Los católicos de hoy somos llamados a pertenecer a esta Iglesia, herida y lastimada por los abusos cometidos al interior de ella, comprometiéndonos para que el pasado no represente una añoranza enfermiza. El carisma de la prevención que Dios suscita en los creyentes se manifiesta hoy a través de originales y auténticos signos y líderes en la Iglesia, evidencias de que algo está naciendo en ella.
Imagen de portada: “Salmo 46” por Grace Carol Bomer, 2016.
Humanitas 2023, CIV, págs. 310 - 321
Introducción
Los abusos son, en sí mismos, una traición a la misión profética de la Iglesia. Esta serie de actos transgresivos son para ella un doloroso aprendizaje, que evidencia el olvido del Evangelio y el hecho de que no fue capaz de vislumbrar el riesgo, ni escuchar el clamor de las víctimas. Actualmente, le corresponde a la Iglesia reconocer con pesar sus negligencias, examinar su cercanía en las situaciones humanas más trágicas, valorar si su actual misión en el mundo protege a su feligresía o, por el contrario, se muestra pasiva ante los actos de injusticia sobre la dignidad humana. La prevención del abuso sexual no es una cosa secundaria; debería estar en la médula de su misión evangelizadora.
Evidentemente, cuando la Iglesia resulta indiferente para escuchar el clamor de los oprimidos por el sufrimiento y el dolor, se convierte, como lo señalaba el Papa Francisco, en “una Iglesia a la defensiva, que pierde la humildad, que deja de escuchar, que no permite que la cuestionen […]. Aunque tenga la verdad del Evangelio, eso no significa que la haya comprendido plenamente; más bien tiene que crecer siempre en la comprensión de ese tesoro inagotable”[1]. Una Iglesia a la defensiva lleva, sin duda, al desencanto que mata la alegría de los fieles, y los aleja de su fe católica.[2]
La corrupción estructural de la Iglesia resultará siempre un patológico “centralismo” que provocará, sin duda, un discurso ideológico ensordecedor y autorreferencial, un monólogo eclesial, un silencio permanente y castrante.
Indiscutiblemente, cuando la Iglesia, alejada del Evangelio, se corrompe y es corrupta, termina por encerrarse en sí misma y referirse solo a ella. La corrupción estructural de la Iglesia resultará siempre un patológico “centralismo” que provocará, sin duda, un discurso ideológico ensordecedor y autorreferencial, un monólogo eclesial, un silencio permanente y castrante. Un discurso eclesiológico de esta tendencia resulta incapaz de atestiguar la protección de los menores y de las personas vulnerables, en un mundo cada vez más necesitado de una verdadera globalización evangélica de la prevención.
Esta crisis resulta devastadora y nostálgica cuando encontramos ambientes eclesiales comandados por la negligencia y la falta de transparencia y, consecuentemente, con una escasa –por no decir nula– fuerza profética. No es extraño que los ambientes eclesiales con escasa fuerza profética terminen siendo ambientes más peligrosos para el encubrimiento y para la realización de actos transgresivos por parte de sus miembros. Más aún, este tipo de sombríos ambientes termina siendo una anacrónica expresión de la Iglesia, que manifiesta su patológica dependencia hacia los tiempos pasados. La Iglesia deja de escribir su historia a través de sus acciones en gerundio (evangelizando, catequizando, cuidando, custodiando) y se conforma, por ende, con expresarlos solamente en el verbo pasado (evangelizó, catequizó).
La nostálgica mirada de la Iglesia
Zigmunt Bauman, conocido como uno de los más importantes sociólogos de la historia y creador de la teoría sobre la “sociedad líquida”, describió, en su última obra, el error que la sociedad moderna –y, quizá, también la Iglesia contemporánea– está viviendo: la retrotopía[3]. En su obra, el sociólogo polaco describió dicho término como “aquella tendencia a mirar al pasado con un modo romántico y mítico, como si fuera un pasado de oro y no estuviera muerto del todo y, por consiguiente, buscando y queriendo encontrar en él el impulso motivacional que el hombre ya no encuentra ni en el presente ni en el futuro”.
El problema que nos plantea el autor es que, en la realidad, esta mirada retrotópica no nos permite ir hacia adelante, precisamente porque tenemos el rostro vuelto hacia atrás, empeñado en una confrontación perdedora, y tal vez con la ilusión de refrescar un pasado que ya no existe, pero que ejerce de todos modos una notable atracción, en tiempos de desorientación, como concretamente pudiera vivir la Iglesia en las décadas de los escándalos.
Un pasado, percibido como tiempo estable y digno de confianza, que sigue siendo atractivo de frente a un futuro demasiado incierto, o incluso estructural y mediáticamente imposible de manejar.
No es difícil captar las consecuencias pastorales y los componentes anacrónicos de esta extraña y natural postura frente a la vida de la Iglesia, una especie de osteoporosis eclesial, una regresión ante el futuro. Y, sin embargo, el futuro, como hábitat natural de esperanzas y expectativas legítimas, se transforma en un ámbito de pesadillas que turban y molestan, de un modo angustiante, los sueños y las expectativas del futuro de la Iglesia: la pesadilla por los abusos, la pérdida de la credibilidad y la confianza, la pesadilla de la corrupción, la pesadilla del patológico poder, la pesadilla de las violencias y de las resistencias a una sana rendición de cuentas.
Los católicos de hoy somos llamados a pertenecer a esta Iglesia, herida y lastimada por los abusos cometidos al interior de ella, comprometiéndonos para que el pasado no represente una añoranza enfermiza, sino que el futuro de la Iglesia se presente cada vez más rico de promesas y de esperanzas. Una Iglesia viva, presente y consciente de su historia, formada por creyentes que aman la verdad y buscan incansablemente la justicia.
Es evidente que la mirada retrotópica no solo no nos permite ir adelante, sino que está completamente fuera de la realidad, porque nos bloquea en esta antigua edad de oro, manteniendo la constante tentación de desenterrar los recuerdos del pasado, las nostalgias pastorales, como posibilidad ilusoria de fuga de las angustias de un presente incierto y complicado, necesitado de una firme acción profética.
Los católicos de hoy somos llamados a pertenecer a esta Iglesia, herida y lastimada por los abusos cometidos al interior de ella, comprometiéndonos para que el pasado no represente una añoranza enfermiza, sino que el futuro de la Iglesia se presente cada vez más rico de promesas y de esperanzas. Una Iglesia viva, presente y consciente de su historia, formada por creyentes que aman la verdad y buscan incansablemente la justicia.
La acción profética de la prevención en la Iglesia
En el año 1968, un joven teólogo llamado Joseph Ratzinger había participado del Concilio. El teólogo alemán, que llegaría a Papa, realizó una especie de ultrasonido de la Iglesia que nacería en el futuro. Pese a la reciente imagen renovada del Concilio, también la Iglesia comenzaba a sufrir algunos graves ataques en un clima social-ideológico muy polémico respecto de ella. En aquella época, como en la nuestra, también resultaba difícil tener el valor de mirar al futuro, y todavía más de ser optimista. En su ilustrada reflexión, escribía:
También en esta ocasión, de la crisis de hoy surgirá mañana una Iglesia que habrá perdido mucho. Se hará pequeña, tendrá que empezar todo desde el principio. Ya no podrá llenar muchos de los edificios construidos en una coyuntura más favorable. Perderá adeptos, y con ellos muchos de sus privilegios en la sociedad […].
Será una Iglesia interiorizada, que no suspira por su mandato político y no flirtea con la izquierda ni con la derecha. […] La hará pobre, la convertirá en una Iglesia de los pequeños. […] Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios se haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y solo entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas.[4]
Estas proféticas palabras sorprenden no solo por la lucidez y por la libertad con que se contempla el futuro, sino por la máxima enseñanza para un creyente de hoy: la humildad. Quienes formamos parte de la Iglesia somos conscientes de que los abusos dentro de nuestras paredes nos han hecho más humildes, nos han sumergido en una lógica penitente por los horrores del pasado –y, quizás, del presente–, nos han motivado a pedir perdón con el corazón contrito y a tener el coraje de asumir cualquier penitencia institucional, consecuencia de estos crímenes. Quien no esté dispuesto a vivir con esta humilde actitud que no sea creyente, puesto que la trampa retrotópica de búsqueda de privilegios, de sentarse en los primeros lugares y de engalanarse con las vestiduras antiguas serán solo un ridículo y añejo cortometraje.
Los abusos no han venido a dar muerte a la Iglesia, sino a dar muerte a aquello que no es propiamente de ella. Con su llegada a las primeras planas de nuestros medios informativos han revelado que vergonzosamente no estábamos haciendo aquello que Jesús mismo nos había encomendado, que estábamos traicionando nuestra identidad cristiana y que habíamos consentido aquellas acciones que resultaban totalmente contrarias al Evangelio. Los seguidores de Jesús en el tiempo actual no solamente portamos el signo de nuestro bautismo como una adhesión a la fe, también llevamos con nosotros el dolor histórico de tantas víctimas que han perdido su dignidad dentro de nuestra Iglesia. Somos portadores del escándalo de la cruz, del dolor y del sufrimiento, en donde tantas víctimas de abuso han sido crucificadas.
Los abusos no han venido a dar muerte a la Iglesia, sino a dar muerte a aquello que no es propiamente de ella. […] Esta escandalosa realidad hoy se vuelve profecía.
Esta escandalosa realidad hoy se vuelve profecía. Como creyentes en la Iglesia de los escándalos, no solo asumimos el dolor de las víctimas y los crímenes de aquellos miembros de nuestra Iglesia, sino que nos vemos impulsados a proyectar un presente capaz de dignificar a cada uno de sus miembros con un esperanzador impulso por dejar, a la siguiente generación de creyentes, una mejor Iglesia que aquella que nos recibió cuando nos bautizaron.
Somos parte de una Iglesia profética, capaz no solo de anticipar lo que habría de suceder, sino de recordarnos y revelarnos la verdad de lo que somos y de lo que deberíamos ser. “Los profetas no dicen el futuro, dicen la verdad”[5]. Y precisamente de estos profetas tiene hoy necesidad la Iglesia: mujeres y hombres con una fe firme, perceptivos a los signos de los tiempos, sensibles al buen trato, decididos a reconstruir el tejido de la confianza y de ser responsables por el cuidado de nuestros niños. Cuánta necesidad tiene nuestra Iglesia de humanidad. Cuánto nos hemos lastimado por olvidar que somos hermanos y saber que estamos dentro de la misma barca y debajo de la misma tormenta. Personalmente no me genera tanto conflicto escuchar la crítica de quienes se encuentran fuera de la Iglesia, me genera mucha desilusión y preocupación escuchar a aquellos que decimos estar dentro y no contribuimos a un espacio eclesial más saludable, a generar redes reales de colaboración. Por el contrario, mantenemos vivo el escándalo de los hermanos, a través de los chismes, la calumnia y la difamación. Quienes somos parte de la Iglesia nos enfrentamos a una cultura eclesial coprofílica, que se afana en hablar constantemente mal de nosotros mismos, que no es capaz de armonizar las acciones, porque somos gobernados por impulsos narcisistas, que resultan un incómodo recordatorio de que la lucha contra los abusos es solo un sueño, una utopía o algo irrealizable.
Cuánta necesidad tiene nuestra Iglesia de humanidad. Cuánto nos hemos lastimado por olvidar que somos hermanos y saber que estamos dentro de la misma barca y debajo de la misma tormenta.
El carisma de la prevención que Dios suscita en los creyentes hoy, en esta Iglesia tan golpeada por los delitos sexuales, se manifiesta a través de originales y auténticos signos y líderes en la Iglesia, evidencias de que algo está naciendo en ella. Quisiera subrayar el que uno de los signos más importantes de este carisma es la unidad. La prevención no es un carisma para sí mismo, ni es un proyecto personal. Es una misión en la que se trabaja con “otros” en la Iglesia. Nuestra cultura de cuidado en la Iglesia será más creíble cuando trabajemos en una misión común, no en un ejercicio narcisista. Quizá nuestra generación no verá los frutos de esta semilla carismática, con la cual Dios cuida y protege a su Iglesia. Con esta misma perspectiva, lo refería el monje y sociólogo Dalpiaz cuando decía:
A veces, tal vez con cierta desconfianza, se ponen en marcha ciertas experiencias, pero sin tener la paciencia de dejarlas crecer, sin darles el tiempo necesario para enfrentarse y confrontarse con los inevitables límites ínsitos en todo proyecto; se esperan demasiado pronto frutos visibles y tangibles. Es posible que las cosas no funcionen al comienzo como se esperaba, el riesgo que se cierne entonces es cortarlas de inmediato, o volver a lo que da seguridad porque existe desde hace tiempo.[6]
Francamente, no sé si nos espera “una gran historia” como creyentes, si algún día las negligencias e impunidades dentro de la Iglesia serán parte de la historia del pasado; sin embargo, creo que resulta sumamente importante dejarnos conducir por el Espíritu, poner todo nuestro empeño para que este clima de abusos, que ha oscurecido a la Iglesia, desaparezca; y entonces habrá un futuro. “El futuro pertenece a aquellos que creen en la belleza de los sueños”; así lo dijo alguna vez Roosevelt. Y nuestro sueño, en este momento, nace de la certeza de que la prevención solo tendrá futuro si es eclesial, con la participación más activa de los laicos en la misión de la purificación de la Iglesia. No se cansen de luchar por generar ambientes sanos y seguros para nuestra Iglesia, aunque la jerarquía misma pudiera no estar convencida. La implementación de una cultura del cuidado en la Iglesia es una deuda histórica por la que nuestra generación de católicos debe luchar.
Que nuestras actitudes retrotópicas no sean obstáculos de renovación y conversión en la Iglesia. Que este momento profético en la Iglesia sea capaz de conjugar correctamente nuestros tiempos, aceptando el pasado de manera realista y sin evasiones, viviendo de modo comprometido el presente y saliendo con profecía y confianza al encuentro del futuro, sin nostalgias ni negaciones, sin erróneas idealizaciones, más allá de los miedos.
La misión profética de la Iglesia en la implementación de una cultura de cuidado y protección resulta una de las realidades más bellas y significativas en estos últimos tiempos. Se trata de un fenómeno verdaderamente providencial, dados los tiempos que vivimos, entre los signos de vitalidad que nos permiten mirar al futuro con esperanza siendo portadores del evangelio de la ternura.
El evangelio de la ternura
La prevención es el evangelio de la ternura. La ternura representa una vía de comunicación fundamental para salir de este callejón sin salida y recobrar el sentido más vivo de la caridad evangélica como afecto amoroso.
La prevención es la fuerza más formidable, universal y misteriosa, inscrita en el corazón del hombre, capaz de transformar el mundo. La prevención es el evangelio de la ternura. La ternura representa una vía de comunicación fundamental para salir de este callejón sin salida y recobrar el sentido más vivo de la caridad evangélica como afecto amoroso. La atención, la gestión y la comunicación son la carta de presentación del cuidado y de la protección eclesial. Por lo tanto, estas acciones dirigidas hacia las víctimas son la fuerza, la señal de madurez y el vigor interior, que brota tan solo en un corazón libre, capaz de ofrecer lo mejor que cada ser humano tiene: su tiempo.
La atención, la gestión, y la comunicación con las víctimas supone, de hecho, la praxis del evangelio de la ternura; pone en crisis el modo de ser cristianos, que se contenta solamente con una atención dispersa, una gestión burocrática y una comunicación vaga y superficial, mediocre, sin impulso ni entusiasmo. Escuchar, atender y comunicarnos con las víctimas es abrir una página del Evangelio, una Buena Nueva, una manera en cómo Dios se nos revela continuamente. Sin el evangelio del buen trato, nuestra práctica religiosa resulta hipócrita y cosmética. ¿Cómo podríamos llamarnos pastores si no somos capaces de escuchar a aquellos que verdaderamente necesitan de un gesto concreto nuestro (tiempo, mirada, atención)? ¿Cómo llamarnos cristianos si nos olvidamos de los más vulnerables? El buen trato comienza en los gestos más sencillos y de la vida diaria que se convierten en transmisores de la ternura. Fuera del evangelio de la ternura, existe una permanente tentación de ser o de volver a ser una Iglesia del dominio, de poder, del abuso y de la élite.
Escuchar, atender y comunicarnos con las víctimas es abrir una página del Evangelio, una Buena Nueva, una manera en cómo Dios se nos revela continuamente.
La Iglesia, que a través de sus fieles se comunica con el evangelio de la ternura, es una Iglesia con la Palabra que protege, que se empeña en atestiguar el amor de Dios con caricias que no violentan, con gestos que no transgreden, con detalles que no resultan ambiguos; una Iglesia que pone en primer lugar la pedagogía del respeto, negándose a toda forma de dominio o de abuso. La Iglesia de la ternura es la Iglesia de la opción preferencial por los niños, niñas y adolescentes, por los adultos vulnerables, por las víctimas primarias y por las víctimas secundarias. Una Iglesia, por tanto, que escucha, que se comunica, que acoge, es capaz de convertirse en un espacio seguro donde cada uno pueda sentirse en su casa y experimentar que está dentro de su entorno protector.
La comunicación de la ternura es una invitación a la Iglesia a ponerse en “salida” de las propias comodidades intraeclesiales y a atreverse a llegar a todas las periferias eclesiales, en donde se encuentran aquellas víctimas y sobrevivientes que han padecido el abuso. La cultura del cuidado debe ser para cualquier cristiano un mandamiento de conducta, que permita, por un lado, ser cercano a los demás y, por otro, que enseñe a respetar los límites de su intimidad. Una Iglesia que entabla un diálogo con las víctimas y sobrevivientes anunciará la Buena Nueva con el sello de la ternura de Dios, construyendo ambientes seguros para quienes la conforman.
La ternura es una fuerza real e irresistible, la más evidente, persuasiva y noble. Lo que logra la ternura no lo logra la violencia, ni la imposición, ni la amenaza, ni la fuerza, ni la brutalidad, ni el abuso.