En este marco de entendimiento racional, que al mismo tiempo está signado por la tensión y el conflicto pero que no pretende su resolución mediante un ingenuo pacifismo racional y consensual de tipo kantiano, así como tampoco la imposición arbitraria, abusiva y hasta violenta del laicismo o del fundamentalismo, parece estar en juego el destino de nuestra civilización humana.
—¿Qué es más importante, una orden del Estado o una orden de Dios?
—«En un Estado laico son cosas separadas», responde Nuri Yilmaz, director de la Escuela de Magisterio de Kars.
—¿Laicismo e impiedad son lo mismo? Insiste el joven.
Entonces, ¿por qué se impide con la excusa del laicismo que nuestras jóvenes creyentes, que lo único que hacen es cumplir con sus obligaciones religiosas, vayan a clase?
Su indignación procede del hecho de que el Estado laico ha ordenado que las jóvenes no vayan cubiertas con su charshaf –o velo islámico– a las aulas ni a las escuelas.
—«Hijo, el Sagrado Corán también dice que al ladrón hay que cortarle la mano, pero nuestro Estado no lo hace. ¿Por qué no te opones a eso?»
La tensión de la escena va creciendo, pues el joven se va haciendo más agresivo, y con ello el director de la Escuela de Magisterio de Kars presiente que su muerte es inminente. El pasaje aumenta su dramatismo cuando el joven musulmán no consigue que Yilmaz se arrepienta de haber implementado en su escuela la prohibición del Estado a que las alumnas lleven el velo, y lo obliga a leer las palabras finales, un testamento escrito con anterioridad al encuentro y que es pronunciado por el atemorizado profesor y que genera una situación macabra: «Yo, el catedrático ateo Nuri Yilmaz… pero, hijo mío, yo no soy ateo… Como instrumento que soy del plan secreto para convertir a los musulmanes de la República laica de Turquía en esclavos de Occidente, para deshonrarlos y apartarlos de la religión, he oprimido de tal forma a las jóvenes creyentes apegadas a la religión que no se descubren la cabeza y no se apartan de lo que ordena el Sagrado Corán que por fin una joven creyente, no soportando el sufrimiento, se suicidó».
La escena termina luego de cuatro disparos efectuados mientras el profesor exclama: «No lo hagas… Piénsatelo una vez más, no tires» y lanza gemidos [1].
El relato está tomado de una novela del turco Orhan Pamuk, Premio Nobel de Literatura de 2006, quien pone en boca de los dos interlocutores los argumentos más destacados de cada postura. Como se puede entrever, la escena descrita es dramática y tiene un desenlace trágico. Este pasaje grafica la tensión en el mundo islámico entre el laicismo o la secularización del islam y la pretensión de imponer la sharia o ley coránica como referente político y legal de las sociedades modernas. Se trata de una variante de las tensiones entre la política y la religión en el mundo contemporáneo. Las dos posturas son seguidas por amplios sectores de la sociedad musulmana, y el grado de tensión entre las mismas varía de acuerdo al país del que se trate. El pasaje de Pamuk se sitúa en Turquía, uno de los países más occidentalizados y secularizados del Medio Oriente desde la fundación de la república por Atatürk, pero en el que las tensiones siguen presentes.
Como se ve, la escena es un diálogo de sordos. Parece claro que ninguno de los dos va a convencer al otro de su postura, aunque considere que tiene suficientes razones para sustentarla. Y ante este evento, la conversación termina con la imposición de la voluntad de uno de los dos, del más fuerte, en este caso quien tiene el arma y está dispuesto a usarla, pues se siente justificado por su forma de concebir la religión. Se trata del joven fundamentalista que está dispuesto a matar y a morir por su creencia, pues «el Sagrado Corán dice que es lícito matar al tirano que oprime a los creyentes». Más aún, en un momento confiesa que el verdadero motivo de su viaje de dos días a Kars desde Tokat en medio de la nieve tenía como propósito «quitar del medio a un infiel» [2], algo que sucede obviamente en cuanto asesina al profesor.
Traigo a colación el pasaje puesto que, a mi juicio, tiene un importante carácter simbólico. Para muchos políticos, intelectuales y medios de comunicación occidentales, éstos son precisamente los términos en los que se presenta el debate entre política y religión en el mundo contemporáneo: quien pretende que la sociedad se adecue a parámetros religiosos es un ser irracional y está dispuesto a matar o morir por ello, incluso aunque ello conlleve la muerte de inocentes. Y del otro lado está quien mira con indiferencia la religión o sencillamente no se reconoce como creyente, y se remite a unas pautas políticas –generalmente estatales y cada vez más culturales– según las cuales los creyentes no tienen ningún derecho a pretender exponer su fe en público sin que ello signifique un menoscabo del laicismo, una forma de comprender la relación entre política y religión que cada vez se asume más como una suerte de dogma civil.
En suma, el debate estaría planteado entre el laicismo del profesor Yilmaz, y el fundamentalismo, encarnado en el joven islamista radical. Tal definición dialéctica se reproduce simplistamente en todos los escenarios mundiales en los que se presentan tensiones entre la política y la religión, asumiéndose como una especie de marco epistemológico y hermenéutico.
1. Replantear la cuestión
En un contexto en el que la vivencia de la religión parecería conllevar necesariamente extremos y situaciones indeseables, se hace necesario cuestionarse si el dilema con el que se presenta la cuestión político–religiosa en nuestros días está bien planteado. En otras palabras, en los albores de un nuevo siglo, ¿solo tenemos dos opciones frente al asunto religioso? Laicismo o fundamentalismo: ¿ésta es la cuestión? ¿La relación entre la política y la religión en el mundo contemporáneo se presenta de esa forma única y principalmente? Más aún, teniendo en cuenta el pasaje descrito por Pamuk, ¿la cuestión es un diálogo de sordos?
Para tratar de responder a tales preguntas seguiré el siguiente itinerario argumentativo. En primer lugar, una definición de los términos en los que se plantea el debate, esto es, laicismo y fundamentalismo, con el fin de señalar la forma de comprensión que asume hoy en día y las inconsistencias que se siguen de esta interpretación tal como es presentado públicamente y como se ha ido instalando en el imaginario social. Ello lo haré en vistas a fundamentar mi hipótesis de trabajo, que será el paso siguiente, y es que, a mi juicio, la cuestión de la relación entre política y religión está planteada erróneamente en el debate público contemporáneo. Pues hoy en día, la cuestión político–religiosa se define más bien entre la creencia y la increencia y la configuración cultural, social y política que conlleva cada una de las dos actitudes antropológicas. No así entre laicismo y fundamentalismo. Sin embargo, reconocerlo no significa desconocer que se trata de fenómenos cada vez más relevantes. Antes al contrario, en razón de su vigencia actual me parece un deber intelectual tratar de situar la cuestión correctamente.
Como tantos términos del debate público, las voces laicismo y fundamentalismo son presentadas con bastante frecuencia en forma equívoca, sesgada y hasta manipulada partidaria e interesadamente. O quizás, sencillamente, con ignorancia. Me parece que lo más común es que los términos se asocian con otros simplistamente con el propósito de generar adhesiones o rechazos. Así por ejemplo, el laicismo, o bien se equipara con la tolerancia y la libertad per se, y hasta se concibe como uno de los pilares sobre los que se asienta la democracia [3], o se confunde con la laicidad. Gregorio Peces-Barba, criticando la confusión de los dos términos escribía que «la laicidad es una situación, con estatus político y jurídico, que garantiza la neutralidad en el tema religioso, el pluralismo, los derechos y las libertades, y la participación de todos» [4]. Pero ¡eso es precisamente el laicismo! Como si la confusión no fuera suficiente, el catedrático español y uno de los padres de la Constitución de 1978 –que reconoce el papel preponderante de la Iglesia Católica en la sociedad [5]– terminaba su diatriba aseverando que «a los dirigentes eclesiásticos no les gusta este estatus y confunden laicidad con laicismo. Como casi siempre, pretenden maldecir en vez de colocar una luz en la barricada» [6], lo que me recordó aquello de la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio. Mientras tanto, el fundamentalismo se asocia necesariamente con las religiones, y más aún, con la violencia. Recientemente, escribía Leonardo Boff: «Casi todas las religiones están contaminadas por el mal del fundamentalismo, que es con frecuencia la base del terrorismo» [7]. Parece evidente que este tipo de incoherencias lógicas y afirmaciones carentes de sustento científico serio enturbian las aguas del problema.
2. El laicismo
Específicamente en Occidente, viene apareciendo con mucha fuerza un proceso laicista de raigambre histórica ilustrada que se caracteriza por renegar de las raíces históricas cristianas que han dejado huella en la cultura occidental. Como consecuencia, la referencia a Dios en el debate público se considera inválida, a pesar de que las tres grandes religiones de la humanidad sean monoteístas.
Este fenómeno quedó graficado en forma fehaciente en el conocido debate surgido ante la negativa a reconocer las raíces cristianas de Europa en el Tratado Constitucional de la Unión Europea que aún se trata de implementar. En tal proceso, más que de su racionalidad moderna, Europa dio muestra de su «Cristofobia» [8] que se sustenta en la negación de un hecho histórico evidente: que el cristianismo ha formado parte esencial de la cultura europea. Ello a su vez, supone desconocer el papel que tienen las constituciones de determinar las relaciones entre los ciudadanos y el Estado, un asunto que han olvidado los líderes secularistas europeos [9]. Es evidente que tal rechazo no se debe a principios de tipo constitucional sino de otro orden, que se pueden resumir en la imposición de la perspectiva laica ilustrada. En este sentido, J. H. H. Weiler ha destacado que, dado que Europa pretende ser una comunidad ética más que una mera entidad geográfica, la referencia al cristianismo no supondría carga ideológica alguna, sino una simple constatación de la realidad. Mientras que la exclusión es un silencio atronador, éste sí con carga ideológica [10].
Según el esquema del laicismo, lo propio de la religión y las creencias es su circunscripción al ámbito estrictamente privado e individual. Siguiendo la lógica liberal que separa tajantemente lo privado de lo público, la mentalidad laicista predica que no se puede pretender el reconocimiento del carácter público de la fe. El seguimiento mayoritario de ésta y las innumerables manifestaciones culturales que se ligan a ella ya no parecen ser razones suficientes que confieren validez a su aparición pública como sí lo fueron en otros tiempos.
Poco a poco se han ido alzando las voces que señalan que la postura laicista tiene rasgos ideológicos en cuanto presupone que en el ámbito público solo es legítimo el discurso políticamente correcto encarnado principalmente por el Estado y sus gobernantes, los intelectuales y los medios de comunicación y que, además, presupone un consenso mayoritario sobre las bases laicas del espacio público, algo que por lo menos es cuestionable, y que de hecho no se ha probado [11]. Más aún, se ha destacado que la ausencia en el debate público de una voz significativa del pensamiento cristiano empobrece a todos [12].
En el contexto actual, tales voces críticas son muy tenues en comparación con las medidas de tipo cultural, legislativo, judicial y gubernamental que impulsan la mentalidad laicista. Más aún, en el contexto posmoderno de desconfianza en la verdad de las cosas, tales voces aparecen simplemente como invitados adicionales en un debate público en el que generalmente las opiniones aparecen sesgadas y en el que la verdad no es una preocupación teleológica preponderante.
Aunque el proceso secularizador es un rasgo distintivo de Occidente, específicamente desde la Ilustración, no es ajeno a otras latitudes, concretamente al Oriente Próximo. Incluso, a veces se presenta como una suerte de tendencia universal y necesaria hacia la que tiende el mundo moderno, como una suerte de ley histórica inevitable. A mi juicio, catalogar tal proceso en cualquier contexto como laicismo o laicidad es una manifestación del etnocentrismo cultural de Occidente. Pues más que un proceso de laicización, se trata de un proceso histórico de occidentalización en el que los países orientales han ido asumiendo la forma secularizada de la cultura que penetra con más fuerza y velocidad si se tiene en cuenta el fenómeno globalizador y la intercomunicación de todo tipo que éste lleva consigo. En el caso de sociedades como las islámicas o las judías, en las que no existe una distinción tajante entre política y religión, entre el ámbito clerical o eclesiástico y el ámbito civil o político, no parece acertado señalar un proceso de laicización. Recurrir a la categoría específicamente cristiana de la laicidad y el laicismo –como su desvirtuación histórica– supone una transferencia imprecisa e inexacta que explicará el fenómeno parcialmente y que sólo refleja el asunto desde nuestros cánones hermenéuticos.
En síntesis, el laicismo constituye una determinada forma de configurar el Estado–nación moderno que se funda en dos presupuestos:
1) La neutralidad del poder público frente a las diferentes expresiones religiosas.
2) La separación constitucional y legal de la Iglesia y el Estado.
Históricamente tal diseño estatal es una suerte de eslabón del proceso secularizador moderno que se imposta en 1946 en la Constitución de la IV República francesa de forma ejemplar para otras naciones que han ido imitando tal modelo [13]. En el recorrido intelectual de Occidente se pueden rastrear los hitos históricos e ideológicos más significativos [14]. Así, partiendo del siglo XIV cuando se va cuestionando la supremacía de lo espiritual sobre lo temporal y pasando por el nominalismo, el racionalismo, el inmanentismo y el contractualismo político, así como las guerras de religión, los nacionalismos, el surgimiento del Estado moderno y la Revolución francesa, se va configurando un espacio público etsi Deus non daretur, que es plasmación de lo que Chartier denominó «transferencia sacra». A juicio del historiador francés, «violentamente descristianizadora a corto plazo, la Revolución constituyó sin duda, en lo esencial, el cumplimiento manifiesto de una «transferencia sacra» que, desde antes representaciones cristianas» [15]. Paradójicamente la misma Revolución se impuso como una suerte de religión política tal como señaló en su tiempo Alexis de Tocqueville, y recientemente Michael Burleigh entre otros [16].
La alborada de la modernidad en el siglo XIV hasta el siglo XVIII constituyó una sustitución secularizada de una sociedad que asumió instituciones políticas, jurídicas y culturales inspiradas en los moldes cristianos pero vaciados de su contenido primordial. El entonces cardenal Ratzinger había hecho notar que la racionalidad instrumental que inspira la actual cultura iluminista laicista implica que Dios no tiene nada que ver con la vida pública y las bases del Estado [17]. Huelga decir que la situación actual de la posmodernidad no es muy alentadora por cuenta de la difusión masiva de la ignorancia religiosa y el escepticismo que está en el núcleo de la actitud posmoderna ante la realidad. Nuestra época se jacta de la desconfianza ante las posibilidades cognoscitivas y metafísicas del ser humano [18] y como sustituto se apega a relatos, discursos, narrativas parciales y fragmentarias de la realidad.
A mi juicio, lo peculiar del fenómeno laicista en nuestros días no es la plasmación que ha ido teniendo en los diferentes textos fundamentales jurídico–políticos, pues dada la etiología del proceso histórico moderno era un resultado previsible. Lo peculiar es el carácter cultural del laicismo en nuestras sociedades. Esto es, el laicismo pasa de ser un fenómeno inherente exclusivamente a la estatalidad que si bien define sus contornos en los ámbitos específicamente políticos se va irradiando como canon políticamente correcto de las formas culturales más representativas: la legislación, los medios de comunicación, el mercado, la literatura, la academia, la educación, el teatro, el arte, el cine, las formas de pensamiento y las costumbres cotidianas.
Un elemento decisivo de este fenómeno es el carácter urbano de la vida contemporánea, en el que las ciudades, que cada vez albergan a más personas [19], se van constituyendo como megalópolis heterogéneas y pluriculturales cuyo curso transita entre la aceleración, la competitividad laboral y social, la creciente tecnificación, la masificación y la alta densidad poblacional en las que la experiencia religiosa aparece como una oferta de consumo más que, por la lógica misma de la vida urbana, es difícil de situar dentro de las prioridades de la cotidianidad y cuyos ámbitos de culto, encuentro y celebración aparecen diametralmente opuestos a la lógica citadina posmoderna.
Estas características de la vida contemporánea deben ser cada vez más soslayadas a fin de comprender por qué uno de los rasgos más relevantes de la religiosidad en nuestro tiempo es la tendencia a una espiritualidad personal, ecléctica y sin ritos. La norma de tal tendencia parece ser, como escribe Taylor, «que cada cual siga el camino de su propia inspiración espiritual. No dejes que te aparten del tuyo alegando que no encaja en alguna ortodoxia» [20].
Con una clara herencia ilustrada acondicionada al contexto posmoderno actual, la fe cristiana se concibe hoy en día como una creencia subjetiva más entre otras. No como una cuestión en la que el ser humano expresa su connatural religiosidad y la necesidad de sentido para su existencia, sino como una convicción particular. Así por ejemplo, Fernando Savater escribía que «el único consejo adecuado que se me ocurre para los que padecen exceso de celo religioso es el que, inútilmente, ya formuló hace mucho Santayana: ‘Las doctrinas religiosas harían bien en retirar sus pretensiones a intervenir en cuestiones de hecho. Esta pretensión no es sólo la fuente de los conflictos de la religión con la ciencia y de las vanas y agrias controversias entre sectas; es también la causa de la impunidad y la incoherencia de la religión en el alma, cuando busca sus sanciones en la esfera de la realidad y olvida que su función propia es expresar el ideal’» [21].
En un mundo así, se hace muy complejo mostrar la relevancia del cristianismo para la vida pública mediante una participación que aúne la proposición de conductas inspiradas en principios morales, éticos y religiosos. Pero al mismo tiempo, que sea testimonio de una experiencia de vida conforme al Evangelio que por esa misma razón tiene mucho para aportar a la vida social dado que está fundada en la revelación de Jesucristo de la misma identidad humana [22]. No obstante, a fin de evitar los frecuentes extremos del moralismo o de una axiología intramundana –que, dicho sea de paso se confunde con las éticas en boga–, tal presencia pública debe adquirir la forma de signo de contradicción en aquellas situaciones y formas mentis que contradicen la dignidad y la naturaleza del ser humano. Para el cristiano en el mundo, este elemento nunca dejará de ser una señal inequívoca de fidelidad a su vocación, y por ello no habría que temerle.
En el actual contexto laicista, afirmar la identidad cristiana en el ámbito público es considerado como ilegítimo, y definirse como «laico» se ha convertido en una especie de credencial que acredita para participar válidamente en cualquier debate político y cultural de nuestros días. No tenerla implica la exclusión o auto–exclusión del mismo [23]. Como en el caso citado del filósofo Savater, el debate hodierno de la cuestión tiene reminiscencias de las tesis inmanentistas y materialistas del siglo XIX. En este sentido, comentando un reciente texto de Mark Lilla, profesor de Humanidades de la Universidad de Columbia, Christopher Hitchens escribía que «la religión no es más que una proyección del deseo del hombre de ser un esclavo y un tonto y del miedo conexo de excesivo conocimiento o excesiva libertad... Aunque pudiera ser innato que las personas sean ‘teotrópicas’ (inclinadas a la religión), también es bastante fácil entender que la religión es una toxina muy potente y peligrosa» [24].
Si bien el laicismo actual porta el legado ilustrado según el cual la religión es un asunto de concepciones individuales y subjetivas de la realidad, cada vez se acerca más a la increencia, el agnosticismo y el ateísmo. Spaemann ha destacado que los laicistas de hoy o los ciudadanos seculares de hoy en día, ya no creen en la religión natural ni en un conocimiento natural de Dios [25]. Históricamente, el laicismo no solo significó una emancipación infortunada de la laicidad, sino que además ahora parece conllevar una emancipación del iluminismo que, por lo menos, mantuvo dentro de sus presupuestos racionales la existencia de Dios.
Ahora bien, el asunto nunca ha sido sencillo. En la historia humana siempre ha habido tensiones entre lo político y lo religioso. La Iglesia ha conocido épocas de feroz persecución. Ha conocido también tiempos en los que una excesiva cercanía al poder político le ha restado fuerza y valor para ser signo de contradicción y ejercer una función crítica del poder político y los asuntos terrenos. Pero también ha vivido en coyunturas históricas en las que se ha respetado la libertad religiosa, hoy reconocida como un derecho fundamental en la mayoría de las democracias libres, y ello ha permitido a sus hijos colaborar activamente con la comunidad política en favor del bien común. Como debe ser.
Como ya apunté, uno de los mayores equívocos de la cuestión laica es la confusión entre laicismo y laicidad. Debe tenerse en cuenta que históricamente ha sido connatural al cristianismo la distinción entre la esfera civil y eclesiástica. La misma existencia de la Iglesia y su pretensión de autoridad sobre la vida humana significan que el emperador –y posteriormente el Estado– no puede ser la autoridad última y suprema. Con el cristianismo la política quedó desacralizada, porque Dios era Dios y el César no era Dios, como tampoco lo eran los sucesores del César, ya fueran reyes, príncipes, primeros ministros, presidentes, o miembros del Politburó. Y porque el César no era Dios, el radio de acción de la autoridad pública estaba circunscrito, por lo menos, en principio [26]. En la primera encíclica de su Pontificado, el Papa Benedicto XVI señalaba que «es propio de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios… Son dos esferas distintas pero siempre en relación recíproca» [27]. Recientemente lo ha reiterado en el libro sobre la primera parte de la vida de Jesús de Nazaret. Allí se lee que si el imperio o –la esfera política en general– se considera divino, el cristiano debe obedecer a Dios antes que a los hombres, y ello puede suponer el martirio [28].
3. El fundamentalismo
En el ámbito occidental, la alternativa al contexto laicista no parece ser más halagüeña, pues cuando se afirma una fe sincera, firme y con deseo de coherencia se recibe rápidamente la etiqueta de fundamentalista, fanático o integrista. Y en el actual contexto cultural, tal mote es quizás uno de los más descalificadores socialmente, toda vez que quienes protagonizaron el acontecimiento político más relevante de los últimos tiempos –el 11-S– apuntaron motivaciones religiosas para su accionar. En esta línea, causa preocupación que en algunos casos el fundamentalismo se presente como una suerte de profundización del laicismo. Ello sucede, por ejemplo, cuando se asume que el mero pronunciamiento frente a cuestiones públicas expresa una actitud fundamentalista, como puede ser, por ejemplo, la alusión del Santo Padre a determinadas cuestiones públicas de la situación española en un discurso a los obispos de esta nación [29].
Curiosamente, el cristianismo cae en el saco del fundamentalismo aunque el fenómeno de aviones estrellándose contra torres y bombas en estaciones de trenes que hacen volar por los aires a decenas de inocentes sea ajeno a su propia tradición y a sus enseñanzas [30]. Sin embargo, ello ha llevado a muchos a preguntarse: ¿Es la religión fuerza de curación y de salvación, o no será más bien un poder arcaico y peligroso que constituye falsos universalismos induciendo a la intolerancia y al error? [31].
Si se quiere situar la cuestión dentro de los márgenes de lo razonable, es preciso aclarar de entrada que el mayor de los malentendidos es presuponer que en el fondo todas las religiones son fundamentalistas. Ni el islamismo, ni el judaísmo, ni el cristianismo como tales son fundamentalistas [32]. Precisamente, Spaemann señalaba que «los grupos religiosos violentos casi nunca lo son en nombre de la verdad de su religión, sino en nombre de su propio particularismo» [33]. En ese sentido, a pesar de que su categorización del fenómeno fundamentalista aplicado al catolicismo es evidentemente prejuiciosa y por ello sesgada e incompleta, le asiste razón a Tamayo cuando señala que el fundamentalismo no es consustancial a las distintas religiones, sino que constituye, más bien, una de sus más graves patologías [34].
Otro equívoco consiste en considerar que los fundamentalismos sólo son de tipo religioso. Aunque algunas categorizaciones parecen ser bastante imprecisas y caprichosas, se debe señalar que hay quienes han apuntado la existencia en el mundo contemporáneo de fundamentalismos económicos [35], políticos y hasta filosóficos [36].
Un amplio estudio elaborado hace unos años en los Estados Unidos denominado El Proyecto Fundamentalismo (The Fundamentalism Project) asume una definición del fenómeno dentro de la cual éste se define por dos características: moderno y religioso. Es moderno porque se vale de instrumentos modernos como los medios de comunicación para oponerse radicalmente a los cambios que instaura la cultura moderna, percibidos como amenazantes. Es religioso porque cobra fuerza al situarse en el centro de interpretaciones naturales de la vida y del mundo, construidas sobre estructuras rituales y ceremoniales. Asimismo, por apoyarse en una mentalidad religiosa que formula ideas estáticas del mundo y de los principios que consideran esenciales e irremplazables y que, según ellos, deben ser defendidos mediante luchas sagradas [37].
Desde una perspectiva política, el profesor Patiño Villa define los términos fundamentalismo y fundamentalista como «un conjunto de acciones y de personas que practican una especie de pietismo militante, cuyas motivaciones se generan en la necesidad sentida de reconstruir las sociedades sobre la base de modelos sociales probados en textos sagrados, y cuyos miembros están convencidos de que la certeza les acompaña, razón por la cual están dispuestos a ejecutar las acciones que sean necesarias para lograr sus propósitos, empezando por la eliminación sistemática de los impíos, los liberales, los ateos y los políticos modernos» [38].
Políticamente, el término fundamentalismo se ha utilizado frecuentemente desde la década del setenta para referirse a ciertas corrientes dentro de los procesos de «reislamización» [39]. Sin embargo, la etiología del término hay que buscarla antes, en los inicios del siglo XX. El término se acuñó para definir el movimiento protestante conservador norteamericano. Entre 1910 y 1915 se publican en Estados Unidos 12 fascículos bajo el título The Fundamentals: a Testimony to Truth, en los que se recogen artículos teológicos escritos por protestantes evangélicos estadounidenses que pertenecían a distintas denominaciones congregacionales. El objetivo era defender los puntos fundamentales de la fe cristiana que se consideraban amenazados por la exégesis moderna y el liberalismo, los cuales habían ido influenciando la reflexión teológica [40]. Unos años después, Curtis Lee Laws, editor del periódico neoyorquino Watchman-Examiner, resalta la necesidad de establecer un nuevo término que designe a quienes insisten en que los puntos de referencia no sean cambiados, ante lo cual plantea: «Sugerimos que… aquellos que siguen todavía firmemente apegados a los grandes fundamentos (Fundamentals) y que están decididos a emprender una batalla en regla a favor de esos fundamentos sean llamados Fundamentalists… Cuando utilice este término lo entenderá como un elogio y no como un insulto» [41]. El fundamentalismo cristiano estuvo ligado desde sus orígenes a una interpretación literal e individualista de la Biblia sustentada en su inerrancia, lo que excluía cualquier posibilidad de interpretación magisterial [42].
Un problema contemporáneo que me interesa abordar es el siguiente: si el origen del término no tiene una aplicación cristiana católica, ¿cómo ha llegado a identificarse el fundamentalismo con la pretensión de validez pública del catolicismo? ¿Cuál es la razón? A mi juicio, la explicación está en el propio contexto de nuestras sociedades occidentales que han asociado la modernidad con procesos de secularización, laicismo, democracia y progreso tecnológico en vistas a configurar sociedades científicas y políticamente ordenadas [43]. En otros términos, una explicación de la modernidad que únicamente tiene validez dentro de los cánones del laicismo y de la secularización, fuera de los cuales sólo habría tradicionalismo, integrismo, fundamentalismo y conservadurismo. Tal comprensión ha sido jalonada principalmente por intelectuales y medios de comunicación occidentales y supone, en el fondo, la arbitraria identificación de fundamentalista con aquello que no es laicista.
Asimismo, el marco interpretativo posmoderno de la realidad hodierna imposibilita a muchos observadores entender los fenómenos religiosos por fuera del propio etnocentrismo posmoderno según el cual toda creencia fuerte, toda convicción que no esté sujeta a la variabilidad de los consensos y los relativismos imperantes son etiquetadas como fanatismos y fundamentalismos. Es decir, estamos en una época en la que el propio marco epistemológico posmoderno, que es el imperante y que a su vez es relativista y etnocéntrico, imposibilita la correcta comprensión de determinados fenómenos como el religioso, puesto que se trata de un fenómeno que contradice los presupuestos básicos de tal comprensión de la realidad.
Guardando ciertas distancias, con el laicismo sucede algo semejante a la conversación entre el joven fundamentalista y el profesor Yilmaz cuando el Estado con su aparato legal y coercitivo legítimo impone su particular comprensión agnóstica del ámbito público y el creyente se ve obligado a recluir su fe a lo privado. El asunto debería suscitar la pregunta: ¿Alguno de los dos interlocutores está en lo verdadero? ¿Cuál es la verdad sobre el asunto del velo, y con ello de las señales públicas de la religión?
Por ello, y quizás paradójicamente, el fundamentalismo y el laicismo coinciden, por lo menos en lo que tienen de arbitrario, impositivo e irracional.
4. Creencia o increencia: ésa es la cuestión
En el actual contexto cultural occidental, el principal obstáculo que debe superar el cristianismo en su connatural pretensión de aparecer legítima y significativamente en el ámbito público es la disyuntiva en la que parece oscilar buena parte de la ciudadanía: laicismo o fundamentalismo.
La cuestión está mal planteada en síntesis porque las dos alternativas suponen una desvirtuación tanto de la experiencia religiosa –en el caso del fundamentalismo– como de la política –en el caso del laicismo–. Siendo así, parece impertinente plantear los términos del debate entre política y religión en el mundo contemporáneo basándose en dos fenómenos que aunque extendidos, relevantes y cada vez más expansivos, no representan la naturaleza misma de la cuestión, más allá de un plano meramente fáctico.
Solo la recuperación de las posibilidades de la razón puede permitirnos plantear con seriedad y con ánimo de encontrar respuestas correctas los problemas inherentes a la relación entre la política y la religión en nuestras sociedades. Para ello es requisito sustraerse de las ideologías, imposiciones y desvirtuaciones de la religión y señalar cuál debe ser su papel en la esfera pública. La llamada violencia religiosa se explica, entre otras cosas, desde la ausencia de racionalidad, el dogmatismo y la imposición de quienes asumen motivaciones religiosas como justificaciones morales de reivindicaciones étnicas, políticas, culturales o personales y ante las cuales están dispuestos incluso a perpetrar actos terroristas aunque éstos supongan su auto–inmolación. El fenómeno está marcado transversalmente por la irracionalidad y el odio [44], y más aún, por una justificación moral [45] que confunde más las cosas. Ahora bien, como el temor al terrorismo se ha ido haciendo universal, es importante señalar con Bandieri una suerte de lección, y es que, para el caso de América Latina –y cada vez menos para Europa por cuenta de sus élites–, el êthos de una cultura cristiana, que mal que bien sigue siendo un dato sociológico de la ecumene latinoamericana, representa una poderosa barrera a tal fenómeno, en el cual el terrorista suicida siempre aparecerá como un extraño [46].
Para salir del encasillamiento según el cual toda manifestación fuerte de religiosidad es expresión fundamentalista, es decisivo recuperar la capacidad de objetividad y certeza de la razón humana. Una posibilidad por lo demás que orienta la búsqueda de explicaciones hacia el fundamento mismo de las cosas. Pero ello requiere, a su vez, dejar de lado dos estereotipos:
El primero, que las religiones por sí mismas generan conflictos armados y violencia, incluso actos terroristas como el del 11–S, el 14–M o el 7–J. Mark Juergensmeyer, un reconocido estudioso del fenómeno de la violencia asociada a la religión, ha reconocido en su sugerente estudio que la religión no es la causa de la violencia, y que en determinados casos la violencia ha sido justificada por otros medios, pero que la religión ofrece frecuentemente las tradiciones y los símbolos que posibilitan el derramamiento de sangre y de actos terroristas catastróficos como los hechos que han remecido al mundo desde 1991 [47]. En la misma línea, el Papa Benedicto XVI, durante una lección académica impartida en la Universidad de Ratisbona señaló sin ambages que la violencia va contra la naturaleza misma de la razón, y por ello es contraria a Dios [48].
El segundo estereotipo, es que estamos ante una suerte de guerra de religiones. Antonio Livi lo ha descrito bien al escribir que «los nombres usados comúnmente –por una parte el islam (en calidad de agresor, si bien no totalmente culpable) y por otra el cristianismo (en calidad de agredido, si bien no totalmente inocente)– no sirven para comprender quién ha desencadenado la guerra y contra quién. Tal vez los términos «islam» y «cristianismo» se emplean en sentido sociológico, para aludir en el primer caso al «mundo islámico» o la «sociedad islámica» y en el segundo caso a la «cristiandad»; pero todos saben que por una parte la «sociedad islámica» se presenta herida por un feroz conflicto interno entre el islam «fundamentalista» y el islam «moderado», y que por otra parte hoy ya no existe una «cristiandad»… Al parecer, realmente no es posible identificar al enemigo religioso del islam con las sociedades occidentales actuales, que se ven y son totalmente descristianizadas» [49].
En esa línea, es muy sugerente como punto de partida la propuesta de Habermas del aprendizaje mutuo entre la concepción laica y la religiosa ante el proceso de secularización de la sociedad y la cultura actuales. Por parte del Estado, ello implicaría el reconocimiento de la insuficiencia de una concepción neutral de lo público, así como no negar a los ciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones desde el lenguaje religioso a las discusiones públicas, ni tampoco desconocer el potencial de verdad de los conceptos religiosos [50]. Por parte de la religión, implicaría el reconocimiento de sus propias limitaciones culturales e históricas, como por ejemplo, reconocer que en tiempos de avanzada secularización ya no es la autoridad que estructura totalmente la forma de vida –como sí lo fue en otros tiempos–, y que el papel de los creyentes en el seno de las comunidades políticas no se debe reducir a una mera adaptación cognitiva del êthos religioso a las leyes de la sociedad laica [51]. Para el filósofo alemán, una relación complementaria y de aprendizaje mutuo de este tipo ya se había dado entre el cristianismo y la filosofía griega, una experiencia que supuso una transformación de lo religioso, pero sin vaciarlo ni consumirlo [52]. Joseph Ratzinger, interlocutor de Habermas en ese célebre diálogo en la Academia Católica de Baviera, coincide en gran parte con la propuesta y apunta que, se trata de destacar la correlación entre razón y fe, entre razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente. Y, además, deben reconocer que se necesitan mutuamente [53].
La recuperación de la posibilidad de la razón humana de dotar de sentido la vida humana pondrá de relieve la necesidad de la verdad. Una verdad que, buscada con sinceridad y coraje permitirá descubrir el auténtico rostro de Dios. Una verdad de la que se siguen innumerables consecuencias sociales, entre las que se destaca la configuración de un ámbito público en el que no están excluidos quienes no creen y en el que quienes creen contribuyen desde su cosmovisión religiosa.
Laicismo o fundamentalismo no es la cuestión. Más aún, en el seno del cristianismo, la cuestión tampoco oscila entre fundamentalismo o diálogo religioso. Como para Juan José Tamayo, para quien la afirmación de las verdades cristianas mediante el magisterio pontificio en los últimos siglos es una expresión de fundamentalismo o integrismo católico [54]. El teólogo español cita específicamente la Dominus Iesus, que, a su juicio, «hace imposible el diálogo entre religiones en la teoría y en la práctica» [55]. La disolución de la propia identidad no parece constituir una base segura de un diálogo fecundo. Pedirle eso a las religiones supondría equipararlas con gobiernos para los cuales sí es lícito y legítimo adaptar sus programas a las distintas circunstancias y situaciones que presenta la realidad. Asimismo, supone desconocer una herencia de la cual, específicamente la Iglesia, no puede disponer conforme a la voluntad de la jerarquía eclesiástica, sino que debe ser custodiada y transmitida con fidelidad como quiso su mismo fundador.
La cuestión oscila más bien entre la creencia contra la increencia. Se trata de una idea que ya había expuesto el entonces cardenal Ratzinger: «La verdadera contraposición que caracteriza al mundo de hoy no es aquella entre diversas culturas religiosas, sino aquella entre la radical emancipación del hombre de Dios, de las raíces de la vida, de una parte, y las grandes culturas religiosas por otra. Si se llega a un choque de culturas, no será por un choque entre las grandes religiones –desde siempre en lucha una contra la otra, pero que finalmente han sabido también vivir siempre las unas con las otras–, sino será por el choque entre esta radical emancipación del hombre y las grandes culturas históricas» [56].
Hoy, la distancia entre la creencia e increencia tiende a acrecentarse. Al tiempo que las grandes civilizaciones religiosas se afirman en su propio êthos histórico, otras tradiciones se afirman en su indiferentismo y lo proclaman con orgullo. En este sentido, Umberto Eco ha escrito que «no sólo se vuelve a proclamar en voz alta el propio ateísmo, sino que también se escriben libros y libelos sobre los estragos de las religiones». Y luego de repasar algunos textos que abordan el fenómeno religioso, entre quienes destaca a Michel Onfray, Daniel Denté, Piergiorgio Odifreddi, Maurizio Ferraris, Antonio López Campillo y Juan Ignacio Ferreras, Eugenio Lecaldano, Cristopher Hitchens, entre otros, el semiólogo italiano asevera que «en cualquier caso, estamos asistiendo a un regreso a formas de ateísmo militante» [57].
Evidentemente la configuración cultural y política a partir de las creencias religiosas es diametralmente opuesta al diseño de una sociedad pos–religiosa y agnóstica. No pueden descartarse conflictos y tensiones de todo tipo entre tales sociedades. Son enfrentamientos que se amparan muchas veces en razones religiosas para expresar el rechazo de lo que se percibe como dañino y abominable. Probablemente, el conflicto vendrá desde aquellos fundamentalistas o fanáticos religiosos que se opongan incluso violentamente a un mundo secular y agnóstico. Como se sabe, el propio Osama Bin Laden ha invocado motivaciones religiosas para llevar adelante su «cruzada» contra Occidente. Sin embargo, la beligerancia no es exclusiva de estos actores. Hay que tener presente que en algunos casos el pretendidamente moderno y tolerante Occidente ha respondido en forma desafiante y provocadora ante el mundo islámico. Muestra de ello fue la publicación de las caricaturas que representaban a Mahoma como un terrorista que aparecieron originalmente en el periódico danés Jyllands–Posten a finales de 2005 e inicios de 2006 y absurdamente reproducidas en varios diarios occidentales.
El conflicto, entonces, no viene únicamente de los actores que invocan motivaciones religiosas. Con su particular etnocentrismo cultural, el Occidente laico ha tenido también respuestas de una militancia y obcecación propia de los fundamentalistas. Si no, mírese el empeño de la coalición militar estadounidense por implementar la democracia en el Medio Oriente. Una iniciativa que, cuando se justifica con razones religiosas, parece empeorar las cosas y que tiene todos los visos de patologías de la razón en la que el ser humano es considerado como mero objeto dispuesto para intereses y consideraciones de otro orden [58].
Ahora bien, en la gestión de los conflictos que se suscitan entre estas dos cosmovisiones no se trata de proponer una romántica vuelta al pasado que ignore el devenir histórico moderno que, en buena medida, es irreversible. Tampoco se trata, como hacen muchos entusiastas de la cultura liberal actual, de promover un salto al futuro fundado en la creencia del progreso histórico necesario, la cual ya ha sido revaluada suficientemente. Quizás, en este marco, una cooperación política pacífica –que no sin tensiones– entre cristianos e incrédulos será posible sobre la base del reconocimiento de la ley moral natural y sus exigencias. Para los cristianos, la naturaleza humana y la razón práctica que descansa en ella son la revelación de la lex aeterna, de la voluntad eterna de Dios. Pero los cristianos creen, como decía San Pablo, que esta ley está escrita en el corazón de los paganos» [59]; por tanto, quienes no creen también pueden conocer tal ley natural por medio de su propia racionalidad.
Tal cooperación no conspira contra la legítima autonomía de la esfera política. Tiene un fundamento racional, lo cual conlleva un derecho y un deber de los cristianos –y de los creyentes auténticos en general– de participar activamente de las cuestiones públicas más relevantes. Mediante una purificación de la razón, el cristianismo pretende aportar su propia ayuda para que lo que es justo, aquí y ahora, pueda ser reconocido y después puesto en práctica. Tal objetivo es buscado por la Iglesia mediante la formación de las conciencias contribuyendo a que crezca la percepción de las verdaderas exigencias de la justicia, así como la disponibilidad para actuar de acuerdo a ella. En otros términos, que las exigencias de la justicia sean comprensibles y políticamente realizables [60].
En este marco de entendimiento racional, que al mismo tiempo está signado por la tensión y el conflicto pero que no pretende su resolución mediante un ingenuo pacifismo racional y consensual de tipo kantiano, así como tampoco la imposición arbitraria, abusiva y hasta violenta del laicismo o del fundamentalismo, parece estar en juego el destino de nuestra civilización humana. Como ha puesto de relieve magistralmente Benedicto XVI, se trata de situarse ante el interrogante fundamental que nos pone ante la encrucijada de la existencia humana: la cuestión de Dios [61]. Aunque el asunto no siempre se presente adecuadamente en el contexto cultural contemporáneo, parece evidente que se trata, tanto ayer como hoy, de un asunto ineludible.