Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En la catequesis de hoy, me gustaría reflexionar con ustedes sobre el nombre con el que se llama al Espíritu Santo en la Biblia.

Lo primero que conocemos de una persona es su nombre. Por él la llamamos, la distinguimos, y la recordamos. La tercera persona de la Trinidad también tiene un nombre: se llama Espíritu Santo. Pero “Espíritu” es la versión latinizada. El nombre del Espíritu, aquel por el que lo conocieron los primeros destinatarios de la revelación, con el que lo invocaron los profetas, los salmistas, María, Jesús y los Apóstoles, es Ruah, que significa soplo, viento, aliento.

En la Biblia, el nombre es tan importante que casi se identifica con la persona misma. Santificar el nombre de Dios es santificar y honrar a Dios mismo. Nunca es un apelativo meramente convencional: siempre dice algo sobre la persona, su origen, su misión. Lo mismo ocurre con el nombre Ruah. Contiene la primera revelación fundamental sobre la persona y la función del Espíritu Santo.

Precisamente mediante la observación del viento y sus manifestaciones, los escritores bíblicos fueron conducidos por Dios a descubrir un “viento” de naturaleza diferente. No es casualidad que en Pentecostés el Espíritu Santo descendiera sobre los Apóstoles acompañado por el “ruido de un viento impetuoso”. (cf. Hch 2,2). Fue como si el Espíritu Santo quisiera poner su firma a lo que estaba sucediendo.

¿Qué nos dice, pues, su nombre, Ruah, sobre el Espíritu Santo? La imagen del viento sirve ante todo para expresar el poder del Espíritu Santo. “Espíritu y poder”, o “poder del Espíritu” es una combinación recurrente en toda la Biblia. De hecho, el viento es una fuerza arrolladora, una fuerza indomable, es capaz incluso de mover los océanos.

Pero también en este caso, para descubrir el pleno significado de las realidades de la Biblia, no hay que detenerse en el Antiguo Testamento, sino llegar a Jesús. Junto al poder, Jesús destacará otra característica del viento, la de su libertad. A Nicodemo, que le visita por la noche, Jesús le dice solemnemente: “El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va: así es todo el que nace del Espíritu” (Jn 3, 8).

El viento es la única cosa que no se puede embridar, no se puede “embotellar” ni encerrar. Intentamos “embotellar” o encajonar el viento: no es posible, es libre. Pretender encerrar al Espíritu Santo en conceptos, definiciones, tesis o tratados, como a veces ha intentado hacer el racionalismo moderno, significa perderlo, anularlo, reducirlo al espíritu puramente humano, un espíritu simple. Existe, sin embargo, una tentación similar en el ámbito eclesiástico, y es la de querer encerrar al Espíritu Santo en cánones, instituciones, definiciones. El Espíritu crea y anima las instituciones, pero Él mismo no puede ser “institucionalizado”, “cosificado”. El viento sopla “donde quiere”; del mismo modo, el Espíritu distribuye sus dones “como quiere” (1 Cor 12, 11)

San Pablo hará de todo esto la ley fundamental del obrar cristiano cristiana: “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Co 3.17), dice él. Una persona libre, un cristiano libre, es aquel que tiene el Espíritu del Señor. Esta es una libertad totalmente especial, muy distinta de la que se entiende comúnmente. No es libertad para hacer lo que uno quiera, ¡sino libertad para hacer libremente lo que Dios quiera! No libertad para hacer el bien o el mal, sino libertad para hacer el bien y hacerlo libremente, es decir, por atracción, no por constricción. En otras palabras, libertad de hijos, no de esclavos.

San Pablo es muy consciente de los abusos o malentendidos que se pueden hacer de esta libertad; escribe a los gálatas: «…ustedes, hermanos, a libertad fueron llamados; solo que no usen la libertad como pretexto para la carne, sino sírvanse por amor los unos a los otros» (Gal 5, 13). Se trata de una libertad que se expresa en lo que parece ser su opuesto, se expresa en el servicio, y en el servicio está la verdadera libertad.

Sabemos bien cuándo esta libertad se convierte en un “pretexto para la carne”. Pablo hace una lista siempre actual: «Fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, brujería, enemistades, discordias, celos, disensiones, divisiones, facciones, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes» (Gal 5,19-21). Pero también lo es la libertad que permite a los ricos explotar a los pobres, es una fea libertad la que permite a los fuertes explotar a los débiles y a todos explotar impunemente el medio ambiente. Esta es una libertad fea, no es la libertad del Espíritu.

Hermanos y hermanas, ¿de dónde sacamos esta libertad del Espíritu, tan contraria a la libertad del egoísmo? La respuesta está en las palabras que Jesús dirigió un día a sus oyentes: «Si el Hijo los hace libres, serán realmente libres» (Jn 8: 36). La libertad que nos da Jesús. Pidamos a Jesús que nos haga, a través de su Espíritu Santo, hombres y mujeres auténticamente libres. Libres para servir, en el amor y la alegría. ¡Gracias!


Fuente: Vaticano

Últimas Publicaciones

El cardenal Giovanni Battista Re, Decano del Colegio Cardenalicio, presidió la misa exequial por el difunto Santo Padre el sábado 26 de abril en la Plaza de San Pedro, destacando su cercanía al pueblo y su legado de misericordia. “Recorrió el camino del servicio hasta el último día de su vida”.
Poder reflexionar sobre las inquietudes que ocupan a la Iglesia y a sus pontífices es una vocación fundacional de la revista Humanitas , la que ha acompañado a lo largo de su historia a tres Papas. Acompañar a Francisco fue una tarea especial debido a la relevancia que fue adquiriendo la fuerza e identidad católica del continente latinoamericano. Compartimos a continuación algunos escritos que profundizaron, a lo largo de estos doce años, en diferentes aspectos de su pontificado.
Durante doce años Francisco fue el pastor de la Iglesia, un Papa argentino que llevó hasta el Vaticano lo mejor de la Iglesia de Latinoamérica: su sencillez, su espiritualidad, su actitud en permanente salida y su opción por estar junto a los últimos. Un Papa con voz firme y fuerte, pero que supo comunicar con ternura y sin enfrentamientos, humilde y franco, lleno de gestos y de sorpresas, que se fue haciendo anciano, pero que condujo la barca de Pedro con la fuerza de quien se deja mover por el Espíritu Santo.
Revistas
Cuadernos
Reseñas
Suscripción
Palabra del Papa
Diario Financiero