"No es la historia del Bien Común sino su presente y futuro lo que nos inquieta"
Palabras pronunciadas por el autor, Director de Humanitas y miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Política y Morales del Instituto de Chile, en el 1er Encuentro Iberoamericano de Academias congéneres, realizado en la sede de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, en Plaza de la Villa, Madrid, octubre 2017.
Excelentísimo Sr. Presidente de la Real Academia de CMyP
Distinguidos Señores Académicos
Todos quienes concurrimos a este I Encuentro Iberoamericano, a causa del contexto histórico, nos formamos en el tema de que se trata, el Bien Común, básicamente teniendo en vista tres paradigmas que expreso en trazos muy simples, pues no es la historia del Bien Común sino su presente y futuro lo que nos inquieta. Serían éstos:
- Aquel según el cual la cuestión del Bien Común la resolvía el Estado ejerciendo control total sobre una sociedad, en la cual, suprimida la propiedad privada, todo sería común: la sociedad comunista, con los distintos matices que esta concepción históricamente ofreciera en diversas expresiones que adoptó el socialismo, visión que se hacía presente, en todo caso, con una fuerte carga de futuro;
- La concepción liberal, donde el Estado garantiza la propiedad privada, vela por la aplicación de las leyes de modo que se respete la justicia establecida por los poderes legislativos, y donde cada persona o asociación de personas se ocupa de su prosperidad;
- Otra, una concepción que podía llamarse social cristiana (que remite a filósofos como Jacques Maritain y que tuvo fuerte presencia en los años sesenta), según la cual el fin de la sociedad es el bien común del cuerpo social, pero entendido –para no deslizar hacia otras concepciones totalitarias- como un bien común de personas humanas. El bien honesto --“bonum honestum” como lo llamaban los antiguos-- ordenado a que el conjunto de los bienes materiales y espirituales que hacen la riqueza de una patria soberana se comuniquen y se participen en la sociedad, ayudando así a los individuos a perfeccionar su vida y libertad de personas.
Pregunto a seguir: ¿Qué queda, con el nombre de Bien Común, de esas tres concepciones y de lo que en muy diversas partes del orbe ellas produjeron durante el siglo XX?
Del año 1995, cuando tuve el honor de ingresar a la Academia chilena, recuerdo alguna ilustrada sesión que trató sobre “Occidente después del Muro” [1]. Repasar hoy esas actas permite constatar que muchos juicios entonces formulados eran verdaderos, pero sobre todo lo eran como registro de un fin y atisbo de un comienzo. Examinarlos pasados los 22 años que han transcurrido, teniendo como foco el presente del Bien Común, lleva en cambio a la constatación que los códigos y la lógica dominante, por lo que se refiere a nuestro asunto, han sufrido un cambio integral.
Respondo entonces a la pregunta:
Permanecen en el plano abstracto algunas de esas ideas de Bien Común, al lado de las cuales figuran, al menos nominalmente, las de dignidad de la persona humana, solidaridad, subsidariedad, muchos derechos y algunos deberes. Pero de esos tres históricos paradigmas mencionados, quedan en la práctica política sólo esbozos, fórmulas que, sobre todo, no condicen con el plano existencial de los hombres de hoy, todo ello asimismo en un contexto que cambia a una velocidad vertiginosa.
Seguramente es ésta la razón por la cual el Bien Común parece actualmente, en las sociedades democráticas e ilustradas, un gran ausente. Raramente se le evoca y cuando ello tiene lugar, esa evocación padece de un sustancial vacío.
Algunas observaciones que pueden iluminar las causas de este preocupante fenómeno.
I.- El declinar de la Política
El elemento crucial del nuevo horizonte social ya no consiste simplemente en el clásico conflicto entre capital y trabajo, que fuera el punto de ingreso a la moderna cuestión social, y una base para los antiguos paradigmas de Bien Común. A través de un desarrollo progresivo --y de enorme aceleración en los últimos 25 ó 30 años-- el aspecto central ha llegado a ser el “conflicto entre la nueva realidad económico-social y política, producto del progreso industrial-tecnológico, y la capacidad cultural y moral del hombre para dominarla” sin evasiones [2].
Si lo conforme al Bien Común, lo que es justo, tanto en la esfera del Estado como en la sociedad, es tarea primordial de la Política, verificamos hoy –algo no tan claro tres décadas atrás- un cuadro distinto, en el cual la Política, por fuerza de los hechos, ha ido siendo gradualmente sometida a la economía y, a seguir, muy pronto cooptada por el eficientismo tecnocrático, paradigma que domina en la sociedad globalizada [3]. Se da así la situación -y es una observación común- que éste último redefine la política, concibiéndole como acción circunscrita a la “resolución ejecutiva” de los problemas de la gente.
De ese diálogo entre la Política y la economía, que todavía prevaleció hasta los años posteriores a la 2ª Guerra Mundial y el renacimiento de una Europa unida, o que tuvo expresiones destacables, por ejemplo, en los procesos de transición a la democracia en España y luego en Chile, queda cada vez menos.
Este abajamiento en el horizonte conceptual de la cosa pública, identificado por el dominio de lo fáctico, se da, asimismo, en un contexto de paradojas. Así, por ejemplo, la “destrucción creativa”, que tiene sus remotas raíces en Hegel y Marx, cambia de bando y se hace a la larga una con la idea general de un “crecimiento económico ilimitado”. Mientras tanto, en el 2006, constatamos que el Decimosexto Comité Central del Partido Comunista Chino proclama dejar atrás la “destrucción creativa” de los tiempos de Mao y Deng, y apela ahora a crear una “sociedad armoniosa” [4].
Por su lado, frente a la idea del desarrollo como crecimiento económico, aparece, de a poco y sin que se haga siempre explícita conceptualmente, una nueva idea de “desarrollo”: Sarkozy y Cameron hablaron por ejemplo de ella, valorando el Producto Interno de Felicidad (PIF) frente al clásico PIB [5].
Entre tanto, y siempre al tenor del eficientismo tecnocrático, se multiplican ante nuestros ojos lecturas que conjugan algo antes no pensado: crecimiento económico acompañado de extensión del malestar social y existencial; desarrollo económico seguido de disgregación social; crecimiento cuantitativo de la riqueza y aumento cualitativo de aflicciones en formatos de incertidumbre, de desprogramación de la propia vida, de creciente fragilidad en las biografías personales y también de creciente dificultad en proponer las colectivas. En resumen, se hace cada vez más incierta la visión generalmente asumida, según la cual el desarrollo tecnológico traería consigo, como tal, el desarrollo social.
No puede desconocerse que “la tendencia a la disolución de todos los vínculos, concebida como principio mismo de la libertad individual, así como el debilitamiento de la esfera política, con marcado agotamiento del Bien Común” [6], constituyen hoy las evidencias de una profunda transformación en curso, fenómeno que se ubica en el plano causal de esa no pensada y contradictoria conjugación entre desarrollo tecnológico y social.
En un intento por aproximarnos al problema contemporáneo del Bien Común –aunque fuera sólo desde las ciencias Morales y Políticas habría muy diversas formas de hacerlo, y aquí solo cabe una parcial aproximación-- observemos primero los efectos que se producen actualmente sobre éste Bien a partir del contexto físico de la globalización, tanto el que proviene del nuevo concepto de espacio como el que proporciona en su actual realidad el tiempo. La espacialidad y la temporalidad que se han impuesto como parámetros globales.
Hay que estar conscientes que son muchos los beneficios y posibilidades que abre la globalización, pero no cabe dar la espalda a los grandes desafíos que conlleva en el ámbito de la persona humana. Con razón se ha afirmado que la globalización no es a priori buena ni mala: es y será, en definitiva, lo que hagamos de ella [7].
Y estos factores, espacio y tiempo –no son los únicos, por supuesto- parece ineludible pensarlos, en su actual configuración, desde la cuestión del Bien Común.
La espacialidad
La primera observación dice relación con la espacialidad: Vivimos algo así como “el fin de la geografía”. Hay quien afirma que hoy es la conectividad y no la geografía lo que determina nuestro destino. Veámoslo bien por cuanto dice a nuestra preocupación, el Bien Común.
La revolución tecnológica, hélice que impulsa el desarrollo (que estriba en una combinación de informática y comunicaciones satelitales, y asimismo de transporte aéreo de personas y bienes), operando sobre el factor espacio-temporal, ha llevado indiscutiblemente a alcanzar una velocidad de comunicación nunca antes conocida en la historia y una reducción abismal, tanto en los tiempos como en el costo del transporte a distancia de mensajes, objetos y seres humanos. Esta suerte de mutación genética del espacio contemporáneo hace decir a Zigmunt Bauman, como es bien sabido, que el espacio social pasó de ser “sólido” a ser “líquido”; y también a Ulrich Beck que mutó de “unívoco” a “plural”; y según Manuel Castells, que pasó de “espacio de lugares” a “espacio de flujos” [8]. El espacio, subjetivamente, ha venido a reducirse hoy a un solo punto y se desvanecen los anteriores criterios según los que se racionalizaba la espacialidad: “dentro y fuera”, “aquí y allá”, “cercano y lejano”, “presente y ausente”. Los mencionados autores, como otros, no sin razones sienten la espacialidad hecha pedazos. En este “espacio desmaterializado”, en realidad, cada vez sentimos más que, aunque se esté en un lugar, es como si se estuviese en muchos y, al revés, estando en varios y diversos lugares, es como si se estuviera en un único determinado lugar.
Consustancial a este nuevo “paradigma espacial” es la aceleración, la cual no es hoy una aceleración cualquiera: podemos decir que es el dominio de la velocidad absoluta, cuya materialización técnica desarma las condiciones física y antropológicas de ese espacio que antes conocimos, así como también los de la temporalidad que conocimos.
La temporalidad
La segunda observación --considerando ahora al factor tiempo, la temporalidad-- constatamos y registramos que la civilización del “perpetuo presente”, sin pasado ni futuro, puede estar siendo --y así lo es en opinión de algunos observadores-- algo no tan distinto de aquella realidad sobre la que advirtió George Orwell.
En efecto, al tenor de lo que se nos impone, no sólo percibimos la actual desaparición de las tradiciones en su capacidad ordenadora, sino que también vivimos la generalizada quiebra de las certezas progresistas.
Cabría preguntarse si esto no sería sólo resultado de los fracasos y las desilusiones provocadas por las catástrofes bélicas y otros problemas del siglo XX. Mas por si solas, aquellas desilusiones seguramente no habrían sido suficientes para acabar tan rápido con todo relato o con los “metarrelatos” ; no habría sucedido esto, es lo más probable, si no hubieran aparecido masivamente nuevos sistemas de referencia, trayendo consigo nuevos sentidos de la existencia que vinieron a remodelar las mentalidades.
Coincide este trance con el paso del capitalismo productivo a una economía de consumo y comunicación de masas; paralelamente con el apagamiento hasta extinguirse de una sociedad rigorista y disciplinaria, a la que sucede otra dominada por el fenómeno de la imitación y la moda, reestructurada en todos los planos por “técnicas de lo efímero y de la seducción” [9]. La compulsión del consumo, por ejemplo, completamente presentista, se potencia con la anulación del horizonte temporal de la cultura. Así, cuanto menos visión teleológica, de futuro, contagie el presente, más puede entonces el binomio técnico-científico explorar en el hiperrealismo, remodelar la vida, programar el futuro genético y así en adelante [10].
Siempre en el ámbito del factor tiempo, observamos en el vivir cotidiano, que cada vez se exigen más resultados a corto plazo: lo urgente prevalece sobre lo importante, la acción inmediata sobre la reflexión, lo accesorio sobre lo esencial. Hay en curso, y avanzada, una mutación antropológica que cualquiera percibe. Se difunde una atmosfera de exagerado y permanente estrés, que traspasa el universo laboral, repercute en la vida familiar [11] y tiene también visibles efectos psicosomáticos. “Nos quejamos más de tener poco tiempo, que de tener poco dinero o poca libertad” [12]. Lo cual, a su vez, no sucede a todos: al lado de los que disfrutan de la velocidad e intensidad del tiempo, están lo parados y los jóvenes en dificultades, agobiados por un exceso de tiempo muerto.
Polis, espacio y tiempo
Desde los griegos la filosofía política ha reconocido este dato de hecho: Sólo en el ámbito de un pueblo puede el individuo vivir como un hombre entre los hombres [13].
En el comienzo de la vida en la polis, la ciudad, como contigüidad física y espiritual dentro de la cual se organizó la vida “en comunidad”, era ella el contexto en el cual se distinguían los intereses privados de los del Bien Común y la esfera doméstica de la pública. Las consecuencias que trae la nueva espacialidad y la nueva temporalidad en orden al Bien Común hacen que éstos, el espacio y el tiempo, se encuentren ahora “desprovisto de contexto”, pues las culturas que hoy surgen y se propalan no están ya ligadas a un lugar o a un tiempo [14].
En este marco, respecto de las preocupaciones que suscita en muchos el futuro del Estado y sus deberes en relación al Bien Común, podría citarse lo que advierte Benedicto XVI en su encíclica social Caritas in veritate [15]. Pero citaré más bien otro autor, por el que no tengo especial preferencia, de todos conocido, Umberto Eco, quien dice a fin de cuentas algo muy similar. Comentando el libro Estado de crisis de Zigmunt Bauman y Carlo Bordoni advirtió Eco, en su columna de Il Giornale (2015), lo siguiente: “…entre las características de este presente en estado naciente se puede incluir la crisis del Estado: ¿qué libertad conservan los estados nacionales frente al poder de las entidades supranacionales? Desaparece una entidad que garantizaba a los individuos la posibilidad de resolver de una forma homogénea los distintos problemas de nuestro tiempo, y con su crisis, se ha perfilado la crisis de las ideologías, y por tanto de los partidos, y en general de toda apelación a una comunidad de valores que permitía al individuo sentirse parte de algo que interpretaba sus necesidades” [16].
En esta desconfiguración de rango mayor, se visualiza también el drama tan actual que puede ser para cada persona la desaparición de la ciudad –que se llena de “no lugares” como dice Papa Francisco [17]- o que desaparece como contigüidad física y espiritual en la que tuvo su original configuración el Bien Común. La misma idea de soberanía, encarnada por las formas e instituciones del Estado-nación, se encuentra cuestionada por ese “estallido” del espacio social.
De lo “sólido” a lo “líquido”, en general
Una entre otras consecuencias importantes. La capacidad de resistir y durar de las identidades colectivas, en las formas típicas de la modernidad, es desarmada por esa “licuefacción” de los vínculos sociales. Algo así, veremos, va a suceder, por ejemplo, al binomio derecha / izquierda, premisa clásica de la modernidad política. De este modo lo expresa, por ejemplo, Ulrich Beck: “Más allá de la izquierda y de la derecha [disposición metafórica que durante la época industrial configuró el marco de lo político] empiezan a prevalecer disputas teóricas, político-ideológicas, que se pueden encuadrar en otras dicotomías: seguro-incierto, dentro-fuera, político-impolítico”.
En un escenario mediático que absorbe casi por completo el espacio público, en un sistema de comunicación que hace de la emotividad su forma preferida de expresión, donde las actitudes y los mensajes se caracterizan por la necesidad de mostrarse efímeros, la derecha y la izquierda parecieran, a su vez, querer cada una recitar un guión escrito por la otra. Es posible ver, por ejemplo –con claroscuros de distinta intensidad según el lugar-- que a partir de la “caída del Muro”, la derecha se ha apropiado y hecho suyo el tema de la superación de lo existente y de la ruptura con el pasado, mientras que la izquierda ha debido oscilar entre el conservadurismo de querer mantener su identidad y una renovación que le ha hecho adoptar valores del adversario. Todo ello, entre tanto, se desarrolla en una atmósfera antropológica universalmente extendida, que diversos autores han llamado de “nihilismo festivo” o “nihilismo banal”, y que va del espacio privado al espacio público: no es ya una filosofía política, sino la práctica común de una vida apática y dispersa, cuya forma última se define por un vaciamiento o destitución de la realidad [19].
El efecto pulverizador de este fenómeno antropológico sobre la Política –y en consecuencia sobre el Bien Común- es bien visible.
No es esto una acusación a nadie, sino una simple constatación de que navegamos atrapados por unos códigos culturales o contraculturales que corresponden a un mundo de cotas bajas en el plano de las ideas y con una libertad francamente condicionada. Un mundo, en realidad, sobre todo falto de libertad interior, aunque la “libertad” sea lo primero que todos invocan como representación de sí mismos.
Bien Común y fragilización del individuo
La reflexión sobre el Bien Común no puede dejar a un lado la preocupación que persigue la mayoría de los ciudadanos: armonizar vida privada y vida profesional; familia, tiempo libre y trabajo.
En este sentido y desde la perspectiva antropológica del Bien Común, puede ser de gran utilidad --en el actual tránsito de lo que muchos llaman la “sociedad disciplinaria” a la actual “sociedad de rendimiento”, enmarcada en esas nuevas condiciones espacio-tiempo que he referido, donde han sido desmontados los antiguos sistemas de autodefensa y encuadramiento de los individuos-- detenernos en los signos de fragilización de la personalidad que se observan. Parece que mientras se desarrolla la potencia técnica en un espacio y un tiempo nuevos, las fuerzas interiores del individuo declinan. El lamento por las perturbaciones del ánimo, la creciente desorganización de la personalidad y la multiplicación de trastornos psicológicos, son una dolorosa realidad de nuestro tiempo que no se puede negar [20].
Me impresiona leer, en un trabajo de Stefano Zamagni [21], que el 23 por ciento del Output mundial, desde el nacimiento de Cristo hasta hoy, se ha producido después del año 2000. ¡Parece increíble! Pero al mismo tiempo sabemos que cinco grandes Organismos de Naciones Unidas informaron el recién pasado 15 de septiembre, que tras haber disminuido de forma constante durante más de tres décadas, “el hambre repuntó en el mundo en 38 millones de personas durante 2016” [22]; información que se suma a la denuncia hecha en marzo pasado por el jefe de las operaciones humanitarias de la ONU al Consejo de Seguridad advirtiendo que, desde 1945, no se vivía una crisis humanitaria tan grave como la que avasalla hoy a cuatro países de África [23]. No pueden resumirse aquí las inmensas consecuencias de todo esto sobre la tragedia de las migraciones, ni tampoco sus interminables secuelas. El silencio y la indiferencia frente a fenómenos de esta gravedad, son un ejemplo elocuente de la “liquidez” (Bauman) prevaleciente en relación al Bien Común.
Como ha señalado Sequeri “la ambivalencia de la sociedad contemporánea se realiza en el establecimiento de una ideología de la igualdad que proporciona una paradojal justificación al perfecto desinterés por el ligamen social”. Extraña ecuación, sobre todo cuando vemos que esto además se conjuga “con una mayor libertad y dignidad del individuo, reconocido en su igualdad, pero abandonado a su aislamiento” [24].
¿Se podrán superar los señalados efectos “líquidos” con los actuales instrumentos? De nuevo Umberto Eco: cree él que la única manera es estar conscientes de que vivimos en una sociedad de estas características, que para ser entendida y tal vez superada, exige nuevos instrumentos. “El problema –concluye Eco- es que la política y en gran parte la intelligentsia todavía no ha comprendido el alcance del fenómeno” [25].
Reconectar la Política con la ciudadanía
Está entre nuestras tareas contribuir a la difícil reconstrucción arquitectónica del “lugar de la política”, de ese espacio, precisamente, donde se opera en público la transmutación de lo particular en general, donde la múltiple realidad de los intereses privados se reconfigura en un arco iris de Bien Común, con el respaldo de una decisión general. Mientras tanto, seguimos viendo ese “lugar de la política” bregar –hoy más cruelmente que nunca- con la autenticidad o no de la representación, con la organización de la desconfianza, con la ocupación mediática, con la obsesiva judicialización y un largo etcétera.
Son muy distintas, como vemos, las características de la fragmentación política actual, de aquellas que predominaron en los más críticos momentos del siglo XX. Es interesante, sin embargo, reparar en el sentido que emana de una correspondencia sostenida el año 1932 entre Einstein y Freud [26], a solicitud de la Sociedad de las Naciones, cuando ya la violencia incubada en la sociedad europea encaminaba hacia la fragmentación definitivamente trágica de una 2ª Guerra Mundial. Se destaca allí, en la correspondencia de aquellos dos sabios, como remedio frente al quebrantamiento del estado de derecho y a la violencia del desmembramiento social --violencia que la propia fragmentación agrava y a la que también empuja--, el contrapeso irremplazable de una unión afectiva y estable en el cuerpo social, capaz de crear en el grupo humano vínculos duraderos y sentimientos gregarios que cimenten el derecho y le otorguen perdurabilidad. ¿No es la pérdida de esa afección por el ligamen social, junto al aumento de la fragmentación, lo que reaparece hoy con fuerza inusitada, dando cauce a una violencia que puede llegar a ser peor que la de los años treinta y cuarenta?
En un encuentro como éste, que reúne a ilustres representantes del saber moral y político de las naciones iberoamericanas –naciones cuya gravitación es indudable en el contexto global-- no deberían terminarse estas palabras sin traer a la memoria el bonum commune omnium nationum (entendido como “bien común del género humano”) de que habló el Doctor Eximio, Francisco Suárez [27]. Ello nos pone frente al desafío de considerar, por todo lo ya dicho, que en el contexto universal de las naciones, el necesario camino de recuperación del Bien Común, o será global o difícilmente lo será.
Soy consciente de que esta mirada general puede producir más inquietud que optimismo. Pero sabemos también que, acerca de aquello que está en curso, no se ha dicho la última palabra, que vivimos más que una época de cambios un cambio de época y que todo esto es sólo el comienzo de una historia.
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