21 de junio de 2017

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El día de nuestro Bautismo resonó para nosotros la invocación de los santos. Muchos de nosotros en aquel momento éramos niños, llevados en los brazos de los padres. Poco antes de cumplir la unción con el óleo de los catecúmenos, símbolo de la fuerza de Dios en la lucha contra el mal, el sacerdote invitó a la entera asamblea a rezar por quienes estaban a punto de recibir el Bautismo, invocando la intercesión de los santos. Aquella era la primera vez en la cual, a lo largo de la vida, nos era regalada esta compañía de hermanos y hermanas “mayores”—los santos— que pasaron por nuestra misma calle, que conocieron nuestras fatigas y viven para siempre en el abrazo de Dios. La Carta a los Hebreos define esta compañía que nos rodea con la expresión «gran nube de testigos» (12, 1). Así son los santos: una multitud de testigos.

Los cristianos, en el combatir el mal, no se desesperan. El cristianismo cultiva una incurable confianza: no cree que las fuerzas negativas y disgregantes puedan prevalecer. La última palabra sobre la historia del hombre no es el odio, no es la muerte, no es la guerra. En todo momento de la vida nos ayuda la mano de Dios, y también la discreta presencia de todos los creyentes que «nos han precedido con el signo de la fe» (Canon Romano). Su existencia dice ante todo que la vida cristiana no es un ideal inalcanzable. Y juntos nos conforta: no estamos solos, la Iglesia está hecha de innumerables hermanos, a menudo anónimos, que nos han precedido y que por la acción del Espíritu Santo están vinculados con los acontecimientos de quien vive aquí abajo.

La del Bautismo no es la única invocación de los santos que marca el camino de la vida cristiana. Cuando dos novios consagran su amor en el sacramento del matrimonio, se invoca de nuevo para ellos —esta vez como pareja— la intercesión de los santos. Y esta invocación es fuente de confianza para los dos jóvenes que parten para el “viaje” de la vida conyugal. Quien ama verdaderamente tiene el deseo y el valor de decir “para siempre” —“para siempre”— pero sabe tener necesidad de la gracia de Cristo y de la ayuda de los santos para poder vivir la vida matrimonial para siempre. No como algunos dicen: “hasta cuando dure el amor”. No: ¡para siempre! De lo contrario, mejor no te cases. O para siempre o nada. Por esto en la liturgia nupcial se invoca la presencia de los santos. Y en los momentos difíciles es necesario tener el valor de elevar los ojos al cielo, pensando en los muchos cristianos que pasaron a través de la tribulación y custodiaron blancas sus vestimentas bautismales, lavándolas en la sangre del Cordero (cf Hechos de los Apóstoles 7, 14): así dice el Libro del Apocalipsis. Dios no nos abandona nunca: cada vez que lo necesitemos vendrá un ángel suyo a levantarnos y a infundirnos consolación. “Ángeles” alguna vez con un rostro y un corazón humano, porque los santos de Dios están siempre aquí, escondidos en medio de nosotros. Esto es difícil de entender e incluso de imaginar, pero los santos están presentes en nuestra vida. Y cuando alguno invoca a un santo o a una santa, es precisamente porque está cerca de nosotros. También los sacerdotes custodian el recuerdo de una invocación de los santos pronunciada sobre ellos. Es uno de los momentos más impactantes de la liturgia de la ordenación. Los candidatos se colocan tumbados por el suelo, con la cara hacia el suelo. Y toda la asamblea, guiada por el obispo, invoca la intercesión de los santos. Un hombre permanecería aplastado bajo el peso de la misión que le es encomendada, pero sintiendo que todo el paraíso está a sus espaldas, que la gracia de Dios no faltará porque Jesús permanece siempre fiel, entonces se puede partir serenos y tranquilos. No estamos solos.

Y ¿qué somos nosotros? Somos polvo que aspira al cielo. Débiles nuestras fuerzas, pero potente el misterio de la gracia que está presente en la vida de los cristianos. Somos fieles a esta tierra, que Jesús ha amado en cada instante de su vida, pero sabemos y queremos esperar en la transfiguración del mundo, en su cumplimiento definitivo donde finalmente no habrá más lágrimas, maldad y sufrimiento. Que el Señor nos done a todos nosotros la esperanza de ser santos. Pero alguno de vosotros podrá preguntarme: “Padre, ¿se puede ser santo en la vida de todos los días?” Sí, se puede. “Pero ¿esto significa que debemos rezar todo el día?” No, significa que debes cumplir tu deber todo el día: rezar, ir al trabajo, cuidar de los hijos. Pero es necesario hacer todo con el corazón abierto hacia Dios, de manera que el trabajo, también en la enfermedad, incluso en la dificultad, esté abierto a Dios. Y así nos podemos convertir en santos. Que el Señor nos dé la esperanza de ser santos. ¡No pensemos que es una cosa difícil, que es más fácil ser delincuentes que santos! No. Se puede ser santos porque nos ayuda el Señor; es Él quien nos ayuda.

Es el gran regalo que cada uno de nosotros puede ofrecer al mundo. Que el Señor nos dé la gracia de creer tan profundamente en Él como para convertirnos en imagen de Cristo para este mundo. Nuestra historia necesita “místicos”: personas que rechazan todo dominio, que aspiran a la caridad y a la fraternidad. Hombres y mujeres que viven aceptando también una porción de sufrimiento, porque se hacen cargo de la fatiga de los demás. Pero sin estos hombres y mujeres el mundo no tendría esperanza. Por esto os deseo —y también deseo para mí— que el Señor nos done la esperanza de ser santos. ¡Gracias!


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor nos conceda la gracia de ser santos, de convertirnos en imágenes de Cristo para este mundo, tan necesitado de esperanza, de personas que rechazando el mal, aspiren a la caridad y a la fraternidad. Que Dios los bendiga.


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