El 22 de diciembre de 2012, en la audiencia para la Curia Romana, con ocasión del intercambio de felicitaciones por la Navidad, Benedicto XVI intervino también sobre el problema del gender (género) para aclarar una vez más la posición de la Iglesia sobre este tema tan delicado. Al respecto afirmó: “Dado que la fe en el Creador es parte esencial del Credo cristiano, la Iglesia no puede y no debe limitarse a transmitir a sus fieles sólo el mensaje de la salvación (…). También debe proteger al hombre contra la destrucción de sí mismo. Es necesario que haya algo como una ecología del hombre, entendida correctamente. Cuando la Iglesia habla de la naturaleza del ser humano como hombre y mujer, y pide que se respete este orden de la creación, no trata de una metafísica superada”. Sin embargo, a menudo, “lo que con frecuencia se expresa y entiende con el término «gender», se reduce en definitiva a la auto-emancipación del hombre de la creación y del Creador. El hombre quiere hacerse por sí solo y disponer siempre y exclusivamente por sí solo de lo que le atañe. Pero de este modo vive contra la verdad, vive contra el Espíritu creador. (…) Grandes teólogos de la Escolástica calificaron el matrimonio, es decir, la unión de un hombre y una mujer para toda la vida, como sacramento de la creación, que el Creador mismo instituyó y que Cristo, sin modificar el mensaje de la creación, acogió después en la historia de la salvación como sacramento de la nueva alianza”. Y concluyó: “El testimonio en favor del Espíritu creador presente en la naturaleza en su conjunto y de modo especial en la naturaleza del hombre, creado a imagen de Dios, forma parte del anuncio que la Iglesia debe transmitir”. A la luz de semejantes preocupaciones, veamos ante todo qué es la teoría del gender, qué consecuencias están derivando de la misma dentro de la legis-lación internacional y por último cómo puede superarse mediante una visión de la relación hombre-mujer basada en una correcta reciprocidad.

Influjos del “gender” a nivel internacional

Con fecha 18 de diciembre de 2008, la delegación de la Santa Sede, llamada a expresarse durante la 63ª sesión de la Asamblea General de la ONU sobre la Declaración sobre derechos humanos, orientación sexual e identidad de género, promovida por la presidencia francesa de la UE, tras haber declarado apreciar los esfuerzos por condenar toda forma de violencia hacia personas homosexuales, así como por impulsar a los Estados a tomar las medidas necesarias para eliminar las penas aplicadas a ellas, precisó que el documento francés “no es un documento destinado in primis a la despenalización de la homosexualidad en los países donde todavía es perseguida, como se dice en los medios de difusión masiva, simplificando”, sino más bien “promueve una ideología de la identidad de género y la orientación sexual”. Por esos motivos, aun cuando “la Declaración condena justamente todas las formas de violencia contra las personas homosexuales y afirma la obligación de protegerlas”, la Santa Sede no la ha apoyado y ha precisado que la Declaración francesa, “aun cuando desea salvaguardar algunos derechos importantes, pone en riesgo el ejercicio de otros derechos humanos”, como la libertad de expresión, de pensamiento, de conciencia y de religión. Si la Declaración presentada por Francia hubiese apuntado simplemente a despenalizar la homosexualidad, la Santa Sede no la habría criticado, por cuanto “la Iglesia Católica, basándose en una sana laicidad del Estado, considera que los actos sexuales libres entre personas adultas no deben tratarse como delitos que deba castigar la Autoridad civil”. El problema -señala L’Osservatore Ro-mano del 20 de diciembre de 2008- reside en cambio “en la promoción de la ideología de la identidad de género y la orientación sexual”, categorías hasta ahora no bien definidas en el derecho internacional.

“Se trata -observa el artículo- de conceptos polémicos a nivel internacional, y no sólo para la Iglesia, en cuanto implican la idea de que la identidad sexual se defina únicamente por la cultura, por lo cual es susceptible de ser transformada a gusto, dependiendo del deseo individual o de las influencias históricas y sociales”. De este modo, “se percibe solamente como un límite, así como fuente de significado, y se fomenta la falsa convicción de que la identidad sexual es producto de opciones individuales, indiscutibles y sobre todo merecedoras de reconocimiento público en cualquier circunstancia. Se promueve, por consiguiente, una idea equivocada de paridad, que procura definir a hombres y mujeres a partir de una idea abstracta del individuo”. Además, en la tentativa de introducir las citadas categorías discriminatorias, la Santa Sede visualiza una maniobra para “obtener la equiparación de las uniones del mismo sexo con el matrimonio, y para las parejas homosexuales la posibilidad de adoptar o “pro-crear” niños”. Una cantidad de países casi igual a la que ha apoyado la intervención francesa se ha asociado a un Statement (declaración) en sentido contrario. En los últimos años ha sido grande la responsabilidad de la ONU y sobre todo de la UE en la difusión de la ideología del gender, que, al desarrollarse en las dos Conferencias de la ONU, en El Cairo (1994) y Beijing (1995), ha contaminado progresivamente diversos documentos sucesivos.

En el ámbito de la Conferencia sobre la Población (El Cairo, 1994), mientras se hablaba de los derechos sexuales y reproductivos como derechos fundamentales de las mujeres, el Instituto Internacional de Investigaciones y Capacitación para la Promoción de la Mujer (INSTRAW) consideraba “oportuno renegociar los límites entre lo natural -y su relativa inflexibilidad- y lo social y su relativa modificabilidad”. El Comité de América Latina y el Caribe para la Defensa de los Derechos de la Mujer (CLADEM) hizo circular una Propuesta de “declaración universal de los derechos humanos según la perspectiva del género”, que postulaba el reconocimiento de los derechos de homosexuales, bisexuales, transexuales y hermafroditas; el derecho tanto a una educación sexual como al libre uso y orientación de la sexualidad; el derecho a la contracepción, al aborto y a la esterilización; el derecho a la unión con individuos del mismo sexo y el opuesto. La Santa Sede rechazó ambas propuestas, pero fueron retomadas en la Cuarta Conferencia sobre la Mujer de la ONU. En esas sedes, de hecho, la teoría del gender -adoptada por el feminismo radical estadounidense, que consideraba la identidad sexual mero producto cultural- se visualizaba como la posibilidad de “rescatar un destino femenino desde siempre vinculado con la anatomía”.

Esta teoría tampoco se limitaba a proponer un nuevo tipo de clasificación de los seres humanos, sino procuraba dar vida “a una agenda política para el futuro”, vinculada “con las mutaciones en la estructura de la parentela, con los debates sobre el matrimonio gay, con las condiciones para la adopción y con el acceso a la tecnología reproductiva”. Con ocasión de la Conferencia de Beijing, Juan Pablo II escribió un famosa “Carta a las mujeres”, en cuyo texto -recordando la feliz expresión “genio de la mujer” (Mulieris dignitatem, n. 30 s)7- reafirmaba que “feminidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo “masculino” y de lo “femenino”, lo humano se realiza plenamente”. Esta carta, junto con aquella dirigida en el año 2004 a los obispos (“Sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo”) por el entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, considera posible un diálogo con el neofeminismo “de la igualdad diferenciada”, pero toma distancia del feminismo radical o emancipacionista, sostenedor del gender. En particular, en dicha carta se visualiza la diferencia sexual “como realidad inscrita profundamente en el hombre y la mujer: la sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual, con su consiguiente impronta en todas sus manifestaciones. Ésta no puede ser reducida a un puro e insignificante dato biológico, sino que es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano”.

Por el contrario, la perspectiva del gender -como afirma un documento del INSTRAW- “distingue entre lo que es natural y biológico y lo que es construido social y culturalmente, y quiere renegociar los límites entre lo natural y su inflexibilidad, y lo social”. Esto implica el rechazo de la idea de que la identidad sexual está inscrita en la naturaleza, en los cromosomas, y la afirmación de que “cada uno se construye el propio “género”, fluctuando libremente entre lo masculino y lo femenino, transitando por todas las posibilidades intermedias”. De hecho, la teoría del gender desarrolla las siguientes presuposiciones: la diferencia sexual no es única -la de macho y hembra- sino múltiple, vinculada con las diversas orientaciones sexua-les, de raza y cultura, así como la condición social, “hasta despojar totalmente de significado la dualidad macho/hembra, produciendo una separación cada vez más neta entre la diferencia sexual biológica y la construcción de la identidad social y psicológica”. En realidad, la teoría del gender apunta esencialmente al pleno reconocimiento de la sexualidad homosexual y representa el primer paso hacia la separación de la identidad sexual de la realidad biológica, de tal manera que el gender encuentra su desarrollo lógico en la perspectiva de la identidad sexual como opción móvil y revocable, incluso varias veces en el curso de la vida de la misma persona. Esto se propone como un movimiento que, poniendo en tela de juicio las identidades consideradas normativas, niega la diferencia biológica entre los sexos y aspira a igualarlos.

Así, cada reunión de las Naciones Unidas sobre temas de la mujer, la procreación y la sexualidad se ha convertido en sede de ásperos debates sobre problemas que pueden parecer a los profanos simples modificaciones terminológicas, pero que si se aceptan abrirían grietas profundas en la fatigosa construcción de un marco ético compartido. “La batalla de las palabras se articula en algunas modalidades de intervención reconocibles. Basta señalar el hecho de que la transformación opera en varias direcciones, de las cuales la más rotunda y significativa es la que tiende a eliminar toda palabra sexuada, es decir, con referencia a la distinción entre masculino y femenino. El vocabulario adoptado debe ser gender neutral, de manera que no debe contener ni siquiera implícitamente la temida diferencia sexual”. En esta perspectiva, se abandonan los términos “padre” y “madre” en favor de “proyecto parental” o “paternidad”. “Mejor la definición ‘derechos reproductivos”, en que (…) el sustantivo ‘derecho’ debería rescatar el desagradable carácter chato del adjetivo “reproductivo”, aplastado por el biologismo, adjetivo que recuerda la reproducción de lo idéntico, por consiguiente de la especie y no del individuo, el cual felizmente permanece (aún) dotado de su frágil carácter irrepetible”.

Del feminismo radical al neofeminismo

La teoría del gender tiene su origen en el feminismo estadounidense en torno al año 1970. Al comienzo se caracterizó por las tendencias “emancipadoras”, que reivindicaban la aplicación de un paradigma igualitario en todos los sectores sociales, para así resolver el problema de la subordinación femenina. Posteriormente aparecieron las afirmaciones “diferencialistas”, reivindicando para lo femenino características ético-morales distintas, sino superiores a las masculinas, para así contrastar la hegemonía del sexo fuerte. En los años 50, se imponía la posición “constructivista”, considerándose que lo femenino no correspondía con características ontológicas, sino con lógicas histórico-sociales tanto de subordinación como de producción de la identidad sexual y de género. Esta nueva visión tenía relación con Simone de Beauvoir, que en El segundo sexo afirmaba: la mujer, constreñida en su rol por la sociedad patriarcal, “ha sido y sigue siendo cómplice del hombre en cuanto a la ‘condición’ de inferioridad en la cual la situó el hombre, volviéndola su ‘Otro constitutivo’”, es decir, funcional en el sistema machista. No obstante aquello, la mujer tiene una predisposición a la libertad radical y universal, común a todo ser humano, de tal manera que no podrá existir una dedicación femenina al otro sino como fruto consciente de una opción y de una autodeterminación radical. Para decirlo con sus ya famosas palabras: “Mujer no se nace, se llega a serlo. Ningún destino biológico, psíquico, económico, define el aspecto que reviste la mujer dentro de la sociedad en relación con el hombre”.

A comienzos de los años 70, el legado de Simone de Beauvoir fue recogido por el feminismo radical estadou-nidense -sobre todo de matriz lesbiana-, con una tentativa de emancipar la sexualidad de los roles en que la sociedad patriarcal la había situado y rescatarla en conformidad con estas palabras de Adrienne Rich, partidaria de la politics location (política del situarse): “Somos las mismas en nuestra corporeidad femenina, pero el cuerpo no es pura naturaleza (sex), sino especialmente cultura, es decir, punto de intersección entre lo biológico, lo social, lo simbólico (gender)”. Así, la teoría del gender nació de manera funcional con ese movimiento: si no hay diferencia sexual, si no existen diferencias entre los seres humanos y todos son iguales, no hay motivos para negar a las mujeres la emancipación. “Fue como si, en vez de pedir iguales derechos en la diversidad, se quisiese negar la diversidad para establecer la igualdad de derechos. Después de las mujeres, por cierto, vinieron los homosexuales, que tenían el problema de liberarse de una identidad desvalorizada.

Y lo lograron mediante el gender”. Con todo, una medida determinante de las teorías feministas contemporáneas consistió en asignar el tema, mediante la centralidad de la sexualidad -asumida tanto en forma binaria como múltiple-, a una exterioridad/alteridad que lo constituye y de la cual depende16. Esta perspectiva tiene gran diversidad de resultados, pero pueden sintetizarse en dos: aquel que incluye la ética de la diferencia sexual, de Luce Irigaray, que considera la relación con la alteridad dual, encontrando en lo materno un lugar de fecunda significación simbólica, y aquel basado en la crítica al binarismo sexual y la deconstrucción del paradigma heterosexual, sostenido por Judith Butler, que plantea la relación con la alteridad en una dimensión suprapersonal: no solo histórica y socialmente determinada, sino también radicada en la pulsionalidad y en el inconsciente.

En cuanto a la primera opinión, advertimos que paradojalmente -aun cuando esta interpretación se asume a menudo como justificación teórica de la subordinación de la mujer al hombre- ésta proporciona una definición en términos negativos, por cuanto es preciso afirmar sobre el hombre que lo proprium es no poder dar la vida convirtiéndose en madre. Observamos también que “al ponerse el acento únicamente en la base biológica, se pasan por alto las diferencias individuales y socioculturales, llegándose a una visión que, a pesar del carácter concreto del punto de partida biológico, no da cuenta en definitiva de la complejidad de la existencia femenina y masculina”. En el segundo enfoque, por otra parte, aparece la distinción, que muy a menudo es radical contraposición, entre el sexo como dato biológico y el género “entendido como el modo propiamente humano, culturalmente condicionado, de la diferencia. Esta última se considera como una construcción histórica y sociocultural, con diversas acentuaciones que subrayan en repetidas ocasiones el rol predominante de los factores socioeconómicos o de las actividades simbólicas con las cuales la masculinidad y la feminidad son codificadas y por consiguiente interiorizadas por los sujetos”. De dicha perspectiva, asumida como premisa teórica, surge la voluntad de actuar para deconstruir todos los condicionamientos, y dada la afirmada irrelevancia del sexo biológico, se plantea la posibilidad de que “cada uno esté en condiciones de elegir la identidad sexual sobre la base de la propia orientación vinculada de alguna manera”.

Un tercer camino, en relación con los dos anteriores, proviene del pensamiento de la igualdad diferenciada o neofeminista, que adoptando posiciones con respecto a toda la historia del pensamiento occidental, percibe la diferencia entre el hombre y la mujer en su radicarse en la sexualidad originaria del cuerpo, a partir de la cual se constituye la diferente pertenencia de género y por consiguiente la identidad masculina y femenina. Precisamente considerar la diferencia impone una visión uni-taria e integral del ser humano, en la cual la corporeidad y la esfera cultural, más bien que excluirse, resultan ser dimensiones que se atraen indisolublemente, ya que sólo de su compenetración proviene la peculiaridad humana y resulta posible hablar de hombre y mujer, y no únicamente de macho y hembra. De este modo es posible advertir las instancias positivas del pensamiento de la diferencia, que destaca al mismo tiempo la originalidad y la relevancia cultural del diferir del hombre y de la mujer, evitando sin embargo el peligro de una absolutización que no permita reconocer la idéntica humanidad de los dos sujetos. El carácter inseparable en el ser humano de materia y espíritu, que sólo en su intrínseca unidad constituyen el sujeto, ya sea hombre o mujer, permite ciertamente advertir que “la naturaleza humana, precisamente en aquello que la distingue de cualquiera otra, se encuentra ya penetrada por la diferencia en su profundidad ontológica”, de tal manera que el hombre y la mujer son partícipes de idéntica humanidad, mientras, por otra parte, “ninguno puede agotar en sí mismo la totalidad del hombre”. Por este motivo, intrínsecamente limitados, el hombre y la mujer son conducidos a la apertura y buscan en la relacionalidad, no sólo biológica, el encuentro y esa “recíproca complementariedad asimétrica” que contiene en sí misma tanto el sentido de la común pertenencia como la irreductibilidad del otro.

Fundamentos bíblicos para una correcta reciprocidad

Una nueva piedra angular para la base antropológica de la igualdad diferenciada fue colocada por Juan Pablo II mediante los dos textos fundamentales citados: Mulieris dignitatem y la “Carta a las mujeres”. En ambos, el tema de la “reciprocidad” entre hombre y mujer es predominante, y es también lo que conduce a una revisión antropológica definitiva. En la Carta a las mujeres, en particular, Juan Pablo II escribe: “En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la unidad de los dos, o sea una ‘unidualidad’ relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante. A esta unidad de los dos confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia”. Unidualidad –término retomado por Juan Pablo II de Mulieris dignitatem– expresa el sentido de la reciprocidad sobre la base del versículo bíblico: “Creó, pues, Dios, al ser humano a imagen suya (…) macho y hembra los creó” (Gn 1, 27). A eso debe referirse un “cristianismo del principio”, que desee pensar.

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