Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro recorrido para comprender mejor la enseñanza de san Pablo, nos encontramos hoy con un tema difícil pero importante, el de la justificación. ¿Qué es la justificación? Nosotros, de pecadores, nos hemos convertido en justos. ¿Quién nos ha hecho justos? Este proceso de cambio es la justificación. Nosotros, ante Dios, somos justos. Es verdad, tenemos nuestros pecados personales, pero en la base somos justos. Esta es la justificación. Se ha discutido mucho sobre este argumento para encontrar la interpretación más coherente con el pensamiento del apóstol y, como sucede a menudo, se ha llegado también a contraponer las posiciones. En la Carta a los Gálatas, como también en la de los Romanos, Pablo insiste en el hecho de que la justificación viene de la fe en Cristo. “¡Pero, yo soy justo porque cumplo todos los mandamientos!”. Sí, pero de ahí no te viene la justificación, te viene antes: alguien te ha justificado, alguien te ha hecho justo ante Dios. “¡Sí, pero soy pecador!”. Sí eres justo, pero pecador, pero en la base eres justo. ¿Quién te ha hecho justo? Jesucristo. Esta es la justificación.

¿Qué se esconde detrás de la palabra “justificación” que es tan decisiva para la fe? No es fácil llegar a una definición exhaustiva, pero en el conjunto del pensamiento de san Pablo se puede decir sencillamente que la justificación es la consecuencia de la «iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1990). Y este es nuestro Dios, así tan bueno, misericordioso, paciente, lleno de misericordia, que continuamente da el perdón, continuamente. Él perdona, y la justificación es Dios que perdona desde el inicio a cada uno, en Cristo. La misericordia de Dios que nos da el perdón. Dios, de hecho, a través de la muerte de Jesús —y esto debemos subrayarlo: a través de la muerte de Jesús— ha destruido el pecado y nos ha donado de forma definitiva el perdón y la salvación. Así justificados, los pecadores son acogidos por Dios y reconciliados con Él. Es como un regreso a la relación original entre el Creador y la criatura, antes de que interviniera la desobediencia del pecado. La justificación que Dios realiza, por tanto, nos permite recuperar la inocencia perdida con el pecado. ¿Cómo ocurre la justificación? Responder a esta pregunta equivale a descubrir otra novedad de la enseñanza de san Pablo: que la justificación ocurre por gracia. Solo por gracia: nosotros hemos sido justificados por pura gracia. “¿Pero yo no puedo, como hacen algunos, ir donde el juez y pagar para que me de justicia?”. No, en esto no se puede pagar, ha pagado uno por todos nosotros: Cristo. Y de Cristo que ha muerto por nosotros viene esa gracia que el Padre da a todos: la justificación ocurre por gracia.

El apóstol siempre tiene presente la experiencia que cambió su vida: el encuentro con Jesús resucitado en el camino a Damasco. Pablo había sido un hombre orgulloso, religioso, celante, convencido de que en la escrupulosa observancia de los preceptos estaba la justicia. Ahora, sin embargo, ha sido conquistado por Cristo, y la fe en Él lo ha transformado en lo profundo, permitiéndole descubrir una verdad hasta ahora escondida: no somos nosotros con nuestros esfuerzos que nos volvemos justos, no: no somos nosotros; sino que es Cristo con su gracia quien nos hace justos. Entonces Pablo, para tener una plena conciencia del misterio de Jesús, está dispuesto a renunciar a todo en lo que antes era rico (cfr. Fil 3,7), porque ha descubierto que solo la gracia de Dios lo ha salvado. Nosotros hemos sido justificados, hemos sido salvados por pura gracia, no por nuestros méritos. Y esto nos da una confianza grande. Somos pecadores, sí; pero vamos por el camino de la vida con esta gracia de Dios que nos justifica cada vez que nosotros pedimos perdón. Pero no justifica en ese momento: somos ya justificados, pero viene a perdonarnos otra vez.

La fe tiene para el apóstol un valor global. Toca cada momento y cada aspecto de la vida del creyente: desde el bautismo hasta la partida de este mundo, todo está impregnado de la fe en la muerte y resurrección de Jesús, que dona la salvación. La justificación por fe subraya la prioridad de la gracia, que Dios ofrece a los que creen en su Hijo sin distinción alguna.

Por eso no debemos concluir, por tanto, que para Pablo la Ley mosaica ya no tenga valor; esta, de hecho, permanece un don irrevocable de Dios, es —escribe el apóstol— «santa» (Rm 7,12). También para nuestra vida espiritual es esencial cumplir los mandamientos, pero tampoco en esto podemos contar con nuestras fuerzas: es fundamental la gracia de Dios que recibimos en Cristo, esa gracia que nos viene de la justificación que nos ha dado Cristo, que ya ha pagado por nosotros. De Él recibimos ese amor gratuito que nos permite, a su vez, amar de forma concreta.

En este contexto, está bien recordar también la enseñanza que proviene del apóstol Santiago, quien escribe: «Ya veis como el hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente —parecería lo contrario, pero no es lo contrario— […] Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta» (St 2,24.26). La justificación, si no florece con nuestras obras, estará ahí, bajo tierra, como muerta. Está, pero nosotros debemos realizarla con nuestras obras. Así las palabras de Santiago integran la enseñanza de Pablo. Para ambos, por tanto, la respuesta de la fe exige ser activos en el amor por Dios y en el amor por el prójimo. ¿Por qué “activos en ese amor”? Porque ese amor nos ha salvado a todos, nos ha justificado gratuitamente, ¡gratis!

La justificación nos introduce en la larga historia de la salvación, que muestra la justicia de Dios: frente a nuestras continuas caídas y a nuestras insuficiencias, Él no se ha resignado, sino que ha querido hacernos justos y lo ha hecho por gracia, a través del don de Jesucristo, de su muerte y resurrección. Algunas veces he dicho cómo es la forma de actuar de Dios, cuál es el estilo de Dios, y lo he dicho con tres palabras: el estilo de Dios es la cercanía, compasión y ternura. Siempre está cerca de nosotros, es compasivo y tierno. Y la justificación es precisamente la cercanía más grande de Dios con nosotros, hombres y mujeres, la compasión más grande de Dios hacia nosotros, hombres y mujeres, la ternura más grande del Padre. La justificación es este don de Cristo, de la muerte y resurrección de Cristo que nos hace libres. “Pero, Padre, yo soy pecador, he robado…”. Sí, pero en la base eres un justo. Deja que Cristo haga esa justificación. Nosotros no somos condenados, en la base, no: somos justos. Permitidme la palabra: somos santos, en la base. Pero después, con nuestra obra nos convertimos en pecadores. Pero, en la base, somos santos: dejemos que la gracia de Cristo emerja y esa justicia, esa justificación nos dé la fuerza de ir adelante. Así, la luz de la fe nos permite reconocer cuánto es infinita la misericordia de Dios, la gracia que obra por nuestro bien. Pero la misma luz nos hace también ver la responsabilidad que se nos ha encomendado para colaborar con Dios en su obra de salvación. La fuerza de la gracia tiene que combinarse con nuestras obras de misericordia, que somos llamados a vivir para testimoniar qué grande es el amor de Dios. Vamos adelante con esta confianza: todos hemos sido justificados, somos justos en Cristo. Debemos implementar esta justicia con nuestras obras.


 Fuente: Vaticano 

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