Entre los muchos comentarios que se han dedicado a la encíclica Veritatis splendor merece destacarse el de Remo Bodei, profesor universitario y penetrante ensayista[1]. En pocas páginas el autor enfrenta, con su acostumbrada claridad, un tema vastísimo que, en cierto sentido, va más allá del documento pontificio, por el cual, sin embargo, está motivado y del que extrae su materia. Resumiremos en primer lugar la tesis que propugna el autor y luego la acompañaremos de algunas consideraciones.

La tesis de Remo Bodei

Bodei parte de un hecho con el que muchos hoy están de acuerdo: el fracaso de lo que Lyotard llama metarrelatos (“colosales proyectos de construcción de sociedades perfectas en esta tierra”) ha reforzado el prestigio y la doctrina de las religiones. El pensamiento moderno, que nos había educado sobre el sentido de la historia, de la inmanencia y de lo relativo, proyectándonos hacia un futuro intramundano, parece ceder frente a la nueva necesidad de eternidad, de trascendencia y de absoluto, de la cual siempre han sido portadoras las religiones, hasta ahora marginadas de aquel pensamiento y del consiguiente desarrollo de la civilización occidental. Varios factores han contribuido al fenómeno. Entre ellos las promesas no cumplidas de un progreso continuo y homogéneo sostenido por la actividad política; la conciencia de un futuro poco luminoso debido a los dramas de la pobreza; los rápidos cambios de las condiciones sociales; y la confusión de los códigos éticos, que ha impedido que echen raíces reglas morales que todos puedan compartir y ha favorecido, en cambio, la desorientación generalizada en lo referente a las ideas, valores y normas de conducta. Nacen de aquí ya sea la inquietud o bien la exigencia de puntos de referencia sólidos y confiables. Las religiones pueden ofrecérselos. En particular, la Iglesia católica, después del derrumbe del comunismo, piensa que ha llegado la hora de cuestionar también a las democracias su supuesta legitimidad en el ámbito ético. Remo Bodei cita a Juan Pablo II: “Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo —la primera entre ellas el marxismo—, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y por la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola radicalmente del reconocimiento de la verdad”[2].

El riesgo de esta alianza es real también, según Bodei, pero por motivos diversos de los aducidos por el Papa. Es un riesgo común a todas las organizaciones que se fundan en certezas dogmáticas. Cuando combatía el comunismo, ateo y dogmático, y por esta última razón casi una Iglesia al revés, la Iglesia tenía enfrente a un enemigo irreductible, que, sin embargo, presentaba abiertamente sus presuntos valores. El enemigo de hoy es más sutil y proteiforme: ostenta tolerancia, no reacciona a las provocaciones, no tiene un rostro visible. Es un muro de goma. Larga y ardua fue la lucha contra la ideología comunista. Quizás más larga y más ardua para la Iglesia será la lucha contra la cultura de la antropología subjetivista, alejada de Dios y nutrida de libertades civiles y bienestar económico, ambos propuestos en un sentido omnicomprensivo y, por ende, potencialmente ateo o agnóstico.

Democracia y relativismo ético

Esta cultura, afirma Bodei, forma parte del código genético de la democracia, que, en consecuencia, si no quiere negarse a sí misma, no puede prescindir del relativismo ético. La historia de la democracia hunde sus raíces en las terribles guerras de religión que a partir del siglo XVI ensangrentaron Europa. Estas guerras engendraron la idea de la tolerancia, o sea, la necesidad de neutralizar el enfrentamiento y el conflicto de los valores absolutos, encarnados en concepciones religiosas opuestas, que habían desgarrado el cuerpo social. La democracia nace como alternativa a la masacre recíproca. Las facciones y los grupos de interés, que operan al interior del régimen democrático, aceptan tácitamente, en bien de su pacífica supervivencia, un principio que Remo Bodei formula de esta manera: Dejar públicamente a un lado los valores últimos y concentrar la discusión en las cuestiones penúltimas. Cada cual profesa en privado los valores religiosos y éticos que prefiere, pero toma la precaución de no imponerlos a los demás. Se elimina de la esfera pública el absolutismo de la fe religiosa y el culto de los valores supremos queda reservado a la experiencia privada. El relativismo ético entra, de esta manera, históricamente en el concepto mismo de democracia como garantía de la paz civil. Remo Bodei sabe que el relativismo contiene una paradoja y cuesta un precio muy alto. La paradoja surge del hecho de que la democracia moderna consiste, como alguien dijo, en una anarquía de los espíritus sujeta a la soberanía de la ley. El precio está formado por el pluralismo y el individualismo. Estos dos fenómenos no son el efecto de la democracia, sino que en cierto sentido son su causa, ya que el pluralismo de poderes virtualmente conflictuales y la conciencia de la autonomía de muchos individuos hacen necesaria la democracia como marco de compatibilidad recíproca. El precio es alto, porque nada excluye que pluralismo e individualismo puedan transformarse en excusas para sustraerse a los deberes sociales, iniciando procesos centrífugos, conflictos egoístas y movimientos corporativísticos para defender privilegios de algunos y de grupos considerados incontrolables. La democracia moderna, en consecuencia, sólo puede funcionar sobre la base de un acuerdo no escrito, en virtud del cual cada uno concede al otro, sin ningún control sustancial profundo, aquella parte de razón y de derechos que el otro considera suya, con la condición de que todos nos comportemos del mismo modo.

Cornelio Fabro solía decir que el laicismo es profesar la pertenencia del hombre a sí mismo. en el mejor de los casos, la fe en un Dios trascendente es una opción privada, admitida o soportada como debilidad psicológica (...).

Desde hace años, el Papa no deja de advertir sobre este riesgo del relativismo, que anida en el sistema de la democracia. Este es un texto que ha dirigido a todos: “Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que quienes están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito hay que observar que, si no existe ninguna verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser fácilmente instrumentalizadas para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto como lo demuestra la historia”[3]. Pero, se pregunta Bodei, ¿es posible en realidad que la democracia puede reconocerse en otros valores que no sean aquellos de la compatibilidad entre todos los valores para permitir la convivencia civil y acentuar la cooperación y el respeto de los ciudadanos entre sí?

Este pontificado

Como todo buen laicista, también Remo Bodei piensa que el Papa va contra la corriente frente al mundo occidental moderno y, con sus intervenciones, origina continuos ataques no sólo contra la modernidad, sino especialmente contra la democracia, considerada cómplice del relativismo de los valores morales. Genuino laicista, Bodei no esconde el estupor que le causa el imprevisto resurgimiento del catolicismo en la atención de la cultura contemporánea: “Pensábamos que la modernidad había eliminado, desde el Iluminismo en adelante, todo lo que era premoderno y oscurantístico, mítico. La religión nos parecía en declinación. Hoy nos parece claro que esta especie de muerte de lo premoderno no fue tal como se pensaba, no fue digerida y que el proceso de modernidad ha avanzado en forma discontinua”[4]. Sin embargo, admite honestamente que los temas planteados por el Papa son de tal seriedad que la cultura laicista no puede no sentirse interpelada por ellos, si bien debe distinguir esos temas de su sustrato dogmático. En particular, se hace referencia a la apertura, durante el pontificado de Juan Pablo II, de un frente en dirección de las democracias.

(...) Por esto, se ha destacado que de la fórmula: “dios, si hay, no tiene cabida” se pasa fácilmente, de hecho, a la otra: “no hay Dios”.

Esta apertura permite a los laicistas, según Remo Bodei, repensar cuatro puntos. El primero dice relación con la antigua controversia entre la conciencia del ciudadano y la conciencia del fiel, con los consiguientes conflictos de lealtad, aquellos, por ejemplo, que vive un médico católico en un país en el cual el aborto está permitido por una ley del Estado. Bodei reconoce que el magisterio de la Iglesia es “una de las tentativas más grandiosas de dar sentido a la existencia del hombre precisamente en sus aspectos cruciales: el ingreso, la travesía y la salida de la vida, los dolores, las angustias y los deseos”, porque “la religión da voz a todas las interrogantes que no pueden recibir inmediatamente sentido completo, a los objetos inagotables, abismales, de nuestros pensamientos, de nuestros terrores, de nuestras esperanzas”[5]. El segundo punto es la invitación a las democracias a realizar un reexamen de sus límites y supuestos, con miras a individualizar valores fuertes, sin, no obstante, transformarlos en valores peligrosamente absolutísticos, que negarían el pluralismo democrático.

El tercer punto sobre el cual la cultura laicista es llamada a reflexionar, es el origen de la apremiante necesidad de certidumbre. “Sería inútil, además de contraproducente, intentar nuevamente socavar la necesidad religiosa mediante el recurso al arsenal de armas herrumbradas del Iluminismo vulgarizado y del racionalismo anticlerical que ‘demuestra’ lo absurdas que son determinadas creencias, miedos o expectativas. Más eficaz, pero no resolutiva, parecería la hipótesis según la cual el mejoramiento de las condiciones de vida llevaría automáticamente a la extinción del sentimiento religioso y al final del miedo, madre de todas las supersticiones. Dejando aparte el hecho de que un mundo pacificado de esta manera se encuentra solamente en los mitos y en las fábulas, es precisamente la acentuada posibilidad, en algunas zonas del planeta, de sustraerse a la urgencia de necesidades primarias, naturales y sociales, lo que paradójicamente está reabriendo el conflicto en las relaciones entre democracia y relativismo ético”[6].

El derrumbe o fracaso de los metarrelatos ha creado un enorme vacío espiritual en el cual domina lo que Zbigniew Brzezinski ha definido como la “cornucopia permisiva”. El término alude al mitológico cuerno que forjó Zeus y que tenía la milagrosa capacidad de llenarse de cualquier cosa. según la voluntad de su propietario (...).

El cuarto punto considera la necesidad de interrogarse sobre el alcance de las éticas filosóficas fundadas en el relativismo o absolutismo de los valores. Obviamente, Bodei niega la sostenibilidad de la doctrina católica sobre la existencia de leyes morales objetivas y universales y sobre el deber de la conciencia del individuo de reconocerlas y someterse a ellas. Esto supondría la aceptación por fe de la Revelación divina y admitir la necesidad de la gracia. Y, en cambio, el subjetivismo moderno impone criterios morales de elección exclusivamente subjetivos, fundados en valores y derechos reconocidos como tales por el sujeto, desanclados de referencias a verdades no controlables por él y sufridas pasivamente por él. Pero, a pesar de lo anterior, subsiste el hecho del debilitamiento y la fragmentación de los valores expresados por la ética laicista moderna. Y Bodei propone a ésta interrogarse sobre las causas de su debilidad para formular proyectos alternativos a aquél de la Iglesia, capaces de responder a la pregunta por el sentido que surge en aquellos que todavía contemplan los problemas a la luz de la ética aconfesional: una ética que hoy pierde terreno, si la confrontamos con el magisterio de la Iglesia, bien motivado y mejor organizado.

Algunas observaciones

“El relativismo ético no es un optional para las democracias. El relativismo constituye el núcleo más consistente de éstas, la garantía de la paz civil, casi su razón de ser histórica”[7]. Esta es la tesis central del ensayo de Bodei. De ella se desprende su corolario esencial: Si triunfara la hipótesis católica, de volver a proponer una “verdad” fuerte y objetiva, esto significaría, junto con la supresión del relativismo ético, la restauración, en el plano de la dialéctica política, de aquella alternativa amigo-enemigo que ensangrentó Europa durante siglos[8]. El Papa, en cambio, discierne en aquel relativismo “la gran amenaza para la civilización occidental”[9]. Vittorio Possenti ha dado una convincente respuesta a Bodei. La resumimos[10].

En el ensayo de Bodei circula un concepto de religión y de sentimiento religioso, aceptado acríticamente, que deriva directamente de los siglos XVIII y XIX: la religión tiende únicamente a satisfacer la necesidad de seguridad y de consolidación. Por otra parte, la tesis de Bodei se apoya totalmente en la tesis elaborada por Kelsen en los años 20, según la cual una auténtica democracia es inseparable del relativismo ético, porque sólo éste posee la capacidad de abrirse a las diferencias sociales: lo que equivale a decir que auténticos demócratas son solamente el relativista y el escéptico. Pero, ¿qué sociedad se beneficiaría con un comportamiento de este tipo, visto que todos están de acuerdo en reconocer la naturaleza fundamentalmente moral de la relación social? Y, además, ¿puede existir una sociedad moderna pluralista sin una tabla pública de valores compartidos por todos? Esta tabla existe y es el catálogo de los derechos del hombre, sobre el cual hay un consenso universal para nada relativístico y escéptico, sin que, por esto mismo, todos estemos de acuerdo sobre los fines últimos del hombre[11].

(...) con este término, Brzezinski alude a una sociedad en la cual todo está permitido y en la cual puede obtenerse todo, en forma proporcional a la progresiva declinación en ella de la importancia de los criterios morales y al creciente interés por la autogratificación material.

La tesis de Kelsen retomada por Bodei es aquella del positivismo jurídico (“Las normas jurídicas pueden tener cualquier contenido”). En realidad, su aparente liberalismo esconde un totalitarismo sustancial, si se piensa que es el poder dominante el que crea la norma de acuerdo a sus intereses. El liberalismo auténtico constantemente ha vinculado el derecho y la política a la ética, haciendo de uno y de la otra vehículos de valores y no instrumentos exclusivos de intereses. Desde Locke a Hayek, desde Tocqueville a Lippmann, la tradición liberal ha enseñado que la ley del Estado no puede imponer normas que no sean regidas por aquella ley superior no escrita que es el derecho natural. Es así que el Estado es la casa común para todos los ciudadanos que forman un pueblo. ¿Qué casa común sería el Estado en que los derechos del hombre (fundamentalismo aquél a la vida), según la opinión cambiante de los individuos, constituyen un derecho primario para algunos y secundario, es decir no tutelable, para otros?[12]

No es, por lo tanto, evidente que democracia, o liberal democracia, existe solamente allí donde hay relativismo ético. Por lo demás, la misma democracia, que es por consenso el mejor de los sistemas políticos, nace de movimientos y de hombres que han creído que ciertos valores son irrenunciables y absolutos: y en la fe en tales valores se han inspirado, en el transcurso de nuestro siglo, aquellos que, en nombre de la democracia, se han alzado a un alto precio contra los regímenes totalitarios. Evidentemente, hay un absolutismo históricamente positivo, no limitable al mundo de la religión y no necesariamente productor de intolerancia. Y hay un relativismo sobre los valores que, plenamente profesado, habría conducido a no aceptar el valor mismo de la democracia o conduciría a una grave regresión de a vida social, si se lo extendiese a la declaración de los derechos fundamentales del hombre. En suma, tiene razón Gaetano Pecora cuando, contra la concepción de democracia agnóstica, ha escrito que “Las reglas democráticas, a despecho de su aparente neutralidad y contra el formalismo kelseniano, palpitan de un contenido moral porque son las proyecciones en fórmulas jurídicas del valor atribuido al individuo. La disensión que ellas legitimizan y en la cual se originan todas las libertades democráticas, emana del postulado de que el hombre, cualesquiera sean sus valores, cualesquiera sean sus creencias, es sagrado y como tal debe ser respetado y protegido”[13].

Las razones del Magisterio

Cuando el católico lee un texto como el de Pecora y de otros autores liberales sobre la “sacralidad del hombre” puede ocurrir que piense que el liberalismo actual enseña sustancialmente, en lo referente al hombre, las mismas cosas que enseña el Papa y que, en el fondo, el problema del relativismo ético en una democracia liberal es un problema del detalle. Sin embargo, las cosas no son así. Como ha observado muy bien Georges Cottier, el liberalismo individualista es perfectamente compatible con el positivismo y éste, en la medida en que encierra la razón en los límites del conocimiento fenomenológico, favorece el subjetivismo innato en la mentalidad liberal y contribuye, por su parte, a cerrarlo en última instancia a la trascendencia[14]. Este subjetivismo supone una concepción del comportamiento individual y social desvinculado de las garantías religiosas y se presenta como el resultado puro de las relaciones sociales, porque en él “la persona no remite ni a Dios ni al bien sino a un conjunto de funciones y de relaciones a través de las cuales el sujeto se impone como la realidad absoluta”[15].

El Magisterio parte exactamente de este dato de hecho. “Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Pero, de este modo ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de ‘acuerdo consigo mismo’; de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás”[16]. Existen, por lo tanto, en la cultura moderna algunas tendencias según las cuales “la libertad humana podría ‘crear los valores’ y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad[17]. De aquí la teorización de una “completa soberanía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo: tales normas constituirían el ámbito de una moral claramente ‘humana’, vale decir, serían la expresión de una ley, que el hombre autónomamente se da a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana”[18].

No existe más aquello que es justo y aquello que es errado, sino sólo lo que es legal o ilegal, tal como es impuesto por la necesidad de mantener el orden social.

Tal moral autónoma hoy está ampliamente difundida. “Las tendencias subjetivistas, relativistas y utilitaristas se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino como concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico que reivindican una plena legitimidad cultural y social”[19]. El subjetivismo, que es el alma del relativismo ético, es considerado por muchos “una condición de la democracia”, en la medida en que sólo él garantizaría tolerancia, respeto recíproco entre las personas y adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y obligatorias, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia”. Esta, como habíamos visto, es también la postura de Remo Bodei. El Papa reconoce que en nombre de la “verdad”, entendida equivocadamente, se han perpetrado no pocas veces auténticos crímenes. Pero exhorta a reconocer que “crímenes no menos graves y radicales negaciones de la libertad se han cometido y se cometen también en nombre del relativismo ético”. El consenso popular no constituye la moralidad. Ahora bien, “en los mismos regímenes participativos, la regulación de los intereses va muchas veces en beneficio de los más fuertes, siendo ellos los más capaces de manejar no solamente las palancas del poder, sino también la formación del consenso”[20]. Como ejemplos de los “terribles éxitos prácticos”, bien conocidos también en las sociedades democráticas, el Papa cita la tolerancia legal del aborto y de la eutanasia[21].

Las raíces profundas

A la aséptica afirmación de aquellos que ven en el relativismo ético el núcleo que lleva a la democracia, el Papa opone la democracia auténtica que, cuando no es exaltada en demasía, es un ordenamiento puro, instrumento y no fin, cuyo carácter moral depende “de la conformidad a la ley moral” a la cual, como todo otro comportamiento humano, debe someterse: depende, en otras palabras, de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de los cuales se sirve”[22]. En la base de la declarada identidad entre relativismo ético y democracia se encuentra indudablemente el subjetivismo moderno, como ya hemos visto. De él se desprenden las que el Papa llama “exhaustivas valoraciones de orden cultural y moral”. Señalemos las principales. El concepto deformado de subjetividad, que “reconoce como titular de derecho sólo a quien se presenta con plena o al menos incipiente autonomía y se aleja de condiciones de total dependencia de los demás”. La concepción de la libertad, “que exalta en forma absoluta a cada individuo” terminando “por ser la libertad de los más fuertes contra los débiles destinados a sucumbir”. Además, la ruptura del vínculo entre libertad y verdad: “Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra incluso a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona termina por asumirla como la única e indiscutible referencia para sus propias decisiones, ya no como la verdad entre el bien y el mal, sino solamente como su subjetiva y mutable opinión o, inclusive, su interés egoísta y su capricho”[23]

La Iglesia, o la religión en general, queda en la situación de ya no poder ser guía de la conducta individual y es sustituida por la “moralidad procesal”, que traza los límites externos de aquello que no está legalmente admitido, sin (poder) pronunciarse sobre aquello que es intrínsecamente inmoral (...).

Este tipo de cultura se remonta a hace algún tiempo. Reforzada por el “contexto social y cultural dominado por el secularismo” y por una “cierta racionalidad técnico-científica dominante en la cultura contemporánea”[24], ahonda sus raíces en el “eclipse del sentido de Dios y del hombre”, que constituye el “drama vivido por el hombre contemporáneo”[25]. Según una precisa fórmula del Vaticano II, “la criatura sin el Creador se desvanece y el olvido de Dios priva de luz a la criatura misma”[26]. Del carácter absoluto de la subjetividad se desprende el carácter puramente físico del hombre, al cual se le reconoce una autonomía “casi divina que excluye toda trascendencia”[27]. En este sentido, Cornelio Fabro solía decir que el laicismo es profesar la pertenencia del hombre a sí mismo. En el mejor de los casos, la fe en un Dios trascendente es una opción privada, admitida o soportada como debilidad psicológica. Por esto, se ha destacado que de la fórmula: “Dios, si hay, no tiene cabida” se pasa fácilmente, de hecho, a la otra: “No hay Dios”[28].

El descrédito en que se han hundido hoy los así llamados metarrelatos o metamitografías agrava las consecuencias de tal cultura. El derrumbe o fracaso de los metarrelatos ha creado un enorme vacío espiritual en el cual domina lo que Zbigniew Brzezinski ha definido como la “cornucopia permisiva”[29].

El término alude al mitológico cuerno que forjó Zeus y que tenía la milagrosa capacidad de llenarse de cualquier cosa, según la voluntad de su propietario. Con este término, Brzezinski alude a una sociedad en la cual todo está permitido y en la cual puede obtenerse todo, en forma proporcional a la progresiva declinación en ella de la importancia de los criterios morales y al creciente interés por la autogratificación material. En esta sociedad, que no conoce restricciones a la satisfacción de cualquier deseo individual, y da más de lo merecido, todos los deseos son buenos y, por lo mismo, los juicios morales se vuelven inútiles. No existe más aquello que es justo y aquello que es errado, sino sólo lo que es legal o ilegal, tal como es impuesto por la necesidad de mantener el orden social. Así, los procedimientos legales sustituyen a la moral. La Iglesia, o la religión en general, queda en la situación de ya no poder ser guía de la conducta individual y es sustituida por la “moralidad procesal”, que traza los límites externos de aquello que no está legalmente admitido, sin (poder) pronunciarse sobre aquello que es intrínsecamente inmoral. A la luz de estas consideraciones se perfilan mejor ya sea la dependencia del relativismo ético con respecto a la democracia laicista, o bien los estragos generales producidos por dicha alianza.

Si la democracia respetara la ley moral, habría una fecunda interacción entre la moralidad procesal y la moralidad interior, entre la moralidad sostenida por los procedimientos jurídicos y la moralidad sostenida por la doctrina de la Iglesia o de la religión. No obstante, toda la cultura dominante trabaja para sustraer a la sociedad de la influencia de Dios y de la Iglesia, especialmente en los sectores de la política y de la economía. Y tal trabajo tiene como finalidad no un positivo y alternativo Magisterio laicista, sino sólo, propiamente hablando, el relativismo ético, que también puede ser descrito como el vaciamiento del código moral interior. Y si por democracia se entiende lo que contiene este vacío en continua expansión, a nadie le parecerá superflua la exaltación del Papa: “El valor de la democracia se eleva o cae con los valores que ella encarna y promueve”[30]. En la búsqueda de soluciones, no nos parece fuera de lugar la observación de Brzezinski, según la cual subsiste el hecho de que “la muerte de Dios” ha marcado no sólo a los “países dominados por el marxismo, donde se hacía propaganda al ateísmo a nivel político, sino también a las sociedades liberal-democráticas occidentales, que culturalmente se han nutrido de la apatía moral. El hecho es que, en estas últimas, la religión ha dejado de ser una fuerza social importante. Pero esto no se debe a que un ateísmo al que se le haga propaganda oficial haya vencido en la batalla contra la religión, sino al efecto corrosivo de la indiferencia cultural a cualquier cosa que no sea una dimensión de vida inmediata y materialmente satisfactoria”[31]. Quizás es preferible comenzar a pensar, cambiando la frase de Remo Bodei, que el relativismo ético es sólo un optional para las democracias.


 Notas 

[1] R. Bodei, “Elogio del relativismo ético”, en MicroMega, 1955, Nº 2, 146-155.
[2] Juan Pablo II, Carta encíclica Veritatis splendor, Nº 101.
[3] Id., Carta encíclica Centesimus annus, Nº 46.
[4] Entrevista de Remo Bodei con Ritanna Armeni. Véase L’Unità, 31 de marzo de 1995, 2.
[5] R. Bodei, “Elogio del relativismo ético”, cit., 151.
[6] Ibídem, 153.
[7] Ibídem, 148.
[8] De aquí la reconsideración de la propuesta de Bonhoeffer a los cristianos para que se decidan a hacerse adultos, vale decir, “cristianos no religiosos”, emancipados de la antropología y fenomenología religiosas que, como dato de partida, los proyectos de recientificación suponen y siguen. Véase G.E. Rusconi, “Un’età adulta per i cristiani” en Il Mulino 44 (1995) 401-412.
[9] Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, Milán, Mondadori, 1994, 189.
[10] V. Possenti, “Es la verdad la garantía del pluralismo”, en Avvenire, 27 de abril de 1995, 17.
[11] Veritatis splendor, Nº 33, recuerda oportunamente “algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica a nivel antropológico. Basando su argumento en la gran variedad de las costumbres, de los hábitos y de las instituciones presentes en la humanidad, se concluye, aunque no siempre con la negación de valores humanos universales, al menos con un concepto relativístico de la moral”.
[12] Evangelium vitae, Nº 11.
[13] G. Pecora, “La democracia de Hans Kelsen: individualismo ético y libertad”, en Tempo presente, junio 1995, 389 y ss.
[14] Véase G. Cottier, Valores y transición. El riesgo de la indiferencia, Roma, Studium, 1994, 31-44; 69-89; 91-111.
[15] G. Colzani, “El Evangelio de la vida, un desafío a la cultura contemporánea”, en Il Mulino, cit. 686.
[16] Juan Pablo II, Carta encíclica Veritatis splendor, Nº 32.
[17] Ibídem, Nº 35.
[18] Ibídem, Nº 36.
[19] Ibídem, Nº 106.
[20] Id., Carta encíclica Evangelium vitae, Nº 70.
[21] Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium vitae, Nº 71.
[22] Ibídem, Nº 70.
[23] Ibídem, Nº 19.
[24] Ibídem, Nº 22.
[25] Ibídem, Nº 21.
[26] Gaudium et spes, Nº 36 c.
[27] G. Cottier, “Raíces filosóficas de la anti-life mentality”, en Oss. Rom., 13 de mayo de 1995. 4. Véase también M. Pangallo, “Un lúcido análisis de los orígenes de la ética laica”, Ibídem, 19-20 junio de 1995, 5.
[28] C. A. Anderson, “Evangelium vitae y cultura postmoderna”, Ibídem, 27 de abril de 1995, 1; y C. S. Belardinelli, “Con qué liberalismo?”, en Stud cattolici 39 (1995) 348-353.
[29] Véase Z. Brzezinski, El mundo fuera de control, Milán, Longanesi, 1993, 74-84.
[30] Juan Pablo II, Carta encíclica Evangelium vitae, Nº 70.
[31] Z. Brzezinski, El mundo fuera de control, cit., 78.

 

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