La liturgia nos habla hoy de la llamada de Mateo, el publicano, elegido por Dios y constituido apóstol. Mateo era un corrupto porque, por dinero, traicionaba a su patria. Era un traidor de su pueblo: lo peor. Y alguno puede pensar que Jesús no tiene buen sentido al elegir a la gente porque, además de Mateo, eligió a muchos otros sacándolos del lugar más despreciado. Así la Samaritana y a tantos otros pecadores, y los constituyó apóstoles. Y luego, en la vida de la Iglesia, tantos cristianos, muchos santos fueron elegidos de entre lo más bajo… Esa conciencia que los cristianos deberíamos tener –de dónde fui elegido para ser cristiano– debería permanecer toda la vida, quedarse ahí y guardar la memoria de nuestros pecados, la memoria de que el Señor tuvo misericordia de mis pecados y me escogió para ser cristiano, para ser apóstol.

¿Cómo reacciona Mateo a la llamada del Señor? No se vistió de lujo, ni empezó a decir a los demás: yo soy el príncipe de los Apóstoles, y aquí mando yo. ¡No! Trabajó toda su vida por el Evangelio. Cuando el apóstol olvida sus orígenes y empieza a hacer carrera, se aleja del Señor y se convierte en funcionario; quizá haga mucho bien, pero no es apóstol. Será incapaz de trasmitir a Jesús; será especialista en planes pastorales, y tantas otras cosas; pero al final, un negociante, un negociante del Reino de Dios, porque ha olvidado de dónde fue elegido. Por eso, es importante la memoria de nuestros orígenes: esa memoria debe acompañar la vida del apóstol y de todo cristiano.

En vez de mirarse a uno mismo, tendemos a mirar a los demás, sus pecados, y a hablar mal de ellos. Una costumbre que sienta mal. Es mejor acusarse a uno mismo, y recordar de dónde el Señor nos sacó, trayéndonos hasta aquí. El Señor, cuando escoge, lo hace para algo grande. Ser cristiano es una cosa grande, hermosa. Somos nosotros los que nos alejamos y nos quedamos a mitad de camino. Nos falta la generosidad y negociamos con el Señor, pero Él nos espera.

Al ser llamado, Mateo renuncia a su amor al dinero para seguir a Jesús. E invitó a los amigos de su grupo a comer con él para celebrarlo. ¡En aquella mesa se sentaba lo peor de lo peor de la sociedad de aquel tiempo! Y Jesús está con ellos. Y los doctores de la Ley se escandalizan. Llaman a los discípulos y les dicen: “¿Cómo es posible que tu Maestro haga eso, con esta gente? ¡Se volverá impuro!”: comer con un impuro te contagiaba la impureza, y ya no eres puro. Pero Jesús toma la palabra y dice: “Id y aprended qué significa misericordia quiero y no sacrificios”. La misericordia de Dios busca a todos, perdona a todos. Solo te pide que digas: “Sí, ayúdame”. Solo eso.

A cuantos se escandalizan, Jesús responde que “no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos”, y “misericordia quiero y no sacrificios”. Entender la misericordia del Señor es un misterio; el misterio más grande, más bonito, es el corazón de Dios. Si quieres llegar precisamente al corazón de Dios, toma la senda de la misericordia, y déjate tratar con misericordia.


Fuente: Almudi.org

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