A 400 años de la muerte de Miguel de Cervantes
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Cuando, hace cuatro siglos, en 1605, se publicó en Madrid El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, nadie habría imaginado que este libro sería contado entre los clásicos de la literatura universal. Su autor, Miguel de Cervantes y Saavedra, era considerado un escritor de segundo orden. Ciertamente algunos de sus relatos —Rinconete y Cortadillo, Coloquio de los perros— se leían con placer, y revelaban vivacidad en la representación y soltura de estilo; pero persistía la impresión de Cervantes como escritor gris, convencional y mediocre. Como poeta, era juzgado indigno de un sillón en el Parnaso. Se puede creer que el mismo don Miguel no tenía una idea excelsa sobre su talento literario, constreñido como estaba a aceptar empleos burocráticos para mantener la familia.
Es patético un pasaje de su poema Viaje del Parnaso. Cervantes se presenta en el Parnaso, donde Apolo ha convocado a una asamblea de poetas. Todos son acogidos con el debido honor e invitados a acomodarse. Solo él es ignorado y obligado a permanecer en pie.
“Llegaban los laureles casi a ciento a cuya sombra y troncos se sentaron algunos de aquél número contento; otros los de las palmas ocuparon; de los mirtos y yedras y los robles también varios poetas albergaron. Puesto que humildes, eran de los nobles los asientos cual tronos levantados, porque tú, ¡oh Envidia!, aquí tu rabia dobles. En fin, primero fueron ocupados los troncos de aquel ancho circuito, para honrar a poetas dedicados, antes que yo en el número infinito hallase asiento; y así, en pie quedéme, despechado, colérico y marchito” (1).
Apolo lo insta a recostarse sobre su capa, pero Miguel debe confesarle que carece de la misma.
La publicación de Don Quijote tuvo un sorprendente éxito de público y de venta, pero no fue suficiente para admitirlo en el círculo de los grandes escritores. Desde lo alto de su pedestal, Lope de Vega, monarca indiscutible del ambiente literario de su época, sentenció: “Nadie hay tan tonto como para elogiar Don Quijote”. Contribuyó también a fomentar semejante desestima su modesta extracción social. “Oh, si sus talentos se hubiesen dado en un rico caballero, ¡cuántos elogios se le habrían tributado! —escribe Eustaquio Fernández de Navarrete—. Pero Cervantes era un infeliz, y las mentes huyeron de él como si fuera un apestado” (2). Además, ¿cómo era posible que un hombre de letras mediocre pudiese componer una obra maestra a los cincuenta y ocho años? Así, los grandes de las letras del Siglo de Oro se negaron a reconocer en Cervantes un autor de genio. Lope de Vega y Luis de Góngora dominaron en el campo de la literatura sin sospechar —ni ellos ni los hombres de letras de la época— que ese oscuro autor superaría, en los siglos futuros, la fama de todos ellos con una obra que era una parodia de los libros de caballería. Se requerirá tiempo para que Cervantes sea considerado “cumbre y síntesis” de la literatura española.
Trasfondo biográfico e histórico
Antes de analizar Don Quijote, para una interpretación fiel del mismo es necesario presentar a su autor y el contexto histórico en el cual vivió. ¿Quién es Miguel de Cervantes? En el prólogo de las Novelas ejemplares, él mismo traza un sabroso perfil describiendo su retrato, hecho por Juan de Jáuregui.
“Este que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; de cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies […] Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra.
Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria” (3). La presentación autobiográfica continúa, pero enfocando otro aspecto: declara haber compuesto las novelas definiéndolas como ejemplares con el fin de proporcionar ejemplos de honestidad que ayuden a vivir cristianamente. Pero también —agrega— “mi intento ha sido poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos, donde cada uno pueda llegar a entretenerse, sin daño de barras: digo, sin daño del alma ni del cuerpo”. No se puede estar siempre en la iglesia ni en los oratorios —nos advierte Cervantes— ni podemos ocuparnos siempre de negocios, aun cuando sean importantes. Horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descanse: también es preciso hacer reposar al espíritu cansado. En este punto, hace una confesión que lo honra: “Que si por algún modo alcanzara que la lección destas novelas pudiera inducir a quien las leyera a algún mal deseo o pensamiento, antes me cortara la mano con que las escribí que sacarlas en público. Mi edad no está ya para burlarse con la otra vida”.
Antes de despedirse del lector, reivindica la originalidad de sus novelas y la perspectiva de una futura obra, Trabajos de Persiles, “libro que osa competir con Eliodoro”. El final contiene una estocada contra los literatos que lo dejaron de lado: “Eso es todo. Que Dios te asista y a mí me dé paciencia para soportar lo malo que de mí digan esos cuatro sutiles y almidonados señores”.
Nació en Alcalá de Henares en 1547. Al cabo de años de estudios intermitentes, en 1568, quizás para evitar las consecuencias de una disputa, se dirigió a Roma, donde fue puesto al servicio del futuro Cardenal Giulio Acquaviva. Poco después se enroló como soldado y participó en la batalla de Lepanto (1571). Habiendo sanado, en Messina, de las heridas sufridas, participó en otras expediciones militares y residió un tiempo en Nápoles, tomando contacto con las obras poéticas y la ensayística de Italia. En el viaje de regreso a España, fue capturado por corsarios de Argel y tratado como esclavo. Al cabo de cinco años (1575-80) y varias tentativas de fuga, fue rescatado por un religioso trinitario y restituido a la libertad y a su patria.
Se dedicó durante un período breve a la literatura: compuso e hizo representar obras de teatro como El trato de Argel y El cerco de Numancia, pero con escaso éxito, y lo mismo ocurrió con otras obras suyas (como La Galatea). Hostigado siempre por dificultades económicas, se convirtió en hombre de negocios: comisario de abastos para la Armada Invencible y recaudador de impuestos. Estuvo además tres meses en prisión preventiva a causa de la quiebra del banquero con el cual había depositado el dinero recaudado. Su vida familiar —se casó en 1584— también fue poco feliz. En 1603, se radicó en Valladolid, debiendo trabajar en Don Quijote en un ambiente doméstico más bien deprimente: además de la esposa y una hija natural, vivieron con él dos hermanas, una de ellas con una hija natural. En 1605, apareció la primera parte de Don Quijote, que tuvo un éxito editorial clamoroso.
No llegó a ser rico ni la élite intelectual reconoció su genialidad. Tuvo la posibilidad, sin embargo, de publicar otras obras y burlarse de quienes lo miraban de arriba abajo. En 1609 fue miembro de la Confraternidad del Santo Sacramento y en 1616 terciario franciscano. Murió ese mismo año y fue sepultado en el convento de las Trinitarias Descalzas, en Madrid.
El trasfondo histórico en el cual se desarrolló su vida es denso en luces y sombras: marca la culminación del poder y de la gloria española y el comienzo de su decadencia, desde el triunfo de Lepanto hasta la derrota de la Armada Invencible (1588). Cuando Felipe II sucedió a Carlos V (1556), fue el soberano más poderoso de la tierra y gobernó la mitad del mundo; al ocurrir su muerte (1598), España, por una serie de motivos, se encontró en un proceso de decadencia que repercutió en muy diversos sectores. Cervantes se dio cuenta perfectamente de la situación histórica, y de “escritor optimista y sonriente, por inflexible lógica, debió convertirse en el maestro de un humorismo trágico y desesperado” (4). Con su Don Quijote quiso renovar los ánimos, enturbiados por ilusiones y espejismos, y mostrar objetivos vitales.
Entre ilusiones y espejismos Ilusiones y espejismos, decíamos. Eran un reflejo, aun cuando no exclusivo, de las novelas de caballería, que tuvieron en España su patria de elección. Hubo ciertamente algunas notables por la frescura y la delicadeza de inspiración poética, como Amadís de Gaula, de García Rodríguez de Montalvo, pero en su mayor parte eran expresión de la moda y de la cultura. “Al español medio le gustaba identificarse con la figura del caballero, superhombre dotado de poderes extraordinarios, capaz de derrotar a monstruos y gigantes de todo tipo, de atravesar cimas inaccesibles, de enfrentar encantos y magias y de acabar con cualquier adversario mediante el triunfo de la verdad y la justicia” (5). Estas novelas llenaban la cabeza de viento y llevaban a admirar absurdas afectaciones de invenciones y de estilo. En el capítulo XXXII del primer volumen de Don Quijote, el ventero se maravilla al percibir que las novelas de caballería han hecho perder la razón a Don Quijote.
“No sé yo cómo puede ser eso; que en verdad que, a lo que yo entiendo, no hay mejor letrado en el mundo, y que tengo ahí dos o tres dellos, con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no solo a mí, sino a otros muchos.
“…a lo menos, de mí sé decir que cuando oyó decir aquellos furibundos y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches y días.
“Yo no más ni menos —dijo la ventera—; porque nunca tengo buen rato en mi casa sino aquel que vos estáis escuchando leer; que estáis tan embobado, que no os acordáis de reñir por entonces” (6).
En realidad, se trataba de una infatuación colectiva por un mundo vivo únicamente en esos libros. El caballero andante era el héroe de la imaginación popular: “Una suma de lo que en nuestro tiempo son el cowboy, el detective, el explorador de Marte, el seductor irresistible: una mezcla —para entendernos— de James Bond y Perry Mason” (7), escribía José M. Valverde años atrás. Cervantes se consideraba víctima de este mito: poeta sin éxito, soldado de Lepanto olvidado, honesto recaudador encarcelado. Irritado por los falsos mitos, las falsedades y las ilusiones, decidió hacer de todo eso caricatura. Pudo escribir su novela por cuanto anteriormente, en su experiencia personal, ya había vivido su personaje. Vivido, compadecido y finalmente amado.
Mientras otros escritores se obstinaban en relatar historias de caballería, don Miguel tuvo la inspiración de hacerlo como argumento, pero en clave irónica. “Y así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío —escribe en el prólogo de la novela— sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados por otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación?”. Así, don Quijote fue concebido en la celda de una cárcel, no caballero, sino persona extraña, que deseaba identificarse con el mito del caballero andante sin mancha y sin temor.
“Se le secó el cerebro…”
A Alonso Quijano, en la cincuentena, seco de cuerpo, enjuto de rostro, tras haber pasado muchos años en la lectura de novelas de caballería, “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo” (p. 23). Habiendo perdido totalmente el juicio, tuvo el pensamiento más extravagante que alguna vez hubiese tenido un loco: hacerse caballero andante, renovar y revivir las hazañas y los ideales de la categoría. Se hizo llamar don Quijote de la Mancha, eligió como dama de su corazón a una campesina, idealizándola con el nombre Dulcinea del Toboso; ennobleció a su rocín llamándolo Rocinante y partió por los caminos de la Mancha a “ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban”, combatir los abusos de poder, defender a los débiles y a los perseguidos, restaurar la justicia, exponerse a peligrosas pruebas para adquirir fama inmortal. Pero es un simple hidalgo, es decir, de bajo rango; es preciso que se haga de inmediato armar caballero. En su primera salida, confunde una venta de campo con un castillo y al ventero por su señor, y le ruega de rodillas celebrar la investidura. Es padrino el ventero, burlón y estafador, y pronuncia entre dientes la fórmula sobre el libro de cuentas de la cebada, siendo madrinas dos jóvenes prostitutas. La investidura tiene lugar en medio de la risa de los presentes, que se han dado cuenta de la locura del nuevo caballero.
Ya nada puede detener los desvaríos de Don Quijote. A unos mercaderes toledanos, a los cuales confunde con caballeros andantes, ordena proclamar la incomparable belleza de Dulcinea. Al negarse estos, se precipita con la lanza baja contra el que habló y lo escarneció. Rocinante cae y arrolla a su dueño, que es además apaleado. Muy golpeado y “medio muerto”, es conducido de vuelta en un asno a la casa de un campesino, al cual confunde con un famoso personaje de novela. El ama, la sobrina, el cura y el barbero, ya seguros de que su locura es causada por los libros de caballería, queman una gran cantidad de estos, esperando que su patrón recupere el juicio, pero es en vano.
Apenas restablecido, se encuentra nuevamente en los caminos, ahora en compañía de un escudero, Sancho Panza, campesino de los alrededores, rechoncho, “de poca sal en la mollera”, que resultará ser sabio y simpático. Atraído por perspectivas de lucro, deja esposa e hijos y sigue a su caballero siendo un fiel escudero.
La narración de las aventuras de ellos dos es una orgía de fantasía, enriquecida con humorismo, locura, proverbios populares, leyendas y relatos de personajes de todo tipo. El lector es catapultado a un mundo donde la locura va acompañada por la sabiduría, el ideal por lo real, la maldad por la bondad, de tal manera que el conjunto ofrece el espectáculo de la comedia humana. La primera aventura es la de los molinos de viento. Don Quijote los confunde con gigantes desmesurados a los cuales desea enfrentar y dar muerte, ya que es “gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra”. Sancho procura en vano hacerle comprender que se trata de molinos y no de gigantes: Don Quijote ha neutralizado la percepción sensible; la realidad es transfigurada por su fantasía, la verdad está sometida al propio yo: Yo pienso y es así. Se trata de gigantes y no de molinos de viento, y las aspas en movimiento son sus brazos. Encomendándose a Dulcinea, espolea a Rocinante y lo hace galopar, embiste contra el primer molino y con la lanza atraviesa un aspa, que es movida por el viento “llevándose tras sí al caballo y caballero”. ¿Víctima de su loca ilusión? No, el mago Frestón, por contrariarlo, ha transformado los gigantes en molinos de viento, “por quitarme la gloria de su vencimiento”.
Don Quijote nunca admitirá la verdad de los sentidos; vive en un mundo quimérico y todo lo justifica recurriendo a magias, encantos y otras explicaciones de difícil comprensión. Esos dos “bultos negros” que avanzan por el camino, casualmente junto a un coche que lleva a una dama, no son frailes de San Benito, como parece y como dice Sancho, sino “deben ser, y son sin duda, algunos encantadores que llevan hurtada alguna princesa en aquel coche”. Luego hay una bronca. Rebaños de ovejas son confundidos con ejércitos enemigos; un cortejo fúnebre nocturno, con el robo de un caballero fallecido o gravemente herido; un tazón de peluquero, con el yelmo de Mambrino; un grupo de condenados a las galeras, con personas violadas y oprimidas; la hostería, con un castillo encantado; odres de vino tinto, con gigantes enemigos.
Tras una serie de sorprendentes aventuras, el cura y el barbero, amigos de don Quijote, para llevarlo de regreso a casa y hacerlo entrar en razón, recurren a un engaño, que les sugieren los libros de caballería, y logran su intento: lo encierran en una jaula puesta en un carro tirado por bueyes, y fingen que extraños fantasmas lo han encantado. En la casa, el ama y la sobrina lo desvisten, lo acuestan en la cama y lo curan mientras él las mira con ojos desorbitados, sin comprender dónde se encuentra. Las dos mujeres gritaron y maldijeron los libros de caballería, y “pidieron al cielo que confundiese en el centro del abismo a los autores de tantas mentiras y disparates”, temiendo que una mejoría del amo lo conduzca nuevamente lejos. “Y así fue como ellas se lo imaginaron”.
En la segunda parte, don Quijote y Sancho están nuevamente en los caminos, uno en busca de gloria y el otro de beneficios. Una noticia despierta entusiasmo en ellos: un libro está difundiendo por el mundo las aventuras y desventuras del Caballero de la Triste Figura (como se hace llamar don Quijote) y su escudero (8). Es preciso consolidar la fama adquirida y proseguir en la obra de caballero andante; pero antes conviene dirigirse al Toboso para recibir los auspicios de Dulcinea, y ordena a su escudero encontrarla. Pero Dulcinea no existe, es producto de su mente. ¿Cómo puede encontrarla el pobre Sancho? Simplemente, recurriendo al engaño. Presenta a su amo una campesina de rostro redondo y plano, haciéndole creer que es Dulcinea, en compañía de dos amigas. “Yo no veo Sancho —dijo don Quijote—, sino a tres labradoras sobre tres borricos”. Encantamiento. “Sancho, ¿qué te parece cuán mal quisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se extiende su malicia y la ojeriza que me tienen”, se queja don Quijote arrodillado delante de la campesina que es supuestamente Dulcinea encantada.
Convencido de que para desencantar a la dama del corazón debe ofrecerle de regalo algún gigante enemigo vencido por él en una cruenta batalla, enfrenta aventuras de todo tipo hasta que, en un combate mano a mano, es derrotado por el Caballero de la Blanca Luna, y se ve obligado a regresar a su casa. Las leyes de caballería obligaban al vencido a obedecer al vencedor: en realidad, este era el bachiller Carrasco, amigo suyo, disfrazado de caballero.
Ese regreso lo conducirá a la tumba. Nuevamente juicioso, acabado y previendo el final, se dirige así a quienes lo rodean: “Dadme albricias, buenos señores, de que ya no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentado en cabeza propia, las abomino” (p. 1.206)
A los tres amigos que, al escuchar estas palabras, lo creen víctima de una nueva forma de locura y le recuerdan que Dulcinea ahora está desencantada, que la vida tiene una perspectiva brillante, y por lo tanto “…déjense de cuentos”, replica: “Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y traíganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma”. Muere cristianamente.
¿Quién es don Quijote?
¿Quién es don Quijote? Sería muestra de superficialidad considerarlo un loco hidalgo que con sus aventuras nos permite vivir horas de diversión y evasión en el mundo quimérico. En realidad, es un personaje complejo que se mueve en tres planos: el mítico, el cómico y el trágico. En el plano mítico, encontramos un hidalgo inmerso en la lectura de las novelas de caballería, que “…vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros (…) y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo” (p. 23). No basta, elabora además una categoría mítica —de personajes, ideas y valores—en la cual amoldar su propia vida. Nace de ese modo el mito del caballero andante que se compromete enteramente en defensa de los perseguidos, en la lucha por la justicia, en el desprecio de los peligros y de la vida cómoda, en emprender valientes hazañas. Por ese motivo nace también el mito del valor, de la abnegación, de las hazañas heroicas, de la honestidad, del amor puro y fecundo de opciones generosas, del compromiso cristiano. Don Quijote encarna estos mitos, concebidos como significados de su vida. En el capítulo XI del primer volumen, él exalta el ideal del caballero andante y eleva un himno lírico a esa “¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados (…)!”. Elabora así una imagen lírica de un mito radicado en el espíritu humano.
Cuando se confunde el mito con la realidad, se cae en lo cómico. Don Quijote querría realizar un sueño con las armas de la caballería andante. El sueño —o el mito— se apodera de él de tal manera que le altera el juicio. Vive y actúa soñando. La risa que provocan sus delirios se transforma en el lector en primer lugar en un sentido de piedad, luego de simpatía y por último de admiración. Del plano cómico, el Caballero de la Triste Figura pasa al plano trágico. ¿Por qué trágico? Porque su deseo de creer en el sueño siempre es defraudado. Don Quijote de rodillas ante una campesina desgarbada, confundida con un portento de belleza, es un personaje trágico. Todas sus aventuras, llevadas a cabo en nombre de los ideales más nobles y cristianos, son un fracaso por ser inconsistentes. Así las consideramos nosotros, no él, que vive en otra dimensión, construida por una fe y una voluntad locas y heroicas.
Otro aspecto de la dimensión trágica de don Quijote nos es revelado por el episodio de la (fallida) lucha con los leones. Encuentra un carro que transporta en una jaula dos feroces leones. Se desata su fantasía: estos leones “vienen por mí”, exclama; para que manifieste su valentía. Ordena al guardián abrir la jaula después de que todos han huido lejos. Salta abajo del caballo, toma el escudo, desenvaina la espada y “con maravilloso denuedo y corazón valiente” se pone delante del carro. La bestia sale de la jaula, “mira a todas partes con los ojos hechos brasas”, y don Quijote la mira fijamente con intensidad, en espera de enfrentarla y hacerla pedazos. “Hasta aquí llegó el estremo de su jamás vista locura. Pero el generoso león, más comedido que arrogante, no haciendo caso de niñerías, ni de bravatas, después de haber mirado a una y otra parte, como se ha dicho, volvió las espaldas y enseñó sus traseras partes a don Quijote, y con gran flema y remanso se volvió a echar en la jaula” (p. 730). ¿También la bestia intuyó los desvaríos del caballero? Así, él queda trágicamente solo en su heroica locura: pierde también la ocasión de demostrar su valentía.
La segunda parte de la novela pone énfasis en la soledad y el sentido del desengaño de nuestro Caballero, que lentamente se transforma en un personaje pasivo, encaminado a recobrar la razón. Ese proceso involucra su fin. Después de ser atropellado por una manada de bueyes, dice a Sancho: “Considérame impreso en historias, famoso en las armas, comedido en mis acciones, respetado de príncipes, solicitado de doncellas; al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado y acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece la[s] mudas, y entomece las manos y quita de todo en todo la gana del comer, de manera que pienso dejarme morir de hambre” (p. 1.089).
Una escultural frase previa a este discurso define su vida: “Nací para vivir muriendo”. Su muerte será su vida en cuanto encarnación del ideal caballeresco. Es por lo tanto inmortal. Este caballero —loco sabio heroico— despierta en nosotros simpatía y respeto, porque —escribe Menéndez y Pelayo— “en el fondo de su mente inmaculada siguen resplandeciendo con inextinguible esplendor las puras, inmóviles y bienaventuradas ideas de que habla Platón” (9).
“Por su mal le nacieron alas a la hormiga”
También Sancho Panza termina convirtiéndose en un personaje simpático, afectuoso y de buen sentido. En los primeros capítulos, Cervantes nos lo presenta como un campesino simplón, preocupado de comer y dormir, de vida tranquila y bien asentado en los aspectos del buen vivir. Sigue a don Quijote porque lo atraen cálculos utilitarios y la perspectiva de llegar a ser gobernador de una isla, como le ha prometido el Caballero. Luego manifiesta también sensatez y humanidad, que se contraponen con la locura y las abstracciones de su patrón. En la segunda parte de la novela, conserva ciertamente sus rasgos característicos, pero su sensatez se ha refinado y su búsqueda de lo útil va acompañada de una afectuosa secuela del patrón, con el cual termina compartiendo la opción de vida y algunas actitudes mentales.
En el castillo del Duque, después de habérsele prometido a Sancho el gobierno de una isla, la Duquesa pregunta al escudero cómo puede seguir tan ciegamente a don Quijote si reconoce su locura. ¿No está loco también él? ¿Cómo entonces se le puede entregar una isla para gobernar? La respuesta de Sancho es sorprendente:
“que si yo fuera discreto, días ha que había de haber dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y esta mi malandanza; no puedo más, seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel; y así, es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón. Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de menos me hizo Dios, y podría ver que el no dármela redundase en pro de mi conciencia; que, maguera tanto, se me entiende aquel refrán de “por su mal le nacieron alas a la hormiga”, y aun no podría ser que se fuese más aína Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador” (p. 877 s.).
Creado en broma gobernador de la isla Barataria, demostrará un grado de sabiduría que despierta admiración general, y sus leyes permanecerán ejemplares. En los últimos capítulos, llega a ser casi un protagonista, a la par con su patrón; más que escudero y amigo, es confidente de un caballero encaminado en el sendero del ocaso, vencido y humillado.
“La más universal y pintoresca novela de la vida”
Si bien Cervantes hizo con Don Quijote una parodia de los libros de caballería, al mismo tiempo escribió el libro más bello de caballería, rico en poesía, pathos, humorismo y verdad. Al respecto, Menéndez y Pelayo escribe: “La obra de Cervantes no fue de antítesis ni de árida y prosaica negación, sino de purificación y terminación. No quiso suprimir un ideal, sino transfigurarlo y exaltarlo. Todo cuanto era quimérico, inmoral y débil, no precisamente en el ideal caballeresco, sino en sus degeneraciones, se disipó como por encanto ante la clásica serenidad y benévola ironía de la mente más sana y equilibrada del Renacimiento. Así, el Quijote fue el último de los libros de caballería, el definitivo y perfecto, el que concentró en un centro luminoso la difusa y caótica materia; al mismo tiempo, elevando las vivencias de la vida familiar a la dignidad de epopeya, proporcionó el primer modelo, no superado, de la novela realista moderna” (10).
Además, Don Quijote ofrece un retrato vivo, colorido y multiforme de la sociedad española del siglo XVII. Cervantes la presenta subdividida en cuatro clases distintas: los que, nacidos en familias humildes, se han elevado en dignidad y grandeza; los que se han mantenido siempre grandes; los que, nacidos grandes, han terminado en la nada, y por último los que nacidos plebeyos, han seguido siéndolo (ver p. 368). La novela ofrece de cada clase una imagen característica, sobre los trasfondos más diversos y en las situaciones más comunes y más extrañas, tanto así que Friedrich Schelling la define como “la más universal y pintoresca novela de la vida” (11).
Es novela universal porque es novela realista. En sus personajes está el hombre de todos los tiempos con sus problemas de fondo, sus miserias y su bondad, su melancolía y su nostalgia. Está el hombre de hoy, que habiéndose derribado los mitos sobre los cuales se pretendía construir una nueva sociedad, se encuentra en búsqueda de sentido y verdad; el hombre de hoy rebelde ante la injusticia, ante la hipocresía, ante el statu quo, víctima de engaños y de falsos intereses. A este hombre, Cervantes le recuerda la urgencia de llegar a ser persona libre: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres” (p. 1.075). ¿Qué libertad plantea el Caballero? La libertad de ser nosotros mismos, de no sentirnos atados a los demás, de no depender de convenciones y cálculos. “¡Venturoso aquél a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al cielo!” (ivi).
La libertad exaltada por don Miguel no es libertinaje, sino libertad cristiana. Con una lectura honesta y atenta, toda la novela resulta impregnada de convicciones y sentimientos cristianos, que revelan de su autor un alma profundamente creyente, impregnada de un espíritu cristiano, desencantado con respecto a los espejismos terrenales y propenso a los horizontes trascendentales. “La derrota de don Quijote —señala agudamente Menéndez y Pelayo— es sólo aparente, porque su generosa aspiración permanece íntegra y se realizará de mejor manera, como lo anuncia su muerte tan sabia y tan cristiana” (12).
La actualidad y la modernidad de Don Quijote son también producto de su original estructura de caja china, de “libro en el libro”, que permite desdoblamientos de planos imaginativos, pasajes en los diversos géneros literarios, divagaciones y afirmaciones que introducen en terrenos nuevos. En este sentido, Cervantes es precursor del Ulises de Joyce, del teatro de Pirandello y de Cien años de soledad de García Márquez. El estilo de la novela es claro, incisivo, colorido; son sobre todo brillantes los diálogos entre ambos protagonistas; Sancho sorprende y deleita con la riqueza de sus proverbios, con sus ocurrencias y con su manera de relatar.
Rescatar el sepulcro de don Quijote
Al comienzo del famoso ensayo Vida de don Quijote y Sancho, Miguel de Unamuno (13) se preguntaba dónde encontrar “el modo de desencadenar un delirio, un vértigo, una locura cualquiera en estas pobres multitudes ordenadas y tranquilas, que nacen, comen, duermen, se reproducen y mueren”. Él lo encontró: rescatar el sepulcro de don Quijote de quienes han traicionado su espíritu, y así recuperar la trágica condición entre escepticismo de la razón y desesperación del corazón, es decir, la “fe agónica” que alimenta y ennoblece el espíritu del hombre. También Iván Turguénev consideraba que don Quijote representaba la fe (pero no en la acepción de Unamuno): “La fe en algo eterno e incontrolable, la fe en la verdad (…) que se encuentra fuera del individuo” (14).
(1) Texto citado en L. GIUSSO, Autoritratto spagnolo, Turín, ERI-RAI, 1959, 191.
(2) Ivi, 193.
(3) M. DE CERVANTES SAAVEDRA, Novelas ejemplares, París, Librería europea de Baudry, 1855, VI.
(4) A. VALBUENA PRAT, Historia de la Literatura española, Barcelona, Gustavo Gili, 1946, 613.
(5) Miguel de Cervantes, Milán, Mondadori, 1968, 33.
(6) M. DE CERVANTES, Don Chisciotte della Mancia, C. SEGRE – D. MARCO PINI a cargo, 2 vol., Milán, Mondadori, 1991. La traducción (en lengua afectadamente toscana) es de F. CARLESI. El aparato crítico es esmerado y sumamente útil. Las páginas, indicadas entre paréntesis en el texto, se refieren a estos dos volúmenes.
(7) J. M. VALVERDE, Il Don Chisciotte di Cervantes, Turín, ERI, 1969, 18.
(8) En 1614, apareció el texto apócrifo Segundo Tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, obra del presunto Alfonso Fernández de Avellaneda. Al parecer, fue escrito por un admirador de Lope de Vega que se sintió ofendido en el primer Quijote.
(9) A. M. CAYUELA, Menéndez y Pelayo orientador de la cultura, Barcelona, Nacional Artes Gráficas, 1939, 72.
(10) Ivi, 70.
(11) Citado por A. CAYUELA, “Cervantes e il Don Chisciotte dello spirito spagnuolo”, en Civ. Catt., 1948 I 169.
(12) A. M. CAYUELA, Menéndez y Pelayo…, op. cit., 72.
(13) M. DE UNAMUNO, Vida de don Quijote y Sancho, Madrid, Fe. 1905. Sobre la interpretación de Unamuno de Don Quijote, ver R. TUCCI, “Itinerario spirituale di Miguel de Unamuno”, en Civ. Catt. 1957 II 154-158. Entre los numerosos estudios sobre Don Quijote, recordamos: J. ORTEGA Y GASSET, Meditaciones del “Quijote”, Madrid, Imp. Clásica Española, 1914; S. DE MADARIAGA, Guía del lector del “Quijote”, Madrid, Espasa-Calpe, 1926; M. ZAMBRANO, Verso un sapere dell’anima, Milán, Cortina, 1986.
(14) Citado por B. GIURATO, en Indipendente, 17 de abril de 2005.