La problemática no se refiere a la institución matrimonial desde todo punto de vista; se relaciona, en primer lugar, con su definición en cuanto tal hasta ahora comúnmente compartida: unión legítima entre un hombre y una mujer con vistas a la procreación-educación de los hijos. La primera pregunta es, precisamente, la siguiente: ¿esta definición es fruto exclusivamente de la convención social y encuentra sólo en ella su propia justificación, o es la expresión de una exigencia natural, descubierta e interpretada por la razón?
Voy a tratar, ante todo, de precisar de la manera más clara posible el objeto de mi reflexión.
Digo desde ahora que se trata de un problema que se presenta en una zona geográficamente limitada (el Occidente europeo y norteamericano), pero culturalmente todavía con gran influencia en el mundo, también por su fuerte poder de producir consenso.
La problemática no se refiere a la institución matrimonial desde todo punto de vista; se relaciona, en primer lugar, con su definición en cuanto tal (prescindiendo de la variedad de las formas históricas), hasta ahora comúnmente compartida: unión legítima entre un hombre y una mujer con vistas a la procreación-educación de los hijos. La primera pregunta es, precisamente, la siguiente: ¿esta definición es fruto exclusivamente de la convención social y encuentra sólo en ella su propia justificación, o es la expresión de una exigencia natural, descubierta e interpretada por la razón?
Nuestra reflexión, sin embargo, no afronta directamente, ni exclusivamente, este problema, sino más bien el que le sigue. Suponiendo que en una determinada sociedad se ponga en discusión el fundamento natural de la definición mencionada de matrimonio; suponiendo que exista la petición formal del reconocimiento legal de otras formas de convivencia, equiparándolas a la institución matrimonial tal como se ha definido hasta el momento, ¿cómo debe proceder el Estado ante esa solicitud?
Última precisión para determinar rigurosamente el ámbito de nuestra reflexión. La solicitud de equiparación civil en nuestras sociedades occidentales se basa habitualmente en un doble orden de motivos, estrechamente unidos. El primero es la referencia a los valores de autonomía y de igualdad, que son los dos pilares de nuestras sociedades liberales: cada cual elige, en plena libertad, un concepto de vida buena según el cual debe vivir; cada cual debe gozar de los mismos derechos. El segundo es el tema de la laicidad (sería mejor decir: neutralidad) del Estado, en virtud de la cual ningún concepto de vida buena debe ser privilegiado y todos los conceptos deben recibir la misma acogida.
Pues bien, la vida matrimonial es parte esencial del concepto de vida buena propio de cada persona, en conexión con la dimensión sexual de la propia vida. Por consiguiente: suponiendo el principio de neutralidad del Estado; suponiendo los principios de autonomía y de igualdad; suponiendo que la definición hasta ahora dada de matrimonio es meramente fruto de la convención social, el Estado debe reconocer tanto la comunidad conyugal en sentido tradicional, como otras formas de convivencia de tipo sexual-afectivo. La pregunta a la que trataré de responder es la siguiente: ¿esta solicitud es razonable?
La construcción de mi respuesta se mueve, por decirlo así, en la lógica de la «solicitud de equiparación», en el sentido de que se construye verificando la supuesta coherencia entre «neutralidad/laicidad del Estado» y «equiparación entre las distintas formas de convivencia». Me limitaré a esto.
Para que el discurso sea completo, habría que hacer esa misma verificación sobre la coherencia entre el concepto de autonomía-igualdad y el de equiparación.
Sobre todo, sería necesario contemplar la relación entre matrimonio y persona humana. Pero... ars longa sed vita brevis.
La imposible separación [1]
Me parece oportuno partir de la suposición básica de toda petición de equiparación, es decir, la necesaria separación entre la organización política de la sociedad y el concepto de vida buena, propio de cada ciudadano.
Haré una exposición esencial de esta teoría y luego me dedicaré a mostrar su inconsistencia teórica y la imposibilidad de ponerla en práctica.
1.1 [Breve exposición de la teoría] Formulada de manera todavía muy tosca, pero no falsa, la teoría sostiene que la organización política, pública de la sociedad y los conceptos de vida buena en ella presentes connotan dos ámbitos que no deben comunicarse.
Esto lo realiza el Estado con la opción de neutralidad respecto a los varios conceptos de vida buena, y los ciudadanos, con la opción de limitar a lo «privado» los propios conceptos de vida buena.
Pero procedamos con orden, viendo, en primer lugar, cómo se llega a esta respuesta, o más precisamente cuáles son sus premisas.
La primera premisa es que ningún concepto de vida buena es verdadero en alternativa a su contrario. Es imposible calificar como verdadero cualquier concepto de vida buena y, por lo tanto, falso su contrario, puesto que ellos expresan siempre y simplemente fines y preferencias motivados subjetivamente y, por tanto, siempre posibles de revisar. Por ese motivo, en el contexto de esta teoría no se habla de «bien/vida buena», sino de «conceptos de vida buena», con el intento de connotar una necesaria pluralidad hasta el límite (aunque no siempre, ni necesariamente) de la mera subjetividad. En resumen: una verdad respecto al bien de la persona y de la sociedad, o no existe (relativismo ético) o no puede ser racionalmente afirmada y demostrada (agnosticismo ético).
Corolario de la primera premisa: cualquier opción (legislativa, administrativa...) a favor de un concepto en vez de otro, se vuelve inevitablemente parcialidad injusta y violación de la autonomía del sujeto [2].
La segunda premisa es que debe ser posible organizar la vida asociada prescindiendo imparcialmente de los varios conceptos de vida buena, a través de propuestas universalmente posibles de compartir por ser justificables sin referencia a ninguno de los conceptos de vida buena, y a través de propuestas que no son meramente formales o de procedimiento. El concepto de «justicia» denota precisamente esa modalidad de organizar la vida asociada: la vida (asociada) correcta es la vida proyectada según esta modalidad. La justicia, pues, «se sitúa como punto de equilibrio y de imparcialidad entre exigencias distintas y contrastantes y, por tanto, entre posibles modelos de excelencia» (A. Verza, La neutralità impossibile, cit. p. 22).
1.2 [Reflexión crítica] Quisiera sugerirles ahora una reflexión crítica esencial respecto a esta respuesta.
Tenemos que darnos cuenta, inmediatamente, de que nos encontramos, en realidad, en uno de esos «nudos» del drama contemporáneo.
Este drama está constituido por la incapacidad de responder a exigencias espirituales que parecen contrarias entre sí. Por un lado, se siente cada día más la urgencia de dar respuestas a las grandes preguntas éticas y bioéticas; y, por el otro, hay una cierta incertidumbre sobre la posibilidad de fundarlas en la razón. Aún más. Por un lado, se siente la necesidad de un «tejido conectivo espiritual» universalmente válido; y, por el otro, se niega la existencia de principios universales y, aún más, de absolutos morales vinculantes. Se ha dicho con razón que las personas en cuanto agentes morales están en una condición de «extranjeros morales» (H. T. Engelhardt) que hace cada día más difícil proponer respuestas compartidas y, por tanto, eficaces.
La manera de salir de esta situación presentada arriba, la de la separación, ¿es posible? Mi respuesta es negativa, debido a su inconsistencia teórica y a la imposibilidad de ponerla en práctica existencialmente.
Comienzo mostrándoles la inconsistencia teórica. Una propuesta es inconsistente teóricamente cuando es contradictoria en sí misma, en el sentido de que no está en la capacidad de asumir por sí sola todo el alcance de sus axiomas. Brevemente: la neutralidad-imparcialidad puede ser más afirmada que mantenida.
(a) Ella implica una idea precisa de vida buena que encuentra en la autonomía del individuo su valor fundamental. La propuesta, por tanto, no es neutral-imparcial hasta el punto de juzgar imparcialmente, de ser neutral ante la propuesta autónoma o heterónoma (la propuesta cristiana, y últimamente la judía, no es de auto-nomía, ni de hetero-nomía).
El concepto-valor de autonomía es un concepto que se debe utilizar con una gran conciencia crítica, pues en el momento en que se afirma como «método», se propone, de hecho, como «contenido». Como veremos más adelante, la equiparación jurídica entre matrimonio y convivencia homosexual es un caso ejemplar de ese transitus in aliud genus. No es raro que se justifique con la teoría que estamos discutiendo. En realidad, la equiparación es la elección de un preciso concepto de matrimonio y familia.
(b) En esta propuesta se ha elaborado la categoría de la tolerancia. Pues bien, el concepto mismo de tolerancia connota una actitud que no es de neutralidad imparcial hacia los conceptos de buena vida tolerados; la tolerancia connota un juicio negativo o, de todos modos, no favorable respecto a conceptos, sobre todo si son agresivos, contrarios a los valores de la vida correcta entendida como se ha dicho arriba.
Si se quiere hablar-pensar coherentemente de neutralidad e imparcialidad de la conducta pública con relación a todos, hay que desechar la idea de que exista y pueda/tenga que existir un grupo tolerante de ciudadanos y un grupo tolerado, discriminados según sus propios conceptos de vida buena. Los segundos, esencialmente, ya no son tratados imparcialmente.
Como se ve, la propuesta de separar la organización política de la sociedad y los conceptos de vida buena termina por contradecirse.
(c) Para que la separación de la que estamos hablando sea posible de pensar, es necesario que la justificación racional de las normas de justicia no se deduzca de ningún concepto particular de vida buena: neutralidad en las justificaciones.
Pero una tal postura es imposible, ya que cualquier tipo de justificación, de argumentación, debe remitirse a un cuadro ideal de conjunto, a una visión del hombre. Sólo un «sistema ético» particular y, por tanto, «parcial» puede fundamentar esta propuesta política, contra sus premisas fundamentales.
La única justificación, por consiguiente, consiste en que éste es el ethos particular de la sociedad en que vivimos y que debe ser simplemente apoyado. No es, por tanto, una vida justa universalmente justificable, racionalmente justificable, sino sólo juspositivamente e históricamente.
(d) Queda, y lo dejo intencionalmente sin examinar, el problema, en realidad, fundamental, es decir, la tesis del agnosticismo ético y, por tanto, del juicio que se da a los «conceptos de la vida buena» [3].
Y ahora quisiera mostrar que no sólo esta propuesta es teóricamente inconsistente, sino que no es tampoco practicable. En un doble sentido: de hecho, ningún Estado la practica estrictamente, no es deseable que se practique.
Por lo que se refiere al primer significado de imposibilidad de practicarla me remito simplemente al párrafo c). Y agrego que las cartas constitucionales de los países occidentales transmiten siempre un cuadro preciso de valores y de principios.
Quisiera, en cambio, detenerme un poco más en el segundo significado. La idea fundamental, la tesis que yo sostengo es la siguiente: entre las distintas formas de vida social y los diversos estilos de vida personal, el Estado debe privilegiar y favorecer aquellos que crean y custodian los valores sociales («capitales sociales»: Donati-Zamagni-Bellardinelli), [4] prefiriéndolos a las formas y estilos que no los constituyen o los desgastan.
Esta tesis, como resulta claro de lo que he dicho hasta ahora, es decididamente contraria a la teoría y a la práctica de la neutralidad como principio guía de cualquier acción que tenga una importancia pública. En este sentido, digo que no sería deseable que se practique la neutralidad. Y «precisamente los problemas que debemos afrontar como consecuencia de la crisis del Welfare State y del eje individuo-Estado, son los que nos impulsan a superar el principio de neutralidad y la idea que lo fundamenta, según la cual los derechos se deberían entender exclusivamente como derechos individuales» [S. Bellardinelli, L´idea di Welfare community, en (al cuidado de) S. Bellardinelli, Welfare community e sussidiarietà, Egea ed., Milano 2005, p. 18.
Me limitaré a una sola reflexión, que considero fundamental. La convivencia civil no puede subsistir si no está impregnada de un espíritu particular, de un ethos hecho de mutua confianza, del sentido del bien común, de fraternidad, de responsabilidad. Además, no se podrá constituir sino a través de ese largo proceso de «socialización» de la persona que comienza en la comunidad familiar y sigue también en las otras formaciones sociales. La convivencia civil tiene necesidad de estos «capitales sociales». Debe, por tanto, favorecer las formas sociales que los producen.
Hay que preguntarse si una total neutralidad del Estado no dilapida, en fin de cuentas, su [del Estado] necesario orden normativo y los capitales sociales indispensables.
En este sentido, el relativismo ético sobre todo, pero también el agnosticismo ético, no es un fundamento consistente para una correcta convivencia humana. Una vida correcta necesita estar arraigada en una vida buena. Este es un proyecto social no sólo posible, sino deseable.
La injusta equiparación
Teniendo en cuenta toda la reflexión anterior, mi tesis es la siguiente.
La vida conyugal, entendida en el sentido tradicional, tiene en sí misma y por sí misma un carácter precioso y una bondad humana que merece ser defendida y privilegiada por quienes tienen la responsabilidad del bien común.
El bien común es la bondad propia de la relación social; es la bondad propia inherente a la relación social. Es parte integrante del bien de la persona, al ser ésta constitutivamente social; la afirmación y la realización de sí mismo es siempre, e implica necesariamente, la afirmación de toda otra persona. El hecho humano originario consiste en que el hombre es – con el hombre. Una visión individualista del hombre según la cual la relación con el otro no es originaria y no pertenece a la naturaleza de la persona, es falsa. Construir una civilización y una cultura jurídica sobre este fundamento, edificar la civitas sobre esta visión, lleva inevitablemente a negar el bien de la persona.
Si reflexionamos sobre la sociedad conyugal en el sentido tradicional, vemos que en ella se realiza in nuce el bien entero inherente a la relación social. En este sentido profundo, desde siempre la sabiduría jurídica de los pueblos afirma que prima societas in coniugo, donde el carácter primario denota, desde luego, no una calidad cronológica, sino un carácter principal. Como si se dijera: lo que la sociedad humana es en cuanto tal, está ya presente en la sociedad conyugal.
En ésta, en efecto, el otro se afirma como otro en la igualdad del ser y de la dignidad. La alteridad radical en la que se dualiza la naturaleza humana está constituida por la feminidad y la masculinidad: la persona humana es hombre y mujer. En la idéntica naturaleza humana, existe la tensión dialéctica entre alteridad e identidad, que encuentra su solución de arquetipo en la comunidad conyugal. He dicho «de arquetipo». A saber: lo que sucede en la comunidad conyugal es «arché-typos» de toda buena relación social donde el otro es afirmado y reconocido como tal (en su alteridad) en la identidad que se constituye: el otro como él mismo. No por acaso el segundo capítulo del Génesis narra el principio de la relación social, la salida de la soledad originaria, no en un indistinto encuentro con el otro, sino en el colocarse la mujer frente al hombre.
En la comunión conyugal se construye el «capital social» que en la comunidad homosexual ni siquiera se comienza.
De esto se desprende que en la edificación de un ámbito social humano bueno, en otras palabras, para la defensa y promoción del bien humano, permanecer neutrales ante el hecho de que la comunidad sexual-afectiva entre personas se configure heterosexual u homosexualmente, significa permanecer neutrales ante el bien común, ante la edificación o la no edificación de una vida asociada buena.
Pienso encontrar confirmación de la injusticia inherente a la susodicha neutralidad en una consecuencia que a largo plazo no podría dejar de manifestarse, desde el momento que ella (la neutralidad) la contiene en germen.
La equiparación entre convivencia homosexual y comunidad conyugal se puede pensar sólo partiendo de la afirmación de que no existe una modalidad en la realización de la propia sexualidad-afectividad que pueda ser socialmente no reconocida, siempre que se respete la autonomía de la pareja y su libertad. Excluyendo, por tanto, la pedofilia y el estupro, la neutralidad de la que estamos hablando eliminaría en el ethos y en la razón pública esos principios fundamentales por los que nuestra cultura jurídica ha rechazado la poligamia y el poliamor, es decir, la multiplicidad simultánea de relaciones sexuales estables.
Llegados a este punto, se puede incluir la reflexión sobre la forma de convivencia heterosexual sin vínculo conyugal propiamente dicho: la unión de hecho. Lo que la distingue de la comunidad conyugal es el rechazo, precisamente, de un vínculo mutuo, es decir, de la entrega mutua. Se trata, esencialmente, de una convención entre los individuos que quieren permanecer tales, procurando lograr de esta convivencia ventajas y bienestar afectivo u otro (no necesariamente ilegales). El «bien social» inherente en esta convivencia es, por consiguiente, esencialmente distinto del que se encuentra en la comunidad conyugal en sentido tradicional. Y la consecuencia de la progresiva legitimación de la multiplicidad simultánea de relaciones sexuales no se podría excluir de la equiparación entre convivencia de hecho y comunidad conyugal.
Pero en orden a la constitución del «capital social», es necesario tomar también en consideración el gran tema de la generación de la persona.
Partamos de una sencilla reflexión. Lo que califica de manera propia y específica la parentalidad humana no es simplemente la generación biológica, sino la generación en el hijo de lo humano. La generación en el hijo de lo humano se llama educación. La genealogía de la persona es –y no podía ser de otro modo– un evento biológico-espiritual.
Pienso que no es difícil comprender que para el bien común humano la educación tiene una importancia decisiva. Quien tiene, pues, la responsabilidad primaria del bien común, ¿puede permanecer neutral respecto al hecho de que la persona sea generada (en el sentido profundo indicado arriba) en el interior de una comunidad conyugal o de una convivencia de hecho? ¿A que la persona sea generada en el interior de una comunidad conyugal, o pueda ser confiada a una pareja homosexual, reconociéndola como pareja genitorial?
Un motivo fundamental y una razón entre las más convincentes de que la comunidad conyugal tiene que ser protegida y no equiparada de algún modo a ninguna otra convivencia sexual-afectiva es su singular idoneidad para garantizar a los hijos la necesaria educación para que puedan crecer humanamente bien.
Si esto es cierto, como lo demuestran los hechos, la equiparación que rechazamos se puede considerar injusta, también porque no respetaría la igualdad de toda persona humana. Equiparar en orden a la genitorialidad significa ser neutrales a que no se garanticen las mismas condiciones de educación a la persona que tiene derecho de ser educada. De hecho, se impide la igualdad en el ámbito de un derecho fundamental del hombre.
Termino con una reflexión que lleva un carácter más general. Aunque se niega no raramente en la teoría jurídica, la importancia educativa de la ley civil es un hecho. Ella contribuye no pocas veces, y no superficialmente, a formar el ethos público y las convicciones de la razón pública. Esto es especialmente verdadero por lo que se refiere a la institución matrimonial.
La ley puede configurar la comunidad conyugal como una forma de comunión sexual-afectiva a la que los individuos están libres de acceder, pero cuya definición no está a la disposición de quien se casa: no puede ser formulada y reformulada a voluntad. O la ley puede decidir, a través de la equiparación de la que yo hablaba antes, que el matrimonio recibido de la tradición es el fruto de una mera convención social y que, por tanto, el matrimonio se puede pensar y realizar en los modos correspondientes a los deseos, intereses y finalidades de cada individuo.
¿El resultado de la segunda opción jurídica no culminará, a largo plazo, en que en el ethos y en la razón pública, el matrimonio y otras formas de convivencia recibirán igual aprecio y reconocimiento? El resultado será que la equiparación de hecho apoyará las visiones del hombre que no aceptan la monogamia, y que, en fin de cuentas, podría menoscabar la institución matrimonial en su fundamento.
El profesor Joseph Raz ha escrito: «La monogamia, admitiendo que represente la única forma válida de matrimonio, no está al alcance del individuo. Para poderla vivir, exige una cultura que la reconozca y que la apoye a través de la actitud del sector público y de las instituciones».
Desde luego, Raz no quería decir que la persona, en cualquier ordenamiento jurídico, no es capaz de comprender y de elegir el matrimonio.
Él piensa –y estoy de acuerdo– que el matrimonio es una institución «frágil» si no está apoyado por las leyes y las instituciones. La orientación de la razón pública es decisiva para defender el matrimonio. Mi tesis es la siguiente: la equiparación consiste en una renuncia a esta defensa y, por consiguiente, en una abdicación a la promoción del bien humano y común.
Conclusión
El problema que hemos afrontado tiene raíces profundas. En último análisis, nace de la negación de que existe una verdad acerca del bien de la persona que no sea creada por el consenso social. No hay que olvidar esta dimensión del problema, porque es la decisiva.
Pero nuestro problema nos remite también a otro aspecto de la condición espiritual contemporánea. Se trata del hecho de que toda una generación de adultos se ha vuelto como incapaz de educar a las nuevas generaciones. Hecho –si no me equivoco– que nunca había sucedido.
La educación, en efecto, es la introducción del hombre en la realidad; y la relación con el otro, así como la dimensión sexual de la persona, es parte constitutiva de la realidad humana. Lo que quiero decir es que se ha reducido la institución matrimonial a una convención social, a algo que está a la total disposición de las opciones del individuo; eso significa que se ha producido un profundo «alejamiento» del hombre, de sí mismo. Pues bien, el hombre posee un solo instrumento para introducirse en la realidad: la razón. «Por eso, paradójicamente, el primer problema del cual nos percatamos respecto a la cultura moderna es que nos sentimos como mendigos de la idea de razón, porque es como si nadie tuviera más el concepto de razón» (don L. Giussani). Sin la hipótesis de una verdad acerca del bien del hombre, sin la hipótesis de la existencia de un significado inherente a la realidad, no nos introducimos en ella. Y la consideramos mera «materia» a nuestra disposición.
Existe, pues, un problema filosófico, un problema educativo, pero también, y no menos importante, un problema político que surge de toda la reflexión anterior. Esto se destaca claramente si nos referimos a las políticas sociales para la familia.
No raramente éstas se consideran como políticas de apoyo a los individuos que componen el núcleo familiar. Pero asistimos a la progresiva toma de conciencia de la necesidad de dar centralidad, no al individuo, sino a la relación social familiar en que él vive. La «batalla» en favor de la equiparación parece verdaderamente de retaguardia, desde este punto de vista.