La curiositas, la pasión desordenada por el juego, y el desenfreno, no sólo destruyen la armonía personal, sino que desnaturalizan las actividades a las que se refieren. Al proteger al hombre, la templanza resguarda también todo lo que el hombre hace: el juego, el amor, el gobierno o el estudio.
Muchos de los mejores bienes, de aquellos que contribuyen aun mayor despliegue de la personalidad, son arduos, están aún lejos de nosotros y son, por tanto, difíciles de conseguir. Pero hay bienes tan fundamentales, como aquellos que se relacionan con la mantención de la vida, que no pueden quedar entregados a la mayor o menor fuerza de voluntad de cada uno. Por eso el logro de estos bienes va acompañado de un atractivo especial, el placer, que hace que los hombres se dirijan a ellos de manera espontánea. No se trata de que el placer esté restringido a ellos, o que su valor se reduzca a su capacidad de proporcionar agrado, sino que los placeres que se relacionan con estos bienes de la permanencia y la transmisión de la vida son particularmente intensos y accesibles a todos, de modo que se asegura que la mayoría de los hombres los consiga sin grandes dificultades.
Importancia del placer
El placer, entonces, da acceso a bienes importantes para el hombre. Si comer no produjese un agrado, la mantención del individuo se vería amenazada. Otro tanto sucede con la procreación, necesaria para la pervivencia de la especie. Pero también existen placeres intelectuales: la música, el arte y la literatura, por ejemplo, pueden ser particularmente gratos y abren el horizonte humano hacia otras realidades. Quien goza con estas manifestaciones del espíritu humano tiene una capacidad mayor de percibir, posee un mundo más amplio que el hombre que está recluido en lo inmediato.
Con todo, los placeres muchas veces son contradictorios. Hace ya muchos siglos Epicuro mostró magistralmente cómo unos placeres hacían imposible el logro de otros, de modo que había que elegir. Es decir, aun en el caso de quienes piensan que el placer constituye el fin de la vida humana, se reconoce que debe intervenir otra instancia, la razón, capaz de poner orden en los apetitos. El «placer de los disolutos», destaca Epicuro termina por conducirnos al dolor. Pretender la satisfacción simultánea de todos los deseos, es intentar lo imposible y produce necesariamente ansiedad, frustración y una vida desequilibrada.
La tradición aristotélica, a diferencia de los epicúreos, en vez de poner el placer como fin de la vida, le reconoce un importante papel, pero como un añadido a la existencia virtuosa. Así, una señal de que se ha adquirido la virtud, es que comienza a ser grato lo que antes resultaba incómodo y en cierta medida forzado. Esto pasa con el desarrollo de cualquier destreza, desde tocar el violín hasta ejercer actos de justicia. Como se decía más arriba, la vida lograda no es aquella que se realiza por placer, sino con placer.
La paradoja de muchas propuestas hedonistas no está en que busquen el placer, sino en que se contentan con placeres muy elementales, que no son capaces de colmar la plenitud de la voluntad humana. Son placeres que se van con el paso del tiempo, que se tornan imposibles cuando llega la vejez, la dificultad o el dolor. Pero una cosa es que los placeres sensibles sean parciales, finitos, y otra muy distinta es pretender prescindir de ellos o considerarlos como malignos. En La fiesta de Babette, de Axel, se muestra una aldea danesa, dominada por un rígido puritanismo, en donde las relaciones humanas son distantes y artificiales. Este lugar resulta transformado por una fiesta en la que hay una buena comida (buena es un adjetivo demasiado débil: una comida capaz de producir un gozo intenso de todos los sentidos, que lleva a que los participantes saquen lo mejor de sí, encuentren esas dosis de humanidad que habían perdido por una concepción recortada, y en el fondo falsa, de lo que significa la vida y del valor de la corporalidad).
La búsqueda del placer, como la de cualquier otro bien, debe estar sometida a la razón, debe ser moderada, guiada, por una instancia diferente de las potencias sensitivas. Cuando una persona es capaz de controlar sus deseos de gozo, cuando dirige sus apetitos de una manera tal que el placer no destruye su personalidad, no la desgarra en distintas direcciones, sino que le da una armonía y un impulso en la obtención del bien, decimos que es una persona templada. La templanza, por tanto, es la virtud que lleva a someter el llamado apetito concupiscible, que busca lo deleitable, a la fuerza de la razón. Si en la fortaleza se trataba fundamentalmente de conducirse con bienes que aún no se logran, en el caso de la templanza hay una mayor referencia al presente, es decir, al trato que debemos tener con aquellos bienes de los que ya estamos gozando. Al cobarde, el miedo al futuro le impide elegir bien en el momento presente. El que carece de templanza, en cambio, queda recluido en el instante actual, y se hace incapaz de configurar su vida de modo que su futuro sea pleno.
Ámbitos de la templanza
El error del hedonismo no está en su reivindicación del placer, sino en absolutizarlo, en sacarlo del contexto más amplio de la entera vida humana. Como en Un mundo feliz, los individuos hedonistas quedan animalizados, pierden su mundo y se recluyen en su existencia particular, haciéndose insensibles para las necesidades ajenas. Con frecuencia los libros de moral, cuando hablan de la templanza, se centran en los placeres de la comida y el sexo. Es comprensible, pero también hay otros placeres que es importante someter a la razón para lograr que no se vuelvan contra el hombre. Es el caso de la libido dominandi, del afán de poder. Resulta particularmente atractivo el saber y experimentar cómo las voluntades ajenas se pliegan a la propia. Ser poderoso es tanto como tener una voluntad que llega mucho más allá que la del común de los mortales. Basta dar una orden, para que se muevan hombres y cosas a muchos miles de kilómetros. Esto es muy atrayente para algunos hombres, pues los coloca en una situación cuasi divina. Así, en 1984, de George Orwell, el miembro del Partido Interior, O’Brian, le explica a Winston Smith que el deseo más esencial del Partido es obtener poder no para alcanzar algo con posterioridad, sino por el poder en sí mismo: «el poder es Dios, Dios es el poder», concluye.
Existe, en cierto sentido, una semejanza entre el afán de acumular poder y el de acumular dinero. Lo que entusiasma a Tío Rico en su bóveda repleta de riquezas no es la materialidad del metal que allí se encuentra, pues el dinero vale no por el papel en el que está impreso o el material donde se acuña, sino porque remite a algo más, a una realidad totalmente inmaterial consistente en que hay hombres que están dispuestos a hacer determinadas cosas a cambio de ese dinero. Lo que le resulta atractivo son las infinitas posibilidades que ese dinero le abre, es decir, el poder. Y la razón de que este personaje no quiera gastarlo, la raíz de su tacañería, estriba probablemente en la conciencia de que, en la medida en que se gaste, se pierde esa apertura infinita. En efecto, aunque se posean muchos medios económicos, el dinero que se gasta en algo ya no puede gastarse en otra cosa. O sea, que lo que se veía como ilimitado de pronto se ve sujeto a las coordenadas espacio-temporales, se acota.
La templanza en el ejercicio del poder resulta particularmente difícil. No es fácil renunciar a utilizar para fines particulares los recursos que están destinados al bien común. La corrupción está siempre amenazando todo lo humano, pero la política de modo particular. Esto sucede por muchas razones, pero entre ellas por el hecho de que el poder, ya sea político o económico, multiplica la capacidad de acción. De este modo, las pequeñas fisuras o desviaciones que pasan casi inadvertidas en el ciudadano común, se multiplican, del mismo modo que sólo somos conscientes de la real apertura de un ángulo cuando alargamos las líneas que lo forman. No es exacto decir que el poder, por sí mismo, corrompe: simplemente sucede que hace más visibles ciertas grietas o debilidades que en condiciones normales no alcanzan a exteriorizarse. Por eso Heráclito puede decir: «¡Ojalá que no os falte la riqueza, efesios, para que quede probado lo perversos que sois!» [1], pues lo que se dice de la capacidad del poder para mostrar al hombre como es, también es aplicable al dinero.
La filosofía política moderna confió mucho en los sistemas de control, por ejemplo en la división de los poderes del Estado, para evitar el problema de la corrupción política en sus diversas manifestaciones, incluida la tiranía. No cabe duda de que esos sistemas son importantes, al menos en cuanto impiden que haya hombres cuya capacidad de acción (para el bien o para el mal) sea desmesurada. Reducen riesgos. Sin embargo, esas estructuras a lo más constituyen una ayuda externa, y llega un momento en que aparece el hombre y su libertad, cuya calidad es, en definitiva, la que determina la calidad de la vida social. De ahí que, en los últimos años, se haya puesto de relieve con particular fuerza la necesidad de otros elementos, pre o extra políticos, cuya presencia es el mejor terreno para la buena vida social. Estos elementos, como la moral, las tradiciones o la religión, proporcionan al hombre mecanismos de autocontrol, que son mucho más eficaces e irrogan muchos menos gastos que los sistemas externos de limitación. La política y el poder son más débiles de lo que parecen. Se sostienen sobre una base ética que ellos no crean. La corrupción, la demagogia, la anarquía y la tiranía son enfermedades que sufre la política allí donde falta ese soporte fundamental.
Así como la templanza se aplica al poder, también hay otros deseos que deben ser sometidos a la recta razón. Un caso muy interesante es el afán de saber. Aristóteles comienza su Metafísica diciendo que todos los hombres desean por naturaleza saber [2]. Sin embargo, este deseo, por muy natural y profundo que sea, tampoco es un absoluto ni mucho menos es regla de sí mismo. Ya San Agustín advertía acerca del peligro de la curiositas. Este vicio, en el campo intelectual, se expresa en el afán que algunos tienen de leer todo, sin orden y concierto y, lo que es peor, sin que la lectura sea ocasión de reflexión, de conversación con el autor que se tiene enfrente, sino más bien de dispersión. En otros casos esa curiositas toma formas morbosas y se dirige a entrometerse en las vidas ajenas, a gozar presenciando actos de violencia o a buscar la emoción que produce la contemplación del sufrimiento ajeno. San Agustín cuenta la historia de cómo su amigo Alipio asistió a los juegos de gladiadores en Roma, forzado por sus amigos. Estaba decidido a cerrar sus ojos para no ver el espectáculo. Decía que incluso si sus amigos habían traído su cuerpo a los juegos, no podrían forzar su mente a disfrutarlo. Cuando la muchedumbre aclamó con voz potente, no pudo resistir, y abrió los ojos, diciéndose a sí mismo que aunque viese el espectáculo, aún así estaría por encima de él y lo despreciaría en su corazón. Sin embargo, en contra de lo que se había propuesto, terminó disfrutando ensu corazón del espectáculo [3].
La intimidad es uno de los rasgos distintivos de lo humano. Quien rebusca en la intimidad ajena para complacerse, está utilizando a los demás como un mero instrumento para satisfacer sus deseos. El otro desaparece en lo que tiene de más personal, en sus alegrías y dolores. Al proceder de esa manera, el espectador se hace peor a sí mismo. Entre otras consecuencias, experimenta un proceso de progresiva insensibilización, que lo hace requerir de dosis cada vez más fuertes de emoción para lograr los mismos resultados.
Cuando se habla del justo medio en que consisten las virtudes, seacostumbra a decir que éste es un medio racional y no una simple cuestión de cálculo externo. El médico en el departamento de urgencia de un hospital puede y debe resistir la impresión de ver personas que han sufrido graves accidentes. Una persona que ha cultivado el interés morboso por el sufrimiento también es capaz de soportar esa crudeza. Pero en el caso del médico, su disposición no es insensibilidad, sino fortaleza. Su carácter se ha templado, de modo que puede realizar un servicio que a cualquiera de nosotros resultaría imposible de ejercitar. En el caso del morboso, se trata de alguien que simplemente es incapaz de compadecerse. Su situación es la de alguien que se ha degradado. Hoy, una persona honrada debe atreverse a no saber algunas cosas, a pesar de que los medios de comunicación pongan ante sus ojos centenares de intimidades que están a su disposición.
La templanza también puede referirse al juego y, en definitiva, a una amplia gama de actividades humanas. La ludopatía envuelve también una perversión. El juego, que por definición es libre y gratuito, toma formas compulsivas, pasa del mundo del ocio, en el que nace, al del negocio, a la actividad descontrolada. En la medida en que pierde ese carácter deportivo, esa no seriedad, el juego desaparece. En el juego se da una curiosa mezcla de seriedad y desprendimiento. El que no se toma el juego en serio no puede jugar bien. Pero el que se lo toma tan en serio que es incapaz de perder, o pretende ganar a toda costa, el que no somete el juego a la razón, parece no ser un buen jugador. El juego supone respetar ciertas reglas y estar dispuesto a perder antes de quebrantarlas. El que hace trampas gana, pero en realidad no juega. La falta de templanza, entonces, termina por degradar el juego.
El deterioro de la templanza
Si con la templanza se trata de someter a la razón la relación del hombre con aquellos bienes que le causan placer, entonces nada más contrario a ella que renunciar a la racionalidad misma en vistas de un determinado placer. Es el caso de las drogas y la embriaguez, en donde el individuo renuncia muchas veces en forma directa al ejercicio de lo que le es más propio, la racionalidad. Con estas conductas el hombre se pone en una situación digna de ser compadecida, ya que, a diferencia de los animales, que carecen de razón pero son gobernados por sus instintos, aquí no hay instancia alguna capaz de dirigir al hombre, queda temporalmente imposibilitado de alcanzar su bien. La templanza, por otra parte, ayuda a juzgar adecuadamente acerca de lo bueno y lo malo. En El león, la bruja y el armario, de C. S. Lewis, se narra el encuentro de un niño con la Bruja Blanca, que le da a comer unas golosinas, las «delicias turcas», tan placenteras que son capaces de trastornar su modo de ver la realidad. En efecto, desde ese momento en adelante, ese niño sólo deseará volver a comer esas delicias y toda su actividad y la comprensión misma de la realidad dependerá de ese deseo. Así, lo que se oponga a la satisfacción del mismo será considerado como malo, aunque se trate de sus amigos, y lo que le abra el camino para volver a gozarlas será aprobado, aunque se trate de la traición y de favorecer los planes de la Bruja. Así sucede con quien, por no ser templado, quede a merced de lo que le place: se hace incapaz de discernir su bien, el bien de su entera persona, y todo lo ve bajo el prisma de lo que agrada a una parte de su ser. No puede vivir una vida íntegra. El hombre hedonista es esencialmente controlable. Queda a merced de quienes puedan proveerle de aquello que en ese momento demandan sus sentidos. «Roma, ciudad abierta» es una película que muestra el heroísmo de hombres corrientes que resisten al poder totalitario. Al mismo tiempo, es la historia de una traición, a la que llega alguien que es presa de la adicción y es incapaz de ver más allá de lo que sobrepase su deseo de consumir una droga determinada. Los agentes del totalitarismo conocen esa debilidad y la aprovechan.
En sus diversas manifestaciones, la virtud de la templanza viene a asegurar que los bienes particulares que se persiguen no terminen yendo en contra del bien de la entera persona humana. Pero, al mismo tiempo, la templanza permite que los distintos bienes y actividades en los que se involucra el hombre no pierdan su identidad, hipertrofiándose. La curiositas, la pasión desordenada por el juego, y el desenfreno, no sólo destruyen la armonía personal, sino que desnaturalizan las actividades a las que se refieren. Al proteger al hombre, la templanza resguarda también todo lo que el hombre hace: el juego, el amor, el gobierno o el estudio.