en la parte occidental del país. La segunda, en Quebec, en la parte oriental. Y la tercera en el norte, en Iqaluit, a 300 kilómetros del círculo polar ártico. El primer encuentro tuvo lugar en Masqwacis, que significa “la colina del oso”, donde se dieron cita jefes y miembros de los principales grupos indígenas de todo el país: Primeras naciones, Métis e Inuit. Juntos hemos hecho memoria: la buena memoria de la historia milenaria de estos pueblos, en armonía con su tierra: esta es una de las cosas más hermosas de los pueblos originarios, la armonía con la tierra. Nunca maltratan la creación, nunca. En armonía con la tierra. Y también hemos recogido la memoria dolorosa de los abusos sufridos, también en las escuelas residenciales, a causa de las políticas de asimilación cultural.

Después de la memoria, el segundo paso de nuestro camino fue el de la reconciliación. No un acuerdo entre nosotros – sería una ilusión, una puesta en escena – sino un dejarse reconciliar por Cristo, que es nuestra paz (cfr Ef 2,14). Lo hemos hecho teniendo como referencia la figura del árbol, central en la vida y en la simbología de los pueblos indígenas.

Memoria, reconciliación, y finalmente sanación. Hemos dado este tercer paso del camino en la orilla del lago Santa Ana, precisamente en el día de la fiesta de santos Joaquín y Ana. Todos podemos tomar de Cristo, fuente de agua viva, y allí, en Jesús hemos visto la cercanía del Padre que nos da la sanación de las heridas y también el perdón de los pecados.

De este recorrido de memoria, reconciliación y sanación brota la esperanza por la Iglesia, en Canadá y en todos los lugares. Y ahí, la figura de los discípulos de Emaús, que después de haber caminado con Jesús resucitado, con Él y gracias a Él pasaron del fracaso a la esperanza (cfr Lc 24,13-35).

Como decía al principio, el camino junto a los pueblos indígenas ha constituido la espina dorsal de este viaje apostólico. Sobre ella se construyeron los dos encuentros con la Iglesia local y con las autoridades del país, a cuyas autoridades deseo renovar mi gratitud sincera por la gran disponibilidad y la cordial acogida que me han reservado a mí y a mis colaboradores. Y a los obispos, lo mismo. Delante de los gobernantes, de los jefes indígenas y del cuerpo diplomático reiteré la voluntad activa de la Santa Sede y de las comunidades católicas locales de promover las culturas originarias, con recorridos espirituales apropiados y con la atención a las costumbres y a las lenguas de los pueblos. Al mismo tiempo, señalé cómo la mentalidad colonizadora se presenta hoy bajo varias formas de colonizaciones ideológicas, que amenazan a las tradiciones, la historia y los vínculos religiosos de los pueblos, aplanando las diferencias, concentrándose solo en el presente y descuidando a menudo los deberes hacia los más débiles y frágiles. Se trata por tanto de recuperar un sano equilibrio, recuperar la armonía, que es más que un equilibrio, es otra cosa; recuperar la armonía entre modernidad y culturas ancestrales, entre la secularización y los valores espirituales. Y esto interpela directamente la misión de la Iglesia, enviada a todo el mundo a testimoniar, a “sembrar” una fraternidad universal que respeta y promueve la dimensión local con sus múltiples riquezas (cfr Enc. Fratelli tutti, 142-153). Ya lo he dicho, pero quiero reiterar mi agradecimiento a las autoridades civiles, a la señora gobernadora general, al primer ministro, a las autoridades locales de los lugares donde fui: doy muchas gracias por la forma en la que han favorecido la realización de los propósitos y de los gestos que he mencionado. Y deseo dar las gracias a los obispos y sobre todo por la unidad del episcopado: la realización de los fines del viaje fue posible porque los obispos estaban unidos, y donde hay unidad se puede ir adelante. Por esto quisiera subrayar esto y dar las gracias a los obispos de Canadá por esta unidad.

Y en el signo de la esperanza fue el último encuentro, en la tierra de los Inuit, con jóvenes y ancianos. Y os aseguro que, en estos encuentros, sobre todo en el último, he tenido que sentir como bofetadas el dolor de esa gente: los ancianos que han perdido a los hijos y no sabían dónde estaban, por esta política de asimilación. Fue un momento muy doloroso, pero se tenía que dar la cara: tenemos que dar la cara delante de nuestros errores, de nuestros pecados. También en Canadá es un binomio-clave, jóvenes y ancianos, es un signo de los tiempos: jóvenes y ancianos en diálogo para caminar juntos en la historia entre memoria y profecía, que están de acuerdo. La fortaleza y la acción pacífica de los pueblos indígenas de Canadá sea de ejemplo para todas las poblaciones originarias a no cerrarse, sino a ofrecer su indispensable contribución para una humanidad más fraterna, que sepa amar a la creación y al Creador, en armonía con la creación, en armonía entre todos vosotros.


Fuente: Vaticano

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