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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
CON OCASIÓN DE LA XIII SESIÓN PÚBLICA
DE LAS ACADEMIAS PONTIFICIAS
Al venerado hermano
Monseñor Gianfranco Ravasi
Presidente del Consejo pontificio
para la cultura
Me complace enviarle a usted y al Consejo de coordinación de las Academias pontificias mi cordial saludo con ocasión de la sesión pública anual, cita tradicional para dar relieve a las actividades promovidas con empeño y generosa dedicación por cada una de las Academias, y momento de encuentro y de comunión entre diversas Instituciones animadas por un objetivo común: servir a la persona humana, para que resalten su esplendor y sus responsabilidades, su armonía y su misión. Extiendo mi saludo a los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los señores embajadores y a los representantes de cada Academia pontificia reunidos para este acto solemne y familiar.
Para esta decimotercera sesión pública de las Academias pontificias, la insigne Academia pontificia de Bellas Artes y Letras de los Virtuosos en el Panteón, que este año organiza el acontecimiento, ha elegido como tema: "Universalidad de la belleza: estética y ética en confrontación". Se trata de un tema muy significativo para profundizar la relación, o mejor, el diálogo entre estética y ética, entre belleza y actuar humano, diálogo tan necesario como quizás olvidado o eludido.
No sólo el actual debate cultural y artístico, sino también la realidad cotidiana nos vuelven a proponer la necesidad y la urgencia de un renovado diálogo entre estética y ética, entre belleza, verdad y bondad. Efectivamente, en diversos niveles emerge dramáticamente la separación, e incluso la contraposición, entre las dos dimensiones: la de la búsqueda de la belleza, aunque comprendida reductivamente como forma exterior, como apariencia que se ha de perseguir a toda costa, y la de la verdad y la bondad de las acciones que se llevan a cabo para realizar un fin.
De hecho, una búsqueda de la belleza que fuese extraña o separada de la búsqueda humana de la verdad y de la bondad se transformaría, como por desgracia sucede, en mero estetismo, y, sobre todo para los más jóvenes, en un itinerario que desemboca en lo efímero, en la apariencia banal y superficial, o incluso en una fuga hacia paraísos artificiales, que enmascaran y esconden el vacío y la inconsistencia interior. Ciertamente, esta búsqueda aparente y superficial no tendría una inspiración universal, sino que inevitablemente resultaría del todo subjetiva, si no incluso individualista, para terminar quizás incluso en la incomunicabilidad.
Muchas veces he puesto de relieve la necesidad y el compromiso de un ensanchamiento de los horizontes de la razón, y, desde esta perspectiva, es necesario volver a comprender también la íntima conexión que une la búsqueda de la belleza con la búsqueda de la verdad y de la bondad. Una razón que quisiera despojarse de la belleza resultaría disminuida, como también una belleza privada de razón se reduciría a una máscara vacía e ilusoria.
En el encuentro con el clero de la diócesis de Bressanone, el pasado 6 de agosto, dialogando precisamente sobre la relación entre belleza y razón, hice notar que debemos aspirar a una razón de mayor amplitud, en la que el corazón y la razón se encuentren, en la que la belleza y la verdad se toquen. Aunque este compromiso corresponde a todos, vale aún más para el creyente, para el discípulo de Cristo, llamado por el Señor a "dar razón" a todos de la belleza y de la verdad de su propia fe. Nos lo recuerda el Evangelio de san Mateo, en el que leemos la exhortación dirigida por Jesús a sus discípulos: "Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5, 16). Conviene notar que en el texto griego se habla de kalà erga, de obras bellas y buenas al mismo tiempo, porque la belleza de las obras manifiesta y expresa, en una síntesis excelente, la bondad y la verdad profundas del gesto, como también la coherencia y la santidad de quien lo realiza. La belleza de las obras, de la que habla el Evangelio, nos remite a otra belleza, verdad y bondad, que sólo en Dios tienen su perfección y su fuente última.
Así pues, nuestro testimonio debe alimentarse de esta belleza, nuestro anuncio del Evangelio debe percibirse en su belleza y novedad; y por ello es necesario saber comunicar con el lenguaje de las imágenes y de los símbolos. Nuestra misión diaria debe convertirse en transparencia elocuente de la belleza del amor de Dios para que llegue de modo eficaz a nuestros contemporáneos, a menudo distraídos y absorbidos por un clima cultural no siempre propenso a acoger una belleza en plena armonía con la verdad y la bondad, pero deseosos y nostálgicos de una belleza auténtica, no superficial y efímera.
Esto se ha puesto de manifiesto también durante el reciente Sínodo de los obispos, convocado para reflexionar sobre el tema: "La Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia". Diversas intervenciones pusieron de relieve el valor perenne de un "testimonio de la belleza" para anunciar el Evangelio, subrayando la importancia de saber leer y escrutar la belleza de las obras de arte, inspiradas por la fe y promovidas por los creyentes, para descubrir en ellas un itinerario singular que acerca a Dios y a su Palabra.
En el Mensaje conclusivo, dirigido por los Padres sinodales a todos los creyentes, se reafirma la bondad y la eficacia de la via pulchritudinis, uno de los posibles itinerarios, quizá el más atractivo y fascinante, para comprender y alcanzar a Dios. En el mismo documento se recuerda la Carta a los artistas de mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II, que invitaba a reflexionar sobre el íntimo y fecundo diálogo entre la Sagrada Escritura y las diversas formas artísticas, del que han brotado innumerables obras maestras.
En esta ocasión os sugiero que volváis a tomar esta Carta, a los diez años de su publicación, para hacerla objeto de una renovada reflexión sobre el arte, sobre la creatividad de los artistas, así como sobre el fecundo y a la vez problemático diálogo entre los artistas y la fe cristiana, vivida en la comunidad de los creyentes. Me dirijo particularmente a vosotros, queridos académicos y artistas, porque vuestra tarea, vuestra misión consiste precisamente en suscitar la admiración y el deseo de lo bello, formar la sensibilidad de las personas y alimentar la pasión por todo aquello que es expresión auténtica del genio humano y reflejo de la Belleza divina.
Queridos hermanos y hermanas, el premio de las Academias pontificias, instituido por mi venerado predecesor el Papa Juan Pablo ii, tiene una finalidad peculiar: suscitar nuevos talentos en los diversos campos del saber y animar la tarea de jóvenes estudiosos, artistas e instituciones que dedican su actividad a la promoción del humanismo cristiano. Así pues, acogiendo la propuesta formulada por el Consejo de coordinación de las Academias pontificias, en esta solemne sesión pública me alegra en verdad que se asigne el premio de las Academias pontificias al doctor Daniele Piccini, que se ha distinguido tanto por su compromiso en el estudio crítico de la poesía y de la literatura —particularmente en la italiana de los orígenes y del Renacimiento— como por su militancia activa en el campo poético, expresada en algunas antologías significativas.
También me complace que, como signo de aprecio y aliento, se entregue una medalla del pontificado al doctor Giulio Catelli, joven pintor, por su investigación artística, apreciada ya por la crítica de arte; así como a la fundación Stauròs italiana, Onlus, por la realización del Museo de arte sacro contemporáneo y por la organización de la Bienal de arte sacro, cita ya tradicional para los artistas comprometidos en el sector del arte sacro.
Por último manifiesto a todos los académicos, y especialmente a los miembros de la insigne Academia pontificia de Bellas Artes y Letras de los Virtuosos en el Panteón, mi vivo aprecio por la actividad realizada, y expreso el deseo de un compromiso apasionado y creativo, sobre todo en el campo artístico, para promover en las culturas contemporáneas un nuevo humanismo cristiano, que recorra con claridad y decisión el camino de la belleza auténtica. Con estos sentimientos, os encomiendo a cada uno de vosotros, así como vuestra valiosa obra de estudio e investigación creativa, a la protección materna de la Virgen María, a la que con toda la Iglesia invocamos como Tota pulchra, la Toda hermosa, y de corazón le imparto a usted, señor presidente, y a todos los presentes una especial bendición apostólica.
Vaticano, 24 de noviembre de 2008
BENEDICTUS PP. XVI
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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL ECCLESIA IN AFRICA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II AL EPISCOPADO A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS Y A TODOS LOS FIELES LAICOS SOBRE LA IGLESIA EN ÁFRICA Y SU MISIÓN EVANGELIZADORA HACIA EL AÑO 2000
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia que está en África celebró con alegría y esperanza, durante cuatro semanas, su fe en Cristo resucitado, en el curso de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos. Su recuerdo permanece aún vivo en toda la Comunidad eclesial.
Fieles a la tradición de los primeros siglos del Cristianismo en África, los Pastores de este continente, en comunión con el Sucesor del apóstol Pedro y los miembros del Colegio episcopal procedentes de otras regiones del mundo, celebraron un Sínodo que se presentó como acontecimiento de esperanza y de resurrección, en el momento mismo en que las vicisitudes humanas parecían más bien empujar a África hacia el desánimo y la desesperación.
Los Padres Sinodales, asistidos por cualificados representantes del clero, de los religiosos y del laicado, examinaron detenidamente y con realismo las luces y las sombras, los desafíos y las perspectivas de la evangelización en África, al aproximarse el tercer milenio de la fe cristiana.
Los miembros de la Asamblea sinodal me han pedido que dé a conocer a toda la Iglesia los frutos de sus reflexiones y de sus oraciones, de sus discusiones y de sus intercambios[1]. Con alegría y gratitud al Señor he acogido esta petición, y hoy, en el momento mismo en que, en comunión con los Pastores y los fieles de la Iglesia católica en África, abro la fase celebrativa de la Asamblea especial para África, hago público el texto de esta Exhortación apostólica postsinodal, que es fruto de un trabajo colegial intenso y prolongado.
Pero antes de entrar en la exposición de cuanto se maduró durante el Sínodo, considero oportuno mencionar, aunque sea velozmente, las distintas fases de un acontecimiento tan decisivo para la Iglesia en África.
El Concilio
2. El Concilio Ecuménico Vaticano II puede considerarse ciertamente, desde el punto de vista de la historia de la salvación, como la piedra angular de este siglo, próximo ya a desembocar en el tercer milenio. En el marco de ese gran acontecimiento, la Iglesia de Dios que está en África vivió, por su parte, auténticos momentos de gracia. En efecto, la idea de un encuentro, bajo una forma u otra, de los Obispos de África para dialogar sobre la evangelización del continente, se remonta al período del Concilio. Aquel acontecimiento histórico fue verdaderamente el crisol de la colegialidad y una expresión peculiar de la comunión afectiva y efectiva del episcopado mundial. Los Obispos, en esa ocasión, trataron de señalar los instrumentos adecuados para compartir mejor y hacer más eficaz su solicitud por todas las Iglesias (cf. 2 Cor 11, 28) y comenzaron a proponer, con ese fin, las estructuras oportunas a nivel nacional, regional y continental.
El Simposio de Conferencias Episcopales de África y Madagascar
3. En este clima, los Obispos de África y Madagascar presentes en el Concilio decidieron crear un Secretariado General propio para coordinar sus intervenciones, de modo que se ofreciera en el aula, en cuanto fuera posible, un punto de vista común. Esta cooperación inicial entre los Obispos de África se institucionalizó después con la creación en Kampala del Simposio de las Conferencias Episcopales de África y Madagascar (S.C.E.A.M.). Esto sucedió con ocasión de la visita del Papa Pablo VI a Uganda en julio y agosto de 1969, primera visita a África de un Pontífice de los tiempos modernos.
La convocatoria de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos
4. Las Asambleas generales del Sínodo de los Obispos, que se sucedieron periódicamente a partir de 1967, ofrecieron a la Iglesia que está en África preciosas oportunidades de hacer sentir su propia voz en el ámbito universal de la Iglesia. Así, en la II Asamblea general ordinaria (1971), los Padres Sinodales de África acogieron con alegría la oportunidad que se les presentaba de pedir una mayor justicia en el mundo. La III Asamblea general ordinaria sobre la evangelización en el mundo contemporáneo (1974) permitió examinar particularmente los problemas de la evangelización en África. En esa circunstancia los Obispos del continente presentes en el Sínodo publicaron un importante mensaje titulado « Promoción de la evangelización en la corresponsabilidad »[2]. Poco después, durante el Año Santo de 1975, el S.C.E.A.M. convocó su propia Asamblea plenaria en Roma, para profundizar el tema de la evangelización.
5. Posteriormente, de 1977 a 1983, varios Obispos, sacerdotes, personas consagradas, teólogos y laicos manifestaron el deseo de un Concilio o de un Sínodo africano, con el objetivo de evaluar la evangelización en África en vista de las grandes opciones que se deben adoptar para el futuro del continente. Acogí favorablemente y alenté la idea de una « coordinación bajo diferentes formas » de todo el episcopado africano, « a fin de examinar los problemas religiosos que se presentan al conjunto del continente »[3]. Por ello, el S.C.E.A.M. se preocupó de buscar vías y medios para llevar a buen fin el proyecto de este encuentro continental. Se consultó a las Conferencias Episcopales y a cada Obispo de África y Madagascar, después de lo cual pude convocar una Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos. El 6 de enero de 1989, en el contexto de la solemnidad de la Epifanía —celebración litúrgica en que la Iglesia se siente más consciente de la universalidad de su misión y del consiguiente deber de llevar la luz de Cristo a todos los pueblos—, anuncié que había asumido esta « iniciativa de gran importancia para la difusión del Evangelio ». Y precisé que lo había hecho acogiendo la petición, manifestada muchas veces y en momentos distintos por los Obispos de África, por sacerdotes, teólogos y exponentes del laicado, de que « se promueva una orgánica solidaridad pastoral en todo el territorio africano e islas adyacentes »[4].
Un acontecimiento de gracia
6. La Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos ha sido un momento histórico de gracia: el Señor ha visitado a su pueblo que está en África. En efecto, este continente vive hoy lo que puede definirse un signo de los tiempos, un momento propicio, un día de salvación para África. Parece llegada la « hora de África », una hora favorable que invita con insistencia a los mensajeros de Cristo a bogar mar adentro y a echar las redes para la pesca (cf. Lc 5, 4). Como al inicio del cristianismo, el alto funcionario de Candace, Reina de Etiopía, feliz de haber recibido la fe mediante el bautismo, prosiguió su camino llegando a ser testigo de Cristo (cf. Hch 8, 27-39), del mismo modo hoy la Iglesia en África, llena de alegría y gratitud por la fe recibida, debe proseguir su misión evangelizadora, para atraer los pueblos del continente al Señor, enseñándoles a observar cuanto Él ha mandado (cf. Mt 28, 20).
A partir de la solemne liturgia eucarística inaugural que, el 10 de abril de 1994, celebré en la Basílica Vaticana junto con treinta y cinco Cardenales, un Patriarca, treinta y nueve Arzobispos, ciento cuarenta y seis Obispos y noventa Sacerdotes, la Iglesia, Familia de Dios[5], pueblo de los creyentes, se congregó en torno a la Tumba de Pedro. Estaba presente África con la variedad de sus ritos, junto con todo el pueblo de Dios: danzaba manifestando su alegría, expresando su fe en la vida, al sonido de los tam-tam y de otros instrumentos musicales africanos. En esta ocasión, África sintió que era, según la expresión de Pablo VI, « una nueva patria de Cristo »[6], tierra amada por el Padre eterno[7]. Por esto yo mismo saludé ese momento de gracia con las palabras del Salmista. « ¡Este es el día que el Señor ha hecho, exultemos y gocemos en él! » (Sal 118117, 24).
Destinatarios de la Exhortación
7. Con esta Exhortación apostólica postsinodal, en comunión con la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, deseo dirigirme en primer lugar a los Pastores y a los fieles laicos, y también a los hermanos de las demás Confesiones cristianas, así como a cuantos profesan las grandes religiones monoteístas, en particular los seguidores de la religión tradicional africana, y a todos los hombres de buena voluntad que, de un modo u otro, se interesan por el desarrollo espiritual y material de África o tienen en sus manos los destinos de este gran continente.
Ante todo mi pensamiento se dirige naturalmente a los africanos mismos y a todos los que viven en el continente; pienso, en particular, en los hijos y las hijas de la Iglesia católica: Obispos, sacerdotes, diáconos, seminaristas, miembros de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, catequistas y todos los que hacen del servicio a sus hermanos el ideal de su existencia. Deseo confirmarlos en la fe (cf. Lc 22, 32) y exhortarles a perseverar en la esperanza que viene de Cristo resucitado, venciendo toda tentación de desánimo.
Plan de la Exhortación
8. La Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos examinó en profundidad el tema que le había sido propuesto: « La Iglesia en África y su misión evangelizadora hacia el año 2000: Seréis mis testigos (cf. Hch 1, 8) ». Esta Exhortación tratará de seguir de cerca este mismo itinerario. Arrancará del momento histórico, verdadero kairós, en que se celebró el Sínodo, examinando sus objetivos, preparación y desarrollo. Se detendrá sobre la situación actual de la Iglesia en África, recordando las distintas fases del compromiso misionero. Además, afrontará los diferentes aspectos de la misión evangelizadora con los que la Iglesia debe contar en el momento presente: la evangelización, la inculturación, el diálogo, la justicia y la paz, los medios de comunicación social. La alusión a las urgencias y los desafíos que interpelan a la Iglesia en África a las puertas del año 2000, permitirá delinear las tareas del testigo de Cristo en África, de cara a una aportación más eficaz para la edificación del Reino de Dios. Así será posible individuar, al final, los compromisos de la Iglesia en África como Iglesia misionera: una Iglesia de misión que llega a ser ella misma misionera: « Seréis mis testigos... hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8).
CAPÍTULO I
UN MOMENTO ECLESIAL HISTÓRICO
9. « Esta Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos es un acontecimiento providencial, por el que debemos dar gracias al Padre omnipotente y misericordioso mediante su Hijo en el Espíritu Santo, y glorificarlo »[8]. Con estas palabras los Padres sinodales, durante la primera Congregación general, abrieron solemnemente el debate relativo al tema del Sínodo. En una ocasión precedente, yo mismo había ya expresado una convicción semejante, reconociendo que « la Asamblea especial es un acontecimiento eclesial de suma importancia para África, un kairós, un momento de gracia, en el que Dios manifiesta su salvación. Toda la Iglesia está invitada a aceptar plenamente este tiempo de gracia, a recibir y difundir la Buena Nueva. El esfuerzo de preparación para el Sínodo no sólo servirá para el buen desarrollo de la celebración sinodal, sino que ya desde ahora redundará en beneficio de las Iglesias locales que peregrinan en África, cuya fe y testimonio se refuerzan, haciéndolas cada vez más maduras »[9].
Profesión de fe
10. Este momento de gracia se concretó ante todo en una solemne profesión de fe. Congregados alrededor de la Tumba de Pedro para la inauguración de la Asamblea especial, los Padres del Sínodo proclamaron su fe, la fe de Pedro que, respondiendo a la pregunta de Cristo: « ¿También vosotros queréis marcharos? », dice: « Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios » (Jn 6, 67-69). Los Obispos de África, en quienes la Iglesia católica hallaba aquellos días una particular expresión junto a la Tumba del Apóstol, reafirmaron que creían firmemente que la omnipotencia y la misericordia del único Dios se han manifestado sobre todo en la Encarnación redentora del Hijo de Dios, Hijo que es consustancial al Padre en la unidad del Espíritu Santo y que, en esta unidad trinitaria, recibe en plenitud gloria y honor. Ésta es nuestra fe —afirmaron los Padres— ésta es la fe de la Iglesia, ésta es la fe de todas las Iglesias locales que, diseminadas por el continente africano, caminan hacia la casa de Dios.
Esta fe en Jesucristo se manifestó de modo constante, con fuerza y unanimidad, en las intervenciones de los Padres del Sínodo a lo largo de la Asamblea especial. Firmes en esta fe, los Obispos de África confiaron su continente a Cristo Señor, convencidos de que sólo Él, con su Evangelio y su Iglesia, puede salvar a África de las dificultades actuales y curarla de sus numerosos males[10].
11. Al mismo tiempo, con ocasión de la apertura solemne de la Asamblea especial, los Obispos de África proclamaron públicamente su fe en « la única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica »[11]. Estos atributos indican rasgos esenciales de la Iglesia y de su misión. La Iglesia « no los tiene por ella misma; es Cristo, quien, por el Espíritu Santo, da a la Iglesia el ser una, santa, católica y apostólica, y Él es también quien la llama a ejercitar cada una de estas cualidades »[12].
Todos aquellos que tuvieron el privilegio de asistir a la celebración de la Asamblea especial para África se alegraron de ver que los católicos africanos van asumiendo cada vez más responsabilidades en sus Iglesias locales y se esfuerzan por comprender mejor lo que significa ser simultáneamente católico y africano. La celebración de la Asamblea especial manifestó al mundo entero que las Iglesias locales de África tienen un puesto legítimo en la comunión de la Iglesia, tienen derecho a conservar y desarrollar « sus propias tradiciones, sin quitar nada al primado de la Sede de Pedro, que preside toda la comunidad de amor, defiende las diferencias legítimas y al mismo tiempo se preocupa de que las particularidades no sólo no perjudiquen a la unidad, sino que más bien la favorezcan »[13].
Sínodo de resurrección, Sínodo de esperanza
12. Por un singular designio de la Providencia, la solemne inauguración de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos tuvo lugar el segundo domingo de Pascua, es decir, al concluir su octava. Los Padres Sinodales, reunidos aquel día en la Basílica Vaticana, eran conscientes del hecho de que la alegría de su Iglesia brotaba del mismo acontecimiento que colmó de alegría los corazones de los Apóstoles el día de Pascua: la resurrección del Señor Jesús (cf. Lc 24, 40-41). Eran profundamente conscientes de la presencia en medio de ellos del Señor resucitado, que les decía como a los Apóstoles: « ¡Paz a vosotros! » (Jn 20, 21.26). Eran conscientes de su promesa de que permanecería con su Iglesia para siempre (cf. Mt 28, 20) y, por tanto, también durante todo el desarrollo de la Asamblea sinodal. El clima pascual en el que la Asamblea especial inició su trabajo, con sus participantes unidos en la celebración de su fe en Cristo resucitado, evocaba espontáneamente en mi espíritu las palabras dirigidas por Jesús al apóstol Tomás: « Dichosos los que no han visto y han creído » (Jn 20, 29).
13. En efecto, ha sido el Sínodo de la resurrección y de la esperanza, como declararon con alegría y entusiasmo los Padres sinodales en las primeras frases de su Mensaje dirigido al Pueblo de Dios. Son palabras que gustosamente hago mías: « Como María Magdalena, la mañana de la Resurrección, y los discípulos de Emaús, con corazón ardiente e inteligencia iluminada, la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos proclama: ¡Cristo, nuestra esperanza, ha resucitado! Se ha encontrado con nosotros, ha caminado con nosotros. Nos ha explicado las Escrituras y nos ha dicho: "Yo soy el primero y el último, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno" (Ap 1, 17-18) (...). Y, como san Juan en Patmos, en tiempos especialmente difíciles, recibió profecías de esperanza para el pueblo de Dios, también nosotros anunciamos un mensaje de esperanza. En este momento en que tantos odios fratricidas, provocados por intereses políticos, desgarran a nuestros pueblos; en este momento en que el peso de la deuda externa o de la devaluación los agobia, nosotros, los Obispos de África, junto con todos los que participan en este santo Sínodo, unidos al Santo Padre y a todos nuestros hermanos en el episcopado que nos han elegido, queremos pronunciar una palabra de esperanza y de consuelo con respecto a ti, Familia de Dios que estás en África; con respecto a ti, Familia de Dios esparcida por el mundo: ¡Cristo, nuestra esperanza, vive y nosotros también viviremos! »[14].
14. Exhorto a todo el Pueblo de Dios en África a acoger con espíritu abierto el mensaje de esperanza que le dirigió la Asamblea sinodal. Los Padres del Sínodo, plenamente conscientes de ser portadores de las expectativas no sólo de los católicos africanos, sino también de todos los hombres y mujeres de aquel continente, durante sus discusiones afrontaron con claridad los múltiples males que oprimen el África de hoy. Analizaron toda la complejidad y extensión de lo que la Iglesia está llamada a realizar para favorecer el deseado cambio, pero lo hicieron con una actitud libre de pesimismo o desesperación. A pesar del panorama prevalentemente negativo que hoy presentan numerosas regiones de África y de las tristes experiencias que no pocos países atraviesan, la Iglesia tiene el deber de afirmar con fuerza que es posible superar estas dificultades. Ella debe fortalecer en todos los africanos la esperanza en una verdadera liberación. Su confianza se fundamenta, en última instancia, en la conciencia de la promesa divina, que nos asegura que nuestra historia no está cerrada en sí misma, sino que está abierta al Reino de Dios. Por esto ni la desesperación ni el pesimismo pueden justificarse cuando se piensa en el futuro tanto de África como de las demás partes del mundo.
Colegialidad afectiva y efectiva
15. Antes de comenzar a tratar los diversos argumentos, quisiera poner de relieve que el Sínodo de los Obispos es un instrumento muy propicio para favorecer la comunión eclesial. Cuando, hacia el final del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI instituyó el Sínodo, indicó claramente que una de sus finalidades esenciales sería la de expresar y promover, bajo la guía del Sucesor de Pedro, la comunión recíproca de los Obispos de todo el mundo[15]. El principio subyacente a la institución del Sínodo de los Obispos es simple: cuanto más fuerte es la comunión de los Obispos entre sí, más enriquecida resulta la comunión de la Iglesia en su conjunto. La Iglesia en África es testigo de la verdad de estas palabras, porque ha hecho la experiencia del entusiasmo y de los resultados concretos que han acompañado los preparativos de la Asamblea del Sínodo de los Obispos dedicada a ella.
16. Con ocasión de mi primer encuentro con el Consejo de la Secretaría General del Sínodo de los Obispos reunido con vistas a la Asamblea especial para África, indiqué la razón por la cual había parecido oportuno convocar esta Asamblea: la promoción de « una solidaridad pastoral orgánica en todo el territorio africano y en las islas adyacentes »[16]. Con esta expresión pretendía englobar los fines y objetivos principales hacia los que debería orientarse la Asamblea especial. Para expresar mejor mis expectativas, añadí que las reflexiones preparatorias de la Asamblea deberían referirse a « todos los aspectos importantes de la vida de la Iglesia en África y, en particular, incluir la evangelización, la inculturación, el diálogo, la solicitud pastoral en lo social y los medios de comunicación social »[17].
17. Durante mis visitas pastorales a África, me he referido con frecuencia a la Asamblea especial para África y a los objetivos principales para los cuales había sido convocada. Cuando participé por primera vez, en suelo africano, en una reunión del Consejo del Sínodo, no dejé de subrayar mi convicción de que una Asamblea sinodal no puede reducirse a una consulta sobre cuestiones prácticas. Su verdadera razón de ser está en el hecho de que la Iglesia no puede crecer si no es fortaleciendo la comunión entre sus miembros, comenzando por sus Pastores[18].
Cada Asamblea sinodal manifiesta y desarrolla la solidaridad entre quienes presiden las Iglesias particulares en el cumplimiento de su misión más allá de los límites de las respectivas diócesis. Como enseña el Concilio Vaticano II, « los Obispos, como legítimos sucesores de los Apóstoles y miembros del Colegio episcopal, han de ser siempre conscientes de que están unidos entre sí y mostrar su solicitud por todas las Iglesias. En efecto, por institución divina y por imperativo de la función apostólica, cada uno junto con los otros Obispos es responsable de la Iglesia »[19].
18. El tema que he asignado a la Asamblea especial —« La Iglesia en África y su misión evangelizadora hacia el año 2000. "Seréis mis testigos" (Hch 1, 8) »— manifiesta mi deseo de que esta Iglesia viva el período de tiempo hasta el Gran Jubileo como un « nuevo Adviento », tiempo de espera y preparación. En efecto, considero la preparación para el año 2000 como una de las claves de interpretación de mi pontificado[20].
Las Asambleas sinodales celebradas en estos casi treinta años —las Asambleas Generales y las especiales continentales, regionales o nacionales— se sitúan todas en esta perspectiva de preparación del Gran Jubileo. El hecho de que la evangelización sea el tema de todas estas Asambleas sinodales muestra cómo hoy está viva en la Iglesia la conciencia de la misión salvífica que ha recibido de Cristo. Esta toma de conciencia se manifiesta con particular evidencia en las Exhortaciones apostólicas postsinodales dedicadas a la evangelización, a la catequesis, a la familia, a la penitencia y reconciliación en la vida de la Iglesia y de toda la humanidad, a la vocación y misión de los laicos, a la formación de los presbíteros.
En plena comunión con la Iglesia universal
19. Desde el inicio de la preparación de la Asamblea especial ha sido mi vivo deseo, plenamente compartido por el Consejo de la Secretaría General, procurar que este Sínodo fuera auténticamente africano, sin equívocos. Al mismo tiempo, era de fundamental importancia que la Asamblea especial se celebrara en plena comunión con la Iglesia universal. Efectivamente, la Asamblea ha tenido siempre en cuenta a la Iglesia universal. Recíprocamente, cuando llegó el momento de publicar los Lineamenta, invité a mis Hermanos en el Episcopado y a todo el Pueblo de Dios disperso por el mundo a recordar en la oración a la Asamblea especial para África y a sentirse comprometidos en las actividades promovidas para este evento.
Esta Asamblea, como he afirmado frecuentemente, tiene notable importancia para la Iglesia universal, no solamente por el interés que su convocatoria ha suscitado por todas partes, sino también por la naturaleza misma de la comunión eclesial que transciende toda frontera de tiempo y lugar. De hecho, la Asamblea especial ha inspirado muchas oraciones y buenas obras con las que los fieles y las comunidades eclesiales de los otros continentes han acompañado el desarrollo del Sínodo. No hay duda de que, en el misterio de la comunión de los santos, éstos lo hayan sostenido también con su intercesión desde el cielo.
Cuando dispuse que la primera fase de los trabajos de la Asamblea especial se tuviera en Roma, lo hice para subrayar aún más claramente la comunión entre la Iglesia que está en África y la Iglesia universal, para evidenciar el compromiso de todos los fieles en favor de África.
20. La solemne concelebración eucarística de apertura del Sínodo, que presidí en la Basílica de san Pedro, puso de relieve la universalidad de la Iglesia de modo maravilloso y conmovedor. Esta universalidad, «que no es uniformidad sino comunión de diferencias compatibles con el Evangelio»[21], ha sido vivida por todos los Obispos. Como miembros del cuerpo episcopal que sucede al Colegio de los Apóstoles, todos eran conscientes de haber sido consagrados no solamente para una diócesis, sino para la salvación de todo el mundo[22].
Doy gracias a Dios Omnipotente por la ocasión que nos ha dado de experimentar, gracias a la Asamblea especial, lo que significa una auténtica catolicidad. « Por la fuerza de esta catolicidad, cada grupo aporta sus dones a los demás y a toda la Iglesia »[23].
Un mensaje oportuno y creíble
21. Según los Padres sinodales, la cuestión principal que la Iglesia en África debe afrontar consiste en describir con toda la claridad posible lo que ella es y lo que debe realizar en plenitud, para que su mensaje sea oportuno y creíble[24]. Todas las discusiones de la Asamblea se han referido a esta exigencia verdaderamente esencial y fundamental, un auténtico desafío para la Iglesia en África.
Es verdad que « el Espíritu Santo es el agente principal de la evangelización: Él es quien impulsa a anunciar el Evangelio y quien en lo hondo de las conciencias hace aceptar y comprender la Palabra de salvación »[25]. Pero, reafirmada esta verdad, la Asamblea especial ha querido añadir justamente que la evangelización es también una misión que el Señor Jesús ha confiado a su Iglesia, bajo la guía y potencia del Espíritu. Es necesaria nuestra cooperación mediante la oración ferviente, una gran reflexión, proyectos adecuados y la disponibilidad de los recursos[26].
El debate sinodal sobre el tema de la oportunidad y credibilidad del mensaje de la Iglesia en África implicaba una reflexión sobre lacredibilidad misma de los anunciadores de dicho mensaje. Los Padres han afrontado la cuestión de modo directo, con profunda sinceridad, sin ninguna concesión. De esto ya se había ocupado el Papa Pablo VI que, con palabras memorables, había recordado: « Se ha repetido frecuentemente en nuestros días que este siglo siente sed de autenticidad. Sobre todo con relación a los jóvenes, se afirma que éstos sufren horrores ante lo ficticio, ante la falsedad, y que además son decididamente partidarios de la verdad y la transparencia. A estos signos de los tiempos debería corresponder en nosotros una actitud vigilante. Tácitamente o a grandes gritos, pero siempre con fuerza, se nos pregunta: ¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís? Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación. Sin andar con rodeos, podemos decir que en cierta medida nos hacemos responsables del Evangelio que proclamamos »[27].
Por esto, con referencia a la misión evangelizadora de la Iglesia en el campo de la justicia y de la paz, yo mismo señalé: « Hoy más que nunca, la Iglesia es consciente de que su mensaje social se hará creíble por el testimonio de las obras, antes que por su coherencia y lógica interna »[28].
22. ¿Cómo no considerar aquí que la octava Asamblea plenaria del S.C.E.A.M., celebrada en Lagos (Nigeria), en 1987, ya había tomado en consideración con notable claridad la cuestión de la credibilidad y oportunidad del mensaje de la Iglesia en África? Dicha Asamblea había declarado que la credibilidad de la Iglesia en África dependía de Obispos y sacerdotes capaces de dar un testimonio ejemplar, siguiendo las huellas de Cristo; de religiosos realmente fieles, auténticos testigos por su modo de vivir los consejos evangélicos; de un laicado dinámico con padres profundamente creyentes, educadores conscientes de su responsabilidad, dirigentes políticos animados por un profundo sentido moral[29].
Familia de Dios en camino sinodal
23. Dirigiéndome el 23 de junio de 1989 a los miembros del Consejo de la Secretaría General, insistí mucho en la participación del Pueblo de Dios, a todos los niveles, especialmente en África, en la preparación de la Asamblea especial. « Si se prepara bien, dije, la sesión del Sínodo permitirá implicar a todos los sectores de la comunidad cristiana: individuos, pequeñas comunidades, parroquias, diócesis e instituciones locales, nacionales e internacionales »[30].
Entre el inicio de mi Pontificado y la inauguración de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, he podido realizar diez viajes pastorales a África y Madagascar, visitando treinta y seis Naciones. Con ocasión de los viajes apostólicos sucesivos a la convocatoria de la Asamblea especial, el tema del Sínodo y el de la necesidad para todos los fieles de prepararse a la Asamblea sinodal han estado siempre presentes de manera preeminente en mis encuentros con el Pueblo de Dios en África. También he aprovechado las visitas ad limina de los Obispos de aquel continente para solicitar la colaboración de todos en la preparación de la Asamblea especial para África. Además, en tres ocasiones diversas he tenido sesiones de trabajo, junto con el Consejo de la Secretaría General, en suelo africano: en Yamoussoukro (Costa de Marfil) en 1990, en Luanda (Angola) en 1992 y en Kampala (Uganda) en 1993, siempre para invitar a los africanos a participar de manera activa y conjunta en la preparación de la Asamblea sinodal.
24. La presentación de los Lineamenta en Lomé (Togo) el 25 de julio de 1990, con ocasión de la novena Asamblea General del S.C.E.A.M., significó sin duda una etapa nueva e importante del iter preparatorio de la Asamblea especial. Se puede decir que la publicación de los Lineamenta puso en marcha decididamente los preparativos para el Sínodo en todas las Iglesias particulares de África. La Asamblea del S.C.E.A.M. en Lomé compuso una Plegaria por la Asamblea especial y pidió que se recitara, tanto en público como en privado, en todas las parroquias africanas hasta la celebración del Sínodo. Esta iniciativa del S.C.E.A.M. ha sido verdaderamente feliz y no ha pasado inadvertida en la Iglesia universal.
Para favorecer también la difusión de los Lineamenta, varias Conferencias Episcopales y diócesis los han traducido en su lengua como, por ejemplo, en suahili, árabe, malgache y otros idiomas. « Publicaciones, conferencias y simposios sobre los temas del Sínodo han sido organizados por diversas Conferencias Episcopales, Institutos de Teología y Seminarios, Asociaciones de Institutos de vida consagrada, algún periódico, importantes revistas, Obispos y teólogos »[31].
25. Doy gracias a Dios Omnipotente por la solicitud con la que han sido redactados los Lineamenta y el Instrumentum laboris[32]del Sínodo. Ha sido una tarea afrontada y desarrollada por africanos, Obispos y expertos, comenzando por la Comisión antepreparatoria del Sínodo, en enero y marzo de 1989. La Comisión fue relevada después por el Consejo de la Secretaría General de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, instituido por mí el 20 de junio de 1989.
Además, estoy profundamente agradecido al grupo de trabajo que ha preparado tan bien las liturgias eucarísticas para la apertura y la clausura del Sínodo. El grupo, compuesto por teólogos, liturgistas y expertos en cantos e instrumentos africanos de expresión litúrgica, hizo posible, según mi deseo, que dichas celebraciones tuvieran un evidente carácter africano.
26. Ahora debo añadir que la respuesta de los africanos a mi llamada para participar en la preparación del Sínodo fue verdaderamente admirable. La acogida dispensada a los Lineamenta, sea dentro como fuera de las comunidades eclesiales africanas, superó ampliamente toda previsión. Muchas Iglesias locales se han servido de los Lineamenta para movilizar a los fieles y, desde ahora, podemos decir sin duda que los frutos del Sínodo comienzan a manifestarse en un nuevo compromiso y en una renovada toma de conciencia de los cristianos de África[33].
Durante las diversas fases de preparación de la Asamblea especial, numerosos miembros de la Iglesia en África —clero, religiosos, religiosas, laicos— han participado de manera ejemplar en el itinerario sinodal, « caminando juntos », poniendo cada uno los propios talentos al servicio de la Iglesia y orando juntos con fervor por el éxito del Sínodo. Más de una vez los mismos Padres del Sínodo señalaron, durante la Asamblea sinodal, que su trabajo se facilitaba gracias precisamente a la « preparación esmerada y meticulosa de este Sínodo, desarrollada con la colaboración activa de toda la Iglesia en África, en todos los niveles »[34].
Dios quiere salvar a África
27. El Apóstol de los Gentiles nos dice que Dios « quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad. Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos » (1 Tm 2, 4-6). Puesto que Dios llama a todos los hombres a un único y mismo destino, que es divino, « debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual »[35]. El amor redentor de Dios abraza a la humanidad entera, a toda raza, tribu o nación: por tanto, abraza también a las poblaciones del continente africano. La Providencia divina quiso que África estuviera presente durante la Pasión de Cristo en la persona de Simón de Cirene, obligado por los soldados romanos a ayudar al Señor llevando la Cruz (cf. Mc 15, 21).
28. La liturgia del domingo VI de Pascua de 1994, durante la solemne celebración eucarística para la conclusión de la sesión de trabajo de la Asamblea especial, me ofreció la ocasión de reflexionar sobre el designio salvífico de Dios respecto a África. Una de las lecturas bíblicas, tomada de los Hechos de los Apóstoles, evocaba un acontecimiento que puede ser considerado como el primer paso en la misión de la Iglesia hacia los paganos: la narración de la visita de Pedro, bajo el impulso del Espíritu Santo, a la casa de un pagano, el centurión Cornelio. Hasta ese momento el Evangelio había sido proclamado sobre todo entre los hebreos. Después de haber dudado no poco, Pedro, iluminado por el Espíritu, decidió ir a la casa de un pagano. Cuando llegó, tuvo la grata sorpresa de ver que el centurión esperaba a Cristo y el Bautismo. El libro de los Hechos de los Apóstoles refiere: « Los fieles circuncisos que habían venido con Pedro quedaron atónitos al ver que el don del Espíritu Santo había sido derramado también sobre los gentiles, pues les oían hablar en lenguas y glorificar a Dios » (10, 45-46).
En casa de Cornelio, en cierto sentido, se reprodujo el milagro de Pentecostés. Pedro dijo entonces: « Verdaderamente comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en cualquier nación el que le teme y practica la justicia le es grato... ¿Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros? » (Hch 10, 34-35.47).
Así comenzó la misión de la Iglesia ad gentes, cuyo principal heraldo sería Pablo de Tarso. Los primeros misioneros que llegaron al corazón de África se maravillaron, del mismo modo que los cristianos de los tiempos apostólicos, ante la efusión del Espíritu Santo.
29. El designio de Dios para la salvación de África está en los orígenes de la difusión de la Iglesia en el continente africano. Sin embargo, al ser la Iglesia, por voluntad de Cristo, misionera por su naturaleza, la Iglesia misma en África está llamada a asumir un papel activo al servicio del plan salvífico de Dios. Por esto he dicho frecuentemente que « la Iglesia en África es la Iglesia misionera y de misión »[36].
La Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos ha examinado los medios mediante los cuales los africanos podrán realizar mejor el mandato que el Señor resucitado dio a sus discípulos: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes » (Mt 28, 19).
CAPÍTULO II
LA IGLESIA EN ÁFRICA
I. Breve historia de la evangelización en el continente
30. El día de la apertura de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, primera reunión de ese tipo en la historia, los Padres sinodales recordaron algunas de las maravillas realizadas por Dios en la historia de la evangelización en África. Es una historia que se remonta a la época del nacimiento mismo de la Iglesia. La difusión del Evangelio tuvo fases diversas. Los primeros siglos del cristianismo vieron la evangelización de Egipto y de África del Norte. Una segunda fase, relativa a las regiones del continente situadas al sur del Sahara, tuvo lugar en los siglos XV y XVI. Una tercera fase, caracterizada por un esfuerzo misionero extraordinario, se inició en el siglo XIX.
Primera fase
31. En un mensaje a los Obispos y a todos los pueblos de África sobre la promoción del bienestar material y espiritual del continente, mi venerado predecesor Pablo VI evocó con memorables palabras el glorioso esplendor del pasado cristiano de África: « Pensamos en las Iglesias cristianas de África, cuyo origen se remonta a los tiempos apostólicos y está ligado, según la tradición, al nombre y predicación del evangelista Marcos. Pensamos en la pléyade innumerable de santos, mártires, confesores y vírgenes que pertenecen a ellas. En realidad, desde el siglo II al siglo IV la vida cristiana en las regiones septentrionales de África fue intensísima e iba en vanguardia tanto en el estudio teológico como en la expresión literaria. Nos vienen a la memoria los nombres de los grandes doctores y escritores, como Orígenes, san Atanasio, san Cirilo, lumbreras de la escuela alejandrina, y en la otra parte de la costa mediterránea africana, Tertuliano, san Cipriano, y sobre todo san Agustín, una de las luces más brillantes de la cristiandad. Recordemos a los grandes santos del desierto, Pablo, Antonio, Pacomio, primeros fundadores del monaquismo, difundido después, siguiendo su ejemplo, en Oriente y Occidente. Y, entre tantos otros, no queremos dejar de nombrar a san Frumencio, llamado Abba Salama, que, consagrado obispo por san Atanasio, fue apóstol de Etiopía »[37]. Durante estos primeros siglos de la Iglesia en África, algunas mujeres dieron también testimonio de Cristo. Entre ellas se debe mencionar particularmente a las santas Felicidad y Perpetua, a santa Mónica y a santa Tecla.
« Estos luminosos ejemplos, como también las figuras de los santos Papas de origen africano Víctor I, Melquíades y Gelasio I, pertenecen al patrimonio común de la Iglesia; y los escritos de los autores cristianos de África son todavía hoy fundamentales para profundizar, a la luz de la Palabra de Dios, en la historia de la salvación. En el recuerdo de las antiguas glorias del África cristiana, queremos expresar nuestro profundo respeto por las Iglesias con las que no estamos en plena comunión: la Iglesia griega del Patriarcado de Alejandría, la Iglesia copta de Egipto y la Iglesia etiópica, que tienen de común con la Iglesia católica el origen y la herencia doctrinal y espiritual de los grandes Padres y Santos no sólo de su tierra, sino de toda la antigua Iglesia. Ellas han trabajado y sufrido mucho por mantener vivo el nombre cristiano en África a través de las vicisitudes de los tiempos »[38]. Estas Iglesias dan todavía hoy testimonio de la vitalidad cristiana que reciben de sus raíces apostólicas, particularmente en Egipto y en Etiopía y, hasta el siglo XVII, en Nubia. En el resto del continente comenzaba entonces otra etapa de la evangelización.
Segunda fase
32. En los siglos XV y XVI, la exploración de la costa africana por parte de los portugueses fue acompañada pronto por la evangelización de las regiones de África situadas al sur del Sahara. Este esfuerzo afectaba, entre otras zonas, a las regiones del actual Benín, Santo Tomé, Angola, Mozambique y Madagascar.
El 7 de junio de 1992, domingo de Pentecostés, al conmemorar los 500 años de la evangelización de Angola, en Luanda dije entre otras cosas: « Los Hechos de los Apóstoles describen por su nombre a los habitantes de los sitios que tomaron parte directamente en el nacimiento de la Iglesia por el soplo del Espíritu Santo: "todos los oímos hablar en nuestra lengua las maravillas de Dios" (Hch 2, 11). Hace quinientos años a ese coro de lenguas se añadieron los pueblos de Angola. En aquel momento, en vuestra patria africana, se renovó el Pentecostés de Jerusalén. Vuestros antepasados oyeron el mensaje de la Buena Nueva, que es la lengua del Espíritu. Sus corazones acogieron por primera vez esta palabra e inclinaron su cabeza en la fuente del agua bautismal, en la que el hombre, por obra del Espíritu Santo, muere con Cristo crucificado y renace a una vida nueva en su resurrección (...). Ese mismo Espíritu fue el que impulsó a aquellos hombres de fe, los primeros misioneros, que en 1491, llegaron hasta la desembocadura del río Zaire, en Pinda, iniciando una auténtica epopeya misionera. Fue el Espíritu Santo, que obra a su modo en el corazón de los hombres, quien movió al gran rey del Congo Nzinga-a-Nkuwu a pedir misioneros para anunciar el Evangelio. Fue el Espíritu Santo quien animó la vida de aquellos primeros cuatro cristianos angoleños que, al regresar de Europa, dieron testimonio del valor de la fe cristiana. Después de los primeros misioneros, vinieron muchos más de Portugal y de otros países de Europa, para continuar, ampliar y consolidar la obra comenzada »[39].
Durante este período se erigieron un cierto número de sedes episcopales y una de las primicias de esta acción misionera fue la consagración en Roma, en 1518, por parte de León X, de Don Enrique, hijo de Don Alfonso I, rey del Congo, como obispo titular de Útica. Don Enrique llegó a ser así el primer obispo autóctono del África negra.
En aquella época, exactamente en el año 1622, el Papa Gregorio XV erigió con carácter estable la Congregación De Propaganda Fide con el fin de organizar y desarrollar mejor las misiones.
Por diversas dificultades, la segunda fase de la evangelización de África se concluyó en el siglo XVIII con la extinción de casi todas las misiones en las regiones al sur del Sahara.
Tercera fase
33. La tercera fase de evangelización sistemática de África comenzó en el siglo XIX, período caracterizado por un esfuerzo extraordinario, llevado a cabo por los grandes apóstoles y animadores de las misiones africanas. Fue un período de rápido crecimiento, como muestran claramente las estadísticas presentadas a la Asamblea sinodal por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos[40]. África respondió muy generosamente a la llamada de Cristo. En estos últimos decenios numerosos países africanos han celebrado el primer centenario del comienzo de su evangelización. Verdaderamente el crecimiento de la Iglesia en África, de cien años a esta parte, es una maravilla de la gracia de Dios.
La gloria y esplendor del período contemporáneo de la evangelización en África quedan ilustrados de modo admirable por los santos que el África moderna ha dado a la Iglesia. El Papa Pablo VI tuvo oportunidad de manifestar con elocuencia esta realidad al canonizar a los mártires de Uganda en la Basílica de san Pedro, con ocasión de la Jornada Misionera Mundial de 1964: « Estos mártires africanos vienen a añadir a ese catálogo de vencedores, que es el martirologio, una página trágica y magnífica, verdaderamente digna de sumarse a aquellas maravillosas de la antigua África (...). El África, bañada por la sangre de estos mártires, primicias de la nueva era —y Dios quiera que sean los últimos, pues tan precioso y tan grande fue su holocausto—, resurge libre y redimida »[41].
34. La serie de santos que África da a la Iglesia, serie que es su mayor título de honor, continúa creciendo. Cómo no mencionar, entre los más recientes, a Clementina Anwarite, virgen y mártir de Zaire, que beatifiqué en tierra africana en 1985, a Victoria Rasoamanarivo, de Madagascar, y a Josefina Bakhita, de Sudán, beatificadas también durante mi pontificado. Y cómo no recordar al beato Isidoro Bakanja, mártir de Zaire, que tuve el privilegio de elevar al honor de los altares durante la Asamblea especial para África?
« Otras causas están en curso. La Iglesia en África debe encargarse de redactar su propio martirologio, añadiendo a las magníficas figuras de los primeros siglos (...) los mártires y los santos de los últimos tiempos »[42].
Ante el formidable crecimiento de la Iglesia en África durante los últimos cien años, ante los frutos de santidad alcanzados, hay una sola explicación posible: todo eso es don de Dios, ya que ningún esfuerzo humano habría podido realizar una obra semejante en un período tan breve relativamente. Sin embargo, no hay lugar para un triunfalismo humano. Recordando el esplendor glorioso de la Iglesia en África, los Padres sinodales quisieron celebrar sólo las maravillas obradas por Dios para la liberación y la salvación de África.
« Ésta ha sido la obra del Señor,
una maravilla a nuestros ojos » (Sal 118117, 23).
« Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso,
Santo es su nombre » (Lc 1, 49).
Homenaje a los misioneros
35. El espléndido crecimiento y las realizaciones de la Iglesia en África se deben en gran parte a la heroica y desinteresada dedicación de los misioneros. Esto es reconocido por todos. En efecto, la tierra bendita de África está sembrada de tumbas de valientes heraldos del Evangelio.
Cuando los Obispos de África se encontraron en Roma para la Asamblea especial eran muy conscientes de la deuda de gratitud que su continente tiene con sus antepasados en la fe.
En el discurso dirigido a la primera Asamblea del S.C.E.A.M. en Kampala, el 31 de julio de 1969, el Papa Pablo VI hizo referencia a esta deuda de gratitud: « Vosotros, los africanos, sois ya los misioneros de vosotros mismos. La Iglesia de Cristo está, en verdad, plantada en esta tierra bendita (cf. Decr. Ad gentes, 6). Pero tenemos que cumplir un deber: el de recordar a cuantos en África, antes que vosotros, y hoy todavía con vosotros, predicaron y predican el Evangelio, como nos amonesta la Sagrada Escritura: "Recordaos de vuestros antecesores que os han anunciado la palabra de Dios y, considerando el fin de su vida, imitad su fe" (Hb 13, 7). Se trata de una historia que no debemos olvidar y que confiere a la Iglesia local la nota de su autenticidad y de su nobleza, la nota "apostólica"; ella es un drama de caridad, de heroísmo, de sacrificio, que hace grande y santa, desde su origen, a la Iglesia africana »[43].
36. La Asamblea especial saldó dignamente esta deuda de gratitud cuando, con ocasión de su primera Congregación general, declaró: « Aquí conviene rendir un sentido homenaje a los misioneros, hombres y mujeres de todos los Institutos religiosos y seculares, y a todos los países que, a lo largo de los casi dos mil años de evangelización del continente africano (...) se han dedicado intensamente a transmitir la antorcha de la fe cristiana (...). Precisamente por eso, nosotros, los felices herederos de esta maravillosa aventura, queremos dar gracias a Dios en esta solemne circunstancia »[44].
En el Mensaje al Pueblo de Dios los Padres sinodales renovaron con vigor el homenaje a los misioneros, pero no olvidaron rendir homenaje a los hijos e hijas de África, especialmente a los catequistas y a los intérpretes, que colaboraron con ellos[45].
37. Gracias a la gran epopeya misionera, de la que el continente africano ha sido escenario sobre todo durante los últimos dos siglos, hemos podido encontrarnos en Roma para celebrar la Asamblea especial para África. La semilla esparcida a su tiempo ha producido frutos abundantes. Mis Hermanos en el episcopado, hijos de los pueblos de África, son un testimonio elocuente de esto. Junto con sus sacerdotes, llevan ya sobre sus espaldas gran parte del trabajo de la evangelización. Lo atestiguan también los numerosos hijos e hijas de África que ingresan en las antiguas Congregaciones misioneras o en los nuevos Institutos nacidos en tierra africana, llevando en sus manos la antorcha de la consagración total al servicio de Dios y del Evangelio.
Arraigo y crecimiento de la Iglesia
38. El hecho de que en casi dos siglos el número de católicos en África haya crecido rápidamente constituye por sí mismo un resultado notable desde cualquier punto de vista. Elementos como el sensible y rápido aumento del número de las circunscripciones eclesiásticas, el crecimiento del clero autóctono, de los seminaristas y de los candidatos en los Institutos de vida consagrada y la progresiva extensión de la red de catequistas, cuya contribución a la difusión del Evangelio entre las poblaciones africanas es bien conocida confirman, en particular, la consolidación de la Iglesia en el continente. De fundamental importancia es el alto porcentaje de Obispos nativos, que constituyen ya la Jerarquía en el continente.
Los Padres sinodales pusieron de relieve los numerosos y muy significativos pasos dados por la Iglesia de África a nivel de inculturación y de diálogo ecuménico[46]. Las notables y meritorias realizaciones en el campo de la educación son reconocidas universalmente.
Aunque los católicos sean sólo el catorce por ciento de la población africana, las instituciones católicas en el campo de la sanidad representan el diecisiete por ciento del total de las estructuras sanitarias de todo el continente.
Las iniciativas emprendidas con valentía por las jóvenes Iglesias de África para llevar el Evangelio « hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8) son sin duda dignas de mención. Los Institutos misioneros surgidos en África han crecido numéricamente y han comenzado a ofrecer misioneros no sólo a los países del continente, sino también a otras regiones de la tierra. Sacerdotes diocesanos de África, cuyo número está creciendo lentamente, comienzan a estar disponibles, durante períodos limitados, como sacerdotes fidei donum, en otras diócesis, pobres de personal, en su nación o en otras. En las provincias africanas de los Institutos religiosos de derecho pontificio, tanto masculinos como femeninos, ha aumentado también el número de sus miembros. De este modo la Iglesia se pone al servicio de los pueblos africanos; acepta además participar en el « intercambio de dones » con otras Iglesias particulares en el ámbito de todo el Pueblo de Dios. Todo esto manifiesta, de manera evidente, la madurez alcanzada por la Iglesia en África: esto es lo que ha hecho posible la celebración de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos.
Qué ha llegado a ser África?
39. Hace menos de treinta años, no pocos países africanos se independizaban de las potencias coloniales. Esto suscitó grandes esperanzas en lo relativo al desarrollo político, económico, social y cultural de los pueblos africanos. Aunque « en algunas naciones no se haya aún consolidado, desgraciadamente, la situación interna, y la violencia haya reinado o reine alguna vez, esto no puede dar lugar a una condena general que se extienda a todo un pueblo o toda una nación, o peor todavía, a todo un continente »[47].
40. Cuál es, sin embargo, la situación real del conjunto del continente africano hoy, especialmente desde el punto de vista de la misión evangelizadora de la Iglesia? Los Padres sinodales, a este propósito, se preguntaron en primer lugar: « En un continente saturado de malas noticias, de qué modo el mensaje cristiano constituye una Buena Nueva para nuestro pueblo? En medio de una desesperación que lo invade todo, dónde están la esperanza y el optimismo que transmite el Evangelio? La evangelización promueve muchos de los valores esenciales que tanta falta hacen al continente: esperanza, paz, alegría, armonía, amor y unidad »[48].
Después de haber señalado, justamente, que África es un inmenso continente con situaciones muy diversas y que por tanto es necesario evitar las generalizaciones tanto al evaluar los problemas como al sugerir las soluciones, la Asamblea sinodal constató con dolor: « Una situación común es, sin duda, el hecho de que en África abundan los problemas: en casi todas nuestras naciones hay una miseria espantosa, una mala administración de los escasos recursos de que se dispone, una inestabilidad política y una desorientación social. El resultado está ante nuestros ojos: miseria, guerras, desesperación. En un mundo controlado por las naciones ricas y poderosas, África se ha convertido prácticamente en un apéndice sin importancia, a menudo olvidado y descuidado por todos »[49].
41. Para muchos Padres sinodales el África de hoy se puede parangonar con aquel hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó; cayó en manos de salteadores que lo despojaron, lo golpearon y se marcharon dejándolo medio muerto (cf. Lc 10, 30-37). África es un continente en el que innumerables seres humanos —hombres y mujeres, niños y jóvenes— están tendidos, de algún modo, al borde del camino, enfermos, heridos, indefensos, marginados y abandonados. Ellos tienen necesidad imperiosa de buenos Samaritanos que vengan en su ayuda.
Por mi parte, deseo que la Iglesia continúe paciente e incansablemente su obra de buen Samaritano. En efecto, durante un largo período, regímenes hoy desaparecidos pusieron a dura prueba a los africanos y debilitaron su capacidad de reacción: el hombre herido debe reencontrar todas las fuerzas de su propia humanidad. Los hijos e hijas de África tienen necesidad de presencia comprensiva y de solicitud pastoral. Hay que ayudarles a recobrar sus energías, para ponerlas al servicio del bien común.
Valores positivos de la cultura africana
42. África, no obstante sus grandes riquezas naturales, se encuentra en una situación económica de pobreza. Sin embargo posee una múltiple variedad de valores culturales y de inestimables cualidades humanas, que puede ofrecer a las Iglesias y a toda la humanidad. Los Padres sinodales han puesto de relieve algunos de estos valores culturales, que son ciertamente una preparación providencial para la transmisión del Evangelio; son valores que pueden favorecer una evolución positiva de la dramática situación del continente, y facilitar la recuperación global de que depende el auspiciado desarrollo de cada una de las Naciones.
Los africanos tienen un profundo sentido religioso, sentido de lo sacro, sentido de la existencia de Dios creador y de un mundo espiritual. La realidad del pecado en sus formas individuales y sociales está bastante presente en la conciencia de aquellos pueblos, y se siente también la necesidad de ritos de purificación y expiación.
43. En la cultura y tradición africanas, el papel de la familia está considerado generalmente como fundamental. El africano, abierto a este sentido de la familia, del amor y del respeto a la vida, ama a los hijos, que son acogidos con alegría como un don de Dios. « Todos los hijos e hijas de África aman la vida. Precisamente es el amor por la vida el que les manda atribuir una importancia tan grande a la veneración por los antepasados. Creen instintivamente que los muertos continúan viviendo y desean permanecer en comunión con ellos. De algún modo, no es ésta una preparación para la fe en la comunión de los Santos? Los pueblos de África respetan la vida que es concebida y nace. Se alegran de esta vida. Rechazan la idea de que pueda ser aniquilada, incluso cuando las llamadas "civilizaciones desarrolladas" quieren inducirlos a esto. Y las prácticas hostiles a la vida se les imponen por medio de sistemas económicos al servicio del egoísmo de los ricos »[50]. Los africanos manifiestan respeto por la vida hasta su término natural y reservan dentro de la familia un puesto a los ancianos y a los parientes.
Las culturas africanas tienen un agudo sentido de la solidaridad y de la vida comunitaria. No se concibe en África una fiesta que no sea compartida con todo el poblado. De hecho, la vida comunitaria en las sociedades africanas es expresión de la gran familia. Con ardiente deseo oro y pido que se ore para que África conserve siempre esta preciosa herencia cultural y nunca sucumba a la tentación del individualismo, tan extraño a sus mejores tradiciones.
Algunas opciones de los pueblos africanos
44. Aunque no hay que minimizar en absoluto los aspectos trágicos de la situación africana antes citados, vale la pena recordar aquí algunas realidades positivas de los pueblos del continente que merecen ser alabadas y alentadas. Por ejemplo, los Padres sinodales en su Mensaje al Pueblo de Dios han recordado con alegría el inicio del proceso democrático en tantos países africanos y han auspiciado que se consolide y desaparezcan pronto los obstáculos y resistencias al Estado de derecho, mediante la colaboración de todos los protagonistas y gracias a su sentido del bien común[51].
Los « vientos de cambio » soplan con fuerza en muchos lugares del continente y el pueblo pide cada vez con más insistencia el reconocimiento y la promoción de los derechos y libertades del ser humano. Al respecto, señalo con satisfacción que la Iglesia en África, fiel a su vocación, está decididamente al lado de los oprimidos, de los pueblos sin voz y de los marginados. La animo firmemente a continuar dando este testimonio. La opción preferencial por los pobres es « una forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia... Esta preocupación acuciante por los pobres —que, según la significativa fórmula, son "los pobres del Señor"— debe traducirse, a todos los niveles, en acciones concretas hasta alcanzar decididamente algunas reformas necesarias »[52].
45. A pesar de la pobreza y de los pocos medios disponibles, la Iglesia en África tiene un papel de primer orden en lo referente al desarrollo humano integral; sus notables realizaciones en este campo son reconocidas frecuentemente por los gobiernos y por los expertos internacionales.
La Asamblea especial para África expresó su profundo agradecimiento « a todos los cristianos y a todos los hombres de buena voluntad que trabajan en el campo de la asistencia y de la promoción humana con Caritas y otras organizaciones para el desarrollo »[53]. La asistencia que ellos, como buenos Samaritanos, dan a las víctimas africanas de las guerras y catástrofes, a los refugiados y prófugos, merece admiración, reconocimiento y apoyo por parte de todos.
Siento el deber de expresar viva gratitud a la Iglesia en África por el papel que ha desarrollado, a lo largo de los años, en favor de la paz y la reconciliación en no pocas situaciones de conflicto, desorden político o guerra civil.
II. Problemas actuales de la Iglesia en África
46. Los Obispos de África se encuentran frente a dos interrogantes fundamentales: La Iglesia, cómo debe desarrollar su misión evangelizadora al aproximarse el año 2000? Los cristianos africanos, cómo podrán ser testigos cada vez más fieles del Señor Jesús? Para ofrecer adecuadas respuestas a estos interrogantes los Obispos, antes y durante la Asamblea especial, han examinado los principales desafíos que debe afrontar hoy la comunidad eclesial africana.
Evangelización en profundidad
47. El primer y fundamental dato puesto de relieve por los Padres sinodales es la sed de Dios de los pueblos africanos. Para no defraudar esta expectativa, los miembros de la Iglesia deben ante todo profundizar su fe[54]. En efecto, la Iglesia, precisamente porque es evangelizadora, debe comenzar « por evangelizarse a sí misma »[55]. Es necesario que afronte el desafío derivado de « este tema de la Iglesia que se evangeliza, a través de una conversión y una renovación constantes, para evangelizar el mundo de manera creíble »[56].
El Sínodo ha visto la urgencia de proclamar en África la Buena Nueva a millones de personas todavía no evangelizadas. La Iglesia respeta y estima ciertamente las religiones no-cristianas profesadas por numerosísimas personas en el continente africano, porque constituyen la expresión viva del espíritu de amplios sectores de la población, aunque « ni el respeto ni la estima hacia estas religiones, ni la complejidad de las cuestiones planteadas implican para la Iglesia una invitación a silenciar ante los no cristianos el anuncio de Jesucristo. Al contrario, la Iglesia piensa que estas multitudes tienen derecho a conocer la riqueza del misterio de Cristo (cf. Ef 3, 8) dentro del cual creemos que toda la humanidad puede encontrar, con insospechada plenitud, todo lo que busca a tientas acerca de Dios, del hombre y de su destino, de la vida y de la muerte, de la verdad »[57].
48. Los Padres sinodales afirman con razón que « un profundo interés por una inculturación verdadera y equilibrada de este mismo Evangelio resulta necesario para evitar la confusión y la alienación en nuestra sociedad, que está sufriendo una rápida evolución »[58]. Al visitar Malawi, en 1989, tuve ocasión de decir: « Pongo hoy ante vosotros un desafío, un desafío a que rechacéis un camino de vida que no corresponda con lo mejor de vuestras tradiciones locales y de vuestra fe cristiana. Mucha gente en África mira más allá de África, hacia la llamada "libertad del estilo moderno de vida". Hoy os urjo a que miréis dentro de vosotros mismos. Mirad a las riquezas de vuestras tradiciones, mirad a la fe que estamos celebrando en esta asamblea. Aquí encontraréis la libertad genuina, encontraréis aquí a Cristo que os guiará hacia la verdad »[59].
Superación de las divisiones
49. Otro desafío señalado por los Padres sinodales se refiere a las diversas formas de división que es necesario superar gracias a una sincera práctica del diálogo[60]. Con razón se ha puesto de relieve que, dentro de las fronteras heredadas de las potencias coloniales, la coexistencia de grupos étnicos, tradiciones, lenguas e incluso religiones diversas, a menudo encuentra obstáculos debido a graves hostilidades recíprocas. « Las oposiciones tribales ponen a veces en peligro, si no la paz, al menos la búsqueda del bien común para el conjunto de la sociedad, creando así dificultades a la vida de las Iglesias y a la acogida de pastores de otro origen étnico »[61]. Por esto la Iglesia en África se siente interpelada por el deber preciso de superar dichas divisiones. También desde este punto de vista, la Asamblea especial ha subrayado la importancia del diálogo ecuménico con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, así como del diálogo con la religión tradicional africana y con el Islam. Además, los Padres se han preguntado con qué medios se puede alcanzar dicha meta.
Matrimonio y vocaciones
50. Un desafío importante, subrayado casi unánimemente por las Conferencias Episcopales de África en las respuestas a losLineamenta, es el matrimonio cristiano y la vida familiar[62]. Lo que está en juego es mucho: en efecto, « el futuro del mundo y de la Iglesia pasa a través de la familia »[63].
Otro tema fundamental que la Asamblea especial ha puesto de relieve es la atención de las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada: es necesario discernirlas con sabiduría, acompañarlas con formadores capaces y controlar la calidad de la formación que se les ofrece. De la solicitud puesta en la solución de este problema depende que se realice la esperanza de un florecimiento de vocaciones misioneras africanas, como requiere el anuncio del Evangelio en cualquier parte del continente e incluso más allá de sus confines.
Dificultades sociopolíticas
51. « En África se siente muy vivamente esta exigencia de aplicación del Evangelio a la vida concreta. Cómo se podría anunciar a Cristo en ese inmenso continente, olvidando que coincide con una de las zonas más pobres del mundo? Cómo se podría no tener en cuenta la historia, tejida de sufrimientos, de una tierra donde muchas naciones luchan aún contra el hambre, la guerra, las rivalidades raciales y tribales, la inestabilidad política y la violación de los derechos humanos? Todo ello constituye un desafío a la evangelización »[64].
Todos los documentos preparatorios, así como las discusiones durante la Asamblea, han puesto ampliamente de relieve el hecho de que cuestiones como la pobreza creciente en África, la urbanización, la deuda internacional, el comercio de armas, el problema de los refugiados y los prófugos, los problemas demográficos y las amenazas que pesan sobre la familia, la emancipación de las mujeres, la propagación del SIDA, la supervivencia en algunos lugares de la práctica de la esclavitud, el etnocentrismo y la oposición tribal, son parte de los desafíos fundamentales examinados por el Sínodo.
Invasión de los medios de comunicación social
52. Finalmente, la Asamblea especial se ha preocupado de los medios de comunicación social, cuestión de enorme importancia porque se trata, al mismo tiempo, de instrumentos de evangelización y medios de difusión de una nueva cultura que necesita ser evangelizada[65]. Los Padres sinodales han constatado así el triste hecho de que « los países subdesarrollados, en vez de transformarse en naciones autónomas, preocupadas de su propia marcha hacia la justa participación en los bienes y servicios destinados a todos, se convierten en piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural; a menudo, imponen una visión desviada de la vida y del hombre y así no responden a las exigencias del verdadero desarrollo »[66].
III. Formación de los agentes de la evangelización
53. Con qué recursos la Iglesia en África logrará superar los desafíos apenas mencionados? « El más importante, después de la gracia de Cristo, es el pueblo. El Pueblo de Dios —entendido en el sentido teológico de la Lumen gentium, un pueblo que abarca a los miembros del Cuerpo de Cristo en su totalidad— ha recibido el mandato, que es al mismo tiempo un honor y un deber, de proclamar el mensaje evangélico (...). Es preciso preparar, motivar y fortalecer a toda la comunidad para la evangelización, a cada uno según su función específica dentro de la Iglesia »[67]. Por esto, el Sínodo ha puesto fuertemente el acento en la formación de los agentes de la evangelización en África. Ya he recordado la necesidad de la formación apropiada de los candidatos al sacerdocio y de quienes son llamados a la vida consagrada. La Asamblea ha prestado igualmente debida atención a la formación de los fieles laicos, reconociendo su papel insustituible en la evangelización de África. En particular, se ha puesto justamente el acento en la formación de los catequistas laicos.
54. Se impone una última pregunta: la Iglesia en África ha formado suficientemente a los laicos para que asuman con competencia sus responsabilidades civiles y consideren los problemas de orden sociopolítico a la luz del Evangelio y de la fe en Dios? Esto es seguramente un cometido que interpela a los cristianos: ejercer en el tejido social un influjo dirigido a transformar no solamente las mentalidades, sino las mismas estructuras de la sociedad, de modo que se reflejen mejor los designios de Dios sobre la familia humana. Precisamente por esto he propuesto para los laicos una formación completa que les ayude a llevar una vida plenamente coherente. La fe, la esperanza y la caridad no pueden dejar de orientar el comportamiento del auténtico discípulo de Cristo en cualquier actividad, situación y responsabilidad. Puesto que « evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad »[68], los cristianos deben ser formados para que vivan las exigencias sociales del Evangelio, de modo que su testimonio se convierta en un desafío profético ante todo lo que perjudica el verdadero bien de los hombres y de las mujeres de África, como de cualquier otro continente.
CAPÍTULO III
EVANGELIZACIÓN E INCULTURACIÓN
Misión de la Iglesia
55. « Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación » (Mc 16, 15). Éste es el mandato que, antes de subir al Padre, Cristo resucitado dejó a los Apóstoles: « Ellos salieron a predicar por todas partes... » (Mc 16, 20).
« La tarea de la evangelización de todos los hombres, constituye la misión esencial de la Iglesia (...). Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar »[69]. La Iglesia, nacida de la acción evangelizadora de Jesús y de los Doce, es a su vez enviada, « depositaria de la Buena Nueva que debe ser anunciada (...). La Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma ». En lo sucesivo, « la Iglesia misma envía a los evangelizadores. Ella pone en su boca la Palabra que salva »[70]. Como el Apóstol de los gentiles, la Iglesia puede decir: « Predicar el Evangelio (...) es un deber que me incumbe. Y !ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Cor 9, 16).
La Iglesia anuncia la Buena Nueva no sólo a través de la proclamación de la palabra que ha recibido del Señor, sino también mediante el testimonio de la vida, gracias al cual los discípulos de Cristo dan razón de la fe, de la esperanza y del amor que hay en ellos (cf. 1 Pe 3, 15).
Este testimonio que el cristiano da de Cristo y del Evangelio puede llegar hasta el sacrificio supremo: el martirio (cf. Mc 8, 35). En efecto, la Iglesia y el cristiano anuncian a Aquel que es « señal de contradicción » (Lc 2, 34). Proclaman a « un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles » (1 Cor 1, 23). Como he dicho antes, además de los ilustres mártires de los primeros siglos, África puede gloriarse de sus mártires y santos de la época moderna.
La evangelización tiene por objeto « transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad »[71]. En el Hijo único, y por medio de Él, se renovarán las relaciones de los hombres con Dios, con los demás hombres, con la creación entera. Por eso el anuncio del Evangelio puede contribuir a la transformación interior de todas las personas de buena voluntad que tienen el corazón abierto a la acción del Espíritu Santo.
56. Testimoniar el Evangelio con la palabra y con las obras: ésta es la consigna que la Asamblea Especial para África del Sínodo de los Obispos ha recibido y transmite ahora a la Iglesia del continente. « Seréis mis testigos » (Hch 1, 8): esto es lo importante, éstos deberán ser en África los frutos del Sínodo en cada ámbito de la vida humana.
La Iglesia en África, tierra que ha llegado a ser « nueva Patria de Cristo »[72],nacida de la predicación de valientes Obispos y sacerdotes misioneros, ayudada eficazmente por los catequistas —« esa multitud tan benemérita de la obra de las misiones entre los gentiles »—[73], es ya responsable de la misión en el continente y en el mundo: « Africanos, sois ya misioneros de vosotros mismos », decía en Kampala mi predecesor Pablo VI[74]. Ya que la gran mayoría de los habitantes del continente africano no han recibido aún el anuncio de la Buena Nueva de la salvación, el Sínodo recomienda que se favorezcan las vocaciones misioneras y pide que se fomenten y se apoye activamente el ofrecimiento de oraciones, sacrificios y ayudas concretas en favor del trabajo misionero de la Iglesia[75].
Anuncio
57. « El Sínodo recuerda que evangelizar es anunciar por medio de la palabra y la vida la Buena Nueva de Jesucristo, crucificado, muerto y resucitado, camino, verdad y vida »[76]. A África, apremiada en todas partes por gérmenes de odio y violencia, por conflictos y guerras, los evangelizadores deben proclamar la esperanza de la vida fundamentada en el misterio pascual. Justo cuando, humanamente hablando, su vida parecía destinada al fracaso, Jesús instituyó la Eucaristía, « prenda de la gloria eterna »[77], para perpetuar en el tiempo y en el espacio su victoria sobre la muerte. Por esto la Asamblea Especial para África, en este período en que el continente africano bajo algunos aspectos está en situaciones críticas, ha querido presentarse como « Sínodo de la resurrección, Sínodo de la esperanza (...). ¡Cristo, nuestra esperanza, vive y nosotros también viviremos! »[78]. ¡África no está orientada a la muerte, sino a la vida!
Es necesario, pues, « que la nueva evangelización esté centrada en el encuentro con la persona viva de Cristo »[79]. « El primer anuncio debe tender, por tanto, a hacer que todos vivan esa experiencia transformadora y entusiasmante de Jesucristo, que llama a seguirlo en una aventura de fe »[80]. Tarea, ésta, singularmente facilitada por el hecho de que « el africano cree en Dios creador a partir de su vida y de su religión tradicional. Está, pues, abierto también a la plena y definitiva revelación de Dios en Jesucristo, Dios con nosotros, Verbo hecho carne. Jesús, Buena Nueva, es Dios que salva al africano (...) de la opresión y de la esclavitud »[81].
La evangelización debe abarcar « al hombre y a la sociedad en todos los niveles de su existencia. Se manifiesta en diversas actividades, en particular en aquéllas tomadas específicamente en consideración por el Sínodo: anuncio, inculturación, diálogo, justicia y paz, medios de comunicación social »[82].
Para que esta misión se logre plenamente es necesario actuar de modo que « en la evangelización el recurso al Espíritu Santo sea insistente, para que se realice un continuo Pentecostés, en el que María, como en el primero, tenga su lugar »[83]. En efecto, el Espíritu Santo guía a la Iglesia hacia la verdad completa (cf. Jn 16, 13) y le permite ir al encuentro del mundo para testimoniar a Cristo con segura confianza.
58. La palabra que sale de la boca de Dios es viva y eficaz, no vuelve nunca a Él de vacío (cf. Is 55, 11; Hb 4, 12-13). Es necesario, pues, proclamarla sin descanso, insistir « a tiempo y a destiempo... con toda paciencia y doctrina » (2 Tm 4, 2). La Palabra de Dios escrita, confiada en primer lugar a la Iglesia, « no puede interpretarse por cuenta propia » (2 Pe 1, 20); corresponde a la Iglesia ofrecer su interpretación auténtica[84].
Para hacer que la Palabra de Dios sea conocida, amada, meditada y conservada en el corazón de los fieles (cf. Lc 2, 19.51), es necesario intensificar los esfuerzos para facilitar el acceso a la Sagrada Escritura, especialmente mediante traducciones completas o parciales de la Biblia, realizadas en lo posible en colaboración con las demás Iglesias y Comunidades eclesiales y acompañadas con guías de lectura para la oración, el estudio en familia o en comunidad. Se debe promover además la formación bíblica del clero, religiosos, catequistas y laicos en general; preparar adecuadas celebraciones de la Palabra; favorecer el apostolado bíblico con la ayuda del Centro Bíblico para África y Madagascar y de otras estructuras semejantes, que se han de fomentar a todos los niveles. En resumen, se procurará poner la Sagrada Escritura en las manos de todos los fieles desde la infancia[85].
Urgencia y necesidad de la inculturación
59. Los Padres sinodales han señalado en varias ocasiones la importancia particular que para la evangelización tiene la inculturación, es decir, el proceso mediante el cual « la catequesis "se encarna" en las diferentes culturas »[86]. La inculturación comprende una doble dimensión: por una parte, « una íntima transformación de los auténticos valores culturales mediante su integración en el cristianismo » y, por otra, « la radicación del cristianismo en las diversas culturas humanas »[87]. El Sínodo considera la inculturación como una prioridad y una urgencia en la vida de las Iglesias particulares para que el Evangelio arraigue realmente en África[88]; « una exigencia de la evangelización »[89]; « un camino hacia una plena evangelización »[90]; uno de los desafíos mayores para la Iglesia en el continente a las puertas del tercer milenio[91].
Fundamentos teológicos
60. « Pero, al llegar la plenitud de los tiempos » (Gal 4, 4), el Verbo, segunda Persona de la Santísima Trinidad, Hijo único de Dios, « se encarnó por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María y se hizo hombre »[92]. Es el misterio sublime de la Encarnación del Verbo, misterio que tuvo lugar en la historia: en circunstancias de tiempo y espacio bien definidas, en medio de un pueblo con una cultura propia, que Dios había elegido y acompañado a lo largo de toda la historia de salvación con el fin de mostrar, mediante cuanto obraba en él, lo que quería hacer por todo el género humano.
Demostración evidente del amor de Dios hacia los hombres (cf. Rm 5, 8), Jesucristo, con su vida, con la Buena Nueva anunciada a los pobres, con su pasión, muerte y gloriosa resurrección, llevó a cabo la remisión de nuestros pecados y nuestra reconciliación con Dios, su Padre y, gracias a Él, nuestro Padre. La Palabra que la Iglesia anuncia es precisamente el Verbo de Dios hecho hombre, Él mismo sujeto y objeto de esta Palabra. La Buena Nueva es Jesucristo.
Como « la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros » (Jn 1, 14), así la Buena Nueva, la palabra de Jesucristo anunciada a las naciones, debe penetrar en el ambiente de vida de sus oyentes. La inculturación es precisamente esta penetración del mensaje evangélico en las culturas[93]. En efecto, la Encarnación del Hijo de Dios, por ser total y concreta, fue también encarnación en una cultura específica[94].
61. Teniendo presente la relación estrecha y orgánica entre Jesucristo y la palabra que anuncia la Iglesia, la inculturación del mensaje revelado tendrá que seguir la « lógica » propia del misterio de la Redención. En efecto, la Encarnación del Verbo no constituye un momento aislado sino que tiende hacia « la Hora » de Jesús y el misterio pascual: « Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto » (Jn 12, 24). « Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí » (Jn 12, 32). Este anonadamiento de sí mismo, esta kénosis necesaria para la exaltación, itinerario de Jesús y de cada uno de sus discípulos (cf. Flp 2, 6-9), es iluminador para el encuentro de las culturas con Cristo y su Evangelio. « Cada cultura tiene necesidad de ser transformada por los valores del Evangelio a la luz del misterio pascual »[95].
Es mirando al misterio de la Encarnación y de la Redención como se debe hacer el discernimiento de los valores y de los antivalores de las culturas. Como el Verbo de Dios se hizo en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado, así la inculturación de la Buena Nueva asume todos los valores humanos auténticos purificándolos del pecado y restituyéndolos a su pleno significado.
La inculturación tiene también profundos vínculos con el misterio de Pentecostés; gracias a la efusión y acción del Espíritu, que unifica dones y talentos, todos los pueblos de la tierra, al entrar en la Iglesia, viven un nuevo Pentecostés, profesan en su propia lengua la única fe en Jesucristo y proclaman las maravillas que el Señor ha realizado en ellos. El Espíritu, que en el plano natural es la fuente originaria de la sabiduría de los pueblos, guía con una luz sobrenatural a la Iglesia hacia el conocimiento de toda la Verdad. A su vez la Iglesia, asumiendo los valores de las diversas culturas, se hace « sponsa ornata monilibus suis », « la novia que se adorna con sus aderezos » (cf. Is 61, 10).
Criterios y ámbitos de la inculturación
62. Es una tarea difícil y delicada, ya que pone a prueba la fidelidad de la Iglesia al Evangelio y a la Tradición apostólica en la evolución constante de las culturas. Por ello los Padres sinodales observaron: « Ante los rápidos cambios culturales, sociales, económicos y políticos, nuestras Iglesias locales deben trabajar en un proceso de inculturación siempre renovado, respetando los dos criterios siguientes: la compatibilidad con el mensaje cristiano y la comunión con la Iglesia universal (...). En todo caso se tratará de evitar cualquier sincretismo »[96].
« Como camino hacia una plena evangelización, la inculturación trata de preparar al hombre para acoger a Jesucristo en la integridad de su propio ser personal, cultural, económico y político, para la plena adhesión a Dios Padre y para llevar una vida santa mediante la acción del Espíritu Santo »[97].
Al dar gracias a Dios por los frutos que los esfuerzos de la inculturación han dado ya en la vida de las Iglesias del continente, particularmente en las antiguas Iglesias orientales de África, el Sínodo ha recomendado « a los Obispos y a las Conferencias Episcopales que tengan en cuenta que la inculturación engloba todos los ámbitos de la vida de la Iglesia y de la evangelización: teología, liturgia, vida y estructura de la Iglesia. Todo esto muestra la necesidad de una búsqueda en el ámbito de las culturas africanas en toda su complejidad ». Precisamente por eso el Sínodo ha invitado a los Pastores « a aprovechar al máximo las múltiples posibilidades que la disciplina actual de la Iglesia establece ya al respecto »[98].
Iglesia como Familia de Dios
63. El Sínodo no sólo ha hablado de la inculturación, sino que también la ha aplicado concretamente, asumiendo como idea-guía para la evangelización de África la de Iglesia como Familia de Dios[99]. En ella los Padres sinodales han reconocido una expresión de la naturaleza de la Iglesia particularmente apropiada para África. En efecto, la imagen pone el acento en la solicitud por el otro, la solidaridad, el calor de las relaciones, la acogida, el diálogo y la confianza[100]. La nueva evangelización tenderá pues a edificar la Iglesia como Familia, excluyendo todo etnocentrismo y todo particularismo excesivo, tratando de promover por el contrario la reconciliación y la verdadera comunión entre las diversas etnias, favoreciendo la solidaridad y el compartir tanto el personal como los recursos de las Iglesias particulares, sin consideraciones indebidas de orden étnico[101]. « Es de desear que los teólogos elaboren la teología de la Iglesia-Familia con toda la riqueza contenida en este concepto, desarrollando su complementariedad mediante otras imágenes de la Iglesia »[102].
Esto supone una profunda reflexión sobre el patrimonio bíblico y tradicional que el Concilio Vaticano II ha recogido en la Constitución dogmática Lumen gentium. El admirable texto expone la doctrina sobre la Iglesia recurriendo a imágenes, sacadas de la Sagrada Escritura, como Cuerpo místico, Pueblo de Dios, templo del Espíritu, rebaño y redil, casa en la que Dios mora con los hombres. Según el Concilio, la Iglesia es esposa de Cristo y madre nuestra, ciudad santa y primicia del Reino futuro. Es necesario tener en cuenta estas sugestivas imágenes al desarrollar, según la indicación del Sínodo, una eclesiología centrada en el concepto de Iglesia-Familia de Dios[103]. Se podrá entonces apreciar en toda su riqueza y densidad la afirmación de la que parte la Constitución conciliar: « La Iglesia es en Cristo como el sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano »[104].
Campos de aplicación
64. En la práctica, sin prejuicio alguno por las tradiciones propias de cada Iglesia, latina u oriental, « se debe tender a la inculturación de la liturgia, teniendo cuidado de no cambiar nada de los elementos esenciales, de modo que el pueblo fiel pueda comprender y vivir mejor las celebraciones litúrgicas »[105].
El Sínodo ha afirmado además que, incluso cuando la doctrina es difícilmente asimilable a pesar de un largo período de evangelización, o bien, cuando su práctica supone serios problemas pastorales, sobre todo en la vida sacramental, es necesario permanecer fieles a la enseñanza de la Iglesia y, al mismo tiempo, respetar a las personas en la justicia y con verdadera caridad pastoral. Partiendo de este principio, el Sínodo ha expresado el deseo de que las Conferencias Episcopales, en colaboración con las Universidades y los Institutos católicos, creen comisiones de estudio, especialmente sobre el matrimonio, la veneración de los antepasados y el mundo de los espíritus, con objeto de examinar a fondo todos los aspectos culturales de estos problemas desde el punto de vista teológico, sacramental, ritual y canónico[106].
Diálogo
65. « La actitud de diálogo es el modo de ser del cristiano tanto dentro de su comunidad, como en relación con los demás creyentes y con los hombres y mujeres de buena voluntad »[107]. El diálogo se ha de practicar ante todo dentro de la Iglesia- Familia, a todos los niveles: entre Obispos, Conferencias Episcopales o Asambleas de la Jerarquía y Sede Apostólica, entre las Conferencias o Asambleas Episcopales de las diferentes naciones del mismo continente y las de los demás continentes y, en cada Iglesia particular, entre el Obispo, presbiterio, personas consagradas, agentes pastorales y fieles laicos; así como entre los diversos ritos dentro de la misma Iglesia. El S.C.E.A.M. procurará tener « estructuras y medios que garanticen el ejercicio de este diálogo »[108], en particular para favorecer una solidaridad pastoral orgánica.
« Los católicos, unidos a Cristo mediante su testimonio en África, están invitados a desarrollar un diálogo ecuménico con todos los hermanos bautizados de las demás Confesiones cristianas, a fin de lograr la unidad por la que Cristo oró, y de este modo su servicio a las poblaciones del continente haga el Evangelio más creíble a los ojos de cuantos y cuantas buscan a Dios »[109]. Este diálogo podrá concretarse en iniciativas como la traducción ecuménica de la Biblia, la profundización teológica de uno u otro aspecto de la fe cristiana, o incluso ofreciendo juntos un testimonio evangélico a favor de la justicia, la paz y el respeto de la dignidad humana. Para esto se procurará crear comisiones nacionales y diocesanas de ecumenismo[110]. Juntos, los cristianos son responsables de dar testimonio del Evangelio en el continente. Los progresos del ecumenismo tienen también como objetivo hacer que este testimonio sea más eficaz.
66. « El compromiso del diálogo debe abarcar también a los musulmanes de buena voluntad. Los cristianos no pueden olvidar que muchos musulmanes tratan de imitar la fe de Abraham y vivir las exigencias del Decálogo »[111]. A este respecto, el Mensaje del Sínodo destaca que el Dios vivo, Creador del cielo y de la tierra y Señor de la historia, es el Padre de la gran familia humana que formamos. Como tal, quiere que demos testimonio de Él respetando los valores y las tradiciones religiosas propias de cada uno, trabajando juntos para la promoción humana y el desarrollo en todos los niveles. Lejos de querer ser aquél en cuyo nombre unos eliminan a otras personas, Él compromete a los creyentes a trabajar juntos al servicio de la justicia y la paz[112]. Se pondrá, pues, particular atención en que el diálogo islamo-cristiano respete por ambas partes el ejercicio de la libertad religiosa, con todo lo que esto comporta, incluidas también las manifestaciones exteriores y públicas de la fe[113]. Cristianos y musulmanes están llamados a comprometerse en la promoción de un diálogo inmune de los riesgos derivados de un irenismo de mala ley o de un fundamentalismo militante, y levantando su voz contra políticas y prácticas desleales, así como contra toda falta de reciprocidad en relación con la libertad religiosa[114].
67. En cuanto a la religión tradicional africana, un diálogo sereno y prudente podrá, por una parte, proteger de influjos negativos que condicionan la misma forma de vida de muchos católicos y, por otra, asegurar la asimilación de los valores positivos como la creencia en el Ser Supremo, Eterno, Creador, Providente y justo Juez que se armonizan bien con el contenido de la fe. Éstos pueden ser vistos como una preparación al Evangelio, porque contienen preciosas semina Verbi capaces de llevar, como ya ha ocurrido en el pasado, a muchas personas a « abrirse a la plenitud de la Revelación en Jesucristo por medio de la proclamación del Evangelio »[115].
Por tanto, es necesario tratar con mucho respeto y estima a quienes se adhieren a la religión tradicional, evitando todo lenguaje inadecuado e irrespetuoso. A este fin, en los centros de formación sacerdotal y religiosa se deben impartir oportunos conocimientos sobre la religión tradicional[116].
Desarrollo humano integral
68. El desarrollo humano integral —desarrollo de todo hombre y de todo el hombre, especialmente de quien es más pobre y marginado en la comunidad— constituye el centro mismo de la evangelización. « Entre evangelización y promoción humana —desarrollo, liberación— existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Lazos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de la Redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia, a la que hay que combatir y de justicia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélico como es el de la caridad: en efecto, cómo proclamar el mandamiento nuevo sin promover, mediante la justicia y la paz, el verdadero, el auténtico crecimiento del hombre? »[117].
De ese modo, el Señor Jesús, cuando inauguró su ministerio público en la sinagoga de Nazaret, eligió para ilustrar su misión el texto mesiánico del Libro de Isaías: « El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido el Señor. A anunciar la Buena Nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad; a pregonar un año de gracia del Señor » (Lc 4, 18-19; cf. Is, 61 1-2).
El Señor se considera, pues, como enviado para aliviar la miseria de los hombres y combatir toda forma de marginación. Ha venido a liberar al hombre; ha venido a tomar nuestras flaquezas y a cargar con nuestras enfermedades: « De hecho todo el ministerio de Jesús está orientado a atender a cuantos, entorno a Él, estaban marcados por el sufrimiento: personas que sufrían, paralíticos, leprosos, ciegos, sordos, mudos (cf. Mt 8, 17) »[118]. « No es posible aceptar que la obra de evangelización pueda o deba olvidar las cuestiones extremadamente graves, tan debatidas hoy día, que atañen a la justicia, a la liberación, al desarrollo y a la paz en el mundo »[119]: la liberación que la evangelización anuncia « no puede reducirse a la simple y estrecha dimensión económica, política, social o cultural, sino que debe abarcar al hombre entero, en todas sus dimensiones, incluida su apertura al Absoluto, que es Dios »[120].
Afirma justamente el Concilio Vaticano II: « La Iglesia, al buscar su propio fin salvífico, no sólo comunica al hombre la vida divina, sino que también derrama su luz reflejada en cierto modo sobre todo el mundo, especialmente en cuanto que sana y eleva la dignidad de la persona humana, e impregna de un sentido y una significación más profunda la actividad cotidiana de los hombres. La Iglesia cree que de esta manera, por medio de cada uno de sus miembros y de toda su comunidad, puede contribuir mucho a humanizar más la familia de los hombres y la historia »[121]. La Iglesia anuncia y comienza a realizar el Reino de Dios siguiendo las huellas de Jesús, porque « la naturaleza del Reino es la comunión de todos los seres humanos entre sí y con Dios »[122]. Así « el Reino es fuente de plena liberación y de salvación total para los hombres: con éstos, pues, la Iglesia camina y vive, realmente y enteramente solidaria con su historia »[123].
69. La historia de los hombres asume su auténtico sentido en la Encarnación del Verbo de Dios, que es el fundamento de la dignidad humana restaurada. El hombre ha sido redimido por medio de Cristo, « Imagen de Dios invisible, generado antes de toda criatura » (Col 1, 15); más aún, « el Hijo de Dios, con su Encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre »[124]. Cómo no exclamar con san León Magno: « ¡Cristiano, toma conciencia de tu dignidad! »[125].
Anunciar a Cristo es, pues, revelar al hombre su dignidad inalienable, que Dios ha rescatado mediante la Encarnación de su Hijo único. El Concilio Vaticano II prosigue así: « Al haberse confiado a la Iglesia la manifestación del misterio de Dios, que es el fin último del hombre, ella misma descubre al hombre el sentido de su propia existencia, es decir, la verdad íntima sobre el hombre »[126].
Dotado de esta incomparable dignidad, el hombre no puede vivir en condiciones de vida social, económica, cultural y política infrahumanas. Éste es el fundamento teológico de la lucha por la defensa de la dignidad personal, por la justicia y la paz social, por la promoción humana, la liberación y el desarrollo integral del hombre y de todos los hombres. Por ello, considerando esta dignidad, el desarrollo de los pueblos —dentro de cada nación y en las relaciones internacionales— debe realizarse de manera solidaria, como afirmaba del modo más apropiado mi predecesor Pablo VI[127]. Precisamente en esta perspectiva podía decir: « El desarrollo es el nuevo nombre de la paz »[128]. Se puede, pues, afirmar con razón que « el desarrollo integral supone el respeto de la dignidad humana, la cual sólo puede realizarse en la justicia y la paz »[129].
Ser la voz de quienes no tienen voz
70. Animados por la fe y la esperanza en la fuerza salvífica de Jesús, los Padres del Sínodo concluyeron sus trabajos renovando el compromiso de aceptar el desafío de ser instrumentos de salvación en los distintos ámbitos de la vida de los pueblos africanos. « La Iglesia —declararon— debe continuar ejerciendo su papel profético y ser la voz de quienes no tienen voz »[130], para que en todas partes se reconozca la dignidad humana a cada persona y el hombre sea siempre el centro de todos los programas de gobierno. « El Sínodo (...) interpela la conciencia de los jefes de Estado y de los responsables del bien público, para que garanticen cada vez más la liberación y el desarrollo armónico de sus poblaciones »[131]. Sólo con estas condiciones se construye la paz entre las naciones.
La evangelización debe promover iniciativas que contribuyan a desarrollar y ennoblecer al hombre en su existencia espiritual y material. Se trata del desarrollo de todo hombre y de todo el hombre, considerado no sólo de modo aislado, sino también y especialmente en el marco de un desarrollo solidario y armonioso de todos los miembros de una nación y de todos los pueblos de la tierra[132].
En suma, la evangelización debe denunciar y combatir todo lo que envilece y destruye al hombre. « Al ejercicio de este ministerio de evangelización en el campo social, que es un aspecto de la función profética de la Iglesia, corresponde también la denuncia de los males y de las injusticias. Pero conviene aclarar que el anuncio es siempre más importante que la denuncia, y que ésta no puede prescindir de aquél, que le brinda su verdadera consistencia y la fuerza de su motivación más alta »[133].
Medios de comunicación social
71. « Desde siempre Dios se caracteriza por su voluntad de comunicación. Lo realiza de modos diversos. Da el ser a todas las criaturas animadas o inanimadas. Establece particularmente con el hombre relaciones privilegiadas. "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Hb 1, 1-2) »[134]. El Verbo de Dios es, por su naturaleza, palabra, diálogo y comunicación. Ha venido a restaurar, de una parte, la comunicación y las relaciones entre Dios y los hombres, y, de otra, las de los hombres entre sí.
Los medios de comunicación social han llamado la atención del Sínodo bajo dos aspectos importantes y complementarios: como un universo cultural nuevo y naciente, y como un conjunto de instrumentos al servicio de la comunicación. Constituyen desde el inicio una cultura nueva que tiene su lenguaje propio y sobre todo sus valores y contravalores específicos. En este sentido tienen necesidad, como todas las culturas, de ser evangelizados[135].
En efecto, en nuestros días los medios de comunicación social constituyen no sólo un mundo, sino una cultura y una civilización. Y la Iglesia es enviada también a llevar la Buena Nueva de la salvación a este mundo. Los heraldos del Evangelio deben, pues, penetrar en ellos para impregnarse de esta nueva civilización y cultura, con el fin de servirse oportunamente de la misma. « El primer areópago del tiempo moderno es el mundo de la comunicación, que está unificando a la humanidad y transformándola —como suele decirse— en una "aldea global". Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales »[136].
La formación para el uso de los medios de comunicación social es una necesidad, no sólo para quien anuncia el Evangelio, que debe entre otras cosas poseer el estilo de la comunicación, sino también para el lector, el receptor y el telespectador que, formados para comprender este tipo de comunicación, deben saber asumir sus aportaciones con discernimiento y espíritu crítico.
En África, donde la tradición oral es una de las características de la cultura, esta formación tiene una importancia capital. Este tipo de comunicación debe recordar a los Pastores, especialmente a los Obispos y sacerdotes, que la Iglesia es enviada a hablar, a predicar el Evangelio mediante la palabra y los gestos. Ella no puede, pues, callar, bajo el riesgo de incumplir su misión; a menos que, en ciertas circunstancias, el silencio mismo sea un modo de hablar y de testimoniar. Debemos, pues, anunciar siempre a tiempo y a destiempo (cf. 2 Tm 4, 2), pero teniendo como objetivo edificar en la caridad y en la verdad.
CAPÍTULO IV
EN LA PERSPECTIVA DEL TERCER MILENIO CRISTIANO
I. Los desafíos actuales
72. La Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos ha sido convocada para que la Iglesia de Dios, extendida por el continente, reflexione sobre su misión evangelizadora con vistas al tercer milenio, y prepare « una orgánica solidaridad pastoral en todo el territorio africano e islas adyacentes »[137]. Esta misión implica, como se ha subrayado anteriormente, urgencias y desafíos, debidos a profundos y rápidos cambios de las sociedades africanas y a los efectos derivados de la expansión de una civilización planetaria.
Necesidad del Bautismo
73. La primera urgencia es naturalmente la evangelización misma. Por un lado, la Iglesia debe asimilar y vivir cada vez mejor el mensaje que el Señor le ha confiado. Por otro, debe testimoniar y anunciar este mensaje a cuantos todavía no conocen a Jesucristo. En efecto, es para ellos que el Señor dijo a los Apóstoles: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes » (Mt 28, 19).
Como en Pentecostés, la predicación del kerigma tiene como finalidad natural llevar a quien escucha a la metanoia y a recibir el Bautismo: « El anuncio de la Palabra de Dios tiende a la conversión cristiana, es decir, a la adhesión plena y sincera a Cristo y a su Evangelio mediante la fe »[138]. La conversión a Cristo, además, « está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia, sino por voluntad del mismo Cristo, que envió a hacer discípulos a todas las gentes y a bautizarlas (cf. Mt 28, 19); está relacionada también por la exigencia intrínseca de recibir la plenitud de la nueva vida en él: « En verdad, en verdad te digo: —enseña Jesús a Nicodemo— el que no nazca del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios » (Jn 3, 5). En efecto, el bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios, nos une a Jesucristo y nos unge en el Espíritu Santo: no es un mero sello de la conversión, como un signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables con la Trinidad; hace miembros del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia »[139]. Por lo tanto, un itinerario de conversión que no llegase al bautismo se quedaría a mitad de camino.
En verdad, los hombres de buena voluntad que, sin ninguna culpa por su parte, no reciben el anuncio evangélico, pero viven en armonía con su conciencia según la ley de Dios, serán salvados por Cristo y en Cristo. De hecho, para todo ser humano existe siempre en acto la llamada de Dios, que espera ser reconocida y acogida (cf. 1 Tim 2, 4). Precisamente para facilitar este reconocimiento y esta acogida, a los discípulos de Cristo se les pide que no descansen hasta que el gozoso mensaje de la salvación no sea llevado a todos.
Urgencia de la evangelización
74. El Nombre de Jesucristo es el único por el cual nosotros podemos salvarnos (cf. Hch 4, 12). Ya que en África existen millones de personas aún no evangelizadas, la Iglesia se encuentra ante la tarea, necesaria y urgente, de proclamar la Buena Nueva a todos, y conducir a aquellos que escuchan al bautismo y a la vida cristiana. « La urgencia de la actividad misionera brota de la radical novedad de vida, traída por Cristo y vivida por sus discípulos. Esta nueva vida es un don de Dios, y al hombre se le pide que lo acoja y desarrolle, si quiere realizarse según su vocación integral, en conformidad con Cristo »[140]. Esta nueva vida en la originalidad radical del Evangelio implica también rupturas con las costumbres y la cultura de cualquier pueblo de la tierra, porque el Evangelio nunca es un producto interno de un determinado país, sino que siempre « viene de fuera », viene de lo Alto. Para los bautizados el gran desafío es siempre la coherencia de una existencia cristiana conforme con los compromisos del Bautismo, que significa muerte al pecado y resurrección cotidiana a una vida nueva (cf. Rm 6, 4-5). Sin esta coherencia, los discípulos de Cristo difícilmente podrán ser « sal de la tierra » y « luz del mundo » (Mt 5, 13.14). Si la Iglesia en África se compromete con valentía y sin titubeos en este camino, la Cruz podrá ser plantada en todas las partes del continente para la salvación de los pueblos que no tienen miedo de abrir las puertas al Redentor.
Importancia de la formación
75. En todos los sectores de la vida eclesial la formación es de capital importancia. En efecto, nadie puede conocer realmente las verdades de fe que nunca ha tenido ocasión de aprender, ni puede realizar obras para las que jamás ha sido educado. Por eso « es preciso preparar, motivar y fortalecer a toda la comunidad para la evangelización, a cada uno según su función específica dentro de la Iglesia »[141]. Esto vale también para los Obispos, los presbíteros, los miembros de Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, los de los Institutos seculares y para todos los fieles laicos.
La formación misionera debe ocupar un lugar privilegiado. Es « obra de la Iglesia local con la ayuda de los misioneros y de sus Institutos, así como de los miembros de las Iglesias jóvenes. Esta labor ha de ser entendida no como algo marginal, sino central en la vida cristiana »[142].
El programa de formación incluirá, de modo particular, la preparación de los laicos para desarrollar plenamente su papel de animación cristiana del orden temporal (político, cultural, económico, social), que es compromiso característico de la vocación secular del laicado. A este propósito, se debe animar a laicos competentes y motivados a comprometerse en la acción política[143], en la cual, mediante un ejercicio digno de los cargos públicos, puedan « procurar el bien común y preparar al mismo tiempo el camino al Evangelio »[144].
Profundización de la fe
76. La Iglesia en África, para ser evangelizadora, debe comenzar « por evangelizarse a sí misma... Tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor. Pueblo de Dios inmerso en el mundo y, con frecuencia, tentado por los ídolos, necesita saber proclamar las grandezas de Dios »[145].
Hoy en África « la formación de la fe... ha quedado muy frecuentemente en el estadio elemental, y las sectas obtienen fácilmente ventajas de esta ignorancia »[146]. Por esto es urgente una seria profundización de la fe, porque la rápida evolución de la sociedad ha hecho surgir nuevos desafíos, vinculados en particular a los fenómenos de desarraigo familiar, urbanización, desocupación, así como a las múltiples seducciones materialistas, a una cierta secularización y a una especie de trauma intelectual que provoca la avalancha de ideas insuficientemente cribadas, difundidas por los medios de comunicación social[147].
La fuerza del testimonio
77. La formación debe tratar de dar a los cristianos no solamente una preparación técnica para transmitir mejor los contenidos de la fe, sino también una convicción personal profunda para testimoniarlos eficazmente en la vida. Por tanto, todos los que son llamados a proclamar el Evangelio procurarán actuar con total docilidad al Espíritu, el cual « hoy igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por Él »[148]. « Las técnicas de evangelización son buenas, pero ni las más perfeccionadas podrían reemplazar la acción discreta del Espíritu. La preparación más refinada del evangelizador no consigue absolutamente nada sin Él. Sin Él, la dialéctica más convincente es impotente sobre el espíritu de los hombres. Sin Él, los esquemas más elaborados sobre bases sociológicas o psicológicas se revelan pronto desprovistos de todo valor »[149].
Un verdadero testimonio por parte de los creyentes es hoy esencial en África para proclamar de manera auténtica la fe. En particular, es necesario que den testimonio de un sincero amor recíproco. « "Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17,3). Fin último de la misión es hacer partícipes de la comunión que existe entre el Padre y el Hijo: los discípulos deben vivir la unidad entre sí, permaneciendo en el Padre y en el Hijo, para que el mundo conozca y crea (cf. Jn 17, 21-23). Es éste un significativo texto misionero que nos hace entender que se es misionero ante todo por lo que se es, en cuanto Iglesia que vive profundamente la unidad en el amor, antes de serlo por lo que se dice o se hace »[150].
Inculturar la fe
78. Con la profunda convicción de que « la síntesis entre cultura y fe no es solamente una exigencia de la cultura, sino también de la fe », porque « una fe que no se hace cultura es una fe no acogida plenamente, no enteramente pensada, no fielmente vivida »[151], la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos ha considerado la inculturación una prioridad y una urgencia en la vida de las Iglesias particulares en África: sólo así el Evangelio podrá tener sólidas raíces en las comunidades cristianas del continente. Siguiendo las enseñanzas del Concilio Vaticano II[152], los Padres sinodales han interpretado la inculturación como un proceso que comprende toda la vida cristiana —teología, liturgia, costumbres, estructuras—, sin cercenar obviamente el derecho divino y la gran disciplina de la Iglesia, enriquecida durante los siglos por extraordinarios frutos de virtud y de heroísmo[153].
El desafío de la inculturación en África es hacer que los discípulos de Cristo puedan asimilar cada vez mejor el mensaje evangélico, permaneciendo fieles a todos los valores africanos auténticos. Inculturar la fe en todos los sectores de la vida cristiana y humana se presenta, pues, como una tarea ardua, que para su realización exige la asistencia del Espíritu del Señor, que conduce a la Iglesia a la verdad plena (cf. Jn 16, 13).
Una comunidad reconciliada
79. El desafío del diálogo es, en el fondo, el desafío de la transformación de las relaciones entre los hombres, entre las naciones y entre los pueblos en la vida religiosa, política, económica, social y cultural. Es el desafío del amor de Cristo por todos los hombres, amor que el discípulo debe reflejar en su vida: « En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros » (Jn 13, 35).
« La evangelización continúa el diálogo de Dios con la humanidad, un diálogo que alcanza su vértice en la persona de Jesucristo »[154]. Por medio de la Cruz, Él ha destruido en sí mismo la enemistad (cf. Ef 2, 16) que divide y aleja a los hombres unos de otros.
Ahora, no obstante la civilización contemporánea de la « aldea global », en África como en otras partes del mundo el espíritu de diálogo, paz y reconciliación está lejos de habitar en el corazón de todos los hombres. Las guerras, conflictos, actitudes racistas y xenófobas aún dominan demasiado el mundo de las relaciones humanas.
La Iglesia en África siente la exigencia de ser para todos, gracias al testimonio ofrecido por sus hijos e hijas, lugar de auténtica reconciliación. Así, perdonados y reconciliados mutuamente, podrán llevar al mundo el perdón y la reconciliación que Cristo, nuestra Paz (cf. Ef 2, 14), ofrece a la humanidad mediante su Iglesia. En caso contrario, el mundo parecería cada vez más un campo de batalla, donde sólo cuentan los intereses egoístas y donde reina la ley de la fuerza, que aleja inevitablemente a la humanidad de la deseada civilización del amor.
II. La familia
Evangelización de la familia
80. « El futuro del mundo y de la Iglesia pasa a través de la familia »[155]. En efecto, la familia no solamente es la primera célula de la comunidad eclesial viva sino que lo es también de la sociedad. En África, particularmente, la familia representa el pilar sobre el cual está construido el edificio de la sociedad. Por esto el Sínodo considera la evangelización de la familia africana como una de las mayores prioridades, si se quiere que asuma, a su vez, el papel de sujeto activo en la perspectiva de la evangelización de las familias por medio de las familias.
Desde el punto de vista pastoral, esto es un verdadero desafío, dadas las dificultades de orden político, económico, social y cultural que los núcleos familiares en África deben afrontar en el contexto de los grandes cambios de la sociedad contemporánea. Aun adoptando los valores positivos de la modernidad, la familia africana debe, por tanto, salvaguardar sus propios valores esenciales.
La Sagrada Familia como modelo
81. A este propósito, la Sagrada Familia que, según el Evangelio (cf. Mt 2, 14-15), vivió cierto tiempo en África, es « prototipo y ejemplo de todas las familias cristianas »[156], modelo y fuente espiritual para cada familia cristiana[157].
Recordando las palabras del Papa Pablo VI, peregrino a Tierra Santa, « Nazaret es la escuela donde se es iniciado para comprender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio (...). Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual (...) si queremos convertirnos en discípulos de Cristo »[158]. En su profunda meditación sobre el misterio de Nazaret, Pablo VI invita a aprender una triple lección: silencio, vida familiar y trabajo. En la casa de Nazaret cada uno vive la propia misión en perfecta armonía con los otros miembros de la Sagrada Familia.
Dignidad y papel del hombre y de la mujer
82. La dignidad del hombre y de la mujer deriva del hecho de que, al crear Dios el ser humano, « a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó » (Gn 1, 27). Tanto el hombre como la mujer han sido creados « a imagen de Dios », es decir, dotados de inteligencia y voluntad y, consecuentemente, de libertad. Lo demuestra el relato del pecado de los primeros padres (cf. Gn 3). El salmista canta así la dignidad incomparable del hombre: « Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies » (Sal 8, 6-7).
Creados el uno y el otro a imagen de Dios, el hombre y la mujer, aunque diferentes, son esencialmente iguales desde el punto de vista de su humanidad. « Ambos desde el comienzo son personas, a diferencia de los demás seres vivientes del mundo que los circunda. La mujer es otro "yo" en la humanidad común »[159] y cada uno es una ayuda para el otro (cf. Gn 2, 18-25).
« Creando al hombre "varón y mujer", Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana »[160]. El Sínodo ha deplorado las costumbres africanas y las prácticas « que privan a las mujeres de sus derechos y del respeto que les es debido »[161], y ha pedido que la Iglesia en el continente se esfuerce en promover la salvaguardia de tales derechos.
Dignidad y papel del matrimonio
83. Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, es Amor (cf. 1 Jn 4, 8). « La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad, uniéndola a sí como su cuerpo. Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del "principio" y, liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla plenamente. Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la humanidad del hombre y de la mujer desde su creación (cf. Ef 5, 32-33); el matrimonio de los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza, sancionada con la sangre de Cristo »[162].
El amor recíproco entre los esposos bautizados manifiesta el Amor de Cristo y de la Iglesia. Signo del Amor de Cristo, el Matrimonio es un sacramento de la Nueva Alianza: « Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento de salvación el Matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y profecía »[163].
Por tanto, el Matrimonio es un estado de vida, un camino de santidad cristiana, una vocación que debe conducir a la resurrección gloriosa y al Reino, donde « ni ellos tomarán mujer ni ellas marido » (Mt 22, 30). Por esto, el Matrimonio exige un amor indisoluble; gracias a esta estabilidad, puede contribuir eficazmente a realizar totalmente la vocación bautismal de los esposos.
Salvar la familia africana
84. Han sido muchas las intervenciones en el aula del Sínodo que han puesto de relieve las amenazas que actualmente acechan a la familia africana. Las preocupaciones de los Padres sinodales eran muy justificadas, puesto que el documento preparatorio de la Conferencia de las Naciones Unidas, que tuvo lugar en septiembre de 1994 en El Cairo, tierra africana, parecía claramente que quería adoptar resoluciones en contraste con no pocos valores familiares africanos. Haciendo propias las preocupaciones manifestadas anteriormente por mí a la mencionada Conferencia y a los Jefes de Estado de todo el mundo[164], los Padres sinodales dirigieron una apremiante llamada para que se salvaguarde la familia: « ¡No dejéis —clamaron— que engañen a la familia africana precisamente en su tierra! ¡No dejéis que el Año Internacional de la Familia se convierta en el año de la destrucción de la familia! »[165].
La familia abierta a la sociedad
85. El matrimonio, por su naturaleza, transciende la pareja, ya que tiene la misión especial de perpetuar la humanidad. Del mismo modo, la familia, por naturaleza, supera los límites del hogar doméstico: está orientada hacia la sociedad. « La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye su fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de la sociedad misma. Así, la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de encerrarse en sí misma, se abre a las demás familias y a la sociedad, asumiendo su función social »[166].
En esta línea, la Asamblea especial para África afirma que el fin de la evangelización es edificar la Iglesia como Familia de Dios, anticipación, aunque imperfecta, de su Reino en la tierra. Las familias cristianas de África llegarán a ser de este modo verdaderas « iglesias domésticas », contribuyendo al progreso de la sociedad hacia una vida más fraterna. Se producirá así la transformación de las sociedades africanas mediante el Evangelio.
CAPÍTULO V
« SERÉIS MIS TESTIGOS » EN ÁFRICA
Testimonio y santidad
86. Los desafíos señalados muestran lo oportuna que ha sido la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos: la tarea de la Iglesia en el continente es inmensa; para afrontarla es necesaria la colaboración de todos. El testimonio constituye su elemento central. Cristo interpela a sus discípulos en África y les confía el mandato que dio a los apóstoles el día de la Ascensión: « Seréis mis testigos » (Hch 1, 8) en África.
87. El anuncio de la Buena Nueva con la palabra y las obras abre el corazón de las personas al deseo de la santidad, de la configuración con Cristo. San Pablo, en la primera Carta a los Corintios, se dirige « a los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invocan el nombre de Jesucristo, Señor nuestro » (1, 2). La predicación del Evangelio tiene también como objetivo la construcción de la Iglesia de Dios, en la perspectiva de la llegada del Reino, que Cristo entregará al Padre al final de los tiempos (cf. 1 Cor 15, 24).
« La entrada en el Reino de Dios pide un cambio de mentalidad (metanoia) y de comportamiento, y un testimonio de vida en palabras y obras, alimentado dentro de la Iglesia por la participación en los sacramentos, particularmente en la Eucaristía, sacramento de salvación »[167].
La inculturación es un camino para la santidad, pues mediante aquélla la fe penetra en la vida de las personas y de sus comunidades originarias. Así como en la Encarnación Cristo asumió la naturaleza humana, excepto en el pecado, así de manera análoga mediante la inculturación el mensaje cristiano asimila los valores de la sociedad a la que se anuncia, descartando lo que está marcado por el pecado. En la medida en que una comunidad eclesial es capaz de integrar los valores positivos de una determinada cultura, se hace instrumento de su apertura a las dimensiones de la santidad cristiana. Una inculturación de la fe realizada con sabiduría purifica y eleva las culturas de los diversos pueblos.
Un papel importante, desde este punto de vista, corresponde a la liturgia. Como modo eficaz de proclamar y vivir los misterios de la salvación, puede contribuir válidamente a elevar y enriquecer las manifestaciones específicas de la cultura de un determinado pueblo. Será, pues, tarea de la autoridad competente cuidar la inculturación, según modelos de reconocido carácter artístico, de los elementos litúrgicos que, a la luz de las normas vigentes, pueden ser modificados[168].
I. Agentes de la evangelización
88. La evangelización tiene necesidad de agentes. En efecto, « cómo invocarán a aquel (el Señor) en quien no han creído? Cómo creerán en aquel a quien no han oído? Cómo oirán sin que se les predique? Y cómo predicarán si no son enviados? » (Rm 10, 14-15). El anuncio del Evangelio sólo puede realizarse plenamente con la aportación de todos los creyentes, a todos los niveles de la Iglesia, tanto universal como local.
Corresponde en primer lugar a esta última, la Iglesia local bajo la responsabilidad del Obispo, coordinar la obra de la evangelización, convocando a los fieles, confirmándolos en la fe mediante la labor de los sacerdotes y catequistas, y sosteniéndolos en la realización de sus respectivas misiones. A este fin, la diócesis debe crear las estructuras necesarias de encuentro, diálogo y programación. Sirviéndose de ellas el Obispo podrá orientar oportunamente el trabajo de los sacerdotes, religiosos y laicos, acogiendo los dones y carismas de cada uno para ponerlos al servicio de una pastoral actualizada e incisiva. En este sentido, serán muy útiles los diversos Consejos previstos por las normas vigentes del Derecho Canónico.
Comunidades eclesiales vivas
89. Los Padres sinodales reconocieron rápidamente que la Iglesia como Familia sólo puede dar su medida de Iglesia ramificándose en comunidades suficientemente pequeñas que permitan estrechas relaciones humanas. Las características de dichas comunidades fueron sintetizadas así por la Asamblea: deben ser lugares donde se atienda en primer lugar a la propia evangelización para después llevar la Buena Nueva a los demás; por eso deben ser lugares de oración y de escucha de la Palabra de Dios; de responsabilización de sus propios miembros; de aprendizaje de vida eclesial; de reflexión sobre los distintos problemas humanos, a la luz del Evangelio. En ellas se deben comprometer sobre todo a vivir el amor universal de Cristo, que transciende las barreras de las solidaridades naturales de los clanes, tribus u otros grupos de interés[169].
Laicado
90. Se debe ayudar a los laicos a tomar cada vez más conciencia del papel que deben ocupar en la Iglesia, reconociendo así la misión que les es propia como bautizados y confirmados, de acuerdo con la enseñanza de la Exhortación apostólica postsinodal Christifideles laici [170] y de la Encíclica Redemptoris missio[171]. Deben, pues, ser preparados para esto mediante adecuados centros o escuelas de formación bíblica y pastoral. Del mismo modo, los cristianos que ocupan puestos de responsabilidad deben ser preparados cuidadosamente para su actividad política, económica y social con una sólida formación en la doctrina social de la Iglesia, para que sean testigos fieles del Evangelio en su ámbito de acción[172].
Catequistas
91. « El papel de los catequistas ha sido y continúa siendo determinante en la fundación y extensión de la Iglesia en África. El Sínodo recomienda que los catequistas no sólo se beneficien de una perfecta preparación inicial (...), sino que continúen también recibiendo una formación doctrinal y un apoyo moral y espiritual »[173]. Tanto los Obispos como los sacerdotes deben tener una consideración especial para sus catequistas, procurando que tengan condiciones dignas de vida y trabajo, de modo que puedan cumplir bien su misión. Su labor debe ser reconocida y estimada dentro de la comunidad cristiana.
La familia
92. El Sínodo ha hecho una llamada explícita para que cada familia cristiana se convierta en « un lugar privilegiado de testimonio evangélico »[174], una verdadera « iglesia doméstica »[175], una comunidad que cree y evangeliza[176], una comunidad en diálogo con Dios [177] y generosamente abierta al servicio del hombre[178]. « En el seno de la familia los padres han de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe »[179]. « Aquí es donde se ejercita de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia, de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, "en la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras". El hogar es así la primera escuela de la vida cristiana y "escuela del más rico humanismo" »[180].
Los padres deben preocuparse de la educación cristiana de sus hijos. Con la ayuda concreta de familias cristianas estables, serenas y comprometidas, las diócesis podrán planificar el apostolado familiar en el marco de la pastoral de conjunto. Como « iglesia doméstica », construida sobre sólidas bases culturales y sobre los ricos valores de la tradición familiar africana, la familia cristiana está llamada a ser una célula válida de testimonio cristiano en la sociedad marcada por rápidos y profundos cambios. El Sínodo ha sentido esta llamada con particular urgencia en el contexto del Año de la Familia, que la Iglesia estaba celebrando entonces junto con toda la comunidad internacional.
Jóvenes
93. La Iglesia en África sabe bien que la juventud no es sólo el presente, sino sobre todo el futuro de la humanidad. Es necesario, pues, ayudar a los jóvenes a superar los obstáculos que frenan su desarrollo: el analfabetismo, la ociosidad, el hambre y la droga[181]. Para hacer frente a estos desafíos, se debe llamar a los jóvenes a ser evangelizadores de su ambiente. Nadie puede serlo mejor que ellos. Es necesario que la pastoral de la juventud esté presente de modo explícito en el conjunto de la pastoral de las diócesis y de las parroquias, para ofrecer a los jóvenes la ocasión de descubrir muy pronto el valor de la entrega de sí mismos, camino esencial para el desarrollo de la persona[182]. A este propósito, la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud se presenta como un medio privilegiado de pastoral de la juventud, que favorece su formación mediante la oración, el estudio y la reflexión.
Hombres y mujeres consagrados
94. « En una Iglesia Familia de Dios, la vida consagrada tiene un papel particular, no sólo para mostrar a todos una llamada a la santidad, sino también para testimoniar la vida fraterna en la comunidad. Por consiguiente, se invita a los consagrados a responder a su vocación en espíritu de comunión y de colaboración con los respectivos Obispos, con el clero y los laicos »[183].
En las condiciones actuales de la misión en África, urge la promoción de vocaciones religiosas a la vida contemplativa y activa, haciendo en primer lugar selecciones prudentes y dando después una sólida formación humana, espiritual y doctrinal, apostólica y misionera, bíblica y teológica. Esta formación debe renovarse en el curso de los años, con constancia y regularidad. Para la fundación de nuevos Institutos religiosos, se ha de proceder con gran prudencia y claro discernimiento, teniendo en cuenta los criterios indicados por el Concilio Vaticano II y las normas canónicas vigentes[184]. Los Institutos, una vez fundados, deben ser ayudados a adquirir la personalidad jurídica y a alcanzar la autonomía en la gestión tanto de sus propias obras como de sus respectivos ingresos financieros.
La Asamblea sinodal, después de hacer presente que « los Institutos religiosos que no tienen casas en África » no deben sentirse autorizados a « buscar nuevas vocaciones sin un diálogo previo con el Ordinario del lugar »[185], exhortó a los responsables de las Iglesias locales, y también de los Institutos de vida consagrada y de las Sociedades de vida apostólica, a promover entre sí el diálogo para crear, en el espíritu de la Iglesia Familia, grupos mixtos que trabajen de acuerdo como testimonio de fraternidad y signo de unidad al servicio de la misión común[186]. En esta perspectiva, he acogido la invitación de los Padres sinodales a revisar también, si es necesario, algunos puntos del documento Mutuae relationes [187] para una mejor definición del papel de la vida religiosa en la Iglesia local [188].
Futuros sacerdotes
95. « Hoy más que nunca —afirmaron los Padres sinodales— hay que preocuparse de formar a los futuros sacerdotes en los verdaderos valores culturales de sus respectivos países, en el sentido de la honestidad, responsabilidad y fidelidad a la palabra dada. Deben ser formados para que tengan las cualidades de representantes de Cristo, verdaderos servidores y animadores de comunidades cristianas (...) de modo que sean sacerdotes espiritualmente firmes y disponibles, entregados a la causa del Evangelio, capaces de administrar con transparencia los bienes de la Iglesia y llevar una vida sencilla, de acuerdo con su ambiente »[189]. Aun respetando las tradiciones propias de las Iglesias orientales, se ha de formar a los seminaristas de modo « que adquieran una verdadera madurez afectiva y tengan las ideas claras y una íntima convicción sobre el vínculo que hay entre el celibato y la castidad del sacerdote »[190]; además, deben « recibir una formación adecuada sobre el sentido y el lugar de la consagración a Cristo en el sacerdocio »[191].
Diáconos
96. Allí donde las condiciones pastorales se presten a la estima y comprensión de este antiguo ministerio en la Iglesia, las Conferencias y las Asambleas episcopales estudiaran los modos más adecuados para promover y estimular el diaconado permanente « como ministerio ordenado y también como medio de evangelización »[192]. Y donde ya existan los diáconos, se procurará ofrecerles una formación permanente orgánica y completa.
Sacerdotes
97. La Asamblea sinodal, profundamente agradecida a todos los sacerdotes, diocesanos y miembros de Institutos, por la obra apostólica desarrollada por ellos, y consciente de las exigencias de la evangelización de los pueblos de África y Madagascar, les exhortó a vivir la « fidelidad a su vocación, en la entrega total de sí mismos a la misión y en comunión plena con el propio Obispo »[193]. Es un deber de los Obispos cuidar la formación permanente de los sacerdotes, sobre todo en los primeros años de ministerio[194], ayudándolos especialmente a profundizar en el significado del sagrado celibato y perseverar en su fiel adhesión al mismo, reconociendo « el extraordinario don que Dios les ha dado, y que el Señor alaba tan claramente, y que tengan también presentes los grandes misterios que se expresan y se realizan en él »[195]. En este proceso formativo debe reservarse también atención a los sanos valores del ambiente de vida de los sacerdotes. Es oportuno recordar, además, que el Concilio Vaticano II ha animado a los presbíteros a llevar « una cierta vida común », es decir una comunidad de vida manifestada de diversos modos sugeridos por las necesidades personales y pastorales concretas. Esto ayudará a fomentar la vida espiritual e intelectual, la acción apostólica y pastoral, la caridad y la solicitud recíproca, especialmente en relación con los sacerdotes ancianos, enfermos o en dificultad[196].
Obispos
98. Los Obispos mismos deben tener gran cuidado en apacentar la Iglesia que Dios se adquirió con la sangre de su propio Hijo, cumpliendo así el encargo confiado a ellos por el Espíritu Santo (cf. Hch 20, 28). Dedicados, según la recomendación conciliar, a « prestar atención a su misión apostólica como testigos de Cristo ante los hombres »[197], deben ejercer personalmente, colaborando confiadamente con el presbiterio y con los demás agentes pastorales, el insustituible servicio de la unidad en la caridad, atendiendo con solicitud los ministerios de la enseñanza, de la santificación y del gobierno pastoral. Han de procurar atender además a la profundización de su cultura teológica y al afianzamiento de su vida espiritual, participando, en cuanto sea posible, en las jornadas de actualización y de formación organizadas por las Conferencias episcopales o por la Sede Apostólica[198]. Nunca han de olvidar, en particular, la exhortación de san Gregorio Magno, según la cual el pastor es luz de sus fieles sobre todo por una conducta moral ejemplar e impregnada de santidad[199].
II. Estructuras para la evangelización
99. Es motivo de alegría y consuelo constatar que « los fieles laicos están asociados cada vez más a la misión de la Iglesia en África y Madagascar », gracias especialmente « al dinamismo de los movimientos de acción católica, de las asociaciones de apostolado y de los nuevos movimientos de espiritualidad ». Los Padres del Sínodo han propiciado ardientemente que « este impulso continúe y se desarrolle en todos los niveles del laicado, con los adultos, con los jóvenes y con los mismos niños »[200].
Parroquias
100. La parroquia es por su naturaleza el lugar habitual de vida y culto de los fieles. Éstos pueden expresar y realizar allí las iniciativas que la fe y la caridad cristiana sugieren a la comunidad de los creyentes. La parroquia es el lugar donde se manifiesta la comunión de los diversos grupos y movimientos, que encuentran en ella apoyo espiritual y material. Sacerdotes y laicos se deben comprometer para que la vida de la parroquia sea armoniosa, en el contexto de una Iglesia como Familia, donde todos son asiduos « a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones » (Hch 2, 42).
Movimientos y asociaciones
101. La unión fraterna para un testimonio vivo del Evangelio debe ser también la finalidad de los movimientos apostólicos y de las asociaciones de carácter religioso. En efecto, los fieles laicos encuentran en ellos una ocasión privilegiada para ser levadura en la masa (cf. Mt 13, 33), especialmente cuando se ocupan de las cosas temporales según Dios y en lo referente a la lucha por la promoción de la dignidad humana, de la justicia y la paz.
Escuelas
102. « Las escuelas católicas son contemporáneamente lugares de evangelización, educación integral, inculturación y aprendizaje del diálogo entre jóvenes de religiones y ambientes sociales diferentes »[201]. La Iglesia en África y en Madagascar debe ofrecer, por lo tanto, la propia contribución para la promoción de la « escuela para todos » [202] en el marco de la escuela católica, sin descuidar « la educación cristiana de los alumnos de las escuelas no católicas. Se procurará facilitar a los universitarios un programa de formación religiosa correspondiente a su nivel de estudios »[203]. Todo esto supone obviamente la preparación humana, cultural y religiosa de los educadores mismos.
Universidades e Institutos Superiores
103. « Las Universidades e Institutos Superiores católicos en África tienen un papel importante en la proclamación de la Palabra salvífica de Dios. Son un signo del crecimiento de la Iglesia cuando incorporan en sus investigaciones las verdades y las experiencias de la fe y ayudan a interiorizarlas. Estos centros de estudio están así al servicio de la Iglesia, ofreciéndole personal bien preparado; estudiando importantes cuestiones teológicas y sociales; desarrollando la teología africana; promoviendo el trabajo de inculturación especialmente en la celebración litúrgica; publicando libros y difundiendo el pensamiento católico; emprendiendo las investigaciones que les encargan los Obispos y contribuyendo a un estudio científico de las culturas »[204].
En estos tiempos de profundos cambios sociales generalizados en el continente, la fe cristiana puede iluminar eficazmente la sociedad africana. « Los centros culturales católicos ofrecen a la Iglesia singulares posibilidades de presencia y acción en el campo de los cambios culturales. En efecto, éstos son unos foros públicos que permiten la amplia difusión, mediante el diálogo creativo, de convicciones cristianas sobre el hombre, la mujer, la familia, el trabajo, la economía, la sociedad, la política, la vida internacional y el ambiente »[205]. Son así un lugar de escucha, de respeto y tolerancia.
Medios materiales
104. Precisamente en esta perspectiva, los Padres sinodales han puesto de relieve cómo es necesario que cada comunidad cristiana sea capaz de satisfacer por sí misma, en cuanto sea posible, las propias necesidades[206]. La evangelización requiere, además de personal cualificado, medios materiales y financieros consistentes y las diócesis no siempre disponen de los mismos de modo suficiente. Por tanto, es urgente que las Iglesias particulares de África se propongan el objetivo de llegar cuanto antes a satisfacer ellas mismas sus necesidades, asegurando así su autosuficiencia. Por lo cual, invito de modo apremiante a las Conferencias episcopales, a las diócesis y a todas las comunidades cristianas de las Iglesias del continente, en lo que es de su competencia, a comprometerse para que esta autosuficiencia sea cada vez más real. Al mismo tiempo, dirijo una llamada a las Iglesias hermanas del mundo para que sostengan más generosamente las Obras Misionales Pontificias, de manera que, mediante sus organismos de ayuda, puedan ofrecer a las diócesis necesitadas subsidios económicos destinados a proyectos de inversión, capaces de producir recursos que llevan a su progresiva autofinanciación[207]. Además, no se debe olvidar que una Iglesia puede llegar a la autosuficiencia material y financiera sólo si su pueblo no sufre condiciones de extrema miseria.
CAPÍTULO VI
EDIFICAR EL REINO DE DIOS
Reino de justicia y de paz
105. El mandato de Jesús a sus discípulos en el momento de ascender al cielo está dirigido a la Iglesia de Dios de todos los tiempos y lugares. La Iglesia Familia de Dios en África debe testimoniar a Cristo también mediante la promoción de la justicia y de la paz en el continente y en el mundo entero. « Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos » (Mt 5, 9-10), dice el Señor. El testimonio de la Iglesia debe estar acompañado por el compromiso consciente de cada miembro del Pueblo de Dios por la justicia y la solidaridad. Esto es particularmente importante para los laicos que desempeñan funciones públicas, ya que este testimonio exige una actitud espiritual permanente y un estilo de vida en armonía con la fe cristiana.
Dimensión eclesial del testimonio
106. Los Padres sinodales, subrayando la dimensión eclesial de este testimonio, declararon solemnemente: « La Iglesia deber seguir desarrollando su papel profético y ser la voz de los que no tienen voz »[208].
Pero para realizar eficazmente esto, la Iglesia, como comunidad de fe, debe ser un testigo firme de la justicia y la paz incluso en sus estructuras y en las relaciones entre sus miembros. El Mensaje del Sínodo declara valientemente: « Las Iglesias de África han reconocido que, incluso en su interior, la justicia no siempre se respeta en relación con los que están a su servicio. La Iglesia debe ser testigo de justicia y, por ello, reconoce que quien se atreva a hablar a los hombres de justicia debe esforzarse por ser justo a sus ojos. Por esto, es preciso examinar atentamente los actos, los bienes y el estilo de vida de la Iglesia »[209].
Su apostolado, respecto a la promoción de la justicia y, en particular, a la defensa de los derechos humanos fundamentales, no puede dejarse a la improvisación. Consciente del hecho de que en numerosos Países de África se perpetran flagrantes violaciones de la dignidad y de los derechos del hombre, pido a las Conferencias episcopales que instituyan, donde todavía no existan, Comisiones « Justicia y Paz » en los diversos niveles. Éstas deben sensibilizar a las comunidades cristianas en su responsabilidad evangélica sobre la defensa de los derechos humanos[210].
107. Si el anuncio de la justicia y la paz es parte integrante de la tarea de evangelización, de aquí se deduce que la promoción de estos valores debe también formar parte del programa pastoral de cada comunidad cristiana. Por eso insisto en la necesidad de formar a todos los agentes pastorales de un modo adecuado para dicho apostolado: « La formación del clero, religiosos y laicos, impartida en los campos propios de su apostolado, debe insistir en la doctrina social de la Iglesia. Cada uno, según su propio estado de vida, debe tomar conciencia de sus derechos y deberes, aprender el sentido y el servicio del bien común, así como los criterios de una honesta administración de los bienes públicos y de una recta presencia en la vida política, para poder intervenir así de forma creíble ante las injusticias sociales »[211].
La Iglesia, como cuerpo organizado dentro de la comunidad y de la nación, tiene el derecho y el deber de participar plenamente en la edificación de una sociedad justa y pacífica con todos los medios a su alcance. Es necesario recordar aquí su apostolado en los campos de la educación, la atención sanitaria, la sensibilización social y otros programas de asistencia. En la medida en que contribuye con estas actividades a reducir la ignorancia, a mejorar la salud pública y a favorecer una mayor participación de todos en los problemas de la sociedad en espíritu de libertad y corresponsabilidad, la Iglesia crea las condiciones para el progreso de la justicia y de la paz.
La sal de la tierra
108. En nuestros días, en el marco de una sociedad pluralista, es sobre todo gracias al compromiso de los católicos en la vida pública como la Iglesia puede ejercer un influjo eficaz. Se espera de los católicos, sean profesionales o profesores, empresarios o funcionarios, agentes de seguridad o políticos, que den testimonio de bondad, verdad, justicia y amor de Dios en sus actividades cotidianas. « La tarea del laico (...) consiste en ser la sal de la tierra y la luz del mundo y, sobre todo, en los lugares donde sólo él puede hacer presente a la Iglesia »[212].
Colaborar con los demás creyentes
109. La obligación de comprometerse en el desarrollo de los pueblos no es un deber sólo individual, y mucho menos individualista, como si fuera posible conseguirlo con los esfuerzos aislados de cada uno. Es un imperativo para cada hombre y mujer, así como para las sociedades y las naciones; en particular, es un imperativo para la Iglesia católica y para las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, con las que los católicos están dispuestos a colaborar en este campo[213]. En este sentido, al igual que los católicos invitan a los hermanos cristianos a participar en sus iniciativas, del mismo modo, acogiendo las invitaciones que reciben, se manifiestan disponibles a colaborar en las de ellos. Para favorecer el desarrollo integral del hombre los católicos pueden hacer mucho incluso con los creyentes de las otras religiones, como en realidad ya están haciendo en diversos lugares[214].
Una buena gestión de los asuntos públicos
110. Los Padres del Sínodo fueron unánimes al reconocer que el mayor desafío para realizar la justicia y la paz en África consiste en administrar bien los asuntos públicos en los campos de la política y la economía, relacionados entre sí. Ciertos problemas tienen origen fuera del continente y, por este motivo, no están completamente bajo el control de los gobernantes y dirigentes nacionales. Pero la Asamblea sinodal reconoció que muchas problemáticas del continente son consecuencia de un modo de gobernar frecuentemente degenerado por la corrupción. Es necesario un fuerte despertar de las conciencias, unido a una firme determinación de la voluntad para poner en acto las soluciones que ya no es posible dejar de lado.
Construir la nación
111. En la vertiente política, el arduo proceso de construcción de unidades nacionales encuentra en el continente africano particulares obstáculos, ya que la mayor parte de los Estados son entidades políticas relativamente recientes. Conciliar profundas diferencias, superar antiguas enemistades de naturaleza étnica e integrarse en un orden mundial requiere una gran habilidad en el arte de gobernar. Por este motivo, la Asamblea sinodal elevó al Señor una ferviente oración para que en África surjan políticos —hombres y mujeres— santos; para que se tengan santos Jefes de Estado, que amen el propio pueblo hasta el fondo y que deseen servir antes que servirse[215].
La vía del derecho
112. Los fundamentos de un buen gobierno deben establecerse sobre la sólida base de las leyes, que protejan los derechos y definan los deberes de los ciudadanos[216]. Con gran tristeza debo constatar que no pocas naciones africanas están sufriendo todavía bajo regímenes autoritarios y opresivos, que niegan a sus súbditos la libertad personal y los derechos humanos fundamentales, de modo particular la libertad de asociación y de expresión política, y el derecho de elegir a sus propios gobernantes mediante elecciones libres y justas. Estas injusticias políticas provocan tensiones, que a menudo degeneran en conflictos armados y en guerras internas, que llevan consigo graves consecuencias, como carestías, epidemias y destrucciones, por no hablar de los exterminios, del escándalo y de la tragedia de los refugiados. Por este motivo, el Sínodo afirmó con razón que una auténtica democracia, en el respeto del pluralismo, es « uno de los principales caminos por los que la Iglesia avanza con el pueblo. (...) El laico cristiano, comprometido en las luchas democráticas según el espíritu del Evangelio, es el signo de una Iglesia que quiere estar presente en la construcción de un Estado de derecho, en toda África »[217].
Administrar el patrimonio común
113. El Sínodo hace además una llamada a los gobiernos africanos para que adopten políticas apropiadas con objeto de promover el crecimiento económico y las inversiones, en vista de la creación de nuevos puestos de trabajo[218]. Esto implica el compromiso de promover políticas económicas sanas, estableciendo correctas prioridades para la explotación y distribución de los recursos a veces exiguos, de modo que se provea a las necesidades fundamentales de las personas y se asegure una justa y equitativa distribución de beneficios y obligaciones. Los gobiernos tienen, en particular, el inderogable deber de proteger el patrimonio común contra cualquier forma de despilfarro y de apropiación indebida por parte de ciudadanos sin sentido cívico o de extranjeros sin escrúpulos. A los gobiernos corresponde también emprender adecuadas iniciativas para mejorar las condiciones del comercio internacional.
Los problemas económicos de África se han agudizado por el comportamiento deshonesto de algunos gobernantes corruptos que, en complicidad con intereses privados locales o extranjeros, derrochan en su provecho los recursos nacionales, transfiriendo dinero público a cuentas privadas en bancos extranjeros. Se trata de verdaderos y auténticos robos, sea cual fuere la cobertura legal. Deseo vivamente que los organismos internacionales y personas íntegras de los Países africanos o de otros Países del mundo sepan disponer los medios jurídicos adecuados para hacer volver los capitales indebidamente sustraídos. En la concesión de créditos es importante también asegurarse sobre la responsabilidad y la transparencia de los destinatarios[219].
La dimensión internacional
114. El Sínodo, como Asamblea de Obispos de la Iglesia universal presidida por el Sucesor de Pedro, ha sido una ocasión providencial para valorar de manera positiva el puesto y el papel de África en el contexto de la Iglesia universal y de la comunidad mundial. Al ser cada vez más interdependiente el mundo en que vivimos, los destinos y problemas de las diversas regiones están relacionados entre sí. La Iglesia, como familia de Dios en la tierra, debe ser signo vivo e instrumento eficaz de solidaridad universal, para la edificación de una comunidad de justicia y de paz, de dimensiones planetarias. Solamente surgirá un mundo mejor si se construye sobre sólidos fundamentos de sanos principios éticos y espirituales.
En la actual situación mundial, las naciones africanas se encuentran entre las más perjudicadas Es necesario que los Países ricos tomen clara conciencia de su deber de apoyar los esfuerzos de los Países que luchan por salir de la pobreza y la miseria. Por otra parte, interesa a las naciones ricas elegir la vía de la solidaridad, porque sólo así se puede asegurar a la humanidad una paz y una armonía duraderas. Además, la Iglesia que vive en los Países desarrollados no puede ignorar la responsabilidad derivada del compromiso cristiano por la justicia y la caridad: ya que todos, hombres y mujeres, llevan en sí mismos la imagen de Dios y están llamados a formar parte de la misma familia redimida por la sangre de Cristo, se debe garantizar a cada uno un justo acceso a los recursos de la tierra que Dios ha puesto a disposición de todos[220].
No es difícil entrever las numerosas implicaciones prácticas que una postura semejante comporta. En primer lugar, se debe trabajar para que sean mejores las relaciones sociopolíticas entre las naciones, asegurando condiciones de mayor justicia y dignidad para las que, habiendo alcanzado la independencia, han entrado más recientemente en el concierto internacional. Es necesario además escuchar, haciendo propio, el grito angustiado de las naciones pobres, que piden ayuda para ámbitos de particular importancia: la desnutrición, el deterioro generalizado de la calidad de vida, la insuficiencia de los medios para la formación de los jóvenes, la falta de los servicios sanitarios y sociales elementales, con la consiguiente persistencia de enfermedades endémicas, la difusión del terrible azote del SIDA, el peso gravoso y a veces insoportable de la deuda internacional, el horror de las guerras fratricidas alimentadas por un tráfico de armas sin escrúpulos, el espectáculo vergonzoso y digno de compasión de los prófugos y refugiados. Éstos son algunos campos que necesitan intervenciones inmediatas, que son oportunas aunque en el cuadro global de los problemas parezcan insuficientes.
I. Factores preocupantes
Devolver la esperanza a los jóvenes
115. La situación económica de pobreza tiene un impacto particularmente negativo en los jóvenes. Ellos entran en la vida de los adultos con escaso entusiasmo por causa de un presente marcado por no pocas frustraciones, y miran aún con menor esperanza hacia el futuro, que aparece a sus ojos como triste y oscuro. Por esto tienden a escapar de las zonas rurales descuidadas y se agrupan en las ciudades, que, en el fondo, no les ofrecen cosas mejores. Muchos de ellos marchan al extranjero como al exilio, y allí viven una existencia precaria de refugiados económicos. Siento el deber, junto con los Padres del Sínodo, de defender su causa: es necesario y urgente encontrar una solución a su deseo impaciente de participar en la vida de la Nación y de la Iglesia[221].
Al mismo tiempo, sin embargo, quiero dirigir también una llamada a los jóvenes: queridos jóvenes, el Sínodo os pide que os hagáis cargo del desarrollo de vuestras Naciones, que améis la cultura de vuestro pueblo y trabajéis por su revitalización con fidelidad a vuestra herencia cultural, con el perfeccionamiento del espíritu científico y técnico y, sobre todo, con el testimonio de fe cristiana[222].
El flagelo del SIDA
116. Ante la perspectiva de pobreza general y de servicios sanitarios inadecuados, el Sínodo ha considerado el trágico flagelo del SIDA, que siembra dolor y muerte en numerosas zonas de África. Ha constatado las consecuencias de comportamientos sexuales irresponsables en la difusión de esta enfermedad y ha formulado esta firme recomendación: « El afecto, la alegría, la felicidad y la paz proporcionados por el matrimonio cristiano y por la fidelidad, así como la seguridad dada por la castidad, deben ser continuamente presentados a los fieles, sobre todo a los jóvenes »[223].
La lucha contra el SIDA debe ser llevada a cabo por todos. Haciendo eco a la voz de los Padres sinodales, pido también a los agentes pastorales que ofrezcan a los hermanos y hermanas afectados por el SIDA todo el alivio moral y espiritual. A los hombres de ciencia y a los responsables políticos de todo el mundo suplico con viva insistencia que, movidos por el amor y el respeto que se deben a toda persona humana, no escatimen medios capaces de poner fin a este flagelo.
¡« Con las espadas forjad arados » (cf. Is 2, 4): nunca más guerras!
117. La tragedia de las guerras que destrozan África ha sido descrita por los Padres sinodales con palabras incisivas: « África es, desde hace varios decenios, teatro de guerras fratricidas que diezman las poblaciones y destruyen sus riquezas naturales y culturales »[224]. El dolorosísimo fenómeno, además de las causas externas a África, las tiene internas, como « el tribalismo, el nepotismo, el racismo, la intolerancia religiosa, la sed de poder, llevada al extremo en los regímenes totalitarios que se burlan impunemente de los derechos y de la dignidad del hombre. Las poblaciones escarnecidas y reducidas al silencio sufren, como víctimas inocentes y resignadas, todas estas situaciones de injusticia »[225].
Uno mi voz a la de los miembros de la Asamblea sinodal para deplorar las situaciones de indecible sufrimiento, provocadas por tantos conflictos presentes o potenciales, y para pedir a quienes tienen la posibilidad de poner fin a estas tragedias que se comprometan a fondo.
Además, exhorto, junto con los Padres sinodales, a un compromiso efectivo que promueva en el continente condiciones de mayor justicia social y de un ejercicio más equitativo del poder, para preparar así el terreno a la paz. « Si quieres la paz, trabaja por la justicia »[226]. Es preferible —y también más fácil— prevenir las guerras que tratar de pararlas después que han estallado. Es hora de que los pueblos rompan sus espadas para hacer con ellas arados y sus lanzas para transformarlas en podaderas (cf. Is 2, 4).
118. La Iglesia en África —particularmente por medio de algunos de sus responsables— ha estado en primera línea en la búsqueda de soluciones negociadas para los conflictos armados que han estallado en numerosas zonas del continente. Esta misión de pacificación debe continuar, alentada por la promesa del Señor en las Bienaventuranzas: « Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios » (Mt 5, 9).
Los que alimentan las guerras en África mediante el tráfico de armas son cómplices de odiosos crímenes contra la humanidad. A este respecto hago mías las recomendaciones del Sínodo que, después de haber declarado: « El comercio de armas que siembra la muerte es un escándalo », ha dirigido una llamada a todos los Países que venden armas a África para implorarles que « dejen este comercio » y ha pedido a los gobiernos africanos que « renuncien a los excesivos gastos militares para dedicar más recursos a la educación, la sanidad y el bienestar de sus pueblos »[227].
África debe continuar buscando medios pacíficos y eficaces a fin de que los regímenes militares pasen el poder a los civiles. Sin embargo, es también verdad que los militares están llamados a desarrollar su papel peculiar en el País. Por esto el Sínodo, mientras elogia a « los hermanos soldados por el servicio que desempeñan en nombre de nuestras naciones »[228], a continuación les advierte con fuerza que « deberán responder directamente a Dios de cualquier acto de violencia realizado contra vidas inocentes »[229].
Refugiados y prófugos
119. Uno de los frutos más amargos de las guerras y de las dificultades económicas es el triste fenómeno de los refugiados y los prófugos, fenómeno que, como recuerda el Sínodo, ha alcanzado dimensiones trágicas. La solución ideal está en el restablecimiento de una paz justa, en la reconciliación y en el desarrollo económico. Por tanto, es urgente que las organizaciones nacionales, regionales e internacionales resuelvan de modo equitativo y duradero los problemas de los refugiados y de los prófugos[230]. Entre tanto, puesto que el continente sigue sufriendo las migraciones masivas de refugiados, dirijo una apremiante llamada para que se les preste ayuda material y se les ofrezca apoyo pastoral allí donde se encuentran, en África o en otros continentes.
El peso de la deuda internacional
120. La cuestión de la deuda de las naciones pobres con las ricas es objeto de gran preocupación para la Iglesia, como resulta de numerosos documentos oficiales y de no pocas intervenciones de la Santa Sede en diversas ocasiones[231].
Recordando ahora las palabras de los Padres sinodales, siento ante todo el deber de exhortar a « los Jefes de Estado en África y a sus gobiernos a que no opriman al pueblo con deudas internas y externas »[232]. Dirijo además una fuerte llamada « al Fondo Monetario Internacional, al Banco Mundial, así como a todos los acreedores, para que mitiguen las deudas que sofocan a las naciones africanas »[233]. Finalmente pido con insistencia « a las Conferencias Episcopales de los Países industrializados que se hagan abogados de esta causa ante sus gobiernos y otros organismos interesados »[234]. La situación de numerosos Países africanos es tan dramática que no consiente actitudes de indiferencia y desinterés.
Dignidad de la mujer africana
121. Uno de los signos típicos de nuestra época es la creciente toma de conciencia de la dignidad de la mujer y de su papel específico en la Iglesia y en la sociedad en general. « Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó » (Gn 1, 27).
Yo mismo he afirmado repetidamente la fundamental igualdad y la enriquecedora complementariedad existentes entre el hombre y la mujer[235]. El Sínodo ha aplicado estos principios a la condición de las mujeres en África. Sus derechos y deberes de cara a la formación de la familia y la plena participación en el desarrollo de la Iglesia y de la sociedad han sido puestos de relieve de manera notable. Por lo que se refiere específicamente a la Iglesia, es oportuno que las mujeres, adecuadamente formadas, participen, al nivel apropiado, en las actividades apostólicas de la Iglesia.
La Iglesia deplora y condena, en la medida en que están presentes en diversas sociedades africanas, todas « las costumbres y prácticas que privan a las mujeres de sus derechos y del respeto que les es debido »[236]. Es de desear que las Conferencias Episcopales creen comisiones especiales para profundizar el estudio de los problemas de la mujer en colaboración, donde sea posible, con las instancias gubernamentales competentes[237].
II. Comunicar la buena nueva
Seguir a Cristo, Comunicador por excelencia
122. El Sínodo, teniendo muy presentes las actuales circunstancias, ha tratado extensamente el tema de la comunicación social en el ámbito de la evangelización de África. El punto de partida teológico es Cristo, el Comunicador por excelencia, que transmite a quienes creen en Él la verdad, la vida y el amor compartido con el Padre celestial y el Espíritu Santo. Por esto, « la Iglesia es consciente del deber de promover la comunicación social ad intra y ad extra. Ella pretende favorecer la comunicación en su interior mejorando la difusión de la información entre sus miembros »[238]. Esto le facilitará el comunicar al mundo la Buena Nueva del amor de Dios revelado en Jesucristo.
Formas tradicionales de comunicación
123. Las formas tradicionales de comunicación social no deben despreciarse de ningún modo. Todavía son muy útiles y eficaces en numerosas zonas africanas. Además, son « menos costosas y más accesibles »[239]. Comprenden los cantos y la música, el mimo y el teatro, los proverbios y cuentos. Como transmisores de la sabiduría y del espíritu popular, son una fuente preciosa de contenidos e inspiración para los medios modernos.
Evangelización del mundo de los medios de comunicación
124. Los modernos medios de comunicación social no son solamente instrumentos de comunicación, sino también un mundo que hay que evangelizar. Hay que asegurarse que, en los mensajes que transmiten, se propongan el bien, la verdad y la belleza. Teniendo en cuenta la preocupación de los Padres del Sínodo, manifiesto mi inquietud por lo que se refiere al contenido moral de muchos programas que los medios de comunicación difunden en el continente africano; en particular, prevengo contra los peligros de la pornografía y la violencia, con las cuales se están invadiendo las naciones pobres. Por otra parte, el Sínodo ha deplorado justamente « la imagen tan negativa que los medios de comunicación social dan de lo africano y pide que esto cese inmediatamente »[240].
Cada cristiano debe preocuparse de que los medios de comunicación sean vehículo de evangelización. Pero el cristiano que trabaja como profesional de este sector ha de desempeñar un papel especial. En efecto, es su deber actuar de modo que los principios cristianos iluminen la práctica de la profesión, incluido el sector técnico y administrativo. Para que pueda desarrollar este papel de modo adecuado, es necesario dotarle de una sana formación humana, religiosa y espiritual.
Uso de los medios de comunicación social
125. La Iglesia de hoy puede disponer de una variedad de medios de comunicación social, tanto tradicionales como modernos. Es su deber hacer el mejor uso de ellos para difundir el mensaje de la salvación. Para la Iglesia en África, el acceso a estos medios se ha hecho difícil por numerosos obstáculos, y entre ellos su elevado coste. Además, en muchas localidades existen normas gubernamentales que imponen, al respecto, un control indebido. Es necesario hacer todos los esfuerzos para superar esos obstáculos: los medios de comunicación, privados o públicos, deben estar al servicio de las personas, sin excepción. Por tanto, invito a las Iglesias particulares de África a hacer todo lo posible para conseguir este objetivo[241].
Colaboración y coordinación de los medios de comunicación social
126. Los medios de comunicación, sobre todo en sus formas más modernas, ejercen un influjo que supera toda frontera; en este ámbito es necesaria una estrecha coordinación, que permita una colaboración más eficaz a todos los niveles: diocesano, nacional, continental y universal. En África, la Iglesia necesita mucho de la solidaridad de las Iglesias hermanas de los Países más ricos y avanzados desde el punto de vista tecnológico. Asimismo, deberían ser impulsados y revitalizados algunos programas de colaboración continental ya operantes, como el « Comité episcopal panafricano de comunicaciones sociales ». Y como ha sugerido el Sínodo, es necesario establecer una colaboración más estrecha en otros sectores, como la formación profesional, las estructuras productivas de la radio y la televisión y las emisoras de alcance continental[242].
CAPÍTULO VII
« SERÉIS MIS TESTIGOS HASTA LOS CONFINES DE LA TIERRA »
127. Durante la Asamblea especial, los Padres sinodales examinaron a fondo la situación africana en su conjunto, con objeto de alentar un testimonio de Cristo cada vez más concreto y creíble dentro de cada Iglesia local, de cada nación, de cada región, y del continente africano entero. En todas las reflexiones y recomendaciones hechas por la Asamblea especial se percibe el deseo predominante de testimoniar a Cristo. He visto en ello el espíritu de cuanto dije a un grupo de Obispos en África: « Respetando, preservando y fortaleciendo los valores particulares y ricos de herencia cultural de vuestro pueblo, estaréis en condición de conducirlo hacia una mejor comprensión del misterio de Cristo, que ha de ser vivido en las experiencias nobles, concretas y cotidianas de la vida africana. No se trata de adulterar la Palabra de Dios, o de vaciar de su poder a la cruz (cf. 1 Cor 1, 17), sino más bien de llevar a Cristo al centro mismo de la vida africana y de elevar toda la vida africana a Cristo. De este modo no sólo el cristianismo será relevante para África, sino que el mismo Cristo será africano en los miembros de su Cuerpo »[243].
Abiertos a la misión
128. La Iglesia en África no está llamada a dar testimonio de Cristo sólo en el continente; en efecto, a ella se dirige también la palabra del Señor resucitado: « Seréis mis testigos hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8). Precisamente por esto, durante las discusiones sobre el tema del Sínodo, los Padres evitaron cuidadosamente toda tendencia de aislamiento de la Iglesia en África. En todo momento la Asamblea especial se mantuvo en la perspectiva del mandato misionero que la Iglesia ha recibido de Cristo para testimoniarlo en el mundo entero[244]. Los Padres sinodales reconocieron la llamada que Dios dirige a África para que desarrolle con pleno derecho, a escala mundial, su misión en el plano de salvación del género humano (cf. 1 Tm 2, 4).
129. Precisamente en función de este sentido de la catolicidad de la Iglesia, los Lineamenta de la Asamblea especial para África declaraban: « Ninguna Iglesia particular, ni siquiera la más pobre, puede ser dispensada de la obligación de compartir sus recursos espirituales, temporales y humanos con las demás Iglesias particulares y con la Iglesia universal (cf. Hch 2, 44-45) »[245]. Por su parte, la Asamblea especial señaló la responsabilidad de África para la misión « hasta los confines de la tierra » con los siguientes términos: « La frase profética de Pablo VI —"Africanos, estáis llamados a ser misioneros de vosotros mismos"— debe entenderse así: "sois misioneros para el mundo entero" (...). Se ha lanzado una llamada a las Iglesias particulares de África para la misión más allá de los límites de sus propias diócesis »[246].
130. Aprobando con gozo y reconocimiento esta declaración de la Asamblea especial, deseo repetir a todos mis hermanos Obispos de África lo que decía años atrás: « La obligación que tiene la Iglesia de África de ser misionera en su propio seno y de evangelizar el continente exige la cooperación entre las Iglesias particulares en el ámbito de cada país africano, entre las diferentes naciones del continente y también de otros continentes. De este modo África se integrará plenamente en la actividad misionera »[247]. En una llamada precedente, dirigida a todas las Iglesias particulares, de reciente o antigua fundación, ya decía que « el mundo va unificándose cada vez más, el espíritu evangélico debe llevar a la superación de las barreras culturales y nacionalistas, evitando toda cerrazón »[248].
La valiente determinación manifestada por la Asamblea especial, de comprometer a las jóvenes Iglesias de África en la misión « hasta los confines de la tierra », refleja el deseo de seguir, lo más generosamente posible, una de las importantes directrices del Concilio Vaticano II: « Para que este celo misionero florezca entre los naturales del país es muy conveniente que las Iglesias jóvenes participen cuanto antes activamente en la misión universal de la Iglesia, enviando también ellas misioneros que anuncien el Evangelio por toda la tierra, aunque sufran escasez de clero. Pues la comunión con la Iglesia universal se consumará en cierto modo cuando también ellas participen en la actividad misionera para con otras naciones »[249].
Solidaridad pastoral orgánica
131. Al comienzo de esta Exhortación he indicado que, al anunciar la convocatoria de la Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos, tenía en perspectiva la promoción de « una solidaridad pastoral orgánica en todo el territorio africano e islas adyacentes »[250]. Tengo el gusto de constatar cómo la Asamblea especial persiguió valientemente este objetivo. Los debates en el Sínodo manifestaron la premura y generosidad de los Obispos para esta solidaridad pastoral y para compartir sus recursos con los demás, incluso estando ellos mismos necesitados de misioneros.
132. Quiero dirigir a este respecto una especial palabra a mis hermanos Obispos, que « son directamente responsables conmigo de la evangelización del mundo, ya sea como miembros del Colegio episcopal, ya sea como Pastores de las Iglesias particulares »[251]. En la dedicación cotidiana al rebaño a ellos confiado, no deben perder nunca de vista las necesidades de la Iglesia en su conjunto. Como Obispos católicos han de sentir la « preocupación por todas las Iglesias » que abrasaba el corazón del Apóstol (cf. 2 Cor 11, 28). Deben sentirla sobre todo cuando reflexionan y deciden juntos, como miembros de las respectivas Conferencias Episcopales, las cuales, mediante los organismos de coordinación a nivel regional y continental, pueden percibir y evaluar mejor las urgencias pastorales que surgen en otras partes del mundo. Los Obispos realizan además una eminente expresión de solidaridad apostólica en el Sínodo: éste, « entre los asuntos de importancia general, deberá tener en cuenta especialmente la actividad misionera, deber supremo y santísimo de la Iglesia »[252].
133. La Asamblea especial, además, hizo notar justamente que, para organizar una solidaridad pastoral de conjunto en África, es necesario promover la renovación de la formación de los sacerdotes. Nunca se meditarán bastante las palabras del Concilio Vaticano II al afirmar que « el don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación los prepara no para una misión limitada y reducida, sino para una misión amplísima y universal de salvación "hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8) »[253].
Por este motivo yo mismo exhorté a los sacerdotes a « estar concretamente disponibles al Espíritu Santo y al Obispo, para ser enviados a predicar el Evangelio más allá de los confines del propio país. Esto exigirá en ellos no sólo madurez en la vocación, sino también una capacidad no común de desprendimiento de la propia patria, grupo étnico y familia, y una particular idoneidad para insertarse en otras culturas, con inteligencia y respeto »[254].
Estoy profundamente agradecido a Dios al constatar que, en número creciente, sacerdotes africanos han respondido a la llamada para ser testigos « hasta los confines de la tierra ». Espero ardientemente que este tipo de respuesta sea promovido y consolidado en todas las Iglesias particulares de África.
134. Es también motivo de gran consuelo saber que los Institutos misioneros, presentes en África desde hace mucho tiempo, « acogen hoy de manera creciente candidatos provenientes de las jóvenes Iglesias que han fundado »[255], permitiendo a estas mismas Iglesias que participen en la actividad misionera de la Iglesia universal. Asimismo, manifiesto mi reconocimiento a los nuevos Institutos misioneros que han surgido en el continente y que hoy envían a sus miembros ad gentes. Se trata de un crecimiento providencial y maravilloso que manifiesta la madurez, vitalidad y dinamismo de la Iglesia que está en África.
135. Quiero hacer mía de modo particular la explícita recomendación de los Padres sinodales para que se establezcan las cuatro Obras Misionales Pontificias en cada Iglesia particular y en cada País, como medio para realizar una solidaridad pastoral orgánica en favor de la misión « hasta los confines de la tierra ». Obras del Papa y del Colegio episcopal, ocupan justamente « el primer lugar, pues son medios para infundir a los católicos, ya desde la infancia, el sentido verdaderamente universal y misionero, y para estimular la recogida eficaz de ayudas en favor de todas las misiones según las necesidades de cada una »[256]. Un fruto significativo de su actividad « es suscitar vocaciones ad gentes y de por vida, tanto en las Iglesias antiguas como en las jóvenes. Recomiendo vivamente que se oriente cada vez más a este fin su servicio de animación »[257].
Santidad y misión
136. El Sínodo ha reafirmado que todos los hijos e hijas de África están llamados a la santidad y a ser testigos de Cristo en todas las partes del mundo. « La historia nos enseña que la evangelización se realiza, bajo la acción del Espíritu Santo, sobre todo a través del testimonio de caridad y del testimonio de santidad »[258]. Por esto, deseo repetir a todos los cristianos de África las palabras que escribí hace unos años: « Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad (...). Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión (...). El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo "anhelo de santidad" entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana »[259].
También ahora, como entonces, me dirijo a los cristianos de las Iglesias jóvenes llamando la atención sobre su responsabilidad: « Hoy sois vosotros la esperanza de la Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad. Sólo de esta manera podréis ser signos de Dios en el mundo y revivir en vuestros países la epopeya misionera de la Iglesia primitiva. Y seréis también fomento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas »[260].
137. La Iglesia que está en África comparte con la Iglesia universal « la sublime vocación de realizar, en primer lugar en sí misma, la unidad del género humano más allá de las diferencias étnicas, culturales, nacionales, sociales y de otro género, con objeto de mostrar precisamente la caducidad de estas diferencias, abolidas por la cruz de Cristo »[261]. La Iglesia, respondiendo a su vocación de ser en el mundo el pueblo redimido y reconciliado, contribuye a promover una coexistencia fraterna entre los pueblos, superando las diferencias de raza y de nacionalidad.
Teniendo en cuenta la específica vocación confiada a la Iglesia por su divino Fundador, pido con insistencia a la Comunidad católica que está en África que ofrezca ante toda la humanidad un testimonio auténtico del universalismo cristiano que brota de la paternidad de Dios. « Todos los hombres creados en Dios tienen el mismo origen; sea cual fuere su dispersión geográfica o el acento de sus diferencias a lo largo de la historia, están destinados a formar una sola familia según el designio de Dios establecido "desde el principio"[262]. La Iglesia en África está llamada a ir por amor al encuentro de cada ser humano creyendo con fuerza que « el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre »[263].
De modo particular, África debe ofrecer su propia contribución al movimiento ecuménico, cuya urgencia he vuelto a señalar recientemente en la Carta encíclica Ut unum sint, en vista del tercer milenio[264]. En efecto, África puede desarrollar también un papel importante en el diálogo entre las religiones, sobre todo cultivando relaciones intensas con los musulmanes y favoreciendo un atento respeto hacia los valores de la religión tradicional africana.
Practicar la solidaridad
138. Testimoniando a Cristo « hasta los confines de la tierra », la Iglesia en África debe estar firmemente convencida del « valor positivo y moral » que supone la « conciencia creciente de la interdependencia entre los hombres y entre las naciones. El hecho de que los hombres y mujeres, en muchas partes del mundo, sientan como propias las injusticias y las violaciones de los derechos humanos cometidos en países lejanos, que posiblemente nunca visitarán, es un signo más de que esta realidad es transformada en conciencia, que adquiere así una connotación moral »[265].
Confío en que los cristianos de África sean cada vez más conscientes de esta interdependencia entre los individuos y entre las naciones, y que estén preparados para responder a ello practicando la virtud de la solidaridad. El fruto de la solidaridad es la paz, bien tan precioso para los pueblos y las naciones de cualquier parte del mundo. En efecto, precisamente a través de medios capaces de promover y reforzar la solidaridad, la Iglesia puede ofrecer una contribución específica y determinante a una verdadera cultura de la paz.
139. Al entrar en relación sin discriminaciones con los pueblos del mundo mediante el diálogo con las diversas culturas, la Iglesia acerca los unos a los otros y les ayudas a asumir, en la fe, los auténticos valores de los demás.
Dispuesta a cooperar con todo hombre de buena voluntad y con la comunidad internacional, la Iglesia en África no busca ventajas para sí misma. La solidaridad que manifiesta « tiende a superarse a sí misma, al revestirse de las dimensiones específicamente cristianas de gratuidad total, perdón y reconciliación »[266]. La Iglesia trata de contribuir a la conversión de la humanidad, llevándola a abrirse al plan salvífico de Dios mediante el testimonio evangélico, acompañado por la actividad caritativa al servicio de los pobres y los últimos. Y cuando realiza esto, no pierde nunca de vista la primacía de lo trascendente y de las realidades espirituales que constituyen las primicias de la salvación eterna del hombre.
Durante los debates sobre la solidaridad de la Iglesia para con los pueblos y las naciones, los Padres sinodales han sido plenamente conscientes, en todo momento, de que « hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo » y que, sin embargo, « el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios »[267]. Precisamente por esto, la Iglesia en África está convencida —y el trabajo de la Asamblea especial lo ha mostrado claramente— que la espera del retorno final de Cristo « no podrá ser nunca una excusa para desentenderse de los hombres en su situación personal concreta y en su vida social, nacional e internacional »[268], puesto que las condiciones terrenas influyen en la peregrinación del hombre hacia la eternidad.
CONCLUSIÓN
Hacia el nuevo milenio cristiano
140. Reunidos en torno a la Virgen María como para un nuevo Pentecostés, los miembros de la Asamblea especial examinaron a fondo la misión evangelizadora de la Iglesia en África en el umbral del tercer milenio. Concluyendo esta Exhortación apostólica postsinodal, en la cual presento los frutos de esta Asamblea a la Iglesia que está en África, en Madagascar y en las islas adyacentes, y a toda la Iglesia católica, doy gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos ha concedido el privilegio de vivir este auténtico « momento de gracia » que ha sido el Sínodo. Manifiesto mi vivo agradecimiento al Pueblo de Dios en África por cuanto ha hecho por la Asamblea especial. Este Sínodo ha sido preparado con celo y entusiasmo, como demuestran las respuestas al cuestionario, adjunto al documento preliminar (Lineamenta), y las reflexiones recogidas en el documento de trabajo (Instrumentum laboris). Las comunidades cristianas de África han rezado con fervor por el éxito de los trabajos de la Asamblea especial. Y se puede decir que ésta ha sido bendecida generosamente por el Señor.
141. Ya que el Sínodo ha sido convocado para permitir a la Iglesia en África que asuma, de la manera más eficaz posible, su misión evangelizadora con vistas al tercer milenio cristiano, invito con esta Exhortación al Pueblo de Dios en África —Obispos, sacerdotes, personas consagradas y laicos— a mirar decididamente hacia el Gran Jubileo, que se celebrará dentro de pocos años. Para todos los pueblos de África la mejor preparación al nuevo milenio consistirá en el firme compromiso de poner en práctica con gran fidelidad las decisiones y orientaciones que, con la autoridad apostólica de Sucesor de Pedro, presento en esta Exhortación. Son decisiones y orientaciones que se inscriben en la genuina línea de las enseñanzas y directrices de la Iglesia y, en particular, del Concilio Vaticano II, que ha sido la principal fuente de inspiración de la Asamblea especial para África.
142. Mi invitación al Pueblo de Dios que está en África, para que se prepare al Gran Jubileo del año 2000, quiere ser también una vibrante llamada a la alegría cristiana. « El gran gozo anunciado por el Ángel, la noche de Navidad, lo será de verdad para todo el pueblo (cf. Lc 2, 10) (...). Fue la Virgen María la primera en recibir el anuncio del ángel Gabriel y su Magníficat era ya el himno de exultación de todos los humildes. Los misterios gozosos nos sitúan así, cada vez que recitamos el Rosario, ante el acontecimiento inefable, centro y culmen de la historia: la venida a la tierra del Emmanuel, Dios con nosotros »[269].
Es el bimilenario de dicho acontecimiento, lleno de alegría, lo que nos preparamos a celebrar con el próximo Gran Jubileo. África, que « es, en cierto sentido, la "segunda patria" de Jesús de Nazaret, (el cual) como niño pequeño encontró refugio precisamente en África contra la crueldad de Herodes »[270], está llamada a la alegría. Al mismo tiempo, « todo deberá mirar al objetivo prioritario del Jubileo, que es el fortalecimiento de la fe y del testimonio de los cristianos »[271].
143. A causa de las numerosas dificultades, crisis y conflictos que conllevan tanta miseria y sufrimiento en el continente, hay africanos tentados a veces de pensar que el Señor los ha abandonado, que ¡los ha olvidado (cf. Is 49, 14)! « Y Dios responde con las palabras del gran Profeta: "Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada" (Is 49, 15-16). Sí, en las palmas de las manos de Cristo, ¡traspasadas por los clavos de la crucifixión! El nombre de cada uno de vosotros (Africanos) está escrito en esas manos. Por tanto, decimos con gran confianza: "El Señor mi fuerza, escudo mío, en El confió mi corazón y he recibido ayuda: mi carne de nuevo ha florecido, le doy gracias de todo corazón" (Sal 28 [27], 7) »[272].
Oración a María, Madre de la Iglesia
144. Agradecido por el don de este Sínodo, me dirijo a María, Estrella de la evangelización, y, mientras se acerca el tercer milenio, a Ella confío África y su misión evangelizadora. A Ella me dirijo con los pensamientos y sentimientos expresados en la oración que mis hermanos Obispos compusieron al final de la sesión de trabajo del Sínodo en Roma:
¡Oh María!, Madre de Dios
y Madre de la Iglesia,
gracias a ti, en el día de la Anunciación,
al alba de los tiempos nuevos,
todo el género humano, con sus culturas,
se alegró de descubrir
que podía recibir el Evangelio.
En vísperas de un nuevo Pentecostés
para la Iglesia en África,
Madagascar e islas adyacentes,
el Pueblo de Dios con sus Pastores
se dirige a ti y contigo implora:
que la efusión del Espíritu Santo
haga de las culturas africanas
lugares de comunión en la diversidad,
transformando a los habitantes
de este gran continente
en generosos hijos de la Iglesia,
que es Familia del Padre,
Fraternidad del Hijo,
Imagen de la Trinidad,
germen e inicio en la tierra
de aquel Reino eterno
que tendrá su plenitud
en la Ciudad cuyo constructor es Dios:
Ciudad de justicia, de amor y de paz.
Dado en Yaundé, Camerún, el 14 de septiembre, fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.
[1] Cf. Propositio 1
[2] Declaración de los obispos de África y Madagascar presentes en la III Asamblea general ordinaria del Sínodo de los obispos (20 de octubre de 1974): La Documentation catholique 71 (1974), 995- 996.
[3] Discurso a un grupo de obispos de Zaire en visita ad limina Apostolorum (21 de abril de 1983): AAS 75 (1983), 634-635.
[4] Ángelus (6 de enero de 1989), 2: Insegnamenti XII, 1 (1989), 40.
[5] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 6.
[6] Homilía durante la canonización de los beatos Carlos Lwanga, Matías Mulumba Kalemba y 20 compañeros mártires ugandeses(18 de octubre de 1964): AAS 56 (1964), 907-908.
[7] Cf. Homilía en la liturgia de clausura de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (8 de mayo de 1994), 7: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de mayo de 1994, 12.
[8] Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 8.
[9] Discurso a la tercera Reunión del Consejo de la Secretaría general para la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos, (Luanda, 9 de junio de 1992), 5: AAS 85 (1993), 523.
[10] Cf. Relatio post disceptationem (22 de abril de 1994), 2: L'Osservatore Romano, 22 de abril de 1994, 8.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.
[12] Catecismo de la Iglesia católica, n. 811
[13] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.
[14] Mensaje del Sínodo, nn. 1-2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 3.
[15] Cf. Motu proprio Apostolica sollicitudo (15 de septiembre de 1965), II: AAS 57 (1965), 776-777.
[16] Discurso al Consejo de la Secretaría general de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (23 de junio de 1989), 1: AAS 82 (1990), 73; cf. Ángelus (6 de enero de 1989), 2: Insegnamenti XII, 1 (1989), 40, durante el cual se dio el primer anuncio oficial de la convocatoria de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos.
[17] Ib., 5, l.c., 75.
[18] Cf. Discurso al Consejo de la Secretaría general para la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (Yamusukro, 10 de septiembre de 1990), 3: AAS 83 (1991), 226.
[19] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 6.
[20] Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 23: AAS 87 (1995), 19.
[21] Sínodo de los obispos, Asamblea especial para África, Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 7: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 3.
[22] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 38.
[23] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.
[24] Cf. Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 34: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 11.
[25] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 75: AAS 68 (1976), 66.
[26] Cf. Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 34: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 11.
[27] Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1974), 76: AAS 68 (1976), 67.
[28] Carta enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 57: AAS 83 (1991), 862.
[29] Cf. Mensaje de la VIII Asamblea plenaria del S.C.E.A.M. (19 de julio de 1987): La Documentation catholique 84 (1987), 1.024-1.026.
[30] Discurso al Consejo de la Secretaría general de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (23 de junio de 1989), 6: AAS 82 (1990), 76.
[31] Sínodo de los obispos, Asamblea especial para África, Relación del secretario general (11 de abril de 1994), VI: L'Osservatore Romano, 11-12 de abril de 1994, 10.
[32] Cf. Sínodo de los obispos, Asamblea especial para África, La Iglesia en África y su misión evangelizadora hacia el año 2000: «Seréis mis testigos» (Hch 1, 8), Lineamenta, Ciudad del Vaticano 1990; Instrumentum laboris, Ciudad del Vaticano 1993.
[33] Cf. Instrumentum laboris. De las 34 Conferencias episcopales de África y Madagascar, 31 enviaron sus observaciones, mientras que las otras 3 no lo pudieron hacer debido a la difícil situación política en que se encontraban.
[34] Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 1: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 8; Cf. Relatio post disceptationem (22 de abril de 1994), 1: L'Osservatore Romano, 24 de abril de 1994, 8.
[35] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22; cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1260.
[36] Discurso en la audiencia general del 21 de agosto de 1985, 3: Insegnamenti VIII, 2 (1985), 512.
[37] Mensaje Africae terrarum (29 de octubre de 1967), 3: AAS 59 (1967), 1.074-1.075.
[38] Ib., 3-4: l.c., 1.075.
[39] Homilía en el V centenario de la evangelización de Angola (Luanda, 7 de junio de 1992), 2: AAS 85 (1993), 511-512.
[40] Cf. «Situación de la Iglesia en África y Madagascar (algunos aspectos y observaciones)»: L'Osservatore Romano, 16 de abril de 1994, 6-8; «Oficina de estadísticas de la Iglesia, Iglesia en África: cifras y estadísticas»: L'Osservatore Romano, 15 de abril de 1995, 6.
[41] Homilía para la canonización de los beatos Carlos Lwanga, Matías Mulumba Kalemba y 20 compañeros mártires ugandeses (18 de octubre de 1964): AAS 56 (1964), 905-906.
[42] Homilía en la celebración conclusiva de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (8 de mayo de 1994), 6:L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 13 de mayo de 1994, 12.
[43] Discurso en la conclusión del Simposio de las Conferencias episcopales de África y Madagascar (Kampala, 31 de julio de 1969), 1: AAS 61 (1969), 575.
[44] Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 5: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 8-9.
[45] Cf. «Mensaje del Sínodo, n. 10»: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 287
[46] Cf. Relatio post disceptationem (22 de abril de 1994), 22-26: L'Osservatore Romano, 24 de abril de 1994, 8.
[47] Pablo VI, Mensaje Africae terrarum (29 de octubre de 1967), 6: AAS 59 (1967), 1.076.
[48] Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 8.
[49] Ib., 4, l.c.
[50] Homilía en la liturgia de apertura de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (10 de abril de 1994), 3: AAS 87 (1995), 180-181.
[51] Cf. «Mensaje del Sínodo, n. 36»: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 5.
[52] Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 42-43: AAS 80 (1988), 572-574.
[53] «Mensaje del Sínodo» (6 de mayo de 1994), 39: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 6.
[54] Cf. Sínodo de los obispos, Asamblea especial para África, Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 9.
[55] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 15: AAS 68 (1976), 14.
[56] Ib., l.c., 15.
[57] Ib., 53, l.c., 42.
[58] Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 9.
[59] Homilía en la conclusión de la sexta visita pastoral a África (Lilongwe, Malawi, 6 de mayo de 1989), 6: Insegnamenti XII, 1 (1989), 1.183.
[60] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 9.
[61] Pontificia Comisión «Justicia y Paz», Documento Los prejuicios raciales. La Iglesia ante el racismo (3 de noviembre de 1988), 12: Ench. Vat. 11, 918.
[62] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Instrumentum laboris, 68; Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 17: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 10; Relatio post disceptationem (22 de abril de 1994), 6, 9, 21: L'Osservatore Romano, 24 de abril de 1994, 8.
[63] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 75: AAS 74 (1982), 173.
[64] Ángelus (20 de marzo de 1994), L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 25 de marzo de 1994, 1.
[65] Cf. «Mensaje del Sínodo» (6 de mayo de 1994), 45-48: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 6.
[66] Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
[67] Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 8: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 9.
[68] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 18: AAS 68 (1976), 17.
[69] Ib., 14, l.c., 13.
[70] Ib., 15, l.c., 15.
[71] Ib., 18, l.c., 17.
[72] Pablo VI, Homilía para la canonización de los beatos Carlos Lwanga, Matías Malumba Kalemba y 20 compañeros mártires de Uganda (18 de octubre de 1964): AAS 56 (1964), 907-908.
[73] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 17.
[74] Discurso al Simposio de las Conferencias episcopales de África y Madagascar (31 de julio de 1969), 1: AAS 61 (1969), 576.
[75] Cf. Propositio 10.
[76] Propositio 3.
[77] Antífona O sacrum convivium: II Vísperas de la solemnidad del Cuerpo y Sangre de Cristo, ad Magníficat.
[78] «Mensaje del Sínodo» (6 de mayo de 1994), 2: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 3.
[79] Propositio 4.
[80] Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 9: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 3.
[81] Propositio 4.
[82] Propositio 3.
[83] Propositio 4.
[84] Cf. Propositio 6.
[85] Cf. ib.
[86] Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 53: AAS 71 (1979), 1.319.
[87] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 52: AAS 83 (1991), 229; cf. Propositio 28.
[88] Cf. Propositio 29.
[89] Propositio 30.
[90] Propositio 32.
[91] Cf. Propositio 33.
[92] Símbolo Nicenoconstantinopolitano, DS 150.
[93] Cf. Exhort. ap. Catechesi tradendae (16 de octubre de 1979), 53: AAS 71 (1979), 1.319.
[94] Cf. Discurso en la Universidad de Coimbra (15 de mayo de 1982), 5:Insegnamenti V, 2 (1982), 1.695.
[95] Propositio 28.
[96] Propositio 31.
[97] Propositio 32.
[98] Ib.
[99] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 6.
[100] Cf. Propositio 8.
[101] Cf. ib.
[102] Ib.
[103] Cf. ib.
[104] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1. Véase el conjunto de sus capítulos I y II.
[105] Propositio 34.
[106] Cf. Propositiones 35-37.
[107] Propositio 38.
[108] Propositio 39.
[109] Propositio 40.
[110] Cf. Ib.
[111] Propositio 41.
[112] Cf. «Mensaje del Sínodo», n. 23: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 4.
[113] Cf. Propositio 41.
[114] Cf. ib.
[115] Propositio 42.
[116] Cf. Ib.
[117] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 31: AAS 68 (1976), 26.
[118] Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Lineamenta, 79.
[119] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 31: AAS 68 (1976), 26.
[120] Ib., 33:l.c., 27.
[121] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 40.
[122] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 15: AAS 83 (1991), 263.
[123] Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 36: AAS 81 (1989), 459.
[124] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[125] Sermo XXI, 3: SCh 22 a, 72.
[126] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 41.
[127] Cf. Carta enc. Populorum progressio (26 de marzo de 1967), 48: AAS 59 (1967), 281.
[128] Ib., 87, l.c., 299.
[129] Propositio 45.
[130] Ib. 45.
[131] Ib. 45.
[132] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 de marzo de 1967), 48: AAS 59 (1967), 281.
[133] Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 41: AAS 80 (1988), 572.
[134] Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Instrumentum laboris, 127
[135] Cf. «Mensaje del Sínodo» (6 de mayo de 1994), 45-46: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 6.
[136] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 37, c: AAS 83 (1991), 285.
[137] Ángelus (6 de enero de 1989), 2: Insegnamenti XII, 1 (1989), 40.
[138] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 46: AAS 83 (1991), 292.
[139] Ib., 47, l.c., 293-294.
[140] Ib., 7, l.c., 255-256.
[141] Sínodo de los obispos, Asamblea especial para África, Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 8: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 9.
[142] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 83: AAS 83 (1991), 329.
[143] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 33: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 3.
[144] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 14.
[145] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 15: AAS 68 (1976), 14.
[146] Discurso a la Conferencia episcopal de Camerún, (Yaundé, 13 de agosto de 1985), 4: Insegnamenti VIII, 2 (1985), 378.
[147] Cf. Discurso a la Conferencia episcopal de Camerún, (Yaundé, 13 de agosto de 1985), 5: Insegnamenti VIII, 2 (1985), 378.
[148] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 75: AAS 68 (1976), 65.
[149] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 65: AAS 68 (1976), 65-66.
[150] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 23: AAS 83 (1991), 269-270.
[151] Discurso a los participantes en el Congreso nacional del Movimiento eclesial de Compromiso cultural (16 de enero de 1982), 2: Insegnamenti V, 1 (1982), 131.
[152] Cf. Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 22.
[153] Cf. Propositio 32; Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 37-40.
[154] Propositio 38.
[155] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 75: AAS 74 (1982), 173.
[156] Ib., 86, l.c., 189-190.
[157] Cf. Propositio 14.
[158] Homilía en la basílica de la Anunciación en Nazaret (5 de enero de 1964): AAS 56 (1964), 167.
[159] Carta ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 6: AAS 80 (1988), 1.662-1.664; Carta a las mujeres (29 de junio de 1995), 7: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 14 de julio de 1995, 2. 12.
[160] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 22: AAS 74 (1982), 107.
[161] Propositio 48.
[162] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 13: AAS 74 (1982), 93-94.
[163] Ib.
[164] Cf. Mensaje a la señora Nafis Sadik, secretaria general de la Conferencia internacional de 1994 sobre población y desarrollo (18 de marzo de 1994): AAS 87 (1995), 190-196.
[165] Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 30: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 5.
[166] Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 42: AAS 74 (1982), 134.
[167] Propositio 5.
[168] Cf. Propositio 34.
[169] Cf. Propositio 9.
[170] Cf. Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici 30 de diciembre de 1988), 45-46: AAS 81 (1989), 481-506.
[171] Cf. Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 71-74: AAS 83 (1991), 318-322.
[172] Cf. Propositio 12.
[173] Propositio 13.
[174] Propositio 14.
[175] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[176] Cf. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 52: AAS 74 (1982), 144-145.
[177] Cf. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 55 , l. c. 147-148.
[178] Cf. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 de noviembre de 1981), 62, l. c., 155.
[179] Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.656, que cita el Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[180] Catecismo de la Iglesia católica, n. 1.657, que cita el Conc. Ecum. Vat. II, const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10, y const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 52.
[181] Cf. Propositio 15.
[182] Cf. Propositio 15.
[183] Propositio 16, que explícitamente cita el Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 43-47.
[184] Cf. Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 18 y Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 19.
[185] Propositio 16.
[186] Cf. Propositio 22.
[187] Congregación para los religiosos y los institutos seculares y Congregación para los obispos, Notas directivas sobre las relaciones entre obispos y religiosos en la Iglesia Mutuae relationes (14 de mayo de 1978): AAS 70 (1978), 473-506.
[188] Cf. Propositio 22.
[189] Propositio 18.
[190] Propositio 18.
[191] Propositio 18.
[192] Propositio 17.
[193] Propositio 20.
[194] Cf. Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 de marzo de 1992), 70-77: AAS 84 (1992), 778-796; Propositio 20.
[195] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 16.
[196] Cf. Ib., 8.
[197] Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos, 11.
[198] Cf. Propositio 21.
[199] Cf. Epistolarum liber, VIII, 33: PL 77, 935.
[200] Propositio 23; cf. Relatio ante disceptationem (11 de abril de 1994), 11: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de abril de 1994, 9.
[201] Propositio 24.
[202] Propositio 24.
[203] Propositio 24.
[204] Propositio 25.
[205] Propositio 26.
[206] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, 15.
[207] Cf. Propositio 27.
[208] Propositio 45.
[209] Mensaje del Sínodo, n. 43: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 6.
[210] Cf. Propositio 46.
[211] Propositio 47.
[212] Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 57: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 7.
[213] Carta enc. Ut unum sint (25 de mayo de 1995), 40: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de junio de 1995, 11.
[214] Cf. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 32: AAS 80 (1988), 556.
[215] Cf. Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 35: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 5.
[216] Cf. Propositio 56.
[217] Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 34: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 5.
[218] Cf. Propositio 54.
[219] Cf. Propositio 54.
[220] Cf. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 de marzo de 1967): AAS 59 (1967), 257- 299; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987): AAS 80 (1988), 513- 586; Carta enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991): AAS 83 (1991), 793-867; Propositio 52.
[221] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 63: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 7.
[222] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para África, Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 63: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 7.
[223] Propositio 51.
[224] Propositio 45.
[225] Propositio 45.
[226] Pablo VI, Discurso en la «Ciudad de los muchachos» con ocasión de la V Jornada mundial de la paz (1 de enero de 1972): AAS 64 (1972), 44.
[227] Propositio 49.
[228] Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 35: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 5.
[229] Mensaje del Sínodo (6 de mayo de 1994), 35: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 20 de mayo de 1994, 5.
[230] Cf. Propositio 53
[231] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 86; Pablo VI, Carta enc.Populorum progressio (26 de marzo de 1967), 54: AAS 59 (1967), 283-284; Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 19: AAS 80 (1988), 534- 536; Carta enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 35: AAS 83 (1991), 836-838; Carta ap. Tertio millenio adveniente (10 de noviembre de 1994), 51: AAS 87 (1995), 36, en la que se propone "una notable reducción o incluso una total condonación de la deuda externa que grava sobre el destino de muchas naciones", como iniciativa oportuna con vistas al gran jubileo del año 2000; Pontificia Comisión «Justicia y Paz», Documento Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda externa (27 de diciembre de 1986), Ciudad del Vaticano 1986.
[232] Propositio 49
[233] Propositio 49.
[234] Propositio 49.
[235] Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 6-9: AAS 80 (1988), 1.662-1.670; Carta a las mujeres (29 de junio de 1995), 7: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 14 de julio de 1995, 2.12.
[236] Propositio 48.
[237] Cf. Propositio 48.
[238] Propositio 57.
[239] Propositio 57.
[240] Propositio 61.
[241] Cf. Propositio 58.
[242] Cf. Propositio 60.
[243] Alocución a los obispos de Kenia (Nairobi, 7 de mayo de 1980), 6: AAS 72 (1980), 497.
[244] Cf. Pablo VI, Exhortación ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 50: AAS 58 (1976), 40.
[245] Lineamenta, n. 42.
[246] Relatio post disceptationem (22 de abril de 1994), 11: L'Osservatore Romano, 24 de abril de 1994.
[247] Discurso a la Conferencia episcopal de Senegal, Mauritania, Cabo Verde y Guinea-Bissau (Poponguine, 21 de febrero de 1992), 3: AAS 85 (1993), 150.
[248] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 39: AAS 83 (1991), 287.
[249] Decreto Ad gentes, sobre la Actividad misionera de la Iglesia, 20.
[250] Ángelus (6 de enero de 1989), 2: Insegnamenti XII, 1 (1989), 40.
[251] Carta Enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 63: AAS 83 (1991), 311.
[252] Decreto Ad gentes, sobre la Actividad misionera de la Iglesia, 29.
[253] Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 10.
[254] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 84: AAS 83 (1991), 316.
[255] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 66: AAS 83 (1991), 314.
[256] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, sobre la Actividad misionera de la Iglesia, 38.
[257] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 84: AAS 83 (1991), 331.
[258] Discurso a un grupo de obispos de Nigeria en visita ad limina (21 de enero de 1982), 4: AAS 74 (1982), 435-436.
[259] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 90: AAS 83 (1991), 336-337.
[260] Carta enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 91: AAS 83 (1991), 337-338.
[261] Pontificia Comisión «Justicia y Paz», Documento Los prejuicios raciales. La Iglesia ante el racismo (3 de noviembre de 1988), 22: Ench. Vat., 11, 929.
[262] Pontificia Comisión «Justicia y Paz», Documento Los prejuicios raciales. La Iglesia ante el racismo (3 de noviembre de 1988), 20: Ench. Vat., 11, 925.
[263] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[264] Carta enc. Ut unum sint (25 de mayo de 1995), 77-79: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 2 de junio de 1995, 15.
[265] Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 38: AAS 80 (1988), 565.
[266] Carta enc. Sollicitudo rei socialis, (30 de diciembre de 1987), 38, l. c. 568.
[267] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 39.
[268] Cart enc. Sollicitudo rei socialis (30 de diciembre de 1987), 48: AAS 80 (1988), 583.
[269] Pablo VI, Exhort. ap. Gaudete in Domino (9 de mayo de 1975), III: AAS 67 (1975), 297.
[270] Homilía en la apertura de la Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos (10 de abril de 1994), 1: AAS 87 (1995), 179.
[271] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 42: AAS 87 (1995), 32.
[272] Homilía durante la misa celebrada en Jartum (10 de febrero de 1993), 8: AAS (1993), 964.
Copyright 1995 © Libreria Editrice Vaticana
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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
ECCLESIA IN AMERICA
DEL SANTO PADRE
JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS
A LOS PRESBÍTEROS Y DIÁCONOS
A LOS CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS
Y A TODOS LOS FIELES LAICOS
SOBRE EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO,
CAMINO PARA LA CONVERSIÓN,
LA COMUNIÓN Y LA SOLIDARIDAD
EN AMÉRICA
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia en América, llena de gozo por la fe recibida y dando gracias a Cristo por este inmenso don, ha celebrado hace poco el quinto centenario del comienzo de la predicación del Evangelio en sus tierras. Esta conmemoración ayudó a los católicos americanos a ser más conscientes del deseo de Cristo de encontrarse con los habitantes del llamado Nuevo Mundo para incorporarlos a su Iglesia y hacerse presente de este modo en la historia del Continente. La evangelización de América no es sólo un don del Señor, sino también fuente de nuevas responsabilidades. Gracias a la acción de los evangelizadores a lo largo y ancho de todo el Continente han nacido de la Iglesia y del Espíritu innumerables hijos[1]. En sus corazones, tanto en el pasado como en el presente, continúan resonando las palabras del Apóstol: « Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Co 9, 16). Este deber se funda en el mandato del Señor resucitado a los Apóstoles antes de su Ascensión al cielo: « Proclamad la Buena Nueva a toda la creación » (Mc 16, 15).
Este mandato se dirige a la Iglesia entera, y la Iglesia en América, en este preciso momento de su historia, está llamada a acogerlo y responder con amorosa generosidad a su misión fundamental evangelizadora. Lo subrayaba en Bogotá mi predecesor Pablo VI, el primer Papa que visitó América: « Corresponderá a nosotros, en cuanto representantes tuyos, [Señor Jesús] y administradores de tus divinos misterios (cf. 1 Co 4, 1; 1 P 4, 10), difundir los tesoros de tu palabra, de tu gracia, de tus ejemplos entre los hombres »[2]. El deber de la evangelización es una urgencia de caridad para el discípulo de Cristo: « El amor de Cristo nos apremia » (2 Co5, 14), afirma el apóstol Pablo, recordando lo que el Hijo de Dios hizo por nosotros con su sacrificio redentor: « Uno murió por todos [...], para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos » (2 Co 5, 14-15).
La conmemoración de ciertas fechas especialmente evocadoras del amor de Cristo por nosotros suscita en el ánimo, junto con el agradecimiento, la necesidad de « anunciar las maravillas de Dios », es decir, la necesidad de evangelizar. Así, el recuerdo de la reciente celebración de los quinientos años de la llegada del mensaje evangélico a América, esto es, del momento en que Cristo llamó a América a la fe, y el cercano Jubileo con que la Iglesia celebrará los 2000 años de la Encarnación del Hijo de Dios, son ocasiones privilegiadas en las que, de manera espontánea, brota del corazón con más fuerza nuestra gratitud hacia el Señor. Consciente de la grandeza de estos dones recibidos, la Iglesia peregrina en América desea hacer partícipe de las riquezas de la fe y de la comunión en Cristo a toda la sociedad y a cada uno de los hombres y mujeres que habitan en el suelo americano.
La idea de celebrar esta Asamblea sinodal
2. Precisamente el mismo día en que se cumplían los quinientos años del comienzo de la evangelización de América, el 12 de octubre de 1992, con el deseo de abrir nuevos horizontes y dar renovado impulso a la evangelización, en la alocución con la que inauguré los trabajos de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo, hice la propuesta de un encuentro sinodal « en orden a incrementar la cooperación entre las diversas Iglesias particulares » para afrontar juntas, dentro del marco de la nueva evangelización y como expresión de comunión episcopal, « los problemas relativos a la justicia y la solidaridad entre todas las Naciones de América »[3]. La acogida positiva que los Episcopados de América dieron a esta propuesta, me permitió anunciar en la Carta apostólica Tertio millennio adveniente el propósito de convocar una asamblea sinodal « sobre la problemática de la nueva evangelización en las dos partes del mismo Continente, tan diversas entre sí por su origen y su historia, y sobre la cuestión de la justicia y de las relaciones económicas internacionales, considerando la enorme desigualdad entre el Norte y el Sur »[4]. Entonces se iniciaron los trabajos preparatorios propiamente dichos, hasta llegar a la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América, celebrada en el Vaticano del 16 de noviembre al 12 de diciembre de 1997.
El tema de la Asamblea
3. En coherencia con la idea inicial, y oídas las sugerencias del Consejo presinodal, viva expresión del sentir de muchos Pastores del pueblo de Dios en el Continente americano, enuncié el tema de la Asamblea Especial del Sínodo para América en los siguientes términos: « Encuentro con Jesucristo vivo, camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América ». El tema así formulado expresa claramente la centralidad de la persona de Jesucristo resucitado, presente en la vida de la Iglesia, que invita a la conversión, a la comunión y a la solidaridad. El punto de partida de este programa evangelizador es ciertamente el encuentro con el Señor. El Espíritu Santo, don de Cristo en el misterio pascual, nos guía hacia las metas pastorales que la Iglesia en América ha de alcanzar en el tercer milenio cristiano.
La celebración de la Asamblea como experiencia de encuentro
4. La experiencia vivida durante la Asamblea tuvo, sin duda, el carácter de un encuentro con el Señor. Recuerdo gustoso, de modo especial, las dos concelebraciones solemnes que presidí en la Basílica de San Pedro para la inauguración y para la clausura de los trabajos de la Asamblea. El encuentro con el Señor resucitado, verdadera, real y substancialmente presente en la Eucaristía, constituyó el clima espiritual que permitió que todos los Obispos de la Asamblea sinodal se reconocieran, no sólo como hermanos en el Señor, sino también como miembros del Colegio episcopal, deseosos de seguir, presididos por el Sucesor de Pedro, las huellas del Buen Pastor, sirviendo a la Iglesia que peregrina en todas las regiones del Continente. Fue evidente para todos la alegría de cuantos participaron en la Asamblea, al descubrir en ella una ocasión excepcional de encuentro con el Señor, con el Vicario de Cristo, con tantos Obispos, sacerdotes, consagrados y laicos venidos de todas las partes del Continente.
Sin duda, ciertos factores previos contribuyeron, de modo mediato pero eficaz, a asegurar este clima de encuentro fraterno en la Asamblea sinodal. En primer lugar, deben señalarse las experiencias de comunión vividas anteriormente en las Asambleas Generales del Episcopado Latinoamericano en Río de Janeiro (1955), Medellín (1968), Puebla (1979) y Santo Domingo (1992). En ellas los Pastores de la Iglesia en América Latina reflexionaron juntos como hermanos sobre las cuestiones pastorales más apremiantes en esa región del Continente. A estas Asambleas deben añadirse las reuniones periódicas interamericanas de Obispos, en las cuales los participantes tienen la posibilidad de abrirse al horizonte de todo el Continente, dialogando sobre los problemas y desafíos comunes que afectan a la Iglesia en los países americanos.
Contribuir a la unidad del Continente
5. En la primera propuesta que hice en Santo Domingo, sobre la posibilidad de celebrar una Asamblea Especial del Sínodo, señalé que « la Iglesia, ya a las puertas del tercer milenio cristiano y en unos tiempos en que han caído muchas barreras y fronteras ideológicas, siente como un deber ineludible unir espiritualmente aún más a todos los pueblos que forman este gran Continente y, a la vez, desde la misión religiosa que le es propia, impulsar un espíritu solidario entre todos ellos »[5]. Los elementos comunes a todos los pueblos de América, entre los que sobresale una misma identidad cristiana así como también una auténtica búsqueda del fortalecimiento de los lazos de solidaridad y comunión entre las diversas expresiones del rico patrimonio cultural del Continente, son el motivo decisivo por el que quise que la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos dedicara sus reflexiones a América como una realidad única. La opción de usar la palabra en singular quería expresar no sólo la unidad ya existente bajo ciertos aspectos, sino también aquel vínculo más estrecho al que aspiran los pueblos del Continente y que la Iglesia desea favorecer, dentro del campo de su propia misión dirigida a promover la comunión de todos en el Señor.
En el contexto de la nueva evangelización
6. En la perspectiva del Gran Jubileo del año 2000 he querido que tuviera lugar una Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para cada uno de los cinco Continentes: tras las dedicadas a África (1994), América (1997), Asia (1998) y, muy recientemente, Oceanía (1998), en este año de 1999 con la ayuda del Señor se celebrará una nueva Asamblea Especial para Europa. De este modo, durante el año jubilar, será posible una Asamblea General Ordinaria que sintetice y saque las conclusiones de los ricos materiales que las diversas Asambleas continentales han ido aportando. Esto será posible por el hecho de que en todos estos Sínodos ha habido preocupaciones semejantes y centros comunes de interés. En este sentido, refiriéndome a esta serie de Asambleas sinodales, he señalado cómo en todas « el tema de fondo es el de la evangelización, mejor todavía, el de la nueva evangelización, cuyas bases fueron fijadas por la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi de Pablo VI »[6]. Por ello, tanto en mi primera indicación sobre la celebración de esta Asamblea Especial del Sínodo como más tarde en su anuncio explícito, una vez que todos los Episcopados de América hicieron suya la idea, indiqué que sus deliberaciones habrían de discurrir « dentro del marco de la nueva evangelización »[7], afrontando los problemas sobresalientes de la misma[8].
Esta preocupación era más obvia ya que yo mismo había formulado el primer programa de una nueva evangelización en suelo americano. En efecto, cuando la Iglesia en toda América se preparaba para recordar los quinientos años del comienzo de la primera evangelización del Continente, hablando al Consejo Episcopal Latinoamericano (Celam) en Puerto Príncipe (Haití) afirmé: « La conmemoración del medio milenio de evangelización tendrá su significación plena si es un compromiso vuestro como Obispos, junto con vuestro presbiterio y fieles; compromiso, no de reevangelización, pero sí de una evangelización nueva. Nueva en su ardor, en sus métodos, en su expresión »[9]. Más tarde invité a toda la Iglesia a llevar a cabo esta exhortación, aunque el programa evangelizador, al extenderse a la gran diversidad que presenta hoy el mundo entero, debe diversificarse según dos situaciones claramente diferentes: la de los países muy afectados por el secularismo y la de aquellos otros donde « todavía se conservan muy vivas las tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana »[10]. Se trata, sin duda, de dos situaciones presentes, en grado diverso, en diferentes países o, quizás mejor, en diversos ambientes concretos dentro de los países del Continente americano.
Con la presencia y la ayuda del Señor
7. El mandato de evangelizar, que el Señor resucitado dejó a su Iglesia, va acompañado por la seguridad, basada en su promesa, de que Él sigue viviendo y actuando entre nosotros: « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt28, 20). Esta presencia misteriosa de Cristo en su Iglesia es la garantía de su éxito en la realización de la misión que le ha sido confiada. Al mismo tiempo, esa presencia hace también posible nuestro encuentro con Él, como Hijo enviado por el Padre, como Señor de la Vida que nos comunica su Espíritu. Un encuentro renovado con Jesucristo hará conscientes a todos los miembros de la Iglesia en América de que están llamados a continuar la misión del Redentor en esas tierras.
El encuentro personal con el Señor, si es auténtico, llevará también consigo la renovación eclesial: las Iglesias particulares del Continente, como Iglesias hermanas y cercanas entre sí, acrecentarán los vínculos de cooperación y solidaridad para prolongar y hacer más viva la obra salvadora de Cristo en la historia de América. En una actitud de apertura a la unidad, fruto de una verdadera comunión con el Señor resucitado, las Iglesias particulares, y en ellas cada uno de sus miembros, descubrirán, a través de la propia experiencia espiritual que el « encuentro con Jesucristo vivo » es « camino para la conversión, la comunión y la solidaridad ». Y, en la medida en que estas metas vayan siendo alcanzadas, será posible una dedicación cada vez mayor a la nueva evangelización de América.
CAPÍTULO I
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO VIVO
« Hemos encontrado al Mesías » (Jn 1, 41)
Los encuentros con el Señor en el Nuevo Testamento
8. Los Evangelios relatan numerosos encuentros de Jesús con hombres y mujeres de su tiempo. Una característica común a todos estos episodios es la fuerza transformadora que tienen y manifiestan los encuentros con Jesús, ya que « abren un auténtico proceso de conversión, comunión y solidaridad »[11]. Entre los más significativos está el de la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42). Jesús la llama para saciar su sed, que no era sólo material, pues, en realidad, « el que pedía beber, tenía sed de la fe de la misma mujer »[12]. Al decirle, « dame de beber » (Jn 4, 7), y al hablarle del agua viva, el Señor suscita en la samaritana una pregunta, casi una oración, cuyo alcance real supera lo que ella podía comprender en aquel momento: « Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed » (Jn 4, 15). La samaritana, aunque « todavía no entendía »[13], en realidad estaba pidiendo el agua viva de que le hablaba su divino interlocutor. Al revelarle Jesús su mesianidad (cf. Jn 4, 26), la samaritana se siente impulsada a anunciar a sus conciudadanos que ha descubierto el Mesías (cf. Jn 4, 28-30). Así mismo, cuando Jesús encuentra a Zaqueo (cf. Lc 19, 1-10) el fruto más preciado es su conversión: éste, consciente de las injusticias que ha cometido, decide devolver con creces —« el cuádruple »— a quienes había defraudado. Además, asume una actitud de desprendimiento de las cosas materiales y de caridad hacia los necesitados, que lo lleva a dar a los pobres la mitad de sus bienes.
Una mención especial merecen los encuentros con Cristo resucitado narrados en el Nuevo Testamento. Gracias a su encuentro con el Resucitado, María Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensión pascual, Jesús la envía a anunciar a los discípulos que Él ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a María Magdalena « la apóstol de los apóstoles »[14]. Por su parte, los discípulos de Emaús, después de encontrar y reconocer al Señor resucitado, vuelven a Jerusalén para contar a los apóstoles y a los demás discípulos lo que les había sucedido (cf. Lc 24, 13-35). Jesús, «empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» (Lc 24, 27). Los dos discípulos reconocerían más tarde que su corazón ardía mientras el Señor les hablaba en el camino explicándoles las Escrituras (cf. Lc 24, 32). No hay duda de que san Lucas al narrar este episodio, especialmente el momento decisivo en que los dos discípulos reconocen a Jesús, hace una alusión explícita a los relatos de la institución de la Eucaristía, es decir, al modo como Jesús actuó en la Última Cena (cf. Lc 24, 30). El evangelista, para relatar lo que los discípulos de Emaús cuentan a los Once, utiliza una expresión que en la Iglesia naciente tenía un significado eucarístico preciso: « Le habían conocido en la fracción del pan » (Lc 24, 35).
Entre los encuentros con el Señor resucitado, uno de los que han tenido un influjo decisivo en la historia del cristianismo es, sin duda, la conversión de Saulo, el futuro Pablo y apóstol de los gentiles, en el camino de Damasco. Allí tuvo lugar el cambio radical de su existencia, de perseguidor a apóstol (cf. Hch 9, 3-30; 22, 6-11; 26, 12-18). El mismo Pablo habla de esta extraordinaria experiencia como de una revelación del Hijo de Dios « para que le anunciase entre los gentiles » (Ga 1, 16).
La invitación del Señor respeta siempre la libertad de los que llama. Hay casos en que el hombre, al encontrarse con Jesús, se cierra al cambio de vida al que Él lo invita. Fueron numerosos los casos de contemporáneos de Jesús que lo vieron y oyeron, y, sin embargo, no se abrieron a su palabra. El Evangelio de san Juan señala el pecado como la causa que impide al ser humano abrirse a la luz que es Cristo: « Vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas » (Jn 3, 19). Los textos evangélicos enseñan que el apego a las riquezas es un obstáculo para acoger el llamado a un seguimiento generoso y pleno de Jesús. Típico es, a este respecto, el caso del joven rico (cf. Mt 19, 16-22; Mc 10, 17-22; Lc 18, 18-23).
Encuentros personales y encuentros comunitarios
9. Algunos encuentros con Jesús, narrados en los Evangelios, son claramente personales como, por ejemplo, las llamadas vocacionales (cf. Mt 4, 19; 9, 9; Mc 10, 21; Lc 9, 59). En ellos Jesús trata con intimidad a sus interlocutores: « Rabbí —que quiere decir “Maestro”— ¿dónde vives? » [...] « Venid y lo veréis » (Jn 1, 38-39). Otras veces, en cambio, los encuentros tienen un carácter comunitario. Así son, en concreto, los encuentros con los Apóstoles, que tienen una importancia fundamental para la constitución de la Iglesia. En efecto, los Apóstoles, elegidos por Jesús de entre un grupo más amplio de discípulos (cf. Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16), son objeto de una formación especial y de una comunicación más íntima. A la multitud Jesús le habla en parábolas que sólo explica a los Doce: « Es que a vosotros se os ha dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no » (Mt 13, 11). Los Apóstoles están llamados a ser los anunciadores de la Buena Nueva y a desarrollar una misión especial para edificar la Iglesia con la gracia de los Sacramentos. Para este fin, reciben la potestad necesaria: les da el poder de perdonar los pecados apelando a la plenitud de ese mismo poder en el cielo y en la tierra que el Padre le ha dado (cf. Mt 28, 18). Ellos serán los primeros en recibir el don del Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-4), don que recibirán más tarde quienes se incorporen a la Iglesia por los sacramentos de la iniciación cristiana (cf. Hch 2, 38).
El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia
10. La Iglesia es el lugar donde los hombres, encontrando a Jesús, pueden descubrir el amor del Padre: en efecto, el que ha visto a Jesús ha visto al Padre (cf. Jn 14, 9). Jesús, después de su ascensión al cielo, actúa mediante la acción poderosa del Paráclito (cf. Jn16, 7), que transforma a los creyentes dándoles la nueva vida. De este modo ellos llegan a ser capaces de amar con el mismo amor de Dios, « que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado » (Rm 5, 5). La gracia divina prepara, además, a los cristianos a ser agentes de la transformación del mundo, instaurando en él una nueva civilización, que mi predecesor Pablo VI llamó justamente « civilización del amor »[15].
En efecto, « el Verbo de Dios, asumiendo en todo la naturaleza humana menos en el pecado (cf. Hb 4, 11), manifiesta el plan del Padre, de revelar a la persona humana el modo de llegar a la plenitud de su propia vocación [...] Así, Jesús no sólo reconcilia al hombre con Dios, sino que lo reconcilia también consigo mismo, revelándole su propia naturaleza »[16]. Con estas palabras los Padres sinodales, en la línea del Concilio Vaticano II, han reafirmado que Jesús es el camino a seguir para llegar a la plena realización personal, que culmina en el encuentro definitivo y eterno con Dios. « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí » (Jn 14, 6). Dios nos « predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos » (Rm 8, 29). Jesucristo es, pues, la respuesta definitiva a la pregunta sobre el sentido de la vida y a los interrogantes fundamentales que asedian también hoy a tantos hombres y mujeres del continente americano.
Por medio de María encontramos a Jesús
11. Cuando nació Jesús, los magos de Oriente acudieron a Belén y « vieron al Niño con María su Madre » (Mt 2, 11). Al inicio de la vida pública, en las bodas de Caná, cuando el Hijo de Dios realizó el primero de sus signos, suscitando la fe de los discípulos (Jn 2, 11), es María la que interviene y orienta a los servidores hacia su Hijo con estas palabras: « Haced lo que él os diga » (Jn 2, 5). A este respecto, he escrito en otra ocasión: « La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías »[17]. Por eso, María es un camino seguro para encontrar a Cristo. La piedad hacia la Madre del Señor, cuando es auténtica, anima siempre a orientar la propia vida según el espíritu y los valores del Evangelio.
¿Cómo no poner de relieve el papel que la Virgen tiene respecto a la Iglesia peregrina en América, en camino al encuentro con el Señor? En efecto, la Santísima Virgen, « de manera especial, está ligada al nacimiento de la Iglesia en la historia de [...] los pueblos de América, que por María llegaron al encuentro con el Señor »[18].
En todas las partes del Continente la presencia de la Madre de Dios ha sido muy intensa desde los días de la primera evangelización, gracias a la labor de los misioneros. En su predicación, « el Evangelio ha sido anunciado presentando a la Virgen María como su realización más alta. Desde los orígenes —en su advocación de Guadalupe— María constituyó el gran signo, de rostro maternal y misericordioso, de la cercanía del Padre y de Cristo, con quienes ella nos invita a entrar en comunión »[19].
La aparición de María al indio Juan Diego en la colina del Tepeyac, el año 1531, tuvo una repercusión decisiva para la evangelización[20]. Este influjo va más allá de los confines de la nación mexicana, alcanzando todo el Continente. Y América, que históricamente ha sido y es crisol de pueblos, ha reconocido « en el rostro mestizo de la Virgen del Tepeyac, [...] en Santa María de Guadalupe, [...] un gran ejemplo de evangelización perfectamente inculturada »[21]. Por eso, no sólo en el Centro y en el Sur, sino también en el Norte del Continente, la Virgen de Guadalupe es venerada como Reina de toda América[22].
A lo largo del tiempo ha ido creciendo cada vez más en los Pastores y fieles la conciencia del papel desarrollado por la Virgen en la evangelización del Continente. En la oración compuesta para la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América, María Santísima de Guadalupe es invocada como « Patrona de toda América y Estrella de la primera y de la nueva evangelización ». En este sentido, acojo gozoso la propuesta de los Padres sinodales de que el día 12 de diciembre se celebre en todo el Continente la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, Madre y Evangelizadora de América[23]. Abrigo en mi corazón la firme esperanza de que ella, a cuya intercesión se debe el fortalecimiento de la fe de los primeros discípulos (cf. Jn 2, 11), guíe con su intercesión maternal a la Iglesia en este Continente, alcanzándole la efusión del Espíritu Santo como en la Iglesia naciente (cf. Hch 1, 14), para que la nueva evangelización produzca un espléndido florecimiento de vida cristiana.
Lugares de encuentro con Cristo
12. Contando con el auxilio de María, la Iglesia en América desea conducir a los hombres y mujeres de este Continente al encuentro con Cristo, punto de partida para una auténtica conversión y para una renovada comunión y solidaridad. Este encuentro contribuirá eficazmente a consolidar la fe de muchos católicos, haciendo que madure en fe convencida, viva y operante.
Para que la búsqueda de Cristo presente en su Iglesia no se reduzca a algo meramente abstracto, es necesario mostrar los lugares y momentos concretos en los que, dentro de la Iglesia, es posible encontrarlo. La reflexión de los Padres sinodales a este respecto ha sido rica en sugerencias y observaciones.
Ellos han señalado, en primer lugar, « la Sagrada Escritura leída a la luz de la Tradición, de los Padres y del Magisterio, profundizada en la meditación y la oración »[24]. Se ha recomendado fomentar el conocimiento de los Evangelios, en los que se proclama, con palabras fácilmente accesibles a todos, el modo como Jesús vivió entre los hombres. La lectura de estos textos sagrados, cuando se escucha con la misma atención con que las multitudes escuchaban a Jesús en la ladera del monte de las Bienaventuranzas o en la orilla del lago de Tiberíades mientras predicaba desde la barca, produce verdaderos frutos de conversión del corazón.
Un segundo lugar para el encuentro con Jesús es la sagrada Liturgia[25]. Al Concilio Vaticano II debemos una riquísima exposición de las múltiples presencias de Cristo en la Liturgia, cuya importancia debe llevar a hacer de ello objeto de una constante predicación: Cristo está presente en el celebrante que renueva en el altar el mismo y único sacrificio de la Cruz; está presente en los Sacramentos en los que actúa su fuerza eficaz. Cuando se proclama su palabra, es Él mismo quien nos habla. Está presente además en la comunidad, en virtud de su promesa: « Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos » (Mt18, 20). Está presente « sobre todo bajo las especies eucarísticas »[26]. Mi predecesor Pablo VI creyó necesario explicar la singularidad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, que « se llama “real” no por exclusión, como si las otras presencias no fueran “reales”, sino por antonomasia, porque es substancial »[27]. Bajo las especies de pan y vino, « Cristo todo entero está presente en su “realidad física” aún corporalmente »[28].
La Escritura y la Eucaristía, como lugares de encuentro con Cristo, están sugeridas en el relato de la aparición del Resucitado a los dos discípulos de Emaús. Además, el texto del Evangelio sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46), en el que se afirma que seremos juzgados sobre el amor a los necesitados, en quienes misteriosamente está presente el Señor Jesús, indica que no se debe descuidar un tercer lugar de encuentro con Cristo: « Las personas, especialmente los pobres, con los que Cristo se identifica »[29]. Como recordaba el Papa Pablo VI, al clausurar el Concilio Vaticano II, « en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25, 40), el Hijo del hombre »[30].
CAPITULO II
EL ENCUENTRO CON JESUCRISTO
EN EL HOY DE AMERICA
« A quien se le dio mucho, se le reclamará mucho » (Lc 12, 48)
Situación de los hombres y mujeres de América
y su encuentro con el Señor
13. En los Evangelios se narran encuentros con Cristo de personas en situaciones muy diferentes. A veces se trata de situaciones de pecado, que dejan entrever la necesidad de la conversión y del perdón del Señor. En otras circunstancias se dan actitudes positivas de búsqueda de la verdad, de auténtica confianza en Jesús, que llevan a establecer una relación de amistad con Él, y que estimulan el deseo de imitarlo. No pueden olvidarse tampoco los dones con los que el Señor prepara a algunos para un encuentro posterior. Así Dios, haciendo a María « llena de gracia » (Lc 1, 28) desde el primer momento, la preparó para que en ella tuviera lugar el más importante encuentro divino con la naturaleza humana: el misterio inefable de la Encarnación.
Como los pecados y las virtudes sociales no existen en abstracto, sino que son el resultado de actos personales[31], es necesario tener presente que América es hoy una realidad compleja, fruto de las tendencias y modos de proceder de los hombres y mujeres que lo habitan. En esta situación real y concreta es donde ellos han de encontrarse con Jesús.
Identidad cristiana de América
14. El mayor don que América ha recibido del Señor es la fe, que ha ido forjando su identidad cristiana. Hace ya más de quinientos años que el nombre de Cristo comenzó a ser anunciado en el Continente. Fruto de la evangelización, que ha acompañado los movimientos migratorios desde Europa, es la fisonomía religiosa americana, impregnada de los valores morales que, si bien no siempre se han vivido coherentemente y en ocasiones se han puesto en discusión, pueden considerarse en cierto modo patrimonio de todos los habitantes de América, incluso de quienes no se identifican con ellos. Es claro que la identidad cristiana de América no puede considerarse como sinónimo de identidad católica. La presencia de otras confesiones cristianas en grado mayor o menor en diferentes partes de América, hace especialmente urgente el compromiso ecuménico, para buscar la unidad entre todos los creyentes en Cristo[32].
Frutos de santidad
15. La expresión y los mejores frutos de la identidad cristiana de América son sus santos. En ellos, el encuentro con Cristo vivo « es tan profundo y comprometido [...] que se convierte en fuego que lo consume todo, e impulsa a construir su Reino, a hacer que Él y la nueva alianza sean el sentido y el alma de [...] la vida personal y comunitaria »[33]. América ha visto florecer los frutos de la santidad desde los comienzos de su evangelización. Este es el caso de santa Rosa de Lima (1586-1617), « la primera flor de santidad en el Nuevo Mundo », proclamada patrona principal de América en 1670 por el Papa Clemente X[34]. Después de ella, el santoral americano se ha ido incrementando hasta alcanzar su amplitud actual[35]. Las beatificaciones y canonizaciones, con las que no pocos hijos e hijas del Continente han sido elevados al honor de los altares, ofrecen modelos heroicos de vida cristiana en la diversidad de estados de vida y de ambientes sociales. La Iglesia, al beatificarlos o canonizarlos, ve en ellos a poderosos intercesores unidos a Jesucristo, sumo y eterno Sacerdote, mediador entre Dios y los hombres. Los Beatos y Santos de América acompañan con solicitud fraterna a los hombres y mujeres de su tierra que, entre gozos y sufrimientos, caminan hacia el encuentro definitivo con el Señor[36]. Para fomentar cada vez más su imitación y para que los fieles recurran de una manera más frecuente y fructuosa a su intercesión, considero muy oportuna la propuesta de los Padres sinodales de preparar « una colección de breves biografías de los Santos y Beatos americanos. Esto puede iluminar y estimular en América la respuesta a la vocación universal a la santidad »[37].
Entre sus Santos, « la historia de la evangelización de América reconoce numerosos mártires, varones y mujeres, tanto Obispos, como presbíteros, religiosos y laicos, que con su sangre regaron [...] [estas] naciones. Ellos, como nube de testigos (cf. Hb 12, 1), nos estimulan para que asumamos hoy, sin temor y ardorosamente, la nueva evangelización »[38]. Es necesario que sus ejemplos de entrega sin límites a la causa del Evangelio sean no sólo preservados del olvido, sino más conocidos y difundidos entre los fieles del Continente. Al respecto, escribía en la Tertio millennio adveniente: « Las Iglesias locales hagan todo lo posible por no perder el recuerdo de quienes han sufrido el martirio, recogiendo para ello la documentación necesaria »[39].
La piedad popular
16. Una característica peculiar de América es la existencia de una piedad popular profundamente enraizada en sus diversas naciones. Está presente en todos los niveles y sectores sociales, revistiendo una especial importancia como lugar de encuentro con Cristo para todos aquellos que con espíritu de pobreza y humildad de corazón buscan sinceramente a Dios (cf. Mt 11, 25). Las expresiones de esta piedad son numerosas: « Las peregrinaciones a los santuarios de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos, la oración por las almas del purgatorio, el uso de sacramentales (agua, aceite, cirios...). Éstas y tantas otras expresiones de la piedad popular ofrecen oportunidad para que los fieles encuentren a Cristo viviente »[40]. Los Padres sinodales han subrayado la urgencia de descubrir, en las manifestaciones de la religiosidad popular, los verdaderos valores espirituales, para enriquecerlos con los elementos de la genuina doctrina católica, a fin de que esta religiosidad lleve a un compromiso sincero de conversión y a una experiencia concreta de caridad[41]. La piedad popular, si está orientada convenientemente, contribuye también a acrecentar en los fieles la conciencia de pertenecer a la Iglesia, alimentando su fervor y ofreciendo así una respuesta válida a los actuales desafíos de la secularización[42].
Ya que en América la piedad popular es expresión de la inculturación de la fe católica y muchas de sus manifestaciones han asumido formas religiosas autóctonas, es oportuno destacar la posibilidad de sacar de ellas, con clarividente prudencia, indicaciones válidas para una mayor inculturación del Evangelio[43]. Ello es especialmente importante entre las poblaciones indígenas, para que « las semillas del Verbo » presentes en sus culturas lleguen a su plenitud en Cristo[44]. Lo mismo debe decirse de los americanos de origen africano. La Iglesia « reconoce que tiene la obligación de acercarse a estos americanos a partir de su cultura, considerando seriamente las riquezas espirituales y humanas de esta cultura que marca su modo de celebrar el culto, su sentido de alegría y de solidaridad, su lengua y sus tradiciones »[45].
Presencia católico-oriental en América
17. La inmigración a América es casi una constante de su historia desde los comienzos de la evangelización hasta nuestros días. Dentro de este complejo fenómeno debe señalarse que, en los últimos tiempos, diversas regiones de América han acogido a numerosos miembros de las Iglesias católicas orientales que, por diversas causas, han abandonado sus territorios de origen. Un primer movimiento migratorio procedía, sobre todo, de Ucrania occidental; posteriormente se ha extendido a las naciones del Medio Oriente. De este modo, ha sido necesaria pastoralmente la creación de una jerarquía católica oriental para estos fieles inmigrantes y para sus descendientes. Las normas emanadas por el Concilio Vaticano II, que los Padres sinodales han recordado, reconocen que las Iglesias orientales « tienen derecho y obligación de regirse según sus respectivas disciplinas peculiares », ya que tienen la misión de dar testimonio de una antiquísima tradición doctrinal, litúrgica y monástica. Por otra parte, dichas Iglesias deben conservar sus propias disciplinas, ya que éstas « son más adaptadas a las costumbres de sus fieles y resultan más adecuadas para procurar el bien de las almas »[46]. Si la Comunidad eclesial universal necesita la sinergia entre las Iglesias particulares de Oriente y de Occidente para poder respirar con sus dos pulmones, en la esperanza de lograr hacerlo plenamente a través de la perfecta comunión entre la Iglesia católica y las orientales separadas[47], hay que alegrarse por la reciente implantación de Iglesias orientales junto a las latinas, establecidas allí desde el principio, porque de este modo puede manifestarse mejor la catolicidad de la Iglesia del Señor[48].
La Iglesia en el campo de la educación y de la acción social
18. Entre los factores que favorecen la influencia de la Iglesia en la formación cristiana de los americanos, debe señalarse su amplia presencia en el campo de la educación y, de modo especial, en el mundo universitario. Las numerosas Universidades católicas diseminadas por el Continente son un rasgo característico de la vida eclesial en América. Así mismo, en la enseñanza primaria y secundaria el alto número de escuelas católicas ofrece la posibilidad de una acción evangelizadora de alcance muy amplio, siempre que vaya acompañada por una decidida voluntad de impartir una educación verdaderamente cristiana[49].
Otro campo importante en el que la Iglesia está presente en toda América es el de la asistencia caritativa y social. Las múltiples iniciativas para la atención de los ancianos, los enfermos y de cuantos están necesitados de auxilio en asilos, hospitales, dispensarios, comedores gratuitos y otros centros sociales, son testimonio palpable del amor preferencial por los pobres que la Iglesia en América lleva adelante movida por el amor a su Señor y consciente de que « Jesús se ha identificado con ellos (cf. Mt 25, 31-46) »[50]. En esta tarea, que no conoce fronteras, la Iglesia ha sabido crear una conciencia de solidaridad concreta entre las diversas comunidades del Continente y del mundo entero, manifestando así la fraternidad que debe caracterizar a los cristianos de todo tiempo y lugar.
El servicio a los pobres, para que sea evangélico y evangelizador, ha de ser fiel reflejo de la actitud de Jesús, que vino « para anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Realizado con este espíritu, llega a ser manifestación del amor infinito de Dios por todos los hombres y un modo elocuente de transmitir la esperanza de salvación que Cristo ha traído al mundo, y que resplandece de manera particular cuando es comunicada a los abandonados y desechados de la sociedad.
Esta constante dedicación a los pobres y desheredados se refleja en el Magisterio social de la Iglesia, que no se cansa de invitar a la comunidad cristiana a comprometerse en la superación de toda forma de explotación y opresión. En efecto, se trata no sólo de aliviar las necesidades más graves y urgentes mediante acciones individuales y esporádicas, sino de poner de relieve las raíces del mal, proponiendo intervenciones que den a las estructuras sociales, políticas y económicas una configuración más justa y solidaria.
Creciente respeto de los derechos humanos
19. En el ámbito civil, pero con implicaciones morales inmediatas, debe señalarse entre los aspectos positivos de la América actual la creciente implantación en todo el Continente de sistemas políticos democráticos y la progresiva reducción de regímenes dictatoriales. La Iglesia ve con agrado esta evolución, en la medida en que esto favorezca cada vez más un evidente respeto de los derechos de cada uno, incluidos los del procesado y del reo, respecto a los cuales no es legítimo el recurso a métodos de detención y de interrogatorio —pienso concretamente en la tortura— lesivos de la dignidad humana. En efecto, « el Estado de Derecho es la condición necesaria para establecer una verdadera democracia »[51].
Por otra parte, la existencia de un Estado de Derecho implica en los ciudadanos y, más aún, en la clase dirigente el convencimiento de que la libertad no puede estar desvinculada de la verdad[52]. En efecto, « los graves problemas que amenazan la dignidad de la persona humana, la familia, el matrimonio, la educación, la economía y las condiciones de trabajo, la calidad de la vida y la vida misma, proponen la cuestión del Derecho »[53]. Los Padres sinodales han subrayado con razón que « los derechos fundamentales de la persona humana están inscritos en su misma naturaleza, son queridos por Dios y, por tanto, exigen su observancia y aceptación universal. Ninguna autoridad humana puede transgredirlos apelando a la mayoría o a los consensos políticos, con el pretexto de que así se respetan el pluralismo y la democracia. Por ello, la Iglesia debe comprometerse en formar y acompañar a los laicos que están presentes en los órganos legislativos, en el gobierno y en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropología y que tengan presente el bien común »[54].
El fenómeno de la globalización
20. Una característica del mundo actual es la tendencia a la globalización, fenómeno que, aun no siendo exclusivamente americano, es más perceptible y tiene mayores repercusiones en América. Se trata de un proceso que se impone debido a la mayor comunicación entre las diversas partes del mundo, llevando prácticamente a la superación de las distancias, con efectos evidentes en campos muy diversos.
Desde el punto de vista ético, puede tener una valoración positiva o negativa. En realidad, hay una globalización económica que trae consigo ciertas consecuencias positivas, como el fomento de la eficiencia y el incremento de la producción, y que, con el desarrollo de las relaciones entre los diversos países en lo económico, puede fortalecer el proceso de unidad de los pueblos y realizar mejor el servicio a la familia humana. Sin embargo, si la globalización se rige por las meras leyes del mercado aplicadas según las conveniencias de los poderosos, lleva a consecuencias negativas. Tales son, por ejemplo, la atribución de un valor absoluto a la economía, el desempleo, la disminución y el deterioro de ciertos servicios públicos, la destrucción del ambiente y de la naturaleza, el aumento de las diferencias entre ricos y pobres, y la competencia injusta que coloca a las naciones pobres en una situación de inferioridad cada vez más acentuada[55]. La Iglesia, aunque reconoce los valores positivos que la globalización comporta, mira con inquietud los aspectos negativos derivados de ella.
¿Y qué decir de la globalización cultural producida por la fuerza de los medios de comunicación social? Éstos imponen nuevas escalas de valores por doquier, a menudo arbitrarios y en el fondo materialistas, frente a los cuales es muy difícil mantener viva la adhesión a los valores del Evangelio.
La urbanización creciente
21. El fenómeno de la urbanización continúa creciendo también en América. Desde hace algunos lustros el Continente está viviendo un éxodo constante del campo a la ciudad. Se trata de un fenómeno complejo, ya descrito por mi predecesor Pablo VI[56]. Las causas de este fenómeno son varias, pero entre ellas sobresale principalmente la pobreza y el subdesarrollo de las zonas rurales, donde con frecuencia faltan los servicios, las comunicaciones, las estructuras educativas y sanitarias. La ciudad, además, con las características de diversión y bienestar con que no pocas veces la presentan los medios de comunicación social, ejerce un atractivo especial para las gentes sencillas del campo.
La frecuente falta de planificación en este proceso acarrea muchos males. Como han señalado los Padres sinodales, « en ciertos casos, algunas partes de las ciudades son como islas en las que se acumula la violencia, la delincuencia juvenil y la atmósfera de desesperación »[57]. El fenómeno de la urbanización presenta asimismo grandes desafíos a la acción pastoral de la Iglesia, que ha de hacer frente al desarraigo cultural, la pérdida de costumbres familiares y al alejamiento de las propias tradiciones religiosas, que no pocas veces lleva al naufragio de la fe, privada de aquellas manifestaciones que contribuían a sostenerla.
Evangelizar la cultura urbana es, pues, un reto apremiante para la Iglesia, que así como supo evangelizar la cultura rural durante siglos, está hoy llamada a llevar a cabo una evangelización urbana metódica y capilar mediante la catequesis, la liturgia y las propias estructuras pastorales[58].
El peso de la deuda externa
22. Los Padres sinodales han manifestado su preocupación por la deuda externa que afecta a muchas naciones americanas, expresando de este modo su solidaridad con las mismas. Ellos llaman justamente la atención de la opinión pública sobre la complejidad del tema, reconociendo « que la deuda es frecuentemente fruto de la corrupción y de la mala administración »[59]. En el espíritu de la reflexión sinodal, este reconocimiento no pretende concentrar en un sólo polo las responsabilidades de un fenómeno que es sumamente complejo en su origen y en sus soluciones[60].
En efecto, entre las múltiples causas que han llevado a una deuda externa abrumadora deben señalarse no sólo los elevados intereses, fruto de políticas financieras especulativas, sino también la irresponsabilidad de algunos gobernantes que, al contraer la deuda, no reflexionaron suficientemente sobre las posibilidades reales de pago, con el agravante de que sumas ingentes obtenidas mediante préstamos internacionales se han destinado a veces al enriquecimiento de personas concretas, en vez de ser dedicadas a sostener los cambios necesarios para el desarrollo del país. Por otra parte, sería injusto que las consecuencias de estas decisiones irresponsables pesaran sobre quienes no las tomaron. La gravedad de la situación es aún más comprensible, si se tiene en cuenta que « ya el mero pago de los intereses es un peso sobre la economía de las naciones pobres, que quita a las autoridades la disponibilidad del dinero necesario para el desarrollo social, la educación, la sanidad y la institución de un depósito para crear trabajo »[61].
La corrupción
23. La corrupción, frecuentemente presente entre las causas de la agobiante deuda externa, es un problema grave que debe ser considerado atentamente. La corrupción « sin guardar límites, afecta a las personas, a las estructuras públicas y privadas de poder y a las clases dirigentes ». Se trata de una situación que « favorece la impunidad y el enriquecimiento ilícito, la falta de confianza con respecto a las instituciones políticas, sobre todo en la administración de la justicia y en la inversión pública, no siempre clara, igual y eficaz para todos »[62].
A este propósito, deseo recordar cuanto escribí en el Mensaje para la Jornada mundial de la Paz de 1998, que la lacra de la corrupción ha de ser denunciada y combatida con valentía por quienes detentan la autoridad y con la « colaboración generosa de todos los ciudadanos, sostenidos por una fuerte conciencia moral »[63]. Los adecuados organismos de control y la transparencia de las transacciones económicas y financieras previenen ulteriormente y evitan en muchos casos que se extienda la corrupción, cuyas consecuencias nefastas recaen principalmente sobre los más pobres y desvalidos. Son además los pobres los primeros en sufrir los retrasos, la ineficiencia, la ausencia de una defensa adecuada y las carencias estructurales, cuando la administración de la justicia es corrupta.
Comercio y consumo de drogas
24. El comercio y el consumo de drogas son una seria amenaza para las estructuras sociales de las naciones en América. Esto « contribuye a los crímenes y a la violencia, a la destrucción de la vida familiar, a la destrucción física y emocional de muchos individuos y comunidades, sobre todo entre los jóvenes. Corroe la dimensión ética del trabajo y contribuye a aumentar el número de personas en las cárceles, en una palabra, a la degradación de la persona en cuanto creada a imagen de Dios »[64]. Este nefasto comercio lleva también « a destruir gobiernos, corroyendo la seguridad económica y la estabilidad de las naciones »[65]. Estamos ante uno de los desafíos más apremiantes a los que deben enfrentarse muchas naciones del mundo. En efecto, es un desafío que hipoteca gran parte de los logros obtenidos en los últimos tiempos para el progreso de la humanidad. Para algunas naciones de América, la producción, el tráfico y el consumo de drogas son factores que comprometen su prestigio internacional, porque limitan su credibilidad y dificultan la deseada colaboración con otros países, tan necesaria en nuestros días para el desarrollo armónico de cada pueblo.
Preocupación por la ecología
25. « Y vio Dios que estaba bien » (Gn 1, 25). Estas palabras que leemos en el primer capítulo del Libro del Génesis, muestran el sentido de la obra realizada por Él. El Creador confía al hombre, coronación de toda la obra de la creación, el cuidado de la tierra (cf. Gn 2, 15). De aquí surgen obligaciones muy concretas para cada persona relativas a la ecología. Su cumplimiento supone la apertura a una perspectiva espiritual y ética, que supere las actitudes y « los estilos de vida conducidos por el egoísmo que llevan al agotamiento de los recursos naturales »[66].
Incluso en este sector, hoy tan actual, es muy importante la intervención de los creyentes. Es necesaria la colaboración de todos los hombres de buena voluntad con las instancias legislativas y de gobierno para conseguir una protección eficaz del medio ambiente, considerado como don de Dios. ¡Cuántos abusos y daños ecológicos se dan también en muchas regiones americanas! Baste pensar en la emisión incontrolada de gases nocivos o en el dramático fenómeno de los incendios forestales, provocados a veces intencionadamente por personas movidas por intereses egoístas. Estas devastaciones pueden conducir a una verdadera desertización de no pocas zonas de América, con las inevitables secuelas de hambre y miseria. El problema se plantea, con especial intensidad, en la selva amazónica, inmenso territorio que abarca varias naciones: del Brasil a la Guayana, a Surinam, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia[67]. Es uno de los espacios naturales más apreciados en el mundo por su diversidad biológica, siendo vital para el equilibrio ambiental de todo el planeta.
CAPÍTULO III
CAMINO DE CONVERSIÓN
« Arrepentíos, pues, y convertíos » (Hch 3, 19)
Urgencia del llamado a la conversión
26. « El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva » (Mc 1, 15). Estas palabras de Jesús, con las que comenzó su ministerio en Galilea, deben seguir resonando en los oídos de los Obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y fieles laicos de toda América. Tanto la reciente celebración del V Centenario del comienzo de la evangelización de América, como la conmemoración de los 2000 años del Nacimiento de Jesús, el gran Jubileo que nos disponemos a celebrar, son una llamada a profundizar en la propia vocación cristiana. La grandeza del acontecimiento de la Encarnación y la gratitud por el don del primer anuncio del Evangelio en América invitan a responder con prontitud a Cristo con una conversión personal más decidida y, al mismo tiempo, estimulan a una fidelidad evangélica cada vez más generosa. La exhortación de Cristo a convertirse resuena también en la del Apóstol: « Es ya hora de levantaros del sueño, que la salvación está más cerca de nosotros que cuando abrazamos la fe » (Rm 13, 11). El encuentro con Jesús vivo, mueve a la conversión.
Para hablar de conversión, el Nuevo Testamento utiliza la palabra metanoia, que quiere decir cambio de mentalidad. No se trata sólo de un modo distinto de pensar a nivel intelectual, sino de la revisión del propio modo de actuar a la luz de los criterios evangélicos. A este respecto, san Pablo habla de « la fe que actúa por la caridad » (Ga 5, 6). Por ello, la auténtica conversión debe prepararse y cultivarse con la lectura orante de la Sagrada Escritura y la recepción de los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía. La conversión conduce a la comunión fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de la Iglesia, su Cuerpo místico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que hacemos a los demás, especialmente a los más necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversión favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separación entre la fe y las obras en la respuesta cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la división entre fe y vida es indispensable para que se pueda hablar seriamente de conversión. En efecto, cuando existe esta división, el cristianismo es sólo nominal. Para ser verdadero discípulo del Señor, el creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues « el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con su vida »[68]. Hemos de tener presentes las palabras de Jesús: « No todo el que me diga: “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial » (Mt 7, 21). La apertura a la voluntad del Padre supone una disponibilidad total, que no excluye ni siquiera la entrega de la propia vida: « El máximo testimonio es el martirio »[69].
Dimensión social de la conversión
27. La conversión no es completa si falta la conciencia de las exigencias de la vida cristiana y no se pone esfuerzo en llevarlas a cabo. A este respecto, los Padres sinodales han señalado que, por desgracia, « existen grandes carencias de orden personal y comunitario con respecto a una conversión más profunda y con respecto a las relaciones entre los ambientes, las instituciones y los grupos en la Iglesia »[70]. « Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve » (1 Jn 4, 20).
La caridad fraterna implica una preocupación por todas las necesidades del prójimo. « Si alguno que posee bienes de la tierra, ve a su hermano padecer necesidad y le cierra su corazón, ¿cómo puede permanecer en él el amor de Dios? » (1 Jn 3, 17). Por ello, convertirse al Evangelio para el Pueblo cristiano que vive en América, significa revisar « todos los ambientes y dimensiones de su vida, especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común »[71]. De modo particular convendrá « atender a la creciente conciencia social de la dignidad de cada persona y, por ello, hay que fomentar en la comunidad la solicitud por la obligación de participar en la acción política según el Evangelio »[72]. No obstante, será necesario tener presente que la actividad en el ámbito político forma parte de la vocación y acción de los fieles laicos[73].
A este propósito, sin embargo, es de suma importancia, sobre todo en una sociedad pluralista, tener un recto concepto de las relaciones entre la comunidad política y la Iglesia, y distinguir claramente entre las acciones que los fieles, aislada o asociadamente, llevan a cabo a título personal, como ciudadanos, de acuerdo con su conciencia cristiana, y las acciones que realizan en nombre de la Iglesia, en comunión con sus Pastores. « La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia no se confunde en modo alguno con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno, es a la vez signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana »[74].
Conversión permanente
28. La conversión en esta tierra nunca es una meta plenamente alcanzada: en el camino que el discípulo está llamado a recorrer siguiendo a Jesús, la conversión es un empeño que abarca toda la vida. Por otro lado, mientras estamos en este mundo, nuestro propósito de conversión se ve constantemente amenazado por las tentaciones. Desde el momento en que « nadie puede servir a dos señores » (Mt 6, 24), el cambio de mentalidad (metanoia) consiste en el esfuerzo de asimilar los valores evangélicos que contrasta con las tendencias dominantes en el mundo. Es necesario, pues, renovar constantemente « el encuentro con Jesucristo vivo », camino que, como han señalado los Padres sinodales, « nos conduce a la conversión permanente »[75].
El llamado universal a la conversión adquiere matices particulares para la Iglesia en América, comprometida también en la renovación de la propia fe. Los Padres sinodales han formulado así esta tarea concreta y exigente: « Esta conversión exige especialmente de nosotros Obispos una auténtica identificación con el estilo personal de Jesucristo, que nos lleva a la sencillez, a la pobreza, a la cercanía, a la carencia de ventajas, para que, como Él, sin colocar nuestra confianza en los medios humanos, saquemos, de la fuerza del Espíritu, y de la Palabra, toda la eficacia del Evangelio, permaneciendo primariamente abiertos a aquellos que están sumamente lejanos y excluidos »[76]. Para ser Pastores según el corazón de Dios (cf. Jr 3, 15), es indispensable asumir un modo de vivir que nos asemeje a Aquél que dijo de sí mismo: « Yo soy el buen pastor » (Jn 10, 11), y que san Pablo evoca al escribir: « Sed mis imitadores, como lo soy de Cristo » (1 Co 11, 1).
Guiados por el Espíritu Santo hacia nuevo estilo de vida
29. La propuesta de un nuevo estilo de vida no es sólo para los Pastores, sino más bien para todos los cristianos que viven en América. A todos se les pide que profundicen y asuman la auténtica espiritualidad cristiana. « En efecto, espiritualidad es un estilo o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es “la vida en Cristo” y “en el Espíritu”, que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial »[77]. En este sentido, por espiritualidad, que es la meta a la que conduce la conversión, se entiende no « una parte de la vida, sino la vida toda guiada por el Espíritu Santo »[78]. Entre los elementos de espiritualidad que todo cristiano tiene que hacer suyos sobresale la oración. Ésta lo « conducirá poco a poco a adquirir una mirada contemplativa de la realidad, que le permitirá reconocer a Dios siempre y en todas las cosas; contemplarlo en todas las personas; buscar su voluntad en los acontecimientos »[79].
La oración tanto personal como litúrgica es un deber de todo cristiano. « Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). Él mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oración y la contemplación, y pidió a los Apóstoles que hicieran lo mismo »[80]. A sus discípulos, sin excepción, el Señor recuerda: « Entra en tu aposento y, después de cerrar la puerta, ora a tu Padre, que está allí, en lo secreto » (Mt 6, 6). Esta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de cada cristiano, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda volver siempre « a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el único Espíritu (1 Co 12, 13) »[81]. En este sentido, la dimensión contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, en las parroquias, en las comunidades y en los movimientos se ha de promover una espiritualidad abierta y orientada a la contemplación de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Redención de los hombres, y las otras grandes obras salvíficas de Dios[82].
Los hombres y mujeres dedicados exclusivamente a la contemplación tienen una misión fundamental en la Iglesia que está en América. Ellos son, según expresión del Concilio Vaticano II, « honor de la Iglesia y hontanar de gracias celestes »[83]. Por ello, los monasterios, diseminados a lo largo y ancho del Continente, han de ser « objeto de peculiar amor por parte de los Pastores, los cuales estén plenamente persuadidos de que las almas entregadas a la vida contemplativa obtienen gracia abundante por la oración, la penitencia y la contemplación, a las que consagran su vida. Los contemplativos deben ser conscientes de que están integrados en la misión de la Iglesia en el tiempo presente y que, con el testimonio de la propia vida, cooperan al bien espiritual de los fieles, ayudando así para que busquen el rostro de Dios en la vida diaria »[84].
La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular, los cuales a su vez se verán enriquecidos por la práctica sacramental y libres del peligro de degenerar en mera rutina. Por otra parte, la espiritualidad no se contrapone a la dimensión social del compromiso cristiano. Al contrario, el creyente, a través de un camino de oración, se hace más consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien. Para madurar espiritualmente, el cristiano debe recurrir al consejo de los ministros sagrados o de otras personas expertas en este campo mediante la dirección espiritual, práctica tradicionalmente presente en la Iglesia. Los Padres sinodales han creído necesario recomendar a los sacerdotes este ministerio de tanta importancia[85].
Vocación universal a la santidad
30. « Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo » (Lv 19, 2). La Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para América ha querido recordar con vigor a todos los cristianos la importancia de la doctrina de la vocación universal a la santidad en la Iglesia[86]. Se trata de uno de los puntos centrales de la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II[87]. La santidad es la meta del camino de conversión, pues ésta « no es fin en sí misma, sino proceso hacia Dios, que es santo. Ser santos es imitar a Dios y glorificar su nombre en las obras que realizamos en nuestra vida (cf. Mt 5, 16) »[88]. En el camino de la santidad Jesucristo es el punto de referencia y el modelo a imitar: Él es « el Santo de Dios y fue reconocido como tal (cf. Mc 1, 24). Él mismo nos enseña que el corazón de la santidad es el amor, que conduce incluso a dar la vida por los otros (cf. Jn 15, 13). Por ello, imitar la santidad de Dios, tal y como se ha manifestado en Jesucristo, su Hijo, no es otra cosa que prolongar su amor en la historia, especialmente con respecto a los pobres, enfermos e indigentes (cf. Lc 10, 25ss) »[89].
Jesús, el único camino para la santidad
31. « Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida » (Jn 14, 6). Con estas palabras Jesús se presenta como el único camino que conduce a la santidad. Pero el conocimiento concreto de este itinerario se obtiene principalmente mediante la Palabra de Dios que la Iglesia anuncia con su predicación. Por ello, la Iglesia en América « debe conceder una gran prioridad a la reflexión orante sobre la Sagrada Escritura, realizada por todos los fieles »[90]. Esta lectura de la Biblia, acompañada de la oración, se conoce en la tradición de la Iglesia con el nombre de Lectio divina, práctica que se ha de fomentar entre todos los cristianos. Para los presbíteros, debe constituir un elemento fundamental en la preparación de sus homilías, especialmente las dominicales[91].
Penitencia y reconciliación
32. La conversión (metanoia), a la que cada ser humano está llamado, lleva a aceptar y hacer propia la nueva mentalidad propuesta por el Evangelio. Esto supone el abandono de la forma de pensar y actuar del mundo, que tantas veces condiciona fuertemente la existencia. Como recuerda la Sagrada Escritura, es necesario que muera el hombre viejo y nazca el hombre nuevo, es decir, que todo el ser humano se renueve « hasta alcanzar un conocimiento perfecto según la imagen de su creador » (Col 3, 10). En ese camino de conversión y búsqueda de la santidad « deben fomentarse los medios ascéticos que existieron siempre en la práctica de la Iglesia, y que alcanzan la cima en el sacramento del perdón, recibido y celebrado con las debidas disposiciones »[92]. Sólo quien se reconcilia con Dios es protagonista de una auténtica reconciliación con y entre los hermanos.
La crisis actual del sacramento de la Penitencia, de la cual no está exenta la Iglesia en América, y sobre la que he expresado mi preocupación desde los comienzos mismos de mi pontificado[93], podrá superarse por la acción pastoral continuada y paciente.
A este respecto, los Padres sinodales piden justamente « que los sacerdotes dediquen el tiempo debido a la celebración del sacramento de la Penitencia, y que inviten insistente y vigorosamente a los fieles para que lo reciban, sin que los pastores descuiden su propia confesión frecuente »[94]. Los Obispos y los sacerdotes experimentan personalmente el misterioso encuentro con Cristo que perdona en el sacramento de la Penitencia, y son testigos privilegiados de su amor misericordioso.
La Iglesia católica, que abarca a hombres y mujeres « de toda nación, razas, pueblos y lenguas » (Ap 7, 9), está llamada a ser, « en un mundo señalado por las divisiones ideológicas, étnicas, económicas y culturales », el « signo vivo de la unidad de la familia humana »[95]. América, tanto en la compleja realidad de cada nación y la variedad de sus grupos étnicos, como en los rasgos que caracterizan todo el Continente, presenta muchas diversidades que no se han de ignorar y a las que se debe prestar atención. Gracias a un eficaz trabajo de integración entre todos los miembros del pueblo de Dios en cada país y entre los miembros de las Iglesias particulares de las diversas naciones, las diferencias de hoy podrán ser fuente de mutuo enriquecimiento. Como afirman justamente los Padres sinodales, « es de gran importancia que la Iglesia en toda América sea signo vivo de una comunión reconciliada y un llamado permanente a la solidaridad, un testimonio siempre presente en nuestros diversos sistemas políticos, económicos y sociales »[96]. Ésta es una aportación significativa que los creyentes pueden ofrecer a la unidad del Continente americano.
CAPÍTULO IV
CAMINO PARA LA COMUNIÓN
« Como tú, Padre, en mí y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros » (Jn 17, 21)
La Iglesia, sacramento de comunión
33. « Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidad en la distinción, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comunión trinitaria. Es necesario proclamar que esta comunión es el proyecto magnífico de Dios [Padre]; que Jesucristo, que se ha hecho hombre, es el punto central de la misma comunión, y que el Espíritu Santo trabaja constantemente para crear la comunión y restaurarla cuando se hubiera roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de la comunión querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su perfección en la plenitud del Reino »[97]. La Iglesia es signo de comunión porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la verdadera vid (cf. Jn 15, 5). En efecto, por la comunión con Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, entramos en comunión viva con todos los creyentes.
Esta comunión, existente en la Iglesia y esencial a su naturaleza[98], debe manifestarse a través de signos concretos, « como podrían ser: la oración en común de unos por otros, el impulso a las relaciones entre las Conferencias Episcopales, los vínculos entre Obispo y Obispo, las relaciones de hermandad entre las diócesis y las parroquias, y la mutua comunicación de agentes pastorales para acciones misionales específicas »[99]. La comunión eclesial implica conservar el depósito de la fe en su pureza e integridad, así como también la unidad de todo el Colegio de los Obispos bajo la autoridad del Sucesor de Pedro. En este contexto, los Padres sinodales han señalado que « el fortalecimiento del oficio petrino es fundamental para la preservación de la unidad de la Iglesia », y que « el ejercicio pleno del primado de Pedro es fundamental para la identidad y la vitalidad de la Iglesia en América »[101]. Por encargo del Señor, a Pedro y a sus Sucesores corresponde el oficio de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22, 32) y de pastorear toda la grey de Cristo (cf. Jn 21, 15-17). Asimismo, el Sucesor del príncipe de los Apóstoles está llamado a ser la piedra sobre la que la Iglesia está edificada, y a ejercer el ministerio derivado de ser el depositario de las llaves del Reino (cf. Mt 16, 18-19). El Vicario de Cristo es, pues, « el perpetuo principio de [...] unidad y el fundamento visible » de la Iglesia. (101)
Iniciación cristiana y comunión
34. La comunión de vida en la Iglesia se obtiene por los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. El Bautismo es « la puerta de la vida espiritual: pues por él nos hacemos miembros de Cristo, y del cuerpo de la Iglesia »[102]. Los bautizados, al recibir la Confirmación « se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras »[103]. (103) El proceso de la iniciación cristiana se perfecciona y culmina con la recepción de la Eucaristía, por la cual el bautizado se inserta plenamente en el Cuerpo de Cristo[104].
« Estos sacramentos son una excelente oportunidad para una buena evangelización y catequesis, cuando su preparación se hace por agentes dotados de fe y competencia »[105]. Aunque en las diversas diócesis de América se ha avanzado mucho en la preparación para los sacramentos de la iniciación cristiana, los Padres sinodales se lamentaban de que todavía « son muchos los que los reciben sin la suficiente formación »[106]. En el caso del bautismo de niños no debe omitirse un esfuerzo catequizador de cara a los padres y padrinos.
La Eucaristía, centro de comunión con Dios y con los hermanos
35. La realidad de la Eucaristía no se agota en el hecho de ser el sacramento con el que se culmina la iniciación cristiana. Mientras el Bautismo y la Confirmación tienen la función de iniciar e introducir en la vida propia de la Iglesia, no siendo repetibles[107], la Eucaristía continúa siendo el centro vivo permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial[108]. Los diversos aspectos de este sacramento muestran su inagotable riqueza: es, al mismo tiempo, sacramento-sacrificio, sacramento-comunión, sacramento-presencia[109].
La Eucaristía es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo. Por ello los Pastores del pueblo de Dios en América, a través de la predicación y la catequesis, deben esforzarse en « dar a la celebración eucarística dominical una nueva fuerza, como fuente y culminación de la vida de la Iglesia, prenda de su comunión en el Cuerpo de Cristo e invitación a la solidaridad como expresión del mandato del Señor: « que os améis los unos a los otros, como yo os he amado » (Jn 13, 34) »[110]. Como sugieren los Padres sinodales, dicho esfuerzo debe tener en cuenta varias dimensiones fundamentales. Ante todo, es necesario que los fieles sean conscientes de que la Eucaristía es un inmenso don, a fin de que hagan todo lo posible para participar activa y dignamente en ella, al menos los domingos y días festivos. Al mismo tiempo, se han de promover « todos los esfuerzos de los sacerdotes para hacer más fácil esa participación y posibilitarla en las comunidades lejanas »[111]. Habrá que recordar a los fieles que « la participación plena en ella, consciente y activa, aunque es esencialmente distinta del oficio del sacerdote ordenado, es una actuación del sacerdocio común recibido en el Bautismo »[112].
La necesidad de que los fieles participen en la Eucaristía y las dificultades que surgen por la escasez de sacerdotes, hacen patente la urgencia de fomentar las vocaciones sacerdotales[113]. Es también necesario recordar a toda la Iglesia en América « el lazo existente entre la Eucaristía y la caridad »[114], lazo que la Iglesia primitiva expresaba uniendo el ágape con la Cena eucarística[115]. La participación en la Eucaristía debe llevar a una acción caritativa más intensa como fruto de la gracia recibida en este sacramento.
Los Obispos, promotores de comunión
36. La comunión en la Iglesia, precisamente porque es un signo de vida, debe crecer continuamente. En consecuencia, los Obispos, recordando que « son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares »[116], deben sentirse llamados a promover la comunión en su propia diócesis para que sea más eficaz el esfuerzo por la nueva evangelización de América. El esfuerzo comunitario se ve facilitado por los organismos previstos por el Concilio Vaticano II como apoyo de la actividad del Obispo diocesano, los cuales han sido definidos más detalladamente por la legislación postconciliar[117]. « Corresponde al Obispo, con la cooperación de los sacerdotes, los diáconos, los consagrados y los laicos [...] realizar un plan de acción pastoral de conjunto, que sea orgánico y participativo, que llegue a todos los miembros de la Iglesia y suscite su conciencia misionera »[118].
Cada Ordinario debe promover en los sacerdotes y fieles la conciencia de que la diócesis es la expresión visible de la comunión eclesial, que se forma en la mesa de la Palabra y de la Eucaristía en torno al Obispo, unido con el Colegio episcopal y bajo su Cabeza, el Romano Pontífice. Ella en cuanto Iglesia particular tiene la misión de empezar y fomentar el encuentro de todos los miembros del pueblo de Dios con Jesucristo[119], en el respeto y promoción de la pluralidad y de la diversidad que no obstaculizan la unidad, sino que le confieren el carácter de comunión[120]. Un conocimiento más profundo de lo que es la Iglesia particular favorecerá ciertamente el espíritu de participación y corresponsabilidad en la vida de los organismos diocesanos[121].
Una comunión más intensa entre las Iglesias particulares
37. La Asamblea especial para América del Sínodo de los Obispos, la primera en la historia que ha reunido a Obispos de todo el Continente, ha sido percibida por todos como una gracia especial del Señor a la Iglesia que peregrina en América. Esta Asamblea ha reforzado la comunión que debe existir entre las Comunidades eclesiales del Continente, haciendo ver a todos la necesidad de incrementarla ulteriormente. Las experiencias de comunión episcopal, frecuentes sobre todo después del Concilio Vaticano II por la consolidación y difusión de las Conferencias Episcopales, deben entenderse como encuentros con Cristo vivo, presente en los hermanos que están reunidos en su nombre (cf. Mt 18, 20).
La experiencia sinodal ha enseñado también las riquezas de una comunión que se extiende más allá de los límites de cada Conferencia Episcopal. Aunque ya existen formas de diálogo que superan tales confines, los Padres sinodales sugieren la conveniencia de fortalecer las reuniones interamericanas, promovidas ya por las Conferencias Episcopales de las diversas Naciones americanas, como expresión de solidaridad efectiva y lugar de encuentro y de estudio de los desafíos comunes para la evangelización de América[122]. Será igualmente oportuno definir con exactitud el carácter de tales encuentros, de modo que lleguen a ser, cada vez más, expresión de comunión entre todos los Pastores. Aparte de estas reuniones más amplias, puede ser útil, cuando las circunstancias lo requieran, crear comisiones específicas para profundizar los temas comunes que afectan a toda América. Campos en los que parece especialmente necesario « que se dé un impulso a la cooperación, son las comunicaciones pastorales mutuas, la cooperación misional, la educación, las migraciones, el ecumenismo »[123].
Los Obispos, que tienen el deber de impulsar la comunión entre las Iglesias particulares, alentarán a los fieles a vivir más intensamente la dimensión comunitaria, asumiendo « la responsabilidad de desarrollar los lazos de comunión con las Iglesias locales en otras partes de América por la educación, la mutua comunicación, la unión fraterna entre parroquias y diócesis, planes de cooperación, y defensas unidas en temas de mayor importancia, sobre todo los que afectan a los pobres »[124].
Comunión fraterna con las Iglesias católicas orientales
38. El fenómeno reciente de la implantación y desarrollo en América de Iglesias particulares católicas orientales, dotadas de jerarquía propia, ha merecido una especial atención por parte de algunos Padres sinodales. Un sincero deseo de abrazar cordial y eficazmente a estos hermanos en la fe y en la comunión jerárquica bajo el Sucesor de Pedro, ha llevado a la Asamblea sinodal a proponer sugerencias concretas de ayuda fraterna por parte de las Iglesias particulares latinas a las Iglesias católicas orientales existentes en el Continente. Así, por ejemplo, se propone que sacerdotes de rito latino, sobre todo de origen oriental, puedan ofrecer su colaboración litúrgica a las comunidades orientales carentes de un número suficiente de presbíteros. Igualmente, respecto a los edificios religiosos, los fieles orientales podrán usar, en los casos que sea conveniente, las iglesias de rito latino.
En este espíritu de comunión son dignas de consideración varias propuestas de los Padres sinodales: que allí donde sea necesario exista, en las Conferencias Episcopales nacionales y en los organismos internacionales de cooperación episcopal, una comisión mixta encargada de estudiar los problemas pastorales comunes; que la catequesis y la formación teológica para los laicos y seminaristas de la Iglesia latina, incluyan el conocimiento de la tradición viva del Oriente cristiano; que los Obispos de las Iglesias católicas orientales participen en las Conferencias Episcopales latinas de las respectivas Naciones[125]. No puede dudarse de que esta cooperación fraterna, a la vez que prestará una ayuda preciosa a las Iglesias orientales, de reciente implantación en América, permitirá a las Iglesias particulares latinas enriquecerse con el patrimonio espiritual de la tradición del Oriente cristiano.
El presbítero, signo de unidad
39. « Como miembro de una Iglesia particular, todo sacerdote debe ser signo de comunión con el Obispo en cuanto que es su inmediato colaborador, unido a sus hermanos en el presbiterio. Ejerce su ministerio con caridad pastoral, principalmente en la comunidad que le ha sido confiada, y la conduce al encuentro con Jesucristo Buen Pastor. Su vocación exige que sea signo de unidad. Por ello debe evitar cualquier participación en política partidista que dividiría a la comunidad »[126]. Es deseo de los Padres sinodales que se « desarrolle una acción pastoral a favor del clero diocesano que haga más sólida su espiritualidad, su misión y su identidad, la cual tiene su centro en el seguimiento de Cristo que, sumo y eterno Sacerdote, buscó siempre cumplir la voluntad del Padre. Él es el ejemplo de la entrega generosa, de la vida austera y del servicio hasta la muerte. El sacerdote sea consciente de que, por la recepción del sacramento del Orden, es portador de gracia que distribuye a sus hermanos en los sacramentos. Él mismo se santifica en el ejercicio del ministerio »[127].
El campo en que se desarrolla la actividad de los sacerdotes es inmenso. Conviene, por ello, « que coloquen como centro de su actividad lo que es esencial en su ministerio: dejarse configurar a Cristo Cabeza y Pastor, fuente de la caridad pastoral, ofreciéndose a sí mismos cada día con Cristo en la Eucaristía, para ayudar a los fieles a que tengan un encuentro personal y comunitario con Jesucristo vivo »[128]. Como testigos y discípulos de Cristo misericordioso, los sacerdotes están llamados a ser instrumentos de perdón y de reconciliación, comprometiéndose generosamente al servicio de los fieles según el espíritu del Evangelio.
Los presbíteros, en cuanto pastores del pueblo de Dios en América, deben además estar atentos a los desafíos del mundo actual y ser sensibles a las angustias y esperanzas de sus gentes, compartiendo sus vicisitudes y, sobre todo, asumiendo una actitud de solidaridad con los pobres. Procurarán discernir los carismas y las cualidades de los fieles que puedan contribuir a la animación de la comunidad, escuchándolos y dialogando con ellos, para impulsar así su participación y corresponsabilidad. Ello favorecerá una mejor distribución de las tareas que les permita « consagrarse a lo que está más estrechamente conexo con el encuentro y el anuncio de Jesucristo, de modo que signifiquen mejor, en el seno de la comunidad, la presencia de Jesús que congrega a su pueblo »[129].
El trabajo de discernimiento de los carismas particulares debe llevar también a valorizar aquellos sacerdotes que se consideren adecuados para realizar ministerios particulares. A todos los sacerdotes, además, se les pide que presten su ayuda fraterna en el presbiterio y que recurran al mismo con confianza en caso de necesidad.
Ante la espléndida realidad de tantos sacerdotes en América que, con la gracia de Dios, se esfuerzan por hacer frente a un quehacer tan grande, hago mío el deseo de los Padres sinodales de reconocer y alabar « la inagotable entrega de los sacerdotes, como pastores, evangelizadores y animadores de la comunión eclesial, expresando gratitud y dando ánimos a los sacerdotes de toda América que dan su vida al servicio del Evangelio »[130].
Fomentar la pastoral vocacional
40. El papel indispensable del sacerdote en la comunidad ha de hacer conscientes a todos los hijos de la Iglesia en América de la importancia de la pastoral vocacional. El Continente americano cuenta con una juventud numerosa, rica en valores humanos y religiosos. Por ello, se han de cultivar los ambientes en que nacen las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada e invitar a las familias cristianas para que ayuden a sus hijos cuando se sientan llamados a seguir este camino[131]. En efecto, las vocaciones « son un don de Dios » y « surgen en las comunidades de fe, ante todo, en la familia, en la parroquia, en las escuelas católicas y en otras organizaciones de la Iglesia. Los Obispos y presbíteros tienen la especial responsabilidad de estimular tales vocaciones mediante la invitación personal, y principalmente por el testimonio de una vida de fidelidad, alegría, entusiasmo y santidad. La responsabilidad para reunir vocaciones al sacerdocio pertenece a todo el pueblo de Dios y encuentra su mayor cumplimiento en la oración continua y humilde por las vocaciones »[132].
Los seminarios, como lugares de acogida y formación de los llamados al sacerdocio, han de preparar a los futuros ministros de la Iglesia para que « vivan en una sólida espiritualidad de comunión con Cristo Pastor y de docilidad a la acción del Espíritu, que los hará especialmente capaces de discernir las expectativas del pueblo de Dios y los diversos carismas, y de trabajar en común »[133]. Por ello, en los seminarios « se ha de insistir especialmente en la formación específicamente espiritual, de modo que por la conversión continua, la actitud de oración, la recepción de los sacramentos de la Eucaristía y la penitencia, los candidatos se formen al encuentro con el Señor y se preocupen de fortificarse para la generosa entrega pastoral »[134]. Los formadores han de preocuparse de acompañar y guiar a los seminaristas hacia una madurez afectiva que los haga aptos para abrazar el celibato sacerdotal y capaces de vivir en comunión con sus hermanos en la vocación sacerdotal. Han de promover también en ellos la capacidad de observación crítica de la realidad circundante que les permita discernir sus valores y contravalores, pues esto es un requisito indispensable para entablar un diálogo constructivo con el mundo de hoy.
Una atención particular se debe dar a las vocaciones nacidas entre los indígenas; conviene proporcionar una formación inculturada en sus ambientes. Estos candidatos al sacerdocio, mientras reciben la adecuada formación teológica y espiritual para su futuro ministerio, no deben perder las raíces de su propia cultura[135].
Los Padres sinodales han querido agradecer y bendecir a todos los que consagran su vida a la formación de los futuros presbíteros en los seminarios. Así mismo, han invitado a los Obispos a destinar para dicha tarea a sus sacerdotes más aptos, después de haberlos preparado mediante una formación específica que los capacite para una misión tan delicada[136].
Renovar la institución parroquial
41. La parroquia es un lugar privilegiado en que los fieles pueden tener una experiencia concreta de la Iglesia[137]. Hoy en América, como en otras partes del mundo, la parroquia encuentra a veces dificultades en el cumplimiento de su misión. La parroquia debe renovarse continuamente, partiendo del principio fundamental de que « la parroquia tiene que seguir siendo primariamente comunidad eucarística »[138]. Este principio implica que « las parroquias están llamadas a ser receptivas y solidarias, lugar de la iniciación cristiana, de la educación y la celebración de la fe, abiertas a la diversidad de carismas, servicios y ministerios, organizadas de modo comunitario y responsable, integradoras de los movimientos de apostolado ya existentes, atentas a la diversidad cultural de sus habitantes, abiertas a los proyectos pastorales y superparroquiales y a las realidades circunstantes »[139].
Una atención especial merecen, por sus problemáticas específicas, las parroquias en los grandes núcleos urbanos, donde las dificultades son tan grandes que las estructuras pastorales normales resultan inadecuadas y las posibilidades de acción apostólica notablemente reducidas. No obstante, la institución parroquial conserva su importancia y se ha de mantener. Para lograr este objetivo hay que « continuar la búsqueda de medios con los que la parroquia y sus estructuras pastorales lleguen a ser más eficaces en los espacios urbanos »[140]. Una clave de renovación parroquial, especialmente urgente en las parroquias de las grandes ciudades, puede encontrarse quizás considerando la parroquia como comunidad de comunidades y de movimientos[141]. Parece por tanto oportuno la formación de comunidades y grupos eclesiales de tales dimensiones que favorezcan verdaderas relaciones humanas. Esto permitirá vivir más intensamente la comunión, procurando cultivarla no sólo « ad intra », sino también con la comunidad parroquial a la que pertenecen estos grupos y con toda la Iglesia diocesana y universal. En este contexto humano será también más fácil escuchar la Palabra de Dios, para reflexionar a su luz sobre los diversos problemas humanos y madurar opciones responsables inspiradas en el amor universal de Cristo[142]. La institución parroquial así renovada « puede suscitar una gran esperanza. Puede formar a la gente en comunidades, ofrecer auxilio a la vida de familia, superar el estado de anonimato, acoger y ayudar a que las personas se inserten en la vida de sus vecinos y en la sociedad »[143]. De este modo, cada parroquia hoy, y particularmente las de ámbito urbano, podrá fomentar una evangelización más personal, y al mismo tiempo acrecentar las relaciones positivas con los otros agentes sociales, educativos y comunitarios[144].
Además, « este tipo de parroquia renovada supone la figura de un pastor que, en primer lugar, tenga una profunda experiencia de Cristo vivo, espíritu misional, corazón paterno, que sea animador de la vida espiritual y evangelizador capaz de promover la participación. La parroquia renovada requiere la cooperación de los laicos, un animador de la acción pastoral y la capacidad del pastor para trabajar con otros. Las parroquias en América deben señalarse por su impulso misional que haga que extiendan su acción a los alejados »[145].
Los diáconos permanentes
42. Por motivos pastorales y teológicos serios, el Concilio Vaticano II determinó restablecer el diaconado como grado permanente de la jerarquía en la Iglesia latina, dejando a las Conferencias Episcopales, con la aprobación del Sumo Pontífice, valorar la oportunidad de instituir los diáconos permanentes y en qué sitios[146]. Se trata de una experiencia muy diferente no sólo en las distintas partes de América, sino incluso entre las diócesis de una misma región. « Algunas diócesis han formado y ordenado no pocos diáconos, y están plenamente contentas de su incorporación y ministerio »[147]. Aquí se ve con gozo cómo los diáconos, « confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad »[148]. Otras diócesis no han emprendido este camino, mientras en otras partes existen dificultades en la integración de los diáconos permanentes en la estructura jerárquica.
Quedando a salvo la libertad de las Iglesias particulares para restablecer o no, consintiéndolo el Sumo Pontífice, el diaconado como grado permanente, está claro que el acierto de esta restauración implica un diligente proceso de selección, una formación seria y una atención cuidadosa a los candidatos, así como también un acompañamiento solícito no sólo de estos ministros sagrados, sino también, en el caso de los diáconos casados, de su familia, esposa e hijos[149].
La vida consagrada
43. La historia de la evangelización de América es un elocuente testimonio del ingente esfuerzo misional realizado por tantas personas consagradas, las cuales, desde el comienzo, anunciaron el Evangelio, defendieron los derechos de los indígenas y, con amor heroico a Cristo, se entregaron al servicio del pueblo de Dios en el Continente[150]. La aportación de las personas consagradas al anuncio del Evangelio en América sigue siendo de suma importancia; se trata de una aportación diversa según los carismas propios de cada grupo: « los Institutos de vida contemplativa que testifican lo absoluto de Dios, los Institutos apostólicos y misionales que hacen a Cristo presente en los muy diversos campos de la vida humana, los Institutos seculares que ayudan a resolver la tensión entre apertura real a los valores del mundo moderno y profunda entrega de corazón a Dios. Nacen también nuevos Institutos y nuevas formas de vida consagrada que requieren discreción evangélica »[151].
Ya que « el futuro de la nueva evangelización [...] es impensable sin una renovada aportación de las mujeres, especialmente de las mujeres consagradas »[152], urge favorecer su participación en diversos sectores de la vida eclesial, incluidos los procesos en que se elaboran las decisiones, especialmente en los asuntos que les conciernen directamente[153].
« También hoy el testimonio de la vida plenamente consagrada a Dios es una elocuente proclamación de que Él basta para llenar la vida de cualquier persona »[154]. Esta consagración al Señor ha de prolongarse en una generosa entrega a la difusión del Reino de Dios. Por ello, a las puertas del tercer milenio se ha de procurar « que la vida consagrada sea más estimada y promovida por los Obispos, sacerdotes y comunidades cristianas. Y que los consagrados, conscientes del gozo y de la responsabilidad de su vocación, se integren plenamente en la Iglesia particular a la que pertenecen y fomenten la comunión y la mutua colaboración »[155].
Los fieles laicos y la renovación de la Iglesia
44. « La doctrina del Concilio Vaticano II sobre la unidad de la Iglesia, como pueblo de Dios congregado en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, subraya que son comunes a la dignidad de todos los bautizados la imitación y el seguimiento de Cristo, la comunión mutua y el mandato misional »[156]. Es necesario, por tanto, que los fieles laicos sean conscientes de su dignidad de bautizados. Por su parte, los Pastores han de estimar profundamente « el testimonio y la acción evangelizadora de los laicos que integrados en el pueblo de Dios con espiritualidad de comunión conducen a sus hermanos al encuentro con Jesucristo vivo. La renovación de la Iglesia en América no será posible sin la presencia activa de los laicos. Por eso, en gran parte, recae en ellos la responsabilidad del futuro de la Iglesia »[157].
Los ámbitos en los que se realiza la vocación de los fieles laicos son dos. El primero, y más propio de su condición laical, es el de las realidades temporales, que están llamados a ordenar según la voluntad de Dios[158]. En efecto, « con su peculiar modo de obrar, el Evangelio es llevado dentro de las estructuras del mundo y obrando en todas partes santamente consagran el mismo mundo a Dios »[159]. Gracias a los fieles laicos, « la presencia y la misión de la Iglesia en el mundo se realiza, de modo especial, en la diversidad de carismas y ministerios que posee el laicado. La secularidad es la nota característica y propia del laico y de su espiritualidad que lo lleva a actuar en la vida familiar, social, laboral, cultural y política, a cuya evangelización es llamado. En un Continente en el que aparecen la emulación y la propensión a agredir, la inmoderación en el consumo y la corrupción, los laicos están llamados a encarnar valores profundamente evangélicos como la misericordia, el perdón, la honradez, la transparencia de corazón y la paciencia en las condiciones difíciles. Se espera de los laicos una gran fuerza creativa en gestos y obras que expresen una vida coherente con el Evangelio »[160].
América necesita laicos cristianos que puedan asumir responsabilidades directivas en la sociedad. Es urgente formar hombres y mujeres capaces de actuar, según su propia vocación, en la vida pública, orientándola al bien común. En el ejercicio de la política, vista en su sentido más noble y auténtico como administración del bien común, ellos pueden encontrar también el camino de la propia santificación. Para ello es necesario que sean formados tanto en los principios y valores de la Doctrina social de la Iglesia, como en nociones fundamentales de la teología del laicado. El conocimiento profundo de los principios éticos y de los valores morales cristianos les permitirá hacerse promotores en su ambiente, proclamándolos también ante la llamada « neutralidad del Estado »[161].
Hay un segundo ámbito en el que muchos fieles laicos están llamados a trabajar, y que puede llamarse « intraeclesial ». Muchos laicos en América sienten el legítimo deseo de aportar sus talentos y carismas a « la construcción de la comunidad eclesial como delegados de la Palabra, catequistas, visitadores de enfermos o de encarcelados, animadores de grupos etc. »[162]. Los Padres sinodales han manifestado el deseo de que la Iglesia reconozca algunas de estas tareas como ministerios laicales, fundados en los sacramentos del Bautismo y la Confirmación, dejando a salvo el carácter específico de los ministerios propios del sacramento del Orden. Se trata de un tema vasto y complejo para cuyo estudio constituí, hace ya algún tiempo, una Comisión especial [163] y sobre el que los organismos de la Santa Sede han ido señalando paulatinamente algunas pautas directivas[164]. Se ha de fomentar la provechosa cooperación de fieles laicos bien preparados, hombres y mujeres, en diversas actividades dentro de la Iglesia, evitando, sin embargo, una posible confusión con los ministerios ordenados y con las actividades propias del sacramento del Orden, a fin de distinguir bien el sacerdocio común de los fieles del sacerdocio ministerial.
A este respecto, los Padres sinodales han sugerido que las tareas confiadas a los laicos sean bien « distintas de aquellas que son etapas para el ministerio ordenado » [165] y que los candidatos al sacerdocio reciben antes del presbiterado. Igualmente se ha observado que estas tareas laicales « no deben conferirse sino a personas, varones y mujeres, que hayan adquirido la formación exigida, según criterios determinados: una cierta permanencia, una real disponibilidad con respecto a un determinado grupo de personas, la obligación de dar cuenta a su propio Pastor »[166]. De todos modos, aunque el apostolado intraeclesial de los laicos tiene que ser estimulado, hay que procurar que este apostolado coexista con la actividad propia de los laicos, en la que no pueden ser suplidos por los sacerdotes: el ámbito de la realidades temporales.
Dignidad de la mujer
45. Merece una especial atención la vocación de la mujer. Ya en otras ocasiones he querido expresar mi aprecio por la aportación específica de la mujer al progreso de la humanidad y reconocer sus legítimas aspiraciones a participar plenamente en la vida eclesial, cultural, social y económica[167]. Sin esta aportación se perderían algunas riquezas que sólo el « genio de la mujer » [168]puede aportar a la vida de la Iglesia y de la sociedad misma. No reconocerlo sería una injusticia histórica especialmente en América, si se tiene en cuenta la contribución de las mujeres al desarrollo material y cultural del Continente, como también a la transmisión y conservación de la fe. En efecto, « su papel fue decisivo sobre todo en la vida consagrada, en la educación, en el cuidado de la salud »[169].
En varias regiones del Continente americano, lamentablemente, la mujer es todavía objeto de discriminaciones. Por eso se puede decir que el rostro de los pobres en América es también el rostro de muchas mujeres. En este sentido, los Padres sinodales han hablado de un « aspecto femenino de la pobreza »[170]. La Iglesia se siente obligada a insistir sobre la dignidad humana, común a todas las personas. Ella « denuncia la discriminación, el abuso sexual y la prepotencia masculina como acciones contrarias al plan de Dios »[171]. En particular, deplora como abominable la esterilización, a veces programada, de las mujeres, sobre todo de las más pobres y marginadas, que es practicada a menudo de manera engañosa, sin saberlo las interesadas; esto es mucho más grave cuando se hacer para conseguir ayudas económicas a nivel internacional.
La Iglesia en el Continente se siente comprometida a intensificar su preocupación por la mujeres y a defenderlas « de modo que la sociedad en América ayude más a la vida familiar fundada en el matrimonio, proteja más la maternidad y respete más la dignidad de todas las mujeres »[172]. Se debe ayudar a las mujeres americanas a tomar parte activa y responsable en la vida y misión de la Iglesia[173], como también se ha de reconocer la necesidad de la sabiduría y cooperación de las mujeres en las tareas directivas de la sociedad americana.
Los desafíos para la familia cristiana
46. Dios Creador, formando al primer varón y a la primera mujer, y mandando « sed fecundos y multiplicaos » (Gn 1, 28), estableció definitivamente la familia. De este santuario nace la vida y es aceptada como don de Dios. La Palabra, leída asiduamente en la familia, la construye poco a poco como iglesia doméstica y la hace fecunda en humanismo y virtudes cristianas; allí se constituye la fuente de las vocaciones. La vida de oración de la familia en torno a alguna imagen de la Virgen hará que permanezca siempre unida en torno a la Madre, como los discípulos de Jesús (cf. Hch 1, 14) »[174]. Son muchas las insidias que amenazan la solidez de la institución familiar en la mayor parte de los países de América, siendo, a la vez, desafíos para los cristianos. Se deben mencionar, entre otros, el aumento de los divorcios, la difusión del aborto, del infanticidio y de la mentalidad contraceptiva. Ante esta situación hay que subrayar « que el fundamento de la vida humana es la relación nupcial entre el marido y la esposa, la cual entre los cristianos es sacramental »[175].
Es urgente, pues, una amplia catequización sobre el ideal cristiano de la comunión conyugal y de la vida familiar, que incluya una espiritualidad de la paternidad y la maternidad. Es necesario prestar mayor atención pastoral al papel de los hombres como maridos y padres, así como a la responsabilidad que comparten con sus esposas respecto al matrimonio, la familia y la educación de los hijos. No debe omitirse una seria preparación de los jóvenes antes del matrimonio, en la que se presente con claridad la doctrina católica, a nivel teológico, espiritual y antropológico sobre este sacramento. En un Continente caracterizado por un considerable desarrollo demográfico, como es América, deben incrementarse continuamente las iniciativas pastorales dirigidas a las familias.
Para que la familia cristiana sea verdaderamente « iglesia doméstica »[176], está llamada a ser el ámbito en que los padres transmiten la fe, pues ellos « deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo »[177]. En la familia tampoco puede faltar la práctica de la oración en la que se encuentren unidos tanto los cónyuges entre sí, como con sus hijos. A este respecto, se han de fomentar momentos de vida espiritual en común: la participación en la Eucaristía los días festivos, la práctica del sacramento de la Reconciliación, la oración cotidiana en familia y obras concretas de caridad. Así se consolidará la fidelidad en el matrimonio y la unidad de la familia. En un ambiente familiar con estas características no será difícil que los hijos sepan descubrir su vocación al servicio de la comunidad y de la Iglesia y que aprendan, especialmente con el ejemplo de sus padres, que la vida familiar es un camino para realizar la vocación universal a la santidad[178].
Los jóvenes, esperanza del futuro
47. Los jóvenes son una gran fuerza social y evangelizadora. « Constituyen una parte numerosísima de la población en muchas naciones de América. En el encuentro de ellos con Cristo vivo se fundan la esperanza y la expectativas de un futuro de mayor comunión y solidaridad para la Iglesia y las sociedades de América »[179]. Son evidentes los esfuerzos que las Iglesias particulares realizan en el Continente para acompañar a los adolescentes en el proceso catequético antes de la Confirmación y de otras formas de acompañamiento que les ofrecen para que crezcan en su encuentro con Cristo y en el conocimiento del Evangelio. El proceso de formación de los jóvenes debe ser constante y dinámico, adecuado para ayudarles a encontrar su lugar en la Iglesia y en el mundo. Por tanto, la pastoral juvenil ha de ocupar un puesto privilegiado entre las preocupaciones de los Pastores y de las comunidades.
En realidad, son muchos los jóvenes americanos que buscan el sentido verdadero de su vida y que tienen sed de Dios, pero muchas veces faltan las condiciones idóneas para realizar sus capacidades y lograr sus aspiraciones. Lamentablemente, la falta de trabajo y de esperanzas de futuro los lleva en algunas ocasiones a la marginación y a la violencia. La sensación de frustración que experimentan por todo ello, los hace abandonar frecuentemente la búsqueda de Dios. Ante esta situación tan compleja, « la Iglesia se compromete a mantener su opción pastoral y misionera por los jóvenes para que puedan hoy encontrar a Cristo vivo »[180].
La acción pastoral de la Iglesia llega a muchos de estos adolescentes y jóvenes mediante la animación cristiana de la familia, la catequesis, las instituciones educativas católicas y la vida comunitaria de la parroquia. Pero hay otros muchos, especialmente entre los que sufren diversas formas de pobreza, que quedan fuera del campo de la actividad eclesial. Deben ser los jóvenes cristianos, formados con una conciencia misionera madura, los apóstoles de sus coetáneos. Es necesaria una acción pastoral que llegue a los jóvenes en sus propios ambientes, como el colegio, la universidad, el mundo del trabajo o el ambiente rural, con una atención apropiada a su sensibilidad. En el ámbito parroquial y diocesano será oportuno desarrollar también una acción pastoral de la juventud que tenga en cuenta la evolución del mundo de los jóvenes, que busque el diálogo con ellos, que no deje pasar las ocasiones propicias para encuentros más amplios, que aliente las iniciativas locales y aproveche también lo que ya se realiza en el ámbito interdiocesano e internacional.
Y, ¿qué hacer ante los jóvenes que manifiestan comportamientos adolescentes de una cierta inconstancia y dificultad para asumir compromisos serios para siempre? Ante esta carencia de madurez es necesario invitar a los jóvenes a ser valientes, ayudándoles a apreciar el valor del compromiso para toda la vida, como es el caso del sacerdocio, de la vida consagrada y del matrimonio cristiano[181].
Acompañar al niño en su encuentro con Cristo
48. Los niños son don y signo de la presencia de Dios. « Hay que acompañar al niño en su encuentro con Cristo, desde su bautismo hasta su primera comunión, ya que forma parte de la comunidad viviente de fe, esperanza y caridad »[182]. La Iglesia agradece la labor de los padres, maestros, agentes pastorales, sociales y sanitarios, y de todos aquellos que sirven a la familia y a los niños con la misma actitud de Jesucristo que dijo: « Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos » (Mt 19, 14).
Con razón los Padres sinodales lamentan y condenan la condición dolorosa de muchos niños en toda América, privados de la dignidad y la inocencia e incluso de la vida. « Esta condición incluye la violencia, la pobreza, la carencia de casa, la falta de un adecuado cuidado de sanidad y educación, los daños de las drogas y del alcohol, y otros estados de abandono y de abuso »[183]. A este respecto, en el Sínodo se hizo mención especial de la problemática del abuso sexual de los niños y de la prostitución infantil, y los Padres lanzaron un urgente llamado « a todos los que están en posiciones de autoridad en la sociedad, para que realicen, como cosa prioritaria, todo lo que está en su poder, para aliviar el dolor de los niños en América »[184].
Elementos de comunión con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales
49. Entre la Iglesia católica y las otras Iglesias y Comunidades eclesiales existe un esfuerzo de comunión que tiene su raíz en el Bautismo administrado en cada una de ellas[185]. Este esfuerzo se alimenta mediante la oración, el diálogo y la acción común. Los Padres sinodales han querido expresar una voluntad especial de « cooperación al diálogo ya comenzado con la Iglesia ortodoxa, con la que tenemos en común muchos elementos de fe, de vida sacramental y de piedad »[186]. Las propuestas concretas de la Asamblea sinodal sobre el conjunto de las Iglesias y Comunidades eclesiales cristianas no católicas son múltiples. Se propone, en primer lugar, « que los cristianos católicos, Pastores y fieles, fomenten el encuentro de los cristianos de las diversas confesiones, en la cooperación, en nombre del Evangelio, para responder al clamor de los pobres, con la promoción de la justicia, la oración común por la unidad y la participación en la Palabra de Dios y la experiencia de la fe en Cristo vivo »[187]. Deben también alentarse, cuando sea oportuno y conveniente, las reuniones de expertos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales para facilitar el diálogo ecuménico. El ecumenismo ha de ser objeto de reflexión y de comunicación de experiencias entre las diversas Conferencias Episcopales católicas del Continente.
Si bien el Concilio Vaticano II se refiere a todos los bautizados y creyentes en Cristo « como hermanos en el Señor »[188], es necesario distinguir con claridad las comunidades cristianas, con las cuales es posible establecer relaciones inspiradas en el espíritu del ecumenismo, de las sectas, cultos y otros movimientos pseudoreligiosos.
Relación de la Iglesia con las comunidades judías
50. En la sociedad americana existen también comunidades judías con las que la Iglesia ha llevado a cabo en estos últimos años una colaboración creciente[189]. En la historia de la salvación es evidente nuestra especial relación con el pueblo judío. De ese pueblo nació Jesús, quien dio comienzo a su Iglesia dentro de la Nación judía. Gran parte de la Sagrada Escritura que los cristianos leemos como palabra de Dios, constituye un patrimonio espiritual común con los judíos[190]. Se ha de evitar, pues, toda actitud negativa hacia ellos, ya que « para bendecir al mundo es necesario que los judíos y los cristianos sean previamente bendición los unos para los otros »[191].
Religiones no cristianas
51. Respecto a las religiones no cristianas, la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en ellas hay de verdadero y santo[192]. Por ello, con respecto a las otras religiones, los católicos quieren subrayar los elementos de verdad dondequiera que puedan encontrarse, pero a la vez testifican fuertemente la novedad de la revelación de Cristo, custodiada en su integridad por la Iglesia[193]. En coherencia con esta actitud, los católicos rechazan como extraña al espíritu de Cristo toda discriminación o persecución contra las personas por motivos de raza, color, condición de vida o religión. La diferencia de religión nunca debe ser causa de violencia o de guerra. Al contrario, las personas de creencias diversas deben sentirse movidas, precisamente por su adhesión a las mismas, a trabajar juntas por la paz y la justicia.
« Los musulmanes, como los cristianos y los judíos, llaman a Abraham, padre suyo. Este hecho debe asegurar que en toda América estas tres comunidades vivan armónicamente y trabajen juntas por el bien común. Igualmente, la Iglesia en América debe esforzarse por aumentar el mutuo respeto y las buenas relaciones con las religiones nativas americanas »[194]. La misma actitud debe tenerse con los grupos hinduistas y budistas o de otras religiones que las recientes inmigraciones, procedentes de países orientales, han llevado al suelo americano.
CAPÍTULO V
CAMINO PARA LA SOLIDARIDAD
« En esto conocerán todos que sois discípulos míos:
si os tenéis amor los unos a los otros » (Jn 13, 35)
La solidaridad, fruto de la comunión
52. « En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis » (Mt 25, 40; cf. 25, 45). La conciencia de la comunión con Jesucristo y con los hermanos, que es, a su vez, fruto de la conversión, lleva a servir al prójimo en todas sus necesidades, tanto materiales como espirituales, para que en cada hombre resplandezca el rostro de Cristo. Por eso, « la solidaridad es fruto de la comunión que se funda en el misterio de Dios uno y trino, y en el Hijo de Dios encarnado y muerto por todos. Se expresa en el amor del cristiano que busca el bien de los otros, especialmente de los más necesitados »[195].
De aquí deriva para las Iglesias particulares del Continente americano el deber de la recíproca solidaridad y de compartir sus dones espirituales y los bienes materiales con que Dios las ha bendecido, favoreciendo la disponibilidad de las personas para trabajar donde sea necesario. Partiendo del Evangelio se ha de promover una cultura de la solidaridad que incentive oportunas iniciativas de ayuda a los pobres y a los marginados, de modo especial a los refugiados, los cuales se ven forzados a dejar sus pueblos y tierras para huir de la violencia. La Iglesia en América ha de alentar también a los organismos internacionales del Continente con el fin de establecer un orden económico en el que no domine sólo el criterio del lucro, sino también el de la búsqueda del bien común nacional e internacional, la distribución equitativa de los bienes y la promoción integral de los pueblos[196].
La doctrina de la Iglesia, expresión de las exigencias de la conversión
53. Mientras el relativismo y el subjetivismo se difunden de modo preocupante en el campo de la doctrina moral, la Iglesia en América está llamada a anunciar con renovada fuerza que la conversión consiste en la adhesión a la persona de Jesucristo, con todas las implicaciones teológicas y morales ilustradas por el Magisterio eclesial. Hay que reconocer, « el papel que realizan, en esta línea, los teólogos, los catequistas y los profesores de religión que, exponiendo la doctrina de la Iglesia con fidelidad al Magisterio, cooperan directamente en la recta formación de la conciencia de los fieles »[197]. Si creemos que Jesús es la Verdad (cf. Jn 14, 6) desearemos ardientemente ser sus testigos para acercar a nuestros hermanos a la verdad plena que está en el Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por la salvación del género humano. « De este modo podremos ser, en este mundo, lámparas vivas de fe, esperanza y caridad »[198].
Doctrina social de la Iglesia
54. Ante los graves problemas de orden social que, con características diversas, existen en toda América, el católico sabe que puede encontrar en la doctrina social de la Iglesia la respuesta de la que partir para buscar soluciones concretas. Difundir esta doctrina constituye, pues, una verdadera prioridad pastoral. Para ello es importante « que en América los agentes de evangelización (Obispos, sacerdotes, profesores, animadores pastorales, etc.) asimilen este tesoro que es la doctrina social de la Iglesia, e, iluminados por ella, se hagan capaces de leer la realidad actual y de buscar vías para la acción »[199]. A este respecto, hay que fomentar la formación de fieles laicos capaces de trabajar, en nombre de la fe en Cristo, para la transformación de las realidades terrenas. Además, será oportuno promover y apoyar el estudio de esta doctrina en todos los ámbitos de las Iglesias particulares de América y, sobre todo, en el universitario, para que sea conocida con mayor profundidad y aplicada en la sociedad americana.
Para alcanzar este objetivo sería muy útil un compendio o síntesis autorizada de la doctrina social católica, incluso un « catecismo », que muestre la relación existente entre ella y la nueva evangelización. La parte que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica a esta materia, a propósito del séptimo mandamiento del Decálogo, podría ser el punto de partida de este « Catecismo de doctrina social católica ». Naturalmente, como ha sucedido con el Catecismo de la Iglesia Católica, se limitaría a formular los principios generales, dejando a aplicaciones posteriores el tratar sobre los problemas relacionados con las diversas situaciones locales[200].
En la doctrina social de la Iglesia ocupa un lugar importante el derecho a un trabajo digno. Por esto, ante las altas tasas de desempleo que afectan a muchos países americanos y ante las duras condiciones en que se encuentran no pocos trabajadores en la industria y en el campo, « es necesario valorar el trabajo como dimensión de realización y de dignidad de la persona humana. Es una responsabilidad ética de una sociedad organizada promover y apoyar una cultura del trabajo »[201].
Globalización de la solidaridad
55. El complejo fenómeno de la globalización, como he recordado más arriba, es una de las características del mundo actual, perceptible especialmente en América. Dentro de esta realidad polifacética, tiene gran importancia el aspecto económico. Con su doctrina social, la Iglesia ofrece una valiosa contribución a la problemática que presenta la actual economía globalizada. Su visión moral en esta materia « se apoya en las tres piedras angulares fundamentales de la dignidad humana, la solidaridad y la subsidiariedad »[202]. La economía globalizada debe ser analizada a la luz de los principios de la justicia social, respetando la opción preferencial por los pobres, que han de ser capacitados para protegerse en una economía globalizada, y ante las exigencias del bien común internacional. En realidad, « la doctrina social de la Iglesia es la visión moral que intenta asistir a los gobiernos, a las instituciones y las organizaciones privadas para que configuren un futuro congruente con la dignidad de cada persona. A través de este prisma se pueden valorar las cuestiones que se refieren a la deuda externa de las naciones, a la corrupción política interna y a la discriminación dentro [de la propia nación] y entre las naciones »[203].
La Iglesia en América está llamada no sólo a promover una mayor integración entre las naciones, contribuyendo de este modo a crear una verdadera cultura globalizada de la solidaridad[204], sino también a colaborar con los medios legítimos en la reducción de los efectos negativos de la globalización, como son el dominio de los más fuertes sobre los más débiles, especialmente en el campo económico, y la pérdida de los valores de las culturas locales en favor de una mal entendida homogeneización.
Pecados sociales que claman al cielo
56. A la luz de la doctrina social de la Iglesia se aprecia también, más claramente, la gravedad de « los pecados sociales que claman al cielo, porque generan violencia, rompen la paz y la armonía entre las comunidades de una misma nación, entre las naciones y entre las diversas partes del Continente »[205]. Entre estos pecados se deben recordar, « el comercio de drogas, el lavado de las ganancias ilícitas, la corrupción en cualquier ambiente, el terror de la violencia, el armamentismo, la discriminación racial, las desigualdades entre los grupos sociales, la irrazonable destrucción de la naturaleza »[206]. Estos pecados manifiestan una profunda crisis debido a la pérdida del sentido de Dios y a la ausencia de los principios morales que deben regir la vida de todo hombre. Sin una referencia moral se cae en un afán ilimitado de riqueza y de poder, que ofusca toda visión evangélica de la realidad social.
No pocas veces, esto provoca que algunas instancias públicas se despreocupen de la situación social. Cada vez más, en muchos países americanos impera un sistema conocido como « neoliberalismo »; sistema que haciendo referencia a una concepción economicista del hombre, considera las ganancias y las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto de las personas y los pueblos. Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificación ideológica de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y político, que causan la marginación de los más débiles. De hecho, los pobres son cada vez más numerosos, víctimas de determinadas políticas y de estructuras frecuentemente injustas[207].
La mejor respuesta, desde el Evangelio, a esta dramática situación es la promoción de la solidaridad y de la paz, que hagan efectivamente realidad la justicia. Para esto se ha de alentar y ayudar a aquellos que son ejemplo de honradez en la administración del erario público y de la justicia. Igualmente se ha de apoyar el proceso de democratización que está en marcha en América[208], ya que en un sistema democrático son mayores las posibilidades de control que permiten evitar los abusos.
« El Estado de Derecho es la condición necesaria para establecer una verdadera democracia »[209]. Para que ésta se pueda desarrollar, se precisa la educación cívica así como la promoción del orden público y de la paz en la convivencia civil. En efecto, « no hay una democracia verdadera y estable sin justicia social. Para esto es necesario que la Iglesia preste mayor atención a la formación de la conciencia, prepare dirigentes sociales para la vida publica en todos los niveles, promueva la educación ética, la observancia de la ley y de los derechos humanos y emplee un mayor esfuerzo en la formación ética de la clase política »[210].
El fundamento último de los derechos humanos
57. Conviene recordar que el fundamento sobre el que se basan todos los derechos humanos es la dignidad de la persona. En efecto, « la mayor obra divina, el hombre, es imagen y semejanza de Dios. Jesús asumió nuestra naturaleza menos el pecado; promovió y defendió la dignidad de toda persona humana sin excepción alguna; murió por la libertad de todos. El Evangelio nos muestra cómo Jesucristo subrayó la centralidad de la persona humana en el orden natural (cf. Lc 12, 22-29), en el orden social y en el orden religioso, incluso respecto a la Ley (cf. Mc 2, 27); defendiendo el hombre y también la mujer (cf. Jn 8, 11) y los niños (cf. Mt 19, 13-15), que en su tiempo y en su cultura ocupaban un lugar secundario en la sociedad. De la dignidad del hombre en cuanto hijo de Dios nacen los derechos humanos y las obligaciones »[211]. Por esta razón, « todo atropello a la dignidad del hombre es atropello al mismo Dios, de quien es imagen »[212]. Esta dignidad es común a todos los hombres sin excepción, ya que todos han sido creados a imagen de Dios (cf. Gn 1, 26). La respuesta de Jesús a la pregunta « ¿Quién es mi prójimo? » (Lc 10, 29) exige de cada uno una actitud de respeto por la dignidad del otro y de cuidado solícito hacia él, aunque se trate de un extranjero o un enemigo (cf. Lc 10, 30-37). En toda América la conciencia de la necesidad de respetar los derechos humanos ha ido creciendo en estos últimos tiempos, sin embargo todavía queda mucho por hacer, si se consideran las violaciones de los derechos de personas y de grupos sociales que aún se dan en el Continente.
Amor preferencial por los pobres y marginados
58. « La Iglesia en América debe encarnar en sus iniciativas pastorales la solidaridad de la Iglesia universal hacia los pobres y marginados de todo género. Su actitud debe incluir la asistencia, promoción, liberación y aceptación fraterna. La Iglesia pretende que no haya en absoluto marginados »[213]. El recuerdo de los capítulos oscuros de la historia de América relativos a la existencia de la esclavitud y de otras situaciones de discriminación social, ha de suscitar un sincero deseo de conversión que lleve a la reconciliación y a la comunión.
La atención a los más necesitados surge de la opción de amar de manera preferencial a los pobres. Se trata de un amor que no es exclusivo y no puede ser pues interpretado como signo de particularismo o de sectarismo[214]; amando a los pobres el cristiano imita las actitudes del Señor, que en su vida terrena se dedicó con sentimientos de compasión a las necesidades de las personas espiritual y materialmente indigentes.
La actividad de la Iglesia en favor de los pobres en todas las partes del Continente es importante; no obstante hay que seguir trabajando para que esta línea de acción pastoral sea cada vez más un camino para el encuentro con Cristo, el cual, siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9). Se debe intensificar y ampliar cuanto se hace ya en este campo, intentando llegar al mayor número posible de pobres. La Sagrada Escritura nos recuerda que Dios escucha el clamor de los pobres (cf. Sal 34 [33],7) y la Iglesia ha de estar atenta al clamor de los más necesitados. Escuchando su voz, « la Iglesia debe vivir con los pobres y participar de sus dolores. [...] Debe finalmente testificar por su estilo de vida que sus prioridades, sus palabras y sus acciones, y ella misma está en comunión y solidaridad con ellos »[215].
La deuda externa
59. La existencia de una deuda externa que asfixia a muchos pueblos del Continente americano es un problema complejo. Aun sin entrar en sus numerosos aspectos, la Iglesia en su solicitud pastoral no puede ignorar este problema, ya que afecta a la vida de tantas personas. Por eso, diversas Conferencias Episcopales de América, conscientes de su gravedad, han organizado estudios sobre el mismo y publicado documentos para buscar soluciones eficaces[216]. Yo he expresado también varias veces mi preocupación por esta situación, que en algunos casos se ha hecho insostenible. En la perspectiva del ya próximo Gran Jubileo del año 2000 y recordando el sentido social que los Jubileos tenían en el Antiguo Testamento, escribí: « Así, en el espíritu del Libro del Levítico (25, 8-12), los cristianos deberán hacerse voz de todos los pobres del mundo, proponiendo el Jubileo como un tiempo oportuno para pensar entre otras cosas en una notable reducción, si no en una total condonación, de la deuda internacional que grava sobre el destino de muchas naciones »[217].
Reitero mi deseo, hecho propio por los Padres sinodales, de que el Pontificio Consejo « Justicia y Paz », junto con otros organismos competentes, como es la sección para las Relaciones con los Estados de la Secretaría de Estado, « busque, en el estudio y el diálogo con representantes del Primer Mundo y con responsables del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, vías de solución para el problema de la deuda externa y normas que impidan la repetición de tales situaciones con ocasión de futuros préstamos »[218]. Al nivel más amplio posible, sería oportuno que « expertos en economía y cuestiones monetarias, de fama internacional, procedieran a un análisis crítico del orden económico mundial, en sus aspectos positivos y negativos, de modo que se corrija el orden actual, y propongan un sistema y mecanismos capaces de promover el desarrollo integral y solidario de las personas y los pueblos »[219].
Lucha contra la corrupción
60. En América el fenómeno de la corrupción está también ampliamente extendido. La Iglesia puede contribuir eficazmente a erradicar este mal de la sociedad civil con « una mayor presencia de cristianos laicos cualificados que, por su origen familiar, escolar y parroquial, promuevan la práctica de valores como la verdad, la honradez, la laboriosidad y el servicio del bien común »[220]. Para lograr este objetivo y también para iluminar a todos los hombres de buena voluntad, deseosos de poner fin a los males derivados de la corrupción, hay que enseñar y difundir lo más posible la parte que corresponde a este tema en el Catecismo de la Iglesia Católica, promoviendo al mismo tiempo entre los católicos de cada Nación el conocimiento de los documentos publicados al respecto por las Conferencias Episcopales de las otras Naciones[221]. Los cristianos así formados contribuirán significativamente a la solución de este problema, esforzándose en llevar a la práctica la doctrina social de la Iglesia en todos los aspectos que afecten a sus vidas y en aquellos otros a los que pueda llegar su influjo.
El problema de las drogas
61. En relación con el grave problema del comercio de drogas, la Iglesia en América puede colaborar eficazmente con los responsables de las Naciones, los directivos de empresas privadas, las organizaciones no gubernamentales y las instancias internacionales para desarrollar proyectos que eliminen este comercio que amenaza la integridad de los pueblos en América[222]. Esta colaboración debe extenderse a los órganos legislativos, apoyando las iniciativas que impidan el « blanqueo de dinero », favorezcan el control de los bienes de quienes están implicados en este tráfico y vigilen que la producción y comercio de las sustancias químicas para la elaboración de drogas se realicen según las normas legales. La urgencia y gravedad del problema hacen apremiante un llamado a los diversos ambientes y grupos de la sociedad civil para luchar unidos contra el comercio de la droga[223]. Por lo que respecta específicamente a los Obispos, es necesario —según una sugerencia de los Padres sinodales— que ellos mismos, como Pastores del pueblo de Dios, denuncien con valentía y con fuerza el hedonismo, el materialismo y los estilos de vida que llevan fácilmente a la droga[224].
Hay que tener también presente que se debe ayudar a los agricultores pobres para que no caigan en la tentación del dinero fácil obtenible con el cultivo de las plantas de las que se extraen las drogas. A este respecto, las Organizaciones internacionales pueden prestar una colaboración preciosa a los Gobiernos nacionales favoreciendo, con incentivos diversos, las producciones agrícolas alternativas. Se ha de alentar también la acción de quienes se esfuerzan en sacar de la droga a los que la usan, dedicando una atención pastoral a las víctimas de la tóxicodependencia. Tiene una importancia fundamental ofrecer el verdadero « sentido de la vida » a las nuevas generaciones, que por carencia del mismo acaban por caer frecuentemente en la espiral perversa de los estupefacientes. Este trabajo de recuperación y rehabilitación social puede ser también una verdadera y propia tarea de evangelización[225].
La carrera de armamentos
62. Un factor que paraliza gravemente el progreso de no pocas naciones de América es la carrera de armamentos. Desde las Iglesias particulares de América debe alzarse una voz profética que denuncie tanto el armamentismo como el escandaloso comercio de armas de guerra, el cual emplea sumas ingentes de dinero que deberían, en cambio, destinarse a combatir la miseria y a promover el desarrollo[226]. Por otra parte, la acumulación de armamentos es un factor de inestabilidad y una amenaza para la paz[227]. Por esto, la Iglesia está vigilante ante el riesgo de conflictos armados, incluso, entre naciones hermanas. Ella, como signo e instrumento de reconciliación y paz, ha de procurar « por todos los medios posibles, también por el camino de la mediación y del arbitraje, actuar en favor de la paz y de la fraternidad entre los pueblos »[228].
Cultura de la muerte y sociedad dominada por los poderosos
63. Hoy en América, como en otras partes del mundo, parece perfilarse un modelo de sociedad en la que dominan los poderosos, marginando e incluso eliminando a los débiles. Pienso ahora en los niños no nacidos, víctimas indefensas del aborto; en los ancianos y enfermos incurables, objeto a veces de la eutanasia; y en tantos otros seres humanos marginados por el consumismo y el materialismo. No puedo ignorar el recurso no necesario a la pena de muerte cuando otros « medios incruentos bastan para defender y proteger la seguridad de las personas contra el agresor [...] En efecto, hoy, teniendo en cuenta las posibilidades de que dispone el Estado para reprimir eficazmente el crimen dejando inofensivo a quien lo ha cometido, sin quitarle definitivamente la posibilidad de arrepentirse, los casos de absoluta necesidad de eliminar al reo “son ya muy raros, por no decir prácticamente inexistentes” »[229]. Semejante modelo de sociedad se caracteriza por la cultura de la muerte y, por tanto, en contraste con el mensaje evangélico. Ante esta desoladora realidad, la Comunidad eclesial trata de comprometerse cada vez más en defender la cultura de la vida.
Por ello, los Padres sinodales, haciéndose eco de los recientes documentos del Magisterio de la Iglesia, han subrayado con vigor la incondicionada reverencia y la total entrega a favor de la vida humana desde el momento de la concepción hasta el momento de la muerte natural, y expresan la condena de males como el aborto y la eutanasia. Para mantener estas doctrinas de la ley divina y natural, es esencial promover el conocimiento de la doctrina social de la Iglesia, y comprometerse para que los valores de la vida y de la familia sean reconocidos y defendidos en el ámbito social y en la legislación del Estado[230]. Además de la defensa de la vida, se ha de intensificar, a través de múltiples instituciones pastorales, una activa promoción de las adopciones y una constante asistencia a las mujeres con problemas por su embarazo, tanto antes como después del nacimiento del hijo. Se ha de dedicar además una especial atención pastoral a las mujeres que han padecido o procurado activamente el aborto[231].
Doy gracias a Dios y manifiesto mi vivo aprecio a los hermanos y hermanas en la fe que en América, unidos a otros cristianos y a innumerables personas de buena voluntad, están comprometidos a defender con los medios legales la vida y a proteger al no nacido, al enfermo incurable y a los discapacitados. Su acción es aún más laudable si se consideran la indiferencia de muchos, las insidias eugenésicas y los atentados contra la vida y la dignidad humana, que diariamente se cometen por todas partes[232].
Esta misma solicitud se ha de tener con los ancianos, a veces descuidados y abandonados. Ellos deben ser respetados como personas. Es importante poner en práctica para ellos iniciativas de acogida y asistencia que promuevan sus derechos y aseguren, en la medida de lo posible, su bienestar físico y espiritual. Los ancianos deben ser protegidos de las situaciones y presiones que podrían empujarlos al suicidio; en particular han de ser sostenidos contra la tentación del suicidio asistido y de la eutanasia.
Junto con los Pastores del pueblo de Dios en América, dirijo un llamado a « los católicos que trabajan en el campo médico-sanitario y a quienes ejercen cargos públicos, así como a los que se dedican a la enseñanza, para que hagan todo lo posible por defender las vidas que corren más peligro, actuando con una conciencia rectamente formada según la doctrina católica. Los Obispos y los presbíteros tienen, en este sentido, la especial responsabilidad de dar testimonio incansable en favor del Evangelio de la vida y de exhortar a los fieles para que actúen en consecuencia »[233]. Al mismo tiempo, es preciso que la Iglesia en América ilumine con oportunas intervenciones la toma de decisiones de los cuerpos legislativos, animando a los ciudadanos, tanto a los católicos como a los demás hombres de buena voluntad, a crear organizaciones para promover buenos proyectos de ley y así se impidan aquellos otros que amenazan a la familia y la vida, que son dos realidades inseparables. En nuestros días hay que tener especialmente presente todo lo que se refiere a la investigación embrionaria, para que de ningún modo se vulnere la dignidad humana.
Los pueblos indígenas y los americanos de origen africano
64. Si la Iglesia en América, fiel al Evangelio de Cristo, desea recorre el camino de la solidaridad, debe dedicar una especial atención a aquellas etnias que todavía hoy son objeto de discriminaciones injustas. En efecto, hay que erradicar todo intento de marginación contra las poblaciones indígenas. Ello implica, en primer lugar, que se deben respetar sus tierras y los pactos contraídos con ellos; igualmente, hay que atender a sus legítimas necesidades sociales, sanitarias y culturales. Habrá que recordar la necesidad de reconciliación entre los pueblos indígenas y las sociedades en las que viven.
Quiero recordar ahora que los americanos de origen africano siguen sufriendo también, en algunas partes, prejuicios étnicos, que son un obstáculo importante para su encuentro con Cristo. Ya que todas las personas, de cualquier raza y condición, han sido creadas por Dios a su imagen, conviene promover programas concretos, en los que no debe faltar la oración en común, los cuales favorezcan la comprensión y reconciliación entre pueblos diversos, tendiendo puentes de amor cristiano, de paz y de justicia entre todos los hombres[234].
Para lograr estos objetivos es indispensable formar agentes pastorales competentes, capaces de usar métodos ya « inculturados » legítimamente en la catequesis y en la liturgia. Así también, se conseguirá mejor un número adecuado de pastores que desarrollen sus actividades entre los indígenas, si se promueven las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada entre dichos pueblos[235].
La problemática de los inmigrados
65. El Continente americano ha conocido en su historia muchos movimientos de inmigración, que llevaron multitud de hombres y mujeres a las diversas regiones con la esperanza de un futuro mejor. El fenómeno continúa también hoy y afecta concretamente a numerosas personas y familias procedentes de Naciones latinoamericanas del Continente, que se han instalado en las regiones del Norte, constituyendo en algunos casos una parte considerable de la población. A menudo llevan consigo un patrimonio cultural y religioso, rico de significativos elementos cristianos. La Iglesia es consciente de los problemas provocados por esta situación y se esfuerza en desarrollar una verdadera atención pastoral entre dichos inmigrados, para favorecer su asentamiento en el territorio y para suscitar, al mismo tiempo, una actitud de acogida por parte de las poblaciones locales, convencida de que la mutua apertura será un enriquecimiento para todos.
Las comunidades eclesiales procurarán ver en este fenómeno un llamado específico a vivir el valor evangélico de la fraternidad y a la vez una invitación a dar un renovado impulso a la propia religiosidad para una acción evangelizadora más incisiva. En este sentido, los Padres sinodales consideran que « la Iglesia en América debe ser abogada vigilante que proteja, contra todas las restricciones injustas, el derecho natural de cada persona a moverse libremente dentro de su propia nación y de una nación a otra. Hay que estar atentos a los derechos de los emigrantes y de sus familias, y al respeto de su dignidad humana, también en los casos de inmigraciones no legales »[236].
Con respecto a los inmigrantes, es necesaria una actitud hospitalaria y acogedora, que los aliente a integrarse en la vida eclesial, salvaguardando siempre su libertad y su peculiar identidad cultural. A este fin es muy importante la colaboración entre las diócesis de las que proceden y aquellas en las que son acogidos, también mediante las específicas estructuras pastorales previstas en la legislación y en la praxis de la Iglesia[237]. Se puede asegurar así la atención pastoral más adecuada posible e integral. La Iglesia en América debe estar impulsada por la constante solicitud de que no falte una eficaz evangelización a los que han llegado recientemente y no conocen todavía a Cristo[238].
CAPÍTULO VI
LA MISIÓN DE LA IGLESIA
HOY EN AMÉRICA:
LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
« Como el Padre me envió, también yo os envío » (Jn 20, 21)
Enviados por Cristo
66. Cristo resucitado, antes de su ascensión al cielo, envió a los Apóstoles a anunciar el Evangelio al mundo entero (cf. Mc 16, 15), confiriéndoles los poderes necesarios para realizar esta misión. Es significativo que, antes de darles el último mandato misionero, Jesús se refiriera al poder universal recibido del Padre (cf. Mt 28, 18). En efecto, Cristo transmitió a los Apóstoles la misión recibida del Padre (cf. Jn 20, 21), haciéndolos así partícipes de sus poderes. Pero también « los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y por los dones del Espíritu Santo »[239]. En efecto, ellos han sido « hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo »[240]. Por consiguiente, « los fieles laicos —por su participación en el oficio profético de Cristo— están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia »[241], y por ello deben sentirse llamados y enviados a proclamar la Buena Nueva del Reino. Las palabras de Jesús: « Id también vosotros a mi viña » (Mt 20, 4)[242], deben considerarse dirigidas no sólo a los Apóstoles, sino a todos los que desean ser verdaderos discípulos del Señor.
La tarea fundamental a la que Jesús envía a sus discípulos es el anuncio de la Buena Nueva, es decir, la evangelización (cf. Mc 16, 15-18). De ahí que, « evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda »[243]. Como he manifestado en otras ocasiones, la singularidad y novedad de la situación en la que el mundo y la Iglesia se encuentran, a las puertas del Tercer milenio, y las exigencias que de ello se derivan, hacen que la misión evangelizadora requiera hoy un programa también nuevo que puede definirse en su conjunto como « nueva evangelización »[244]. Como Pastor supremo de la Iglesia deseo fervientemente invitar a todos los miembros del pueblo de Dios, y particularmente a los que viven en el Continente americano —donde por vez primera hice un llamado a un compromiso nuevo « en su ardor, en sus métodos, en su expresión »[245]— a asumir este proyecto y a colaborar en él. Al aceptar esta misión, todos deben recordar que el núcleo vital de la nueva evangelización ha de ser el anuncio claro e inequívoco de la persona de Jesucristo, es decir, el anuncio de su nombre, de su doctrina, de su vida, de sus promesas y del Reino que Él nos ha conquistado a través de su misterio pascual[246].
Jesucristo, « buena nueva » y primer evangelizador
67. Jesucristo es la « buena nueva » de la salvación comunicada a los hombres de ayer, de hoy y de siempre; pero al mismo tiempo es también el primer y supremo evangelizador[247]. La Iglesia debe centrar su atención pastoral y su acción evangelizadora en Jesucristo crucificado y resucitado. « Todo lo que se proyecte en el campo eclesial ha de partir de Cristo y de su Evangelio »[248]. Por lo cual, « la Iglesia en América debe hablar cada vez más de Jesucristo, rostro humano de Dios y rostro divino del hombre. Este anuncio es el que realmente sacude a los hombres, despierta y transforma los ánimos, es decir, convierte. Cristo ha de ser anunciado con gozo y con fuerza, pero principalmente con el testimonio de la propia vida »[249].
Cada cristiano podrá llevar a cabo eficazmente su misión en la medida en que asuma la vida del Hijo de Dios hecho hombre como el modelo perfecto de su acción evangelizadora. La sencillez de su estilo y sus opciones han de ser normativas para todos en la tarea de la evangelización. En esta perspectiva, los pobres han de ser considerados ciertamente entre los primeros destinatarios de la evangelización, a semejanza de Jesús, que decía de sí mismo: « El Espíritu del Señor [...] me ha ungido. Me ha enviado a anunciar a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18).[250]
Como ya he indicado antes, el amor por los pobres ha de ser preferencial, pero no excluyente. El haber descuidado —como señalaron los Padres sinodales— la atención pastoral de los ambientes dirigentes de la sociedad, con el consiguiente alejamiento de la Iglesia de no pocos de ellos[251], se debe, en parte, a un planteamiento del cuidado pastoral de los pobres con un cierto exclusivismo. Los daños derivados de la difusión del secularismo en dichos ambientes, tanto políticos, como económicos, sindicales, militares, sociales o culturales, muestran la urgencia de una evangelización de los mismos, la cual debe ser alentada y guiada por los Pastores, llamados por Dios para atender a todos. Es necesario evangelizar a los dirigentes, hombres y mujeres, con renovado ardor y nuevos métodos, insistiendo principalmente en la formación de sus conciencias mediante la doctrina social de la Iglesia. Esta formación será el mejor antídoto frente a tantos casos de incoherencia y, a veces, de corrupción que afectan a las estructuras sociopolíticas. Por el contrario, si se descuida esta evangelización de los dirigentes, no debe sorprender que muchos de ellos sigan criterios ajenos al Evangelio y, a veces, abiertamente contrarios a él. A pesar de todo, y en claro contraste con quienes carecen de una mentalidad cristiana, hay que reconocer « los intentos de no pocos [...] dirigentes por construir una sociedad justa y solidaria »[252].
El encuentro con Cristo lleva a evangelizar
68. El encuentro con el Señor produce una profunda transformación de quienes no se cierran a Él. El primer impulso que surge de esta transformación es comunicar a los demás la riqueza adquirida en la experiencia de este encuentro. No se trata sólo de enseñar lo que hemos conocido, sino también, como la mujer samaritana, de hacer que los demás encuentren personalmente a Jesús: « Venid a ver » (Jn 4, 29). El resultado será el mismo que se verificó en el corazón de los samaritanos, que decían a la mujer: « Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo » (Jn 4, 42). La Iglesia, que vive de la presencia permanente y misteriosa de su Señor resucitado, tiene como centro de su misión « llevar a todos los hombres al encuentro con Jesucristo »[253].
Ella está llamada a anunciar que Cristo vive realmente, es decir, que el Hijo de Dios, que se hizo hombre, murió y resucitó, es el único Salvador de todos los hombres y de todo el hombre, y que como Señor de la historia continúa operante en la Iglesia y en el mundo por medio de su Espíritu hasta la consumación de los siglos. La presencia del Resucitado en la Iglesia hace posible nuestro encuentro con Él, gracias a la acción invisible de su Espíritu vivificante. Este encuentro se realiza en la fe recibida y vivida en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo. Este encuentro, pues, tiene esencialmente una dimensión eclesial y lleva a un compromiso de vida. En efecto, « encontrar a Cristo vivo es aceptar su amor primero, optar por Él, adherir libremente a su persona y proyecto, que es el anuncio y la realización del Reino de Dios »[254].
El llamado suscita la búsqueda de Jesús: « Rabbí —que quiere decir, “Maestro”— ¿dónde vives? Les respondió: “Venid y lo veréis”. Fueron, pues, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día » (Jn 1, 38-39). « Ese quedarse no se reduce al día de la vocación, sino que se extiende a toda la vida. Seguirle es vivir como Él vivió, aceptar su mensaje, asumir sus criterios, abrazar su suerte, participar su propósito que es el plan del Padre: invitar a todos a la comunión trinitaria y a la comunión con los hermanos en una sociedad justa y solidaria »[255]. El ardiente deseo de invitar a los demás a encontrar a Aquél a quien nosotros hemos encontrado, está en la raíz de la misión evangelizadora que incumbe a toda la Iglesia, pero que se hace especialmente urgente hoy en América, después de haber celebrado los 500 años de la primera evangelización y mientras nos disponemos a conmemorar agradecidos los 2000 años de la venida del Hijo unigénito de Dios al mundo.
Importancia de la catequesis
69. La nueva evangelización, en la que todo el Continente está comprometido, indica que la fe no puede darse por supuesta, sino que debe ser presentada explícitamente en toda su amplitud y riqueza. Este es el objetivo principal de la catequesis, la cual, por su misma naturaleza, es una dimensión esencial de la nueva evangelización. « La catequesis es un proceso de formación en la fe, la esperanza y la caridad que informa la mente y toca el corazón, llevando a la persona a abrazar a Cristo de modo pleno y completo. Introduce más plenamente al creyente en la experiencia de la vida cristiana que incluye la celebración litúrgica del misterio de la redención y el servicio cristiano a los otros »[256].
Conociendo bien la necesidad de una catequización completa, hice mía la propuesta de los Padres de la Asamblea extraordinaria del Sínodo de los Obispos de 1985, de elaborar « un catecismo o compendio de toda la doctrina católica, tanto sobre fe como sobre moral », el cual pudiera ser « punto de referencia para los catecismos y compendios que se redacten en las diversas regiones »[257]. Esta propuesta se ha visto realizada con la publicación de la edición típica del Catechismus Catholicae Ecclesiae[258]. Además del texto oficial del Catecismo, y para un mejor aprovechamiento de sus contenidos, he querido que se elaborara y publicara también un Directorio general para la Catequesis[259]. Recomiendo vivamente el uso de estos dos instrumentos de valor universal a cuantos en América se dedican a la catequesis. Es deseable que ambos documentos se utilicen « en la preparación y revisión de todos los programas parroquiales y diocesanos para la catequesis, teniendo ante los ojos que la situación religiosa de los jóvenes y de los adultos requiere una catequesis más kerigmática y más orgánica en su presentación de los contenidos de la fe »[260].
Es necesario reconocer y alentar la valiosa misión que desarrollan tantos catequistas en todo el Continente americano, como verdaderos mensajeros del Reino: « Su fe y su testimonio de vida son partes integrantes de la catequesis »[261]. Deseo alentar cada vez más a los fieles para que asuman con valentía y amor al Señor este servicio a la Iglesia, dedicando generosamente su tiempo y sus talentos. Por su parte, los Obispos procuren ofrecer a los catequistas una adecuada formación para que puedan desarrollar esta tarea tan indispensable en la vida de la Iglesia.
En la catequesis será conveniente tener presente, sobre todo en un Continente como América, donde la cuestión social constituye un aspecto relevante, que « el crecimiento en la comprensión de la fe y su manifestación práctica en la vida social están en íntima correlación. Conviene que las fuerzas que se gastan en nutrir el encuentro con Cristo, redunden en promover el bien común en una sociedad justa »[262].
Evangelización de la cultura
70. Mi predecesor Pablo VI, con sabia inspiración, consideraba que « la ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo »[263]. Por ello, los Padres sinodales han considerado justamente que « la nueva evangelización pide un esfuerzo lúcido, serio y ordenado para evangelizar la cultura »[264]. El Hijo de Dios, al asumir la naturaleza humana, se encarnó en un determinado pueblo, aunque su muerte redentora trajo la salvación a todos los hombres, de cualquier cultura, raza y condición. El don de su Espíritu y su amor van dirigidos a todos y cada uno de los pueblos y culturas para unirlos entre sí a semejanza de la perfecta unidad que hay en Dios uno y trino. Para que esto sea posible es necesario inculturar la predicación, de modo que el Evangelio sea anunciado en el lenguaje y la cultura de aquellos que lo oyen[265]. Sin embargo, al mismo tiempo no debe olvidarse que sólo el misterio pascual de Cristo, suprema manifestación del Dios infinito en la finitud de la historia, puede ser el punto de referencia válido para toda la humanidad peregrina en busca de unidad y paz verdaderas.
El rostro mestizo de la Virgen de Guadalupe fue ya desde el inicio en el Continente un símbolo de la inculturación de la evangelización, de la cual ha sido la estrella y guía. Con su intercesión poderosa la evangelización podrá penetrar el corazón de los hombres y mujeres de América, e impregnar sus culturas transformándolas desde dentro[266].
Evangelizar los centros educativos
71. El mundo de la educación es un campo privilegiado para promover la inculturación del Evangelio. Sin embargo, los centros educativos católicos y aquéllos que, aun no siendo confesionales, tienen una clara inspiración católica, sólo podrán desarrollar una acción de verdadera evangelización si en todos sus niveles, incluido el universitario, se mantiene con nitidez su orientación católica. Los contenidos del proyecto educativo deben hacer referencia constante a Jesucristo y a su mensaje, tal como lo presenta la Iglesia en su enseñanza dogmática y moral. Sólo así se podrán formar dirigentes auténticamente cristianos en los diversos campos de la actividad humana y de la sociedad, especialmente en la política, la economía, la ciencia, el arte y la reflexión filosófica[267]. En este sentido, « es esencial que la Universidad Católica sea, a la vez, verdadera y realmente ambas cosas: Universidad y Católica. [...] La índole católica es un elemento constitutivo de la Universidad en cuanto institución y no una mera decisión de los individuos que dirigen la Universidad en un tiempo concreto »[268]. Por eso, la labor pastoral en las Universidades Católicas ha de ser objeto de particular atención en orden a fomentar el compromiso apostólico de los estudiantes para que ellos mismos lleguen a ser los evangelizadores del mundo universitario[269]. Además, « debe estimularse la cooperación entre las Universidades Católicas de toda América para que se enriquezcan mutuamente »[270], contribuyendo de este modo a que el principio de solidaridad e intercambio entre los pueblos de todo el Continente se realice también a nivel universitario.
Algo semejante se ha de decir también a propósito de las escuelas católicas, en particular de la enseñanza secundaria: « Debe hacerse un esfuerzo especial para fortificar la identidad católica de las escuelas, las cuales fundan su naturaleza específica en un proyecto educativo que tiene su origen en la persona de Cristo y su raíz en la doctrina del Evangelio. Las escuelas católicas deben buscar no sólo impartir una educación que sea competente desde el punto de vista técnico y profesional, sino especialmente proveer una formación integral de la persona humana »[271]. Dada la importancia de la tarea que los educadores católicos desarrollan, me uno a los Padres sinodales en su deseo de alentar, con ánimo agradecido, a todos los que se dedican a la enseñanza en las escuelas católicas: sacerdotes, hombres y mujeres consagrados, y laicos comprometidos, « para que perseveren en su misión de tanta importancia »[272]. Ha de procurarse que el influjo de estos centros de enseñanza llegue a todos los sectores de la sociedad sin distinciones ni exclusivismos. Es indispensable que se realicen todos los esfuerzos posibles para que las escuelas católicas, a pesar de las dificultades económicas, continúen « impartiendo la educación católica a los pobres y a los marginados en la sociedad »[273]. Nunca será posible liberar a los indigentes de su pobreza si antes no se los libera de la miseria debida a la carencia de una educación digna.
En el proyecto global de la nueva evangelización, el campo de la educación ocupa un lugar privilegiado. Por ello, ha de alentarse la actividad de todos los docentes católicos, incluso de los que enseñan en escuelas no confesionales. Así mismo, dirijo un llamado urgente a los consagrados y consagradas para que no abandonen un campo tan importante para la nueva evangelización[274].
Como fruto y expresión de la comunión entre todas las Iglesias particulares de América, reforzada ciertamente por la experiencia espiritual de la Asamblea sinodal, se procurará promover congresos para los educadores católicos en ámbito nacional y continental, tratando de ordenar e incrementar la acción pastoral educativa en todos los ambientes[275].
La Iglesia en América, para cumplir todos estos objetivos, necesita un espacio de libertad en el campo de la enseñanza, lo cual no debe entenderse como un privilegio, sino como un derecho, en virtud de la misión evangelizadora confiada por el Señor. Además, los padres tienen el derecho fundamental y primario de decidir sobre la educación de sus hijos y, por este motivo, los padres católicos han de tener la posibilidad de elegir una educación de acuerdo con sus convicciones religiosas. La función del Estado en este campo es subsidiaria. El Estado tiene la obligación de « garantizar a todos la educación y la obligación de respetar y defender la libertad de enseñanza. Debe denunciarse el monopolio del Estado como una forma de totalitarismo que vulnera los derechos fundamentales que debe defender, especialmente el derecho de los padres de familia a la educación religiosa de sus hijos. La familia es el primer espacio educativo de la persona »[276].
Evangelizar con los medios de comunicación social
72. Es fundamental para la eficacia de la nueva evangelización un profundo conocimiento de la cultura actual, en la cual los medios de comunicación social tienen gran influencia. Es por tanto indispensable conocer y usar estos medios, tanto en sus formas tradicionales como en las más recientes introducidas por el progreso tecnológico. Esta realidad requiere que se domine el lenguaje, naturaleza y características de dichos medios. Con el uso correcto y competente de los mismos se puede llevar a cabo una verdadera inculturación del Evangelio. Por otra parte, los mismos medios contribuyen a modelar la cultura y mentalidad de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, razón por la cual quienes trabajan en el campo de los medios de comunicación social han de ser destinatarios de una especial acción pastoral[277].
A este respecto, los Padres sinodales indicaron numerosas iniciativas concretas para una presencia eficaz del Evangelio en el mundo de los medios de comunicación social: la formación de agentes pastorales para este campo; el fomento de centros de producción cualificada; el uso prudente y acertado de satélites y de nuevas tecnologías; la formación de los fieles para que sean destinatarios críticos; la unión de esfuerzos en la adquisición y consiguiente gestión en común de nuevas emisoras y redes de radio y televisión, y la coordinación de las que ya existen. Por otra parte, las publicaciones católicas merecen ser sostenidas y necesitan alcanzar un deseado desarrollo cualitativo.
Hay que alentar a los empresarios para que respalden económicamente producciones de calidad que promueven los valores humanos y cristianos[278]. Sin embargo, un programa tan amplio supera con creces las posibilidades de cada Iglesia particular del Continente americano. Por ello, los mismos Padres sinodales propusieron la coordinación de las actividades en materia de medios de comunicación social a nivel interamericano, para fomentar el conocimiento recíproco y la cooperación en las realizaciones que ya existen en este campo[279].
El desafío de las sectas
73. La acción proselitista, que las sectas y nuevos grupos religiosos desarrollan en no pocas partes de América, es un grave obstáculo para el esfuerzo evangelizador. La palabra « proselitismo » tiene un sentido negativo cuando refleja un modo de ganar adeptos no respetuoso de la libertad de aquellos a quienes se dirige una determinada propaganda religiosa[280]. La Iglesia católica en América censura el proselitismo de las sectas y, por esta misma razón, en su acción evangelizadora excluye el recurso a semejantes métodos. Al proponer el Evangelio de Cristo en toda su integridad, la actividad evangelizadora ha de respetar el santuario de la conciencia de cada individuo, en el que se desarrolla el diálogo decisivo, absolutamente personal, entre la gracia y la libertad del hombre.
Ello ha de tenerse en cuenta especialmente respecto a los hermanos cristianos de Iglesias y Comunidades eclesiales separadas de la Iglesia católica, establecidas desde hace mucho tiempo en determinadas regiones. Los lazos de verdadera comunión, aunque imperfecta, que, según la doctrina del Concilio Vaticano II[281], tienen esas comunidades con la Iglesia católica, deben iluminar las actitudes de ésta y de todos sus miembros respecto a aquéllas[282]. Sin embargo, estas actitudes no han de poner en duda la firme convicción de que sólo en la Iglesia católica se encuentra la plenitud de los medios de salvación establecidos por Jesucristo[283].
Los avances proselitistas de las sectas y de los nuevos grupos religiosos en América no pueden contemplarse con indiferencia. Exigen de la Iglesia en este Continente un profundo estudio, que se ha de realizar en cada nación y también a nivel internacional, para descubrir los motivos por los que no pocos católicos abandonan la Iglesia. A la luz de sus conclusiones será oportuno hacer una revisión de los métodos pastorales empleados, de modo que cada Iglesia particular ofrezca a los fieles una atención religiosa más personalizada, consolide las estructuras de comunión y misión, y use las posibilidades evangelizadoras que ofrece una religiosidad popular purificada, a fin de hacer más viva la fe de todos los católicos en Jesucristo, por la oración y la meditación de la palabra de Dios[284].
A nadie se le oculta la urgencia de una acción evangelizadora apropiada en relación con aquellos sectores del Pueblo de Dios que están más expuestos al proselitismo de las sectas, como son los emigrantes, los barrios periféricos de las ciudades o las aldeas campesinas carentes de una presencia sistemática del sacerdote y, por tanto, caracterizadas por una ignorancia religiosa difusa, así como las familias de la gente sencilla afectadas por dificultades materiales de diverso tipo. También desde este punto de vista se demuestran sumamente útiles las comunidades de base, los movimientos, los grupos de familias y otras formas asociativas, en las cuales resulta más fácil cultivar las relaciones interpersonales de mutuo apoyo, tanto espiritual como económico.
Por otra parte, como señalaron algunos Padres sinodales, hay que preguntarse si una pastoral orientada de modo casi exclusivo a las necesidades materiales de los destinatarios no haya terminado por defraudar el hambre de Dios que tienen esos pueblos, dejándolos así en una situación vulnerable ante cualquier oferta supuestamente espiritual. Por eso, « es indispensable que todos tengan contacto con Cristo mediante el anuncio kerigmático gozoso y transformante, especialmente mediante la predicación en la liturgia »[285]. Una Iglesia que viva intensamente la dimensión espiritual y contemplativa, y que se entregue generosamente al servicio de la caridad, será de manera cada vez más elocuente testigo creíble de Dios para los hombres y mujeres en su búsqueda de un sentido para la propia vida[286]. Para ello es necesario que los fieles pasen de una fe rutinaria, quizás mantenida sólo por el ambiente, a una fe consciente vivida personalmente. La renovación en la fe será siempre el mejor camino para conducir a todos a la Verdad que es Cristo.
Para que la respuesta al desafío de las sectas sea eficaz, se requiere una adecuada coordinación de las iniciativas a nivel supradiocesano, con el objeto de realizar una cooperación mediante proyectos comunes que puedan dar mayores frutos[287].
La misión « ad gentes »
74. Jesucristo confió a su Iglesia la misión de evangelizar a todas las naciones: « Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado » (Mt28, 19-20). La conciencia de la universalidad de la misión evangelizadora que la Iglesia ha recibido debe permanecer viva, como lo ha demostrado siempre la historia del pueblo de Dios que peregrina en América. La evangelización se hace más urgente respecto a aquéllos que viviendo en este Continente aún no conocen el nombre de Jesús, el único nombre dado a los hombres para su salvación (cf. Hch 4, 12). Lamentablemente, este nombre es desconocido todavía en gran parte de la humanidad y en muchos ambientes de la sociedad americana. Baste pensar en las etnias indígenas aún no cristianizadas o en la presencia de religiones no cristianas, como el Islam, el Budismo o el Hinduismo, sobre todo en los inmigrantes provenientes de Asia.
Ello obliga a la Iglesia universal, y en particular a la Iglesia en América, a permanecer abierta a la misión ad gentes[288]. El programa de una nueva evangelización en el Continente, objetivo de muchos proyectos pastorales, no puede limitarse a revitalizar la fe de los creyentes rutinarios, sino que ha de buscar también anunciar a Cristo en los ambientes donde es desconocido.
Además, las Iglesias particulares de América están llamadas a extender su impulso evangelizador más allá de sus fronteras continentales. No pueden guardar para sí las inmensas riquezas de su patrimonio cristiano. Han de llevarlo al mundo entero y comunicarlo a aquéllos que todavía lo desconocen. Se trata de muchos millones de hombres y mujeres que, sin la fe, padecen la más grave de las pobrezas. Ante esta pobreza sería erróneo no favorecer una actividad evangelizadora fuera del Continente con el pretexto de que todavía queda mucho por hacer en América o en la espera de llegar antes a una situación, en el fondo utópica, de plena realización de la Iglesia en América.
Con el deseo de que el Continente americano participe, de acuerdo con su vitalidad cristiana, en la gran tarea de la misión ad gentes, hago mías las propuestas concretas que los Padres sinodales presentaron en orden a « fomentar una mayor cooperación entre las Iglesias hermanas; enviar misioneros (sacerdotes, consagrados y fieles laicos) dentro y fuera del Continente; fortalecer o crear Institutos misionales; favorecer la dimensión misionera de la vida consagrada y contemplativa; dar un mayor impulso a la animación, formación y organización misional »[289]. Estoy seguro de que el celo pastoral de los Obispos y de los demás hijos de la Iglesia en toda América sabrá encontrar iniciativas concretas, incluso a nivel internacional, que lleven a la práctica, con gran dinamismo y creatividad, estos propósitos misionales.
CONCLUSIÓN
Con esperanza y gratitud
75. « He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo » (Mt 28, 20). Confiando en esta promesa del Señor, la Iglesia que peregrina en el Continente americano se dispone con entusiasmo a afrontar los desafíos del mundo actual y los que el futuro pueda deparar. En el Evangelio la buena noticia de la resurrección del Señor va acompañada de la invitación a no temer (cf. Mt 28, 5.10). La Iglesia en América quiere caminar en la esperanza, como expresaron los Padres sinodales: « Con una confianza serena en el Señor de la historia, la Iglesia se dispone a traspasar el umbral del Tercer milenio sin prejuicios ni pusilanimidad, sin egoísmo, sin temor ni dudas, persuadida del servicio primordial que debe prestar en testimonio de fidelidad a Dios y a los hombres y mujeres del Continente »[290].
Además, la Iglesia en América se siente particularmente impulsada a caminar en la fe respondiendo con gratitud al amor de Jesús, « manifestación encarnada del amor misericordioso de Dios (cf. Jn 3, 16) »[291]. La celebración del inicio del Tercer milenio cristiano puede ser una ocasión oportuna para que el pueblo de Dios en América renueve « su gratitud por el gran don de la fe »[292], que comenzó a recibir hace cinco siglos. El año 1492, más allá de los aspectos históricos y políticos, fue el gran año de gracia por la fe recibida en América, una fe que anuncia el supremo beneficio de la Encarnación del Hijo de Dios, que tuvo lugar hace 2000 años, como recordaremos solemnemente en el Gran Jubileo tan cercano.
Este doble sentimiento de esperanza y gratitud ha de acompañar toda la acción pastoral de la Iglesia en el Continente, impregnando de espíritu jubilar las diversas iniciativas de las diócesis, parroquias, comunidades de vida consagrada, movimientos eclesiales, así como las actividades que puedan organizarse a nivel regional y continental[293].
Oración a Jesucristo por las familias de América
76. Por tanto, invito a todos los católicos de América a tomar parte activa en las iniciativas evangelizadoras que el Espíritu Santo vaya suscitando a lo largo y ancho de este inmenso Continente, tan lleno de posibilidades y de esperanzas para el futuro. De modo especial invito a las familias católicas a ser « iglesias domésticas »[294], donde se vive y se transmite a las nuevas generaciones la fe cristiana como un tesoro, y donde se ora en común. Si las familias católicas realizan en sí mismas el ideal al que están llamadas por voluntad de Dios, se convertirán en verdaderos focos de evangelización.
Al concluir esta Exhortación Apostólica, con la que he recogido las propuestas de los Padres sinodales, acojo gustoso su sugerencia de redactar una oración por las familias en América[295]. Invito a cada uno, a las comunidades y grupos eclesiales, donde dos o más se reúnen en nombre del Señor, para que a través de la oración se refuerce el lazo espiritual de unión entre todos los católicos americanos. Que todos se unan a la súplica del Sucesor de Pedro, invocando a Jesucristo, « camino para la conversión, la comunión y la solidaridad en América »:
, te agradecemos
que el Evangelio del Amor del Padre,
con el que Tú viniste a salvar al mundo,
haya sido proclamado ampliamente en América
como don del Espíritu Santo
que hace florecer nuestra alegría.
Te damos gracias por la ofrenda de tu vida,
que nos entregaste amándonos hasta el extremo,
y nos hace hijos de Dios
y hermanos entre nosotros.
Aumenta, Señor, nuestra fe y amor a ti,
que estás presente
en tantos sagrarios del Continente.
Concédenos ser fieles testigos de tu Resurrección
ante las nuevas generaciones de América,
para que conociéndote te sigan
y encuentren en ti su paz y su alegría.
Sólo así podrán sentirse hermanos
de todos los hijos de Dios dispersos por el mundo.
Tú, que al hacerte hombre
quisiste ser miembro de una familia humana,
enseña a las familias
las virtudes que resplandecieron
en la casa de Nazaret.
Haz que permanezcan unidas,
como Tú y el Padre sois Uno,
y sean vivo testimonio de amor,
de justicia y solidaridad;
que sean escuela de respeto,
de perdón y mutua ayuda,
para que el mundo crea;
que sean fuente de vocaciones
al sacerdocio,
a la vida consagrada
y a las demás formas
de intenso compromiso cristiano.
Protege a tu Iglesia y al Sucesor de Pedro,
a quien Tú, Buen Pastor, has confiado
la misión de apacentar todo tu rebaño.
Haz que tu Iglesia florezca en América
y multiplique sus frutos de santidad.
Enséñanos a amar a tu Madre, María,
como la amaste Tú.
Danos fuerza para anunciar con valentía tu Palabra
en la tarea de la nueva evangelización,
para corroborar la esperanza en el mundo.
¡Nuestra Señora de Guadalupe, Madre de América,
ruega por nosotros!
Dado en Ciudad de México, el 22 de enero del año 1999, vigésimo primero de mi Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
NOTAS
[1] Al respecto, es elocuente la antigua inscripción en el baptisterio de San Juan de Letrán: « Virgineo foetu Genitrix Ecclesia natos quos spirante Deo concipit amne parit » (E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres, n. 1513, I. I: Berolini 1925, p. 289).
[2] Homilía en la Ordenación de diáconos y presbíteros en Bogotá (22 de agosto de 1968): AAS 60 (1968), 614-615.
[3] N. 17: AAS 85 (1993), 820.
[4] N. 38: AAS 87 (1995), 30.
[5] Discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (12 de octubre de 1992), 17: AAS 85 (1993), 820-821.
[6] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 21: AAS 87 (1995), 17.
[7] Discurso de apertura de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (12 de octubre de 1992), 17: AAS 85 (1993), 820.
[8] Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 38: AAS 87 (1995), 30.
[9] Discurso a la Asamblea del Celam (9 de marzo de 1983), III: AAS 75 (1983), 778.
[10] Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), 454.
[11] Propositio 3.
[12] S. Agustín, Tract. in Joh., 15, 11: CCL 36, 154.
[13] Ibíd., 15, 17: l.c., 156.
[14] « Salvator... ascensionis suae eam (Mariam Magdalenam) ad apostolos instituit apostolam ». Rábano Mauro, De vita beatae Mariae Magdalenae, 27: PL 112, 1574. Cf. S. Pedro Damián, Sermo 56: PL 144, 820; Hugo de Cluny, Commonitorium: PL 159, 952; S. Tomás de Aquino, In Joh. Evang. expositio, 20, 3.
[15] Discurso en la clausura del Año Santo (25 de diciembre de 1975): AAS 68 (1976), 145.
[16] Propositio 9; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.
[17] Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 21: AAS 79 (1987), 369.
[18] Propositio 5.
[19] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de América Latina, Puebla, febrero de 1997, 282. Para los Estados Unidos de América, cf. National Conference of Catholic Bishops, Behold Your Mother Woman of Faith, Washington 1973, 53-55.
[20] Cf. Propositio 6.
[21] Juan Pablo II, Discurso inaugural de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo (12 de octubre de 1992), 24: AAS 85 (1993), 826.
[22] Cf. National Conference of Catholic Bishops, Behold Your Mother Woman of Faith, Washington 1973, 37.
[23] Cf. Propositio 6.
[24] Propositio 4.
[25] Cf. ibíd.
[26] Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 7.
[27] Enc. Mysterium fidei (3 de septiembre de 1965): AAS 57 (1965), 764.
[28] Ibíd., l.c., 766.
[29] Propositio 4.
[30] Discurso en la última sesión pública del Concilio Vaticano II (7 de diciembre de 1965): AAS 58 (1966), 58.
[31] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 16: AAS 77 (1985), 214-217.
[32] Cf. Propositio 61.
[33] Propositio 29.
[34] Cf. Bula Sacrosancti apostolatus cura (11 de agosto de 1670), § 3: Bullarium Romanum, 26/VII, 42.
[35] Entre otros pueden citarse: los mártires Juan de Brebeuf y sus siete compañeros, Roque González y sus dos compañeros; los santos Elizabeth Ann Seton, Margarita Bourgeoys, Pedro Claver, Juan del Castillo, Rosa Philippine Duchesne, Margarita d'Youville, Francisco Febres Cordero, Teresa Fernández Solar de los Andes, Juan Macías, Toribio de Mogrovejo, Ezequiel Moreno Díaz, Juan Nepomuceno Neumann, María Ana de Jesús Paredes Flores, Martín de Porres, Alfonso Rodríguez, Francisco Solano, Francisca Xavier Cabrini; los beatos José de Anchieta, Pedro de San José Betancurt, Juan Diego, Katherine Drexel, María Encarnación Rosal, Rafael Guízar Valencia, Dina Bélanger, Alberto Hurtado Cruchaga, Elías del Socorro Nieves, María Francisca de Jesús Rubatto, Mercedes de Jesús Molina, Narcisa de Jesús Martillo Morán, Miguel Agustín Pro, María de San José Alvarado Cardozo, Junípero Serra, Kateri Tekawitha, Laura Vicuña, Antônio de Sant'Anna Galvâo y tantos otros beatos que son invocados con fe y devoción por los pueblos de América (cf. Instrumentum laboris, 17).
[36] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 50.
[37] Propositio 31.
[38] Propositio 30.
[39] N. 37: AAS 87 (1995), 29; cf. Propositio 31.
[40] Propositio 21.
[41] Cf. ibíd.
[42] Cf. ibíd.
[43] Cf. ibíd.
[44] Cf. Propositio 18.
[45] Propositio 19.
[46] Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 5; cf. Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 28; Propositio 60.
[47] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987), 34: AAS 79 (1987), 406; Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), III, 7: Ench. Vat. 13, 647-652.
[48] Cf. Propositio 60.
[49] Cf. Propositiones 23 y 24.
[50] Propositio 73.
[51] Propositio 72; cf. Juan Pablo II, Enc. Centesimus annus (1 de mayo de 1991), 46: AAS 83 (1991), 850.
[52] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), I, 1; II, 4; IV, 10: Ench. Vat. 13, nn. 613-615; 627-633; 660-669.
[53] Propositio 72.
[54] Ibíd.
[55] Cf. Propositio 74.
[56] Carta ap. Octogesima adveniens (14 de mayo de 1971), 8-9: AAS 63 (1971), 406-408.
[57] Propositio 35.
[58] Cf. ibíd.
[59] Propositio 75.
[60] Cf. Pontificia Comisión « Iustitia et Pax », Al servicio de la comunidad humana: una consideración ética de la deuda internacional (27 de diciembre de 1986): Ench. Vat. 10, 1045-1128.
[61] Propositio 75.
[62] Propositio 37.
[63] N. 5: AAS 90 (1998), 152.
[64] Propositio 38.
[65] Ibíd.
[66] Propositio 36.
[67] Cf. ibíd.
[68] Sínodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a, 2: Ench. Vat. 9, 1795.
[69] Propositio 30.
[70] Propositio 34.
[71] Ibíd.
[72] Ibíd.
[73] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
[74] Cf. id., Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 76; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 42: AAS 81 (1989), 472-474.
[75] Propositio 26.
[76] Ibíd.
[77] Propositio 28.
[78] Ibíd.
[79] Ibíd.
[80] Propositio 27.
[81] Ibíd.
[82] Cf. ibíd.
[83] Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 7; cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 8: AAS 88 (1996), 382.
[84] Propositio 27.
[85] Cf. Propositio 28.
[86] Cf. Propositio 29.
[87] Cf. Lumen gentium, V; cf. Sínodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, A, 4-5: Ench. Vat. 9, 1791-1793.
[88] Propositio 29.
[89] Ibíd.
[90] Propositio 32.
[91] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 de mayo de 1998), 40: AAS 90 (1998), 738.
[92] Propositio 33.
[93] Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316.
[94] Propositio 33.
[95] Ibíd.
[96] Ibíd.
[97] Propositio 40; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 2.
[98] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 de mayo de 1992), 3-6: AAS 85 (1993), 839-841.
[99] Propositio 40.
[100] Ibíd.
[101] Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, sobre la Iglesia de Cristo, Prólogo: DS 3051.
[102] Conc. Ecum. de Florencia, Bula de unión Exultate Deo (22 de noviembre de 1439): DS 1314.
[103] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[104] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5.
[105] Propositio 41.
[106] Ibíd.
[107] Cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VII, Decreto sobre los sacramentos en general, can. 9: DS 1609.
[108] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 26.
[109] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 20: AAS 71 (1979), 309-316.
[110] Propositio 42; cf. Juan Pablo II, Carta ap. Dies Domini (31 de mayo de 1998), 69: AAS 90 (1998), 755-756.
[111] Propositio 41.
[112] Propositio 42; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 14; Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 10.
[113] Cf. Propositio 42.
[114] Propositio 41.
[115] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 8.
[116] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.
[117] Cf. Decreto Christus Dominus, sobre la función pastoral de los Obispos, 27; Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 7; Pablo VI, Motu proprio Ecclesiae sanctae (6 de agosto de 1966) I, 15-17: AAS 58 (1966), 766-767; Código de Derecho Canónico, cc. 495, 502 y 511; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 264, 271 y 272.
[118] Propositio 43.
[119] Cf. Propositio 45.
[120] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 de mayo de 1992), 15-16: AAS 85 (1993), 847-848.
[121] Cf. ibíd.
[122] Cf. Propositio 44.
[123] Ibíd.
[124] Ibíd.
[125] Cf. Propositio 60.
[126] Propositio 49.
[127] Ibíd.
[128] Ibíd.; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 14.
[129] Propositio 49.
[130] Ibíd.
[131] Cf. Propositio 51.
[132] Propositio 48.
[133] Propositio 51.
[134] Propositio 52.
[135] Cf. ibíd.
[136] Cf. ibíd.
[137] Cf. Propositio 46.
[138] Ibíd.
[139] Ibíd.
[140] Propositio 35.
[141] Cf. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo, octubre de 1992, Nueva evangelización, promoción humana y cultura cristiana, 58.
[142] Cf. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio (7 de diciembre de 1990), 51: AAS 83 (1991), 298-299.
[143] Propositio 35.
[144]Cf. Propositio 46.
[145] Ibíd.
[146] Cf. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29; Pablo VI, Motu proprio Sacrum Diaconatus Ordinem (18 de junio de 1967), I, 1: AAS 59 (1967), 599.
[147] Propositio 50.
[148] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 29.
[149] Cf. Propositio 50; Congr. para la Educación Católica y Congr. para el Clero, Instr. Ratio fundamentalis institutionis diaconorum permanentium y Directorium pro ministerio et vita diaconorum permanentium (22 de febrero de 1998): AAS 90 (1998), 843-926.
[150] Cf. Propositio 53.
[151] Ibíd.; cf. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de América Latina, Puebla 1979, n. 775.
[152] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 de marzo de 1996), 57: AAS 88 (1996), 429-430.
[153] Cf. ibíd., 58: l.c., 430.
[154] Propositio 53.
[155] Ibíd.
[156] Propositio 54.
[157] Ibíd.
[158] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
[159] Propositio 55; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 34.
[160] Propositio 55.
[161] Cf. ibíd.
[162] Propositio 56.
[163] Cf. Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 23: AAS 81 (1989), 429-433.
[164] Cf. Congregación para el Clero y otras, Instruc. Ecclesiae de mysterio (15 de agosto de 1997): AAS 89 (1997), 852-877.
[165] Propositio 56.
[166] Ibíd.
[167] Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988): AAS 80 (1988), 1653-1729 y Carta a las mujeres (29 de junio de 1995): AAS 87 (1995), 803-812; Propositio 11.
[168] Cf. Carta ap. Mulieris dignitatem (15 de agosto de 1988), 31: AAS 80 (1988), 1728.
[169] Propositio 11.
[170] Ibíd.
[171] Ibíd..
[172] Ibíd.
[173] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 49: AAS 81 (1989), 486-489.
[174] Propositio 12.
[175] Ibíd.
[176] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[177] Ibíd.
[178] Cf. Propositio 12.
[179] Propositio 14.
[180] Ibíd.
[181] Ibíd.
[182] Propositio 15.
[183] Ibíd.
[184] Ibíd.
[185] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
[186] Propositio 61.
[187] Ibíd.
[188] Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
[189] Cf. Propositio 62.
[190] Cf. Sínodo de los Obispos, Asamblea Especial para Europa, Decl. Ut testes simus Christi qui nos liberavit (13 de diciembre de 1991), III, 8: Ench. Vat. 13, 653-655.
[191] Propositio 62.
[192] Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2.
[193] Cf. Propositio 63.
[194] Ibíd.
[195] Propositio 67.
[196] Cf. ibíd.
[197] Propositio 68.
[198] Ibíd.
[199] Propositio 69.
[200] Cf. Sínodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a, 4: Ench. Vat. 9, 1797; Juan Pablo II, Const. ap. Fidei depositum (11 de octubre de 1992): AAS 86 (1994), 117; Catecismo de la Iglesia Católica, 24.
[201] Propositio 69.
[202] Propositio 74.
[203] Ibíd.
[204] Cf. Propositio 67.
[205] Propositio 70.
[206] Ibíd.
[207] Cf. Propositio 73.
[208] Cf. Propositio 70.
[209] Propositio 72.
[210] Ibíd.
[211] Ibíd.
[212] III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Mensaje a los pueblos de América Latina, Puebla 1979, n. 306.
[213] Propositio 73.
[214] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia (22 de marzo de 1986), 68: AAS 79 (1987), 583-584.
[215] Propositio 73.
[216] Cf. Propositio 75.
[217] Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 de noviembre de 1994), 51: AAS 87 (1995), 36.
[218] Propositio 75.
[219] Ibíd.
[220] Propositio 37.
[221] Cf. ibíd. Sobre la publicación de estos documentos, cf. Juan Pablo II, Motu proprio Apostolos suos (21 de mayo de 1998), IV:AAS 90 (1998), 657.
[222] Cf. Propositio 38.
[223] Cf. ibíd.
[224] Cf. ibíd.
[225] Cf. ibíd.
[226] Cf. Pontificio Consejo « Justicia y Paz », El Comercio Internacional de Armas. Una reflexión ética (1 de mayo de 1994): Ench. Vat. 14, 1071-1154.
[227] Cf. Propositio 76.
[228] Ibíd.
[229] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2267, que cita a Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), 56: AAS 87 (1995), 463-464.
[230] Cf. Propositio 13.
[231] Cf. ibíd.
[232] Cf. ibíd.
[233] Ibíd.
[234] Cf. Propositio 19.
[235] Cf. Propositio 18.
[236] Propositio 20.
[237] Cf. Congregación para los Obispos, Instr. Nemo est (22 de agosto de 1969), 16: AAS 61 (1969), 621-622; Código de Derecho Canónico, cc. 294 y 518; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, c. 280 § 1.
[238] Cf. ibíd.
[239] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 33: AAS 81 (1989), 453.
[240] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.
[241] Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), 455.
[242] Cf. ibíd., 2, l.c., 394-397.
[243] Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 14: AAS 68 (1976), 13.
[244] Cf. Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), 455.
[245] Discurso a la Asamblea del Celam (9 de marzo de 1983), III: AAS 75 (1983), 778.
[246] Cf. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 22: AAS 68 (1976), 20.
[247] Cf. ibíd., 7, l.c., 9-10.
[248] Juan Pablo II, Mensaje al Celam (14 de septiembre de 1997), 6: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 3 de octubre de 1997, p. 20.
[249] Propositio 8.
[250] Cf. Propositio 57.
[251] Cf. Propositio 16.
[252] Ibíd.
[253] Propositio 2.
[254] Ibíd.
[255] Ibíd.
[256] Propositio 10.
[257] Sínodo de los Obispos, Segunda Asamblea general extraordinaria, Relación final Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi (7 de diciembre de 1985), II, B, a, 4: Ench. Vat. 9, 1797.
[258] Cf. Carta ap. Laetamur magnopere (15 de agosto de 1997): AAS 89 (1997), 819-821.
[259] Congr. para el Clero, Directorio general para la catequesis (25 de agosto de 1997), Libreria Editrice Vaticana, 1997.
[260]Propositio 10.
[261] Ibíd.
[262] Ibíd.
[263] Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), 20: AAS 68 (1976), 19.
[264] Propositio 17.
[265] Cf. ibíd.
[266] Cf. ibíd.
[267] Cf. Propositio 22.
[268] Propositio 23.
[269] Cf. ibíd.
[270] Ibíd.
[271] Propositio 24.
[272] Ibíd.
[273] Ibíd.
[274] Cf. Propositio 22.
[275] Cf. ibíd.
[276] Ibíd.
[277] Cf. Propositio 25.
[278] Cf. ibíd.
[279] Cf. ibíd.
[280] Cf. Instrumentum laboris, 45.
[281] Cf. Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
[282] Cf. Propositio 64.
[283] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.
[284] Cf. Propositio 65.
[285] Ibíd.
[286] Cf. IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Santo Domingo, octubre de 1992, Nueva evangelización, promoción humana y cultura cristiana, 58.
[287] Cf. Propositio 65.
[288] Cf. Propositio 66.
[289] Ibíd.
[290] Propositio 58.
[291] Ibíd.
[292] Ibíd.
[293] Cf. ibíd.
[294] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[295] Cf. Propositio 12.
ÍNDICE
Introducción [n. 1]
La idea de celebrar esta Asamblea sinodal [n. 2]
El tema de la Asamblea [n. 3]
La celebración de la Asamblea como experiencia de encuentro [n. 4]
Contribuir a la unidad del Continente [n. 5]
En el contexto de la nueva evangelización [n. 6]
Con la presencia y la ayuda del Señor [n. 7]
Los encuentros con el Señor en el Nuevo Testamento [n. 8]
Encuentros personales y encuentros comunitarios [n. 9]
El encuentro con Cristo en el tiempo de la Iglesia [n. 10]
Por medio de María encontramos a Jesús [n. 11]
Lugares de encuentro con Cristo [n. 12]
Situación de los hombres y mujeres de América, y su encuentro con el Señor [n. 13]
Identidad cristiana de América [n. 14]
Frutos de santidad [n. 15]
La piedad popular [n. 16]
Presencia católica oriental [n. 17]
La Iglesia en el campo de la educación y de la acción social [n. 18]
Creciente respeto de los derechos humanos [n. 19]
El fenómeno de la globalización [n. 20]
La urbanización creciente [n. 21]
El peso de la deuda externa [n. 22]
La corrupción [n. 23]
Comercio y consumo de drogas [n. 24]
Preocupación por la ecología [n. 25]
Urgencia del llamado a la conversión [n. 26]
Dimensión social de la conversión [n. 27]
Conversión permanente [n. 28]
Guiados por el Espíritu Santo hacia un nuevo estilo de vida [n. 29]
Vocación universal a la santidad [n. 30]
Jesús, el único camino para la santidad [n. 31
Penitencia y reconciliación [n. 32]
La Iglesia, sacramento de comunión [n. 33]
Iniciación cristiana y comunión [n. 34]
La Eucaristía, centro de comunión con Dios y con los hermanos [n. 35]
Los Obispos, promotores de comunión [n. 36]
Una comunión más intensa entre las Iglesias particulares [n. 37]
Comunión fraterna con las Iglesias católicas orientales [n. 38]
El presbítero, signo de unidad [n. 39]
Fomentar la pastoral vocacional [n. 40]
Renovar la institución parroquial [n. 41]
Los diáconos permanentes [n. 42]
La vida consagrada [n. 43]
Los fieles laicos y la renovación de la Iglesia [n. 44]
Dignidad de la mujer [n. 45]
Los desafíos para la familia cristiana [n. 46]
Los jóvenes, esperanza de futuro [n. 47]
Acompañar al niño en su encuentro con Cristo [n. 48]
Elementos de comunión con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales [n. 49]
Relación de la Iglesia con las comunidades judías [n. 50]
Religiones no cristianas [n. 51]
La solidaridad, fruto de la comunión [n. 52]
La doctrina de la Iglesia, expresión de las exigencias de la conversión [n. 53]
Doctrina social de la Iglesia [n. 54]
Globalización de la solidaridad [n. 55]
Pecados sociales que claman al cielo [n. 56]
El fundamento último de los derechos humanos [n. 57]
Amor preferencial por los pobres y marginados [n. 58]
La deuda externa [n. 59]
Lucha contra la corrupción [n. 60]
El problema de las drogas [n. 61]
La carrera de armamentos [n. 62]
Cultura de la muerte y sociedad dominada por los poderosos [n. 63]
Los pueblos indígenos y los americanos de origen africano [n. 64]
La problemática de los inmigrados [n. 65]
LA NUEVA EVANGELIZACIÓN
Enviados por Cristo [n. 66]
Jesucristo, « buena nueva » y primer evangelizador [n. 67]
El encuentro con Cristo lleva a evangelizar [n. 68]
Importancia de la catequesis [n. 69]
Evangelización de la cultura [n. 70]
Evangelizar los centros educativos [n. 71]
Evangelizar con los medios de comunicación social [n. 72]
El desafío de las sectas [n. 73]
La misión ad gentes [n. 74]
Con esperanza y gratitud [n. 75]
Oración a Jesucristo por las familias de América [n. 76]
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