El pensamiento de Arendt es especialmente aleccionador para la filosofía política del S.XX.

El desarrollo del pensamiento de Hannah Arendt —desde las primeras obras en alemán hasta la última obra en inglés, The Life of the Mind (que dejó sin acabar, y fue publicada póstuma en 1978)—ees especialmente aleccionador, si lo consideramos en el marco de la filosofía de la política en el siglo XX. Arendt, en efecto, pertenece esencialmente a la historia de la filosofia alemana, aunque luego vivió en los Estados Unidos y allí produjo sus obras más importantes. Fue alumna y amiga íntima de Martin Heidegger, cuyo pensamiento se sitúa en el cauce de la fenomenología de la conciencia, así como la había propuesto Edmund Husserl. Ahora bien, ni Husserl ni Heidegger reflexionaron tomando como punto de partida el sentido común; más bien, ambos —y sobre todo Husserl— tuvieron una actitud de desprecio hacia el sentido común [1]; más aún, ambos ignoraron el término alemán que se había utilizado por siglos, hasta el mismo Kant, para indicar el sentido común: «Gemeinsinn» [2]. Y, sin embargo, Hannah Arendt, una vez llegada a América, no solo toma del lenguaje filosófico inglés el término absolutamente corriente de “common sense[3], sino que profundiza en su contenido epistémico y llega a hacer de él el fundamento de su antropología, de su ética social y de su doctrina política, centrada en la idea de libertad personal y de comunicación interpersonal [4]. En efecto, la comunicación entre diferentes sujetos, con diferentes vivencias e intereses existenciales, solo es posible si existe y se valoriza plenamente una base común de evidencias objetivas (consenso sobre una verdad condivisible), así como también una base común de valores (consenso sobre una finalidad condivisible). Eso es, precisamente, el «common sense» que Arendt redescubre, y eso es, igualmente, el sentido común en su significado propiamente epistémico. El redescubrimiento del “common sense” realizado por la filósofa alemana en sus obras en inglés, a partir de The Origins of Totalitarianism (1951), tiene así una gran importancia histórico-cultural.

A Hannah Arendt le falta una fundamentación teórica rigurosa de sus principios gnoseológicos. Los presenta más bien como preciosas intuiciones, que sin embargo en la dialéctica filosófica pueden aparecer subjetivas, incluso debidas tan solo a su talante existencial concreto y a su sensibilidad femenina. El estilo de la especulación filosófica de la autora alemana no es el de la argumentación rigurosa, sino más bien el del ensayo político-cultural, en el que prevalecen las llamadas al sentimiento y al corazón, enriquecidas por la indudable eficacia de un rico lenguaje literario. En este sentido, la obra de Hannah Arendt se aleja del tradicional modo de hacer filosofía de los filósofos de la escuela analítica anglosajona, aun siendo este el ambiente en donde ella trabajó más tiempo, y resulta sustancialmente deudora del método fenomenológico que había aprendido en Alemania de su maestro Heidegger y luego del francés Maurice Merlau-Ponty.

Gerardo Galetto ha puesto en evidencia las principales aportaciones filosóficas de Hannah Arendt, que son las cuatro siguientes.

La primera, y más conocida, es la de haber descifrado la esencia política del totalitarismo interpretándolo como “ideología”, es decir, como una idea que carece de fundamento en la realidad del hombre y de la sociedad, una idea que puede llegar a ser una idea política y una praxis tan solo cuando las categorías filosóficas del idealismo dominan la cultura y están sostenidas por el poder. La ideología del totalitarismo, que para Arendt es sobre todo el nazismo, ha podido llegar a las aberraciones del antisemitismo (que ella llama justamene «a real insult to common sense») porque no tiene en cuenta lo que el sentido común hace ver a todos los hombres en relación con la vida en la sociedad civil: la dignidad de la persona, los derechos inalienables, la igualdad de todos ante el Estado. Aquí podría yo añadir, para confirmar esta opinión de Hannah Arendt, que también en Italia la historia política hace ver claramente que el totalitarismo arraiga allí donde el poder impone ideas abstractas que nada tienen que ver con el sentido común: y, en efecto, el fascismo de Benito Mussolini se convirtió en un régimen totalitario justo cuando consiguió una absoluta hegemonía cultural gracias a la intensa labor intelectual del filósofo idealista Giovanni Gentile, que, entre otras cosas, en su calidad de ministro de la Educación nacional, realizó la más profunda y durable reforma de la escuela italiana y fue presidente de la prestigiosa Accademia d’Italia.

Otra de las aportaciones filosóficas de Hannah Arendt es la importancia que ella otorgó al lenguaje en el marco de su pensamiento político, sobre todo en The Human Condition (1958). El lenguaje, para la pensadora alemana, es la expresión de la subjetividad más verdadera, y al mismo tiempo el medio por el cual se realiza la inter-subjetividad, tanto en las relaciones privadas como en las políticas. En este contexto, Arendt valoriza la función comunicativa del sentido común.

La tercera gran aportación filosófica de Arendt es el énfasis que ella puso en la dimensión estética de la vida espiritual de la persona humana, tanto en la intimidad de su conciencia como en las relaciones sociales. Para la pensadora alemana, el sentido de la belleza («the feeling of beauty»), o sea, la capacidad de percibir la belleza, que forma parte integrante de la realidad como tal, es prerrogativa de toda persona humana, es dominio del sentido común; pero una cultura como la de las masas despersonalizadas puede ocultar y sumergir con falsos valores el valor supremo de la belleza [5]. Hago notar que el hablar del “sentido de la belleza” pertenece totalmente a la tradición de la filosofía del sentido común (aunque Arendt no parece darse cuenta explícitamente de ese aspecto de la historia de las ideas), ya que del “common sense” empezaron a hablar en Gran Bretaña justamente los autores de tratados de estética que fueron tan numerosos e importantes en el siglo XVIII e influyeron ciertamente en la escuela de Thomas Reid. Y no es por casualidad que Kant ya ha hablado del “Gemeinsinn”, allí donde trata de estética, o sea, en la Crítica de la facultad de juzgar. En nuestro tiempo, en Italia, esta misma intuición de Hannah Arendt la ha expresado el filósofo cristiano Luigi Pareyson, que por cierto es uno de los más importantes filósofos de sentido común del siglo XX [6]. Pero la originalidad de Arendt estriba en el hecho de que, para la pensadora alemana, la capacidad de contemplación estética (de la naturaleza como de las obras del arte) es fundamental para la vida social, para una sociedad en donde se viva una vida verdaderamente humana. Y eso porque la actitud estética arraiga en la experiencia metafísica, en la cual el ser de las cosas, su bondad y su belleza coinciden; así que la experiencia estética se relaciona necesariamente con la experiencia moral y con la experiencia religiosa [7].

La cuarta y última de las aportaciones filosóficas de Hannah Arendt es el haber hecho, aunque solo indirectamente, una valiosa reivindicación de la racionalidad de la fe religiosa. La pensadora alemana era hebrea de origen, y al mundo religioso judío se refieren principalmene sus consideraciones. Pero lo que ella dice se aplica también, e incluso más, a la fe cristiana. Por otra parte, la lógica del hebraísmo y la del cristianismo coinciden en dar importancia primaria a la aceptación de una revelación divina que se presenta como suma sabiduría. La adhesión a la revelación que Dios hizo, primero por medio de Moisés y luego por medio del mismo Hijo de Dios, Jesucristo, no exige al hombre la renuncia a la racionalidad que es propia de su naturaleza espiritual; antes más bien se apoya sobre esa búsqueda de la verdad por los caminos de la razón y presupone que algunas verdades (Tomás de Aquino las llama «praeambula fidei») ya están en posesión de todo hombre que es llamado a la fe, siendo estas verdades algo que pertenece al sentido común [8]. Arendt llega a estas conclusiones viendo la arbitrariedad de la postura racionalista, que otorga importancia tan solo a lo que se pueda demostrar con los recursos de la ciencia, mientras que todo lo demás (que por cierto incluye las cosas más importantes para la vida humana: el amor, el arte, la política, la religión) queda arrinconado en el limbo de la insignificancia. Arendt, por el contrario, está convencida de que la racionalidad es connatural al hombre en todas las dimensiones de su vida, comenzando justamente con la percepción de los hechos y de los valores fundamentales, los que toda persona posee ya desde el comienzo de la búsqueda de la verdad y que constituyen las certezas del sentido común. La filosofía misma, siendo la expresión más perfecta de la racionalidad humana (por supuesto, mucho más que las matemáticas y que las ciencias de la naturaleza o de la sociedad), no puede prescindir del sentido común, porque no se funda en sí misma, sino que se funda precisamente en las certezas de la experiencia inmediata y universal [9].

No se puede dejar de notar, con admiración, cómo estas consideraciones de la filósofa hebrea concuerdan perfectamente con lo que dijera muchos años después la Iglesia católica hablando de las relaciones entre la filosofía y la fe. La encíclica Fides et ratio de Juan Pablo II, que lleva la fecha del 14 de septiembre de 1998, resume y pone al día la doctrina de siempre de la Iglesia, que vio en la razón humana —tanto en la de todos los hombres, en el nivel del sentido común, como en la de los filósofos— no un obstáculo para acercarse a la fe, sino más bien el único camino posible, con tal de que la razón sea fiel a su propia naturaleza, que es la búsqueda sincera de la verdad. En efecto, el magisterio eclesiástico nunca quiso sostener una “oposición polar” entre fe y razón, como hicieron los fideístas y los racionalistas ya desde la Edad Media. Por el contrario, siempre ha enseñado que la “fe” es un don de Dios al hombre para que pueda aceptar libre y meritoriamente la revelación de los misterios sobrenaturales. En relación con este concepto de fe, la “razón” es presentada por el Magisterio como el primero de los dones que Dios concedió a todos los hombres para que puedan alcancar con sus fuerzas naturales el conocimiento del mundo, de sí mismos y de Dios, y para que esa verdad natural sirva como premisa para luego poder entender y aceptar la verdad sobrenatural. Por eso, una filosofía como la de Hannah Arendt resulta perfectamente en sintonía con la doctrina tomista —la que defiende la “razón” porque sirve al acto de fe como su lógica premisa y condición de posibilidad— y por eso es compatible con lo que la Iglesia enseña acerca de la racionalidad del acto de fe y del contenido de la fe [10]. Eso lo hace notar Galetto, y yo añado que, por el mismo motivo, son incompatibles con la doctrina católica: a) aquellas doctrinas que suelen llamarse “pensamiento post-metafisico” (Jürgen Habermas) o “pensamiento débil” (Gianni Vattimo); b) las doctrinas que oponen el pensar (denken) al creer (glauben), como hace Martin Heidegger; c) las doctrinas escépticas, que abogan por un abandono total de la filosofía (Richard Rorty) o proponen su reducción a mero razonamiento pragmático (Hilary Putnam); d) las posturas racionalistas de los que no admiten, siquiera como hipótesis, la posibilidad de una fe sobrenatural, ya que niegan que se pueda dar la trascendencia y, por tanto, juzgan absurda la idea misma de revelación sobrenatural; entre estos pueden citarse el alemán Hans Albert y el italiano Emanuele Severino [11]. Por eso mismo es notable el acierto de Hannah Arendt en oponerse a todas estas posturas filosóficas, y ciertamente no por motivos confesionales, sino por motivos auténticamente racionales. La búsqueda e individuación de las premisas o presupuestos de toda labor científica, según aquella figura lógica que yo llamo “presuposición” [12].

En este sentido tiene perfectamente razón Arendt en enfrentarse críticamente con todas las formas contemporáneas del cientifismo, reafirmando el valor crítico del sentido común. Hay que tener en cuenta, efectivamente, que cualquier ciencia es por su misma naturaleza un conocimiento “segundo”, por el hecho de que siempre presupone unos cuantos conocimientos “primeros”. Toda ciencia, en efecto, es un proceso de sistematización, reflexión crítica, profundización, justificación causal, etc., que presupone el objeto de esta investigación, porque de él deriva la exigencia racional de emprender esa búsqueda. Si además se trata de una ciencia que debe ser la “ciencia de la totalidad”, como es el caso de la filosofía, tal conocimiento previo no puede ser otra cosa que aquel conocimiento universal y necesario que se fundamenta en la experiencia común, es decir, lo que modernamente se llama en filosofía el “sentido común”. También la teología, como ciencia de la revelación divina, debe tener en cuenta el valor crítico del sentido común. La teología, en efecto, presupone la fe en el dato revelado, pero procura comprender el dato revelado sirviéndose necesariamente de las categorías universales y necesarias que proporciona justamente el sentido común: cualquier otra categoría resultaría no homogénea con el dato revelado. Cuando, pues, la teología entra en diálogo con la filosofía, este diálogo es posible —salvando lógicamente las respectivas distancias, derivadas de radicales diferencias epistemológicas— solo si ambas ciencias se encuentran en un terreno común: y un terreno común entre dos ciencias no puede ser otro que un común dato pre-científico, es decir, un dato que precede y funda tanto la ciencia filosófica como la ciencia teológica [13]. No quiere decir esto, está claro, que la filosofía deba someterse a criterios externos a ella, ni que la teología pretenda tener un papel directivo que no le corresponde absolutamente: quiere decir, en cambio, que ambas ciencias, con una mirada retrospectiva que es conciencia de sus fundamentos epistémicos, detectan las certezas del sentido común —que son juicios de existencia, no teoremas para la explicación de los hechos— como punto de partida necesario y regla metodológica ineludible de su proceso de investigación. Si la teología reafirma —es justamente lo que hace Juan Pablo II en la encíclica Fides et ratio— que la filosofía ha de tener unas características concretas —es decir, que debe ser un saber sapiencial, enraizado en los problemas existenciales y en la religión—, y no puede prescindir de un planteamiento metafisíco —para poder pasar, como sugiere el Papa, “del fenómeno al fundamento”—, estas orientaciones formales y metodológicas no son otra cosa que la toma de conciencia de exigencias que se descubren en el mismo objeto, común a ambas, es decir, la experiencia universal del hombre que busca descifrar el mundo, su propia alma, el sentido de su vida, las relaciones con sus semejantes y el origen de todo. La orientación que la filosofía recibe de la teología hay que entenderla pues como la aplicación del principio de rigor racional que he llamado “principio de coherencia”: es el principio que prohíbe negar como verdad, en la reflexión crítica, lo que ha sido legítimamente afirmado como verdad en las premisas de la reflexión misma, es decir, en la intuición empírica [14].

***

Viendo lo acertado de estas aportaciones de Arendt al análisis de las relaciones entre el sentido común y la vida social, y considerando atentamente las conclusiones que ella saca para una crítica radical de la cultura política actual, se comprende por qué he dicho que el pensamiento de la filósofa alemana no está en la línea ni de la filosofía analítica anglosajona ni de la filosofía “continental” de tipo idealístico. Arendt es muy original: con la sencillez y audacia típicas de los filósofos hebreos contemporáneos (sobre todo si son mujeres: pienso en Simone Weil y en Edith Stein), ella se enfrenta con todas las corrientes de pensamiento que han impuesto su hegemonía en la cultura occidental del siglo XX, tanto las de orientación racionalista como las de orientación irracionalista [15]. Lástima que en su obra no se encuentre una justificación epistémica acabada de la función de fundamento racional que corresponde al sentido común, si con la expresión “sentido común” se entiende de veras aquel conocimiento humano natural que no tiene el carácter de “opinable” de las ciencias, sino la incontrovertibilidad de la experiencia que todos hacen y que todos recíprocamente se comunican.


Notas:

[1] Véase sobre este punto: Antonio Livi, Il principio di coerenza. Senso comune e logica epistemica, Armando Editore, Roma 1997; Ídem, Perché interessa la filosofia e perché se ne studia la storia, Casa editrice Leonardo da Vinci, Roma 2007; Mario Mesolella (ed.), Realismo e fenomenologia, Casa Editrice Leonardo da Vinci, Roma 2009.
[2] El filósofo alemán que más utilizó este término (juntamente con el término latino correspondiente, “sensus communis”) fue el pensador suabo del siglo XVIII Friedrich Oetinger (redescubierto en el siglo XX por Hans-Georg Gadamer); Immanuel Kant sigue utilizando el término en la tercera crítica (Kritik der Urteilskraft); véase Marina Savi, Il concetto di senso comune in Kant, Franco Angeli Editore, Milán 1998.
[3] He dicho “corriente” porque efectivamente lo es, tanto en Gran Bretaña (desde Thomas Reid, en el siglo XVIII, llegando hasta George Edward Moore en el siglo XX) como en Estados Unidos, ya que Charles Sanders Peirce, al comienzo del siglo XX, se conecta explíticamene a la Scottish School of Common Sense y se declara a sí mismo «a critical commonsensist» (cfr. Writings of Charles S. Peirce, vol. V [1884-1886], ed. Christian J W Kloesel, Indiana University Press, Bloomington, Indiana 1993, p. 123).
[4] Galetto hace notar con notable acierto que la distancia crítica de Arendt en relación con el pensamiento de Heidegger estriba justamente en su alejamiento de la noción puramente subjetiva y apolítica del Dasein heideggeriano.
[5] «Such a radical loss of the world, such a terrible atrophy of the organs we use to respond to it – starting with the common sense with which we get oriented in a world common to us and to others, and hence the feeling of beauty, of taste with which we love the world - … We can speak about a true worldlessness and this worldlessness is always some form of barbarism».
[6] Véase Luigi Pareyson, Verità e interpretazione, Mursia, Milano 1965.
[7] Esta convicción se encuentra también en otros filósofos del sentido común, y yo mismo la he expresado en algunas de mis obras; por ejemplo: La ricerca della verità. Dal senso comune alla dalettica (Casa Editrice Leonardo da Vinci, Roma 2005) y Metafisica e senso comune. Sullo statuto epistemologico della “filosofia prima” (Casa Editrice Leonardo da Vinci, Roma 2010).
[8] Tema sobre el que he escrito varios ensayos, todos basados precisamente en la noción filosófica de “sentido común”, al que se pueden reducir los “praeambula fidei”; cf. Antonio Livi, Razionalità della fede nella Rivelazone. Un’analisi filosofica alla luce della logica aletica, Casa editrice Leonardo da Vinci, Roma 2005; Ídem, Reasons for Believing.On the Rationality of Christian Faith, The Davies Group Publishers, Aurora, Col. 2006; Ídem, “Praeambula fidei”. Il contributo della logica epistemica all’ermeneutica teologica, Casa editrice Leonardo da Vinci, Roma 2016.
[9] Es la tesis que sostuvieron Jacques Maritain (cf. Introduction générale à la philosophie, Distiguer pour unir, ou Les degrés du savoir y Science et sagesse) y Étienne Gilson (cf. Le Réalisme méthodique, Christianisme et philosophie, The Unity of Philosophical Experience y Les Tribulations de Sophie), y que yo mismo he desarrollado en mi obra, como resulta de la investigación histórico-crítica de William Slattery, The Logic of Truth. Thomas Aquinas Epistemology and Antonio Livi’s Alethic Logic, Casa editrice Leonardo da Vinci, Roma 2015.
[10] Cf. Antonio Livi (ed.), Premesse razionali della fede. Filosofi e teologi a confronto sui “praeambula fidei”, Lateran University Pres, Ciudad de Vaticano 2008.
[11] Véase Antonio Livi, Senso comune, filosofia e cristianesimo: sulle contraddizioni del ‘razionalismo critico’ nella critica della metafisica, Lorenzo Leuzzi (ed.): Ragione filosofica e fede cristiana, Rubbettino Editore, Soveria Mannelli 1996, pp. 49-64; Valentina Pelliccia, Emanuele Severino. La critica razionalistica del senso comune e della fede, Casa Editrie Leonardo da Vinci, Roma 2005.
[12] Cfr. Antonio Livi, Verità del pensiero. Fondamenti di logica aletica, Lateran University Press, Ciudad del Vaticano 2002.
[13] Cfr. Antonio Livi, Filosofia e teologia, Edizioni San Clemente, Roma - Edizioni Studio Domenicano, Bologna 2008; Ídem, Vera e falsa teologia. Come distinguere la vera “scienza della fede” da un’equivoca filosofia religiosa, Casa Editrice Leonardo da Vinci, Roma 2012.
[14] Cfr. Antonio Livi, Crítica del sentido común (Lógica de la ciencia y posibilidad de la fe), trad. esp., Madrid Rialp 1997, cap. VI; Ídem, Il principio di coerenza. Senso comune e logica epistemica, Roma: Armando 1997.
[15] Véase, por ejemplo, cómo se enfrenta con las escuelas filosóficas modernas, imputándoles haber producido la actual «alienación del hombre» (Hannah Arendt, The Human Condition, The University of Chicago Press, Chicago, 1958, p. 272).

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