En el marco del encuentro “Democracia y paz: retos, iniciativas y propuestas desde Perú, Chile y Colombia”, el catedrático italiano reflexiona sobre algunos de los desafíos que existen hoy para la democracia y la paz, abordando el fenómeno de la rehabilitación de la guerra como herramienta de resolución de conflictos, el desmoronamiento de los vínculos colectivos y las nuevas imbricaciones entre populismo y fundamentalismo religioso.

Foto de portada: Gianni La Bella durante el encuentro del “Simposio Permanente Educar para la Democracia”, iniciativa conjunta de la UC, Pontificia Universidad Javeriana y la Pontificia Universidad Católica del Perú. ©Karina Fuenzalida, Comunicaciones UC.

Humanitas 2024, CVIII, págs. 499 - 507

El texto que presentamos a continuación corresponde a una edición y adaptación de la reflexión realizada por el catedrático italiano durante el encuentro “Democracia y paz: retos, iniciativas y propuestas desde Perú, Chile y Colombia”. El encuentro fue desarrollado en el marco del “Simposio Permanente Educar para la Democracia”, iniciativa conjunta de la Pontificia Universidad Católica de Chile, la Pontificia Universidad Javeriana y la Pontificia Universidad Católica del Perú. Expertos internacionales, así como autoridades universitarias, académicos y estudiantes de las tres universidades participaron de esta reflexión que se realizó en la Casa Central de la Pontificia Universidad Católica de Chile y en el Centro de Extensión del Campus Oriente, los días 9 y 10 de septiembre.

La reflexión que entregaré a continuación se inscribe en torno a dos afirmaciones que pueden servir de marco de referencia. La primera es del Papa Francisco, que condensó su visión del mundo en una frase que ya se ha hecho famosa: “Se puede decir que hoy no vivimos una época de cambio sino un cambio de época”[1]. La otra, atribuida a un personaje nada afín al sucesor de Pedro, Vladimir Lenin: “Hay décadas en las que no pasa nada y hay semanas en las que parece que han pasado décadas”. En los dos últimos años, el mundo en que vivimos no solo ha cambiado, sino que está inmerso en una “metamorfosis” radical, que nos ha introducido en la era de la posglobalización y el desorden planetario.

El colapso del nosotros

En las dos primeras décadas de nuestro siglo se han producido dos acontecimientos completamente diferentes entre sí que nos han cambiado profundamente: la pandemia con sus consecuencias, caracterizadas por el aislamiento y las transformaciones existenciales, y la rehabilitación de la guerra como herramienta natural de resolución de disputas, que ha devuelto el conflicto al corazón de Europa, agravando el riesgo, ya no teórico, del uso del arma atómica. A esto hay que añadir la tragedia de Oriente Próximo, con el atentado del 7 de octubre de 2023, la guerra de Gaza y el retorno, a escala mundial, del antisemitismo violento, seguido del eclipse de todo ecumenismo.

Una gran figura del judaísmo británico contemporáneo, el recientemente fallecido rabino Jonathan Sacks, habló de un “cambio climático cultural”, que resumió con una feliz expresión: el paso del ‘nosotros’ al ‘yo’. Especialmente en las dos últimas décadas hemos experimentado un profundo, y en mi opinión dramático, éxodo hacia una nueva individualización exacerbada, que ha hecho de cada uno de nosotros “el dueño de su propia existencia”, generando una nueva visión del hombre y la mujer como individuos aislados, inmersos en un vacío relacional. Un conocido sociólogo y psicoanalista, Luigi Zoja, se refiere a la “muerte del prójimo”[2], como efecto de un retorno planetario del antiguo mito de Narciso, que ahora se ha apoderado de la escena.

Nuestro mundo es el de las selfies, las comidas individuales, y la condición de soltero como estado supremamente deseable. Un mundo, en definitiva, donde reina la soledad. Basta pensar en el aumento, a nivel global, de las enfermedades mentales, y en las numerosas dificultades relacionales y existenciales de los jóvenes. En este mundo, dominado por el “monoteísmo del ego”, el Otro Yo como misterio, como seducción, como deseo, ha desaparecido. En nuestras sociedades contemporáneas, dominadas por la comunicación digital y el modelo económico hiperliberal, ya no hay lugar para lo Otro distinto a mí, sino solo para el placer del yo. Este deslizamiento patológico del nosotros al yo ha generado un nuevo culto, una nueva forma de egolatría. Basta pensar en el fenómeno generalizado de los femicidios, que se ha convertido en una práctica cotidiana desconcertante en tantos países del viejo y del nuevo mundo. Esta singularización de nuestra existencia ha llevado al desmoronamiento de las pasiones y de los vínculos colectivos, haciéndonos creer que nuestra felicidad es vivir libres de toda atadura, desligados de toda relación.

Esta singularización de nuestra existencia ha llevado al desmoronamiento de las pasiones y de los vínculos colectivos, haciéndonos creer que nuestra felicidad es vivir libres de toda atadura, desligados de toda relación.

Impaciencia ante la democracia

La tiranía de este nuevo individualismo salvaje y autorreferencial es una de las carcomas, según el historiador Tzvetan Todorov[3], que está socavando el tejido, los cimientos y la arquitectura de la democracia en todos los continentes, al llevar a cabo una denigración sistemática de los ideales y valores de la communitas, que ya no parece tener valor alguno. En este horizonte egocéntrico, nada puede frenar la tenaz búsqueda del propio beneficio inmediato. Las razones del estar juntos, de compartir, de habitar un lugar común, de hacer comunidad, han perdido drásticamente fuerza, valor y sentido.

Una sociedad aprisionada en su presente no proyecta el futuro y no tiene memoria del pasado. Esto ha provocado un cambio antropológico en el hombre occidental: en la dimensión privada, en los sentimientos, y en la dimensión pública, desde la política hasta la economía. Ahí se encuentran las raíces del divorcio entre la política y la cultura, una cultura que ha rechazado la complejidad, dejándose seducir primero por la televisión y luego por el mundo de las redes sociales.

El sociólogo francés Edgar Morin señalaba,

Vivimos en una época desértica del pensamiento que no concibe la complejidad de la condición humana en la era global... un pensamiento desmenuzado en tantos fragmentos que es incapaz de ver las relaciones entre las múltiples dimensiones de nuestra crisis: económica, política, social, cultural, moral y espiritual.[4]

La invocación exasperada de los derechos individuales corre el riesgo de comprometer el equilibrio de la convivencia social si no se contrapesa adecuadamente con los deberes sociales.

La intolerancia a la democracia es ya, y no solo en Occidente, una enfermedad contagiosa: desde la Rusia de Putin a la Turquía de Erdogan, desde la Hungría de Orban a la India de Modi, desde la Venezuela de Maduro a la Nicaragua de Ortega. El viento de la globalización ha dejado de soplar, haciendo que el sueño de la unidad de la humanidad se desvanezca. La democracia aparece hoy caduca, despilfarradora, antieconómica, engorrosa, obsoleta, en agonía, bajo los golpes de la antipolítica, el populismo y el soberanismo. El populismo del siglo XXI tiene caracteres diferentes al del siglo XX. Especialmente llamativas son las profundas imbricaciones entre el populismo y el fundamentalismo religioso, que está revalorizando a escala planetaria las pulsiones extremistas, la moralización de la violencia y las tendencias totalitarias. El “make America great again” invocado en su momento por el presidente estadounidense Donald Trump es ahora el nuevo ideal, imitado en todas las latitudes.

La lógica del conflicto ha militarizado el discurso público, haciendo inaceptable toda forma de disidencia y pluralismo, […] rechazando la complejidad, criminalizando al enemigo, generando un proceso de verticalización del poder y, en definitiva, confundiendo la paz con el mito de la victoria.

El nexo entre paz y democracia emerge con toda su fuerza si observamos más de cerca lo que está ocurriendo en la guerra ruso-ucraniana. La lógica del conflicto ha militarizado el discurso público, haciendo inaceptable toda forma de disidencia y pluralismo, convirtiendo las democracias en democraturas. La propaganda bélica expulsa, acusándolas de traición, las opiniones que no se ajustan a la propaganda de guerra, rechazando la complejidad, criminalizando al enemigo, generando un proceso de verticalización del poder y, en definitiva, confundiendo la paz con el mito de la victoria.

La rehabilitación de la guerra

No hace falta utilizar muchas palabras para subrayar cómo la guerra vuelve a estar de moda. Nos hemos acostumbrado, con gran rapidez, a vivir de nuevo con ella. La hemos vuelto a aceptar como compañera inevitable de nuestra vida cotidiana. Hace poco más de una década el Movimiento por la Paz era capaz de movilizar a millones de personas, mientras que hoy corremos a las librerías a comprar las memorias del Príncipe Harry de Inglaterra5, en las que cuenta que le bastó apretar un botón para matar a 19 afganos. Una guerra parecida a un videojuego, un entretenimiento lleno de adrenalina con el que romper la monotonía de la vida cotidiana. La guerra ya no es un fantasma del pasado, sino una amenaza constante para nuestro presente.

Una de las grandes diferencias con el pasado es que hoy las guerras se eternizan, sin llegar a ninguna conclusión. Basta pensar en los conflictos que se prolongan desde hace décadas en Siria, Sudán, África Central y Libia. Las causas de este proceso degenerativo son muchas, y esto es lo que creo que deberíamos preguntarnos en estos días.

Lo más preocupante de la época que vivimos es la militarización del pensamiento, el cual gira en torno a una lógica binaria que no tolera la diversidad de opiniones y excomulga a quienes no toman partido: buenos/ malos, amigos/enemigos, vencedores/vencidos. La palabra paz, con todo el universo semántico que conlleva, ha desaparecido de nuestro horizonte político y antropológico cotidiano, reducida a una ingenuidad para almas cándidas e incautas. Negarse a tomar partido en la guerra no significa profesar la equidistancia de la indiferencia, ni tampoco mirar hacia otro lado. Se hace necesario investigar y reflexionar sobre el valor, la praxis y el sentido de la no violencia, como camino a seguir, como antídoto personal y colectivo contra la violencia como método de lucha política.

Un sacerdote italiano que allanó el camino para que los católicos se comprometieran políticamente, Luigi Sturzo, escribió en 1929: “Hay que tener fe en que... la guerra, como medio legal de protección de la ley, debe ser abolida, así como fueron abolidas legalmente la poligamia, la esclavitud, la servidumbre y la venganza familiar”6. Ha llegado el momento de abolir la guerra, de borrarla de la historia de la humanidad, antes de que ella borre al hombre de la historia. No hay guerras santas, justas, legítimas, ni siquiera preventivas para proteger los derechos humanos o la democracia. El coste humano de estos conflictos es inmenso y excede al económico, por muy desastroso que este sea. El verdadero riesgo lo representan las consecuencias globales de una crisis geopolítica endémica, que bloquea cualquier posibilidad de cooperar para afrontar problemas que solo tienen solución si cooperamos, me refiero a una multiplicidad de fenómenos que están interconectados: las cuestiones climáticas y migratorias, la pobreza, y la inteligencia artificial.

Toda guerra, señala el Papa Francisco en Fratelli tutti, deja el mundo “peor que como lo había encontrado”[7], y desfigura el rostro de la humanidad. En un presentismo dominado por polarizaciones extremas, se pierde la memoria: nacionalismos y populismos se exaltan a sí mismos frente a los demás.

Ha llegado el momento de abolir la guerra, de borrarla de la historia de la humanidad, antes de que ella borre al hombre de la historia. No hay guerras santas, justas, legítimas, ni siquiera preventivas para proteger los derechos humanos o la democracia.

La pobreza y la desigualdad generan violencia y socavan la democracia

El aumento de las desigualdades, la pobreza y la exclusión son una importante amenaza para la democracia en la actualidad. Las desigualdades de hoy son globalizadas y transversales, crecen en el frente social, cognitivo, relacional e intergeneracional, y afectan a varios centenares de millones de personas obligadas a sobrevivir, mendigando las migajas que caen de la mesa de los ricos epulones, como cuentan los relatos evangélicos. Un pueblo de descartados, obligado a vivir en condiciones subhumanas, que puebla el mundo, a ambos lados del Ecuador. ¿Cómo no poner en peligro la convivencia humana cuando el 1% de la población mundial posee el 46% de los recursos disponibles y 1.700 millones de personas no tienen agua potable?

La democracia está cada vez más en peligro bajo los golpes de la dictadura del fundamentalismo del mercado, que considera a la solidaridad como una dimensión contraproducente, contraria a la racionalidad financiera y económica, la que convierte todo en mercancía y competitividad. El credo neoliberal nos ha infectado con la ilusión de que la desconexión de lo colectivo era el requisito previo para el crecimiento privado y el logro del bienestar individual. Resulta casi evidente observar que la agudización de las desigualdades es hoy el terreno más fértil para el estallido y el crecimiento de los conflictos internos y del terrorismo internacional, incluido el yihadismo. La única salida a esta crisis es el retorno a lo que yo denominaría la civilización de la convivencia, fundada en los valores de un nuevo humanismo y en los cromosomas de una nueva proximidad.

La agudización de las desigualdades es hoy el terreno más fértil para el estallido y el crecimiento de los conflictos internos y del terrorismo internacional, incluido el yihadismo. La única salida a esta crisis es el retorno a lo que yo denominaría la civilización de la convivencia, fundada en los valores de un nuevo humanismo y en los cromosomas de una nueva proximidad.

Los retos del continente latinoamericano

América Latina ha sido el centro, desde 2019, de un levantamiento continental, dirigido contra regímenes dictatoriales y autoritarios y democracias representativas, culpables, más allá de sus credos ideológicos, de perpetuar, si no aumentar, la desigualdad y la exclusión social de las que América Latina ostenta el récord desde hace décadas. En mi opinión, las causas desencadenantes de este terremoto sociopolítico, que no da señales de aplacarse, tienen una raíz común y es la crisis de esa mediación política que se expresa en la fractura entre gobierno y gobernados, entre élite y pueblo, entre representantes y representados. Si la democracia es solo representativa y no participativa, si no se sustenta en deberes, se convierte en un simulacro deshabitado y desierto, que nadie tiene interés en defender, tal como le gustaba repetir como un mantra al presidente argentino Raúl Alfonsín.

Hay muchos fenómenos sobre los que me gustaría detenerme y que están en el origen de la permanente agitación que sacude al continente desde hace años: la absolutización del modelo económico neoliberal y las consecuencias que ello ha provocado, que pueden rastrearse en una suerte de dictadura del materialismo que ha afectado a tantos aspectos de la vida social, de los comportamientos, de las prácticas políticas y de la mentalidad; la nefasta ilusión del Estado mínimo, incapaz de garantizar un orden pacífico y vinculante para todos y, al mismo tiempo, de ofrecer unas condiciones mínimas de habitabilidad y ciudadanía; un gigantesco transvase de la violencia de la política a la delincuencia. Una violencia y una geo-mafiosidad que ha cambiado la cultura, la mentalidad, los hábitos y el comportamiento de los latinoamericanos, condenándolos a vivir en la era del miedo, y que se expresa también en la relación con la naturaleza y con el territorio. A esto se une una ideología de la seguridad que desde hace décadas domina como un tótem la cultura latinoamericana, y que está en el origen de un negocio continental hecho de ejércitos privados, sistemas de alarma, y complejos residenciales alternativos.

El camino de la democracia latinoamericana está marcado en casi todos sus aspectos por un aumento asombroso de la corrupción y por la falta de cultura del Estado de derecho. Con demasiada frecuencia, la ley ni se cumple ni se respeta. El nivel de impunidad alcanza, con diferencias de un país a otro, porcentajes inaceptables. El continente lleva años agobiado por los efectos nocivos de un círculo vicioso. El fracaso en la consolidación de las democracias se refleja en la falta de confianza, que a su vez provoca un mayor endeudamiento, lo que lleva a esa abismal desconexión entre Estado y sociedad, negando a millones de personas las oportunidades más básicas.

Una cuestión que también merece mucha atención es el papel y la función de los partidos políticos debilitados en su función esencial de representar el consenso democrático, en nombre de esa idolatría presidencialista que con demasiada frecuencia criminaliza la discrepancia y el diálogo. Lo que está ocurriendo en El Salvador de Nayib Bukele demuestra, dado el consenso del que goza, que a la mayoría de los ciudadanos del país no les importa tanto si el gobierno es democrático o no, o si respeta los derechos humanos, sino los resultados que sea capaz de ofrecer.

Regenerar el futuro reavivando el pensamiento

Estoy convencido de que hoy en día las comunidades académicas, más que en el pasado, pueden representar un lugar privilegiado para contribuir a lo que yo llamaría una regeneración del futuro, mediante la elaboración de una nueva forma de pensar, ya no antagónica, sino dialogante, inclusiva y tolerante. Hoy se habla poco del futuro y, por lo general, se habla de él como un escenario marcado por una amenaza inminente y angustiosa, de la que tienen miedo sobre todo los jóvenes, mientras que las generaciones pasadas lo veían como un lugar prometedor, como el tiempo y el espacio en el que hacer realidad sus esperanzas y expectativas. Hoy en día, las universidades pueden ser el antídoto contra aquel “pánico debido a la imaginación”.

En 1967, en vísperas de grandes convulsiones, Pablo VI concluyó en su encíclica Populorum progressio: “el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas”[8]. Es esta ausencia de visión la que nos hace ser sonámbulos y vivir sin orientación. Hoy más que nunca necesitamos ideas y proyectos capaces de generar pasiones unitivas que nos ayuden a imaginar el mundo del mañana, apoyándonos más en la reflexión que en los argumentos. En los tiempos que vivimos, las visiones y los sueños son a menudo desacreditados, contrariamente a lo que ocurre en la Biblia, donde el sueño es una imagen del futuro, aunque a veces obstaculizado, como nos cuenta la historia de José y sus hermanos en el Génesis. Martin Luther King escribió hace sesenta años: “Tengo un sueño... con esta fe seremos capaces de transformar las estridentes discordias de nuestra nación en una hermosa sinfonía de fraternidad”. En 2020, el Papa Francisco, en plena pandemia, dijo: “Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente”[9]. Para salir de esta gran regresión en la que nos hemos sumido, necesitamos elaborar una nueva narrativa, que nos permita leer concretamente los signos de los tiempos. Los problemas a los que nos enfrentamos no admiten varitas mágicas, atajos ni curas instantáneas, sino que requieren nada menos que una revolución cultural radical.

Hoy se habla poco del futuro y, por lo general, se habla de él como un escenario marcado por una amenaza inminente y angustiosa, de la que tienen miedo sobre todo los jóvenes […]. Las universidades pueden ser el antídoto contra aquel “pánico debido a la imaginación”.

Al recibir a los rectores de las universidades latinoamericanas, con quienes reflexionó sobre diversos temas, desde las migraciones al cambio climático, el Papa Francisco instó a las universidades a centrarse en un único gran objetivo que definió como “recuperar y organizar la esperanza”, recordando que la tarea de la Universidad no debe ser solo “enseñar cosas”. Hay que formar a los jóvenes, concluyó, en tres lenguajes humanos: “el de la cabeza, el del corazón y el de las manos. De tal manera que aprendan a pensar lo que sienten y lo que hacen, a sentir lo que hacen y lo que piensan, y a hacer lo que sienten y lo que piensan”[10]. Asimismo, el Papa Bergoglio alberga un sueño universal que nos pide cultivar, realizar, encarnar, y es el que contienen sus dos encíclicas, Fratelli tutti y Laudato si’: el manifiesto de un nuevo humanismo. Para ello necesitamos mentes lúcidas, pero fundamentalmente valor y determinación para soñar con un futuro poblado de compañeros de camino, hermanos, hermanas y amigos.


 Notas

* Gianni La Bella es profesor de Historia contemporánea en las universidades de Módena y Reggio Emilia, Italia. Ha estudiado el fenómeno religioso en Europa y el cristianismo latinoamericano en la época contemporánea. Es autor de diversas obras, entre las que se destaca Historia contemporánea de América Latina, en coautoría con Massimo De Giuseppe (Turner, Madrid, 2021).
[1] Francisco; Encuentro con los participantes en el V Congreso de la Iglesia Italiana. Catedral de Santa María de la Flor, Florencia, 10 de noviembre de 2015.
[2] Cf. Zoja, Luigi; La muerte del prójimo. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2015 (Primera edición en italiano, 2009).
[3] Cf. Todorov, Tzvetan; La Vida En Común: Ensayo De Antropología General. Taurus, Madrid, 1995.
[4] Morin, Edgar; Introducción al pensamiento complejo. Gedisa, Barcelona, 2003.
[5] Príncipe Harry. Duque de Sussex; En la sombra. Penguin Random House, 2023.
[6] Luigi Sturzo; En: Intervención del profesor Andrea Riccardi en Conferencia sobre la carta encíclica ‘Fratelli tutti’ del Santo Padre Francisco sobre la fraternidad y la amistad social, 04 de octubre de 2020.
[7] Francisco; Carta Encíclica Fratelli tutti, sobre la fraternidad y la amistad social. 2020, n. 261.
[8] Pablo VI; Carta Encíclica Populorum progressio, sobre la necesidad de promover el desarrollo de los pueblos. 1967, n. 85.
[9] Momento extraordinario de oración en tiempos de epidemia presidido por el Santo Padre Francisco. Atrio de la Basílica de San Pedro, viernes 27 de marzo de 2020.
[10] Diálogo del Santo Padre Francisco con los rectores de las universidades de América Latina. Sala Clementina, jueves 21 de septiembre de 2023.

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