La Oficina de Prensa de la Santa Sede publica el texto de la catequesis del Papa Francisco, preparado para esta esté día sobre su ciclo dedicado a la Infancia de Jesús. El Santo Padre sigue hospitalizado en el Policlínico Gemelli, en su tratamiento médico, donde en algunos momentos ha retomado la actividad laboral.

Foto de portada: El Papa Francisco durante la audiencia general del 5 de febrero.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Contemplemos hoy la belleza de «Jesucristo, nuestra esperanza» (1 Tm 1,1) en el misterio de su presentación en el Templo.

En los relatos de la infancia de Jesús, el evangelista Lucas nos muestra la obediencia de María y José a la Ley del Señor y a todas sus prescripciones. En realidad, en Israel no existía la obligación de presentar al niño en el Templo, pero quien vivía en la escucha de la Palabra del Señor y deseaba conformarse a ella, consideraba que era una práctica valiosa. Así lo hizo Ana, la madre del profeta Samuel, que era estéril; Dios escuchó su oración y ella, después de tener un hijo, lo llevó al templo y lo ofreció para siempre al Señor (cf. 1 S 1,24-28).

Lucas narra, pues, el primer acto de culto de Jesús, celebrado en la ciudad santa, Jerusalén, que será la meta de todo su ministerio itinerante a partir del momento en que tome la firme decisión de subir allí (cf. Lc 9,51), yendo al encuentro del cumplimiento de su misión.

María y José no se limitan a insertar a Jesús en una historia de familia, de pueblo, de alianza con el Señor Dios. Se ocupan de su custodia y de su crecimiento, y lo introducen en la atmósfera de fe y culto. Y ellos mismos crecen gradualmente en la comprensión de una vocación que los supera con creces.

En el Templo, que es «casa de oración» (Lc 19,46), el Espíritu Santo habla al corazón de un hombre anciano: Simeón, un miembro del pueblo santo de Dios preparado en la espera y en la esperanza, que alimenta el deseo de que se cumplan las promesas hechas por Dios a Israel por medio de los profetas. Simeón percibe en el Templo la presencia del Ungido del Señor, ve la luz que resplandece en medio de los pueblos sumidos «en tinieblas» (cf. Is 9,1) y va al encuentro de ese niño que, como profetiza Isaías, «nació para nosotros», es el hijo que «nos ha sido dado», el «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Simeón abraza a ese niño que, pequeño e indefenso, descansa entre sus brazos; pero es él, en realidad, quien encuentra el consuelo y la plenitud de su existencia abrazándolo. Lo expresa en un cántico lleno de conmovedora gratitud, que en la Iglesia se ha convertido en la oración al final del día:

«Ahora, Señor, puedes dejar que tu siervo
se vaya en paz, según tu palabra,
porque mis ojos han visto tu salvación,
la que has preparado ante todos los pueblos:
luz para iluminar a los gentiles
y gloria de tu pueblo, Israel» (Lc 2,29-32).

Simeón canta la alegría de quien ha visto, de quien ha reconocido y puede transmitir a otros el encuentro con el Salvador de Israel y de los pueblos. Es testigo del don de la fe, que recibe y comunica a los demás; es testigo de la esperanza que no defrauda; es testigo del amor de Dios, que llena de alegría y de paz el corazón del ser humano. Lleno de este consuelo espiritual, el anciano Simeón ve la muerte no como el final, sino como la realización, como la plenitud, la espera como una «hermana» que no destruye, sino que introduce en la vida verdadera que ya ha pregustado y en la que cree.

En aquel día, Simeón no es el único que ve la salvación hecha carne en el niño Jesús. Lo mismo le sucede a Ana, una mujer de más de ochenta años, viuda, dedicada enteramente al servicio del Templo y consagrada a la oración. Al ver al niño, de hecho, Ana celebra al Dios de Israel, que precisamente en ese pequeño ha redimido a su pueblo, y se lo cuenta a los demás, difundiendo generosamente la palabra profética. El canto de la redención de dos ancianos difunde así el anuncio del Jubileo a todo el pueblo y al mundo. En el Templo de Jerusalén se reaviva la esperanza en los corazones porque en él ha hecho su entrada Cristo, nuestra esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, imitemos también nosotros el ejemplo de Simeón y Ana, estos «peregrinos de la esperanza» que tienen ojos límpidos capaces de ver más allá de las apariencias, que saben «olfatear» la presencia de Dios en la pequeñez, que saben acoger con alegría la visita de Dios y volver a encender la esperanza en el corazón de los hermanos y hermanas.


Fuente: Vaticano

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