Pero ¿qué significa eso que Ortega llama “la esfera individual de la persona”. Yo creo que ahí está el núcleo de lo que llamaría la cuestión moral. Y me parece que en este plano se comete una gran falacia cuando se piensa que esa esfera es un reducto blindado dentro del cual cada uno puede hacer lo que quiera. ¿Soy libre para obrar como me plazca en mi inviolable privacidad individual? No es así.
No podría atender la amable invitación de ICARE a participar en este Seminario si no es desde mi propio oficio, que tiene que ver con el pensar filosófico. Siguiendo esta línea quisiera presentar primero una breve narración acerca de las ideologías dominantes en el siglo en el que nos tocó vivir. Este género de ideas no siempre es visible en el primer plano y con su verdadero rostro. Ortega y Gasset habló por eso de creencias, más que de ideas. Es decir, de lugares en los cuales uno está instalado sin saberlo bien y sin ni siquiera pensarlo: sencillamente viviendo ahí con un tipo de convicción que no pertenece propiamente a la inteligencia, sino más bien la sojuzga.
En el siglo ya vivido una crisis recorrió profundamente el ámbito natural de la existencia humana, el mundo de las ideas, del saber y la cultura. Su impacto pudo ser, por momentos, verdaderamente atroz. Si recordamos el Holocausto, la sexualidad desatada, los regímenes políticos de Stalin o Hitler, tendremos una imagen viva de lo que entonces ocurrió. Y si uno se pregunta por qué ocurrió todo eso, no puede eximir de responsabilidad a tres poderosas ideologías que en buena medida desataron la tormenta.
Freud y sus discípulos detectaron en el “deseo”, es decir, en esa fuerza elemental en la estructura de la psique humana que clásicamente ha sido llamada el alma, algo así como un nido de víboras. Pulsiones, instintos, apetitos, son palabras aliadas para nombrar ese oscuro poderío que, según Freud, alimenta la sexualidad y genera los más radicales conflictos humanos. La exploración del inconsciente que el psicoanálisis de Freud forjó, arroja ese descubrimiento.
Otro explorador de dominios semejantes, con parejo influjo intelectual en nuestro tiempo, fue Nietzsche. Voluntad de poder, dijo Nietzsche, es la potencia nihilista que domina toda la cultura de Occidente. Esta es una voluntad que, en el fondo, solo se quiere a sí misma; nada más. Por eso es voluntad de “nada” como dijo Heidegger, de donde “nihilismo”, según la etimología latina de la palabra.
La figura personal del ser hombre ha estado bajo el signo de esta otra profundidad de la conciencia y de la historia que emerge a la superficie fundamentalmente como un poderío nihilista que despoja de sentido a todo lo que ha podido ser mirado como un valor superior de la vida y de la cultura humanas: la religión cristiana y más quizá la religión de los judíos; la metafísica y la ética socrático-platónica; el racionalismo de la ciencia moderna. Todo eso cayó bajo la poderosa fuerza destructiva de su “martillo” como Nietzsche decía. La sentencia definitiva que pronunció fue: “Dios ha muerto”.
Sumemos, en fin, la ideología política dominante a finales del siglo pasado, aunque originada en la mitad del siglo XIX, el marxismo. Esta ideología pone en quiebra la estructura misma de la sociedad humana por el conflicto de clases que en ella se origina bajo el signo de una dialéctica metafísica proveniente de Hegel; aunque una dialéctica invertida, pues la superación final del conflicto se gesta, en el marxismo, por la dictadura del proletariado ejercida por el partido comunista. Hegel habló de “espíritu”; Marx borra la palabra y dice, en cambio, “materia”, materialismo dialéctico. Lenin elabora la técnica política.
Esta atmósfera respiró el siglo XX. Pulsiones instintivas del inconsciente ahogan el alma humana. La lucha de clases liquida por la violencia la sociedad burguesa para construir una nueva sociedad. La voluntad de poderío conduciría a un nuevo hombre, a un hombre superior, al “superhombre” que transmutará los valores en un eterno retorno.
No creo que estemos todavía bajo tan aciaga constelación, pero tampoco que hayamos logrado purificar el aire. Pensadores actuales hablan todavía impunemente de “postmodernidad”, así Lyotard, o de “postmetafísica”, así Habermas, buscando la salvación de los viejos ídolos. Inclusive a la sombra, ahora, de un “liberalismo” progresista que se dice a sí mismo: “quema lo que has adorado y adora lo que has quemado”.
II
Situémonos en nuestros días. Veamos qué ocurre. Preguntémonos qué se oculta o se dice a medias. Asistimos a una mundialización de nuevo cuño, mediada por una economía globalizada, producto de una sociedad tecnológica. La tecnología es la de una razón que calcula, de una cultura de la imagen y la información y de una desbocada productividad de la industria y el dinero.
¿Bajo qué lema triunfal pudiera ponerse esa constelación de fuerzas y estructuras que configuran nuestro mundo actual? Hay dos ideas de la mayor nobleza, a las que de ordinario se echa mano, aunque no sé con cuánta legitimidad, para definir, si no nuestro mundo real, por lo menos nuestros ideales o esperanzas en el mundo que hemos entrado a vivir en este siglo XXI. Son las ideas de “libertad” y de “razón”. Nos sentimos, por naturaleza, seres libres y racionales y aspiramos a construir un mundo bajo esos lemas. Hay más triunfalismo que derrotismo en esta creencia que, por lo demás, no es nueva. ¿De qué “razón” podemos hablar hoy? ¿Qué sentido tiene la “libertad” que postulamos?
El pensamiento filosófico ha reflexionado y tiene una vasta experiencia acerca de lo que la libertad y la razón significan, pero yo ahora quisiera, mirando hacia el futuro, limitarme a considerar la libertad en el contexto moral en el que hoy se presenta social y políticamente. Va de suyo que la idea de “razón” en su sentido de razón práctica, está involucrada en la libertad. ¿Qué sentido tiene esta idea fuerza de la realidad social y política que parece interpelarnos después de las ideologías que oscurecieron el horizonte en el pasado?
III
Si se trata de la libertad, en el orden social y político, la ideología en cuestión es hoy el “liberalismo”. Permítaseme una breve narración del curso que ha seguido esta idea. Podrá observarse, entonces, que en circunstancias históricas distintas en las que la libertad ha ejercido su función hay cierta constante suya. Ella pareciera operar siempre en términos de resistencia, de oposición defensiva y necesitada de protección. En la libertad habría un carácter dominante con un toque negativo: brota de circunstancias adversas, parece definirse simplemente por oposición. Entonces se plantea la cuestión: ¿Es ese el lugar originario de la libertad, es ahí donde aparece su verdadero rostro?
Libertas llamó Cicerón al principio que instaura la República poniendo fin al despotismo de los reyes en la antigua Roma. Surge así un estado de derecho, quizá el más destacado valor histórico de esa cultura. En la Europa moderna la Revolución francesa volverá a destronar la Monarquía en nombre de la libertad. Los revolucionarios franceses tenían a honor aparecer como un antiguo romano: el gesto se había repetido. En un discurso en la Convención Robespierre dijo: “El gobierno de la Revolución es el despotismo de la libertad”. El Terror ejerció ese despotismo mediante la guillotina.
La teoría política de la Europa moderna pudiera decirse que se inaugura con la tesis de Hobbes sobre el Estado. Leviatán, el Estado, arranca de la salvaje condición natural del hombre en el que uno es un lobo para el otro. Para defender su libertad individual así amenazada y proteger su vida, cada individuo negocia su libertad renunciando a una parte de ella para forjar en común con los otros la ficción de un Estado a la vez omnipotente y protector.
A Hobbes sucede otro clásico, Locke, quien plantea un “derecho natural” cuya función principal es, ahora, la defensa de la propiedad privada. Locke habla de property, que no es en rigor un bien real, sino aquello de lo que un individuo tiene derecho a apropiarse en virtud de su propia actividad, es decir, como acción corpórea, como proyección de su propio cuerpo, como trabajo. La teoría del valor de los economistas clásicos, David Ricardo, por ejemplo, pero también Marx, proviene quizá de ahí. La libertad asume entonces un valor económico que ejerce competitivamente contra otros en el mercado.
Los pensadores ingleses influyen en los franceses. Voltaire, Montesquieu, Rousseau estuvieron por largo tiempo en Londres. Pero si en los ingleses la libertad se proyecta más bien en el plano económico, pues en el plano político el Parlamento ya contrapesaba el poder de la Monarquía, en Francia no ocurría lo mismo y la libertad debió plantearse más bien políticamente frente al absolutismo de los reyes y luego en la estructura de la república. Montesquieu planteó, entonces, la cuestión del equilibrio de los poderes del Estado y la autonomía de cada uno de ellos en su esfera.
Quisiera cerrar este capítulo con el testimonio de los dos últimos clásicos del liberalismo político en Francia e Inglaterra en el siglo XIX: Alexis de Tocqueville en Francia en su libro sobre De la Démocratie en Amérique y John Stuart Mill en Inglaterra en su escrito On Liberty. El primero es de 1835 y el segundo de 1859. ¿Contra qué exaltan el valor de la libertad estos hombres? Contra algo que los dos denuncian con idénticas palabras: la tiranía de las mayorías.
Por consiguiente: defensa frente al despotismo de los reyes, resistencia a la tiranía, protección ante la salvaje condición natural del hombre, establecimiento de la propiedad privada y su defensa frente al poder público, autonomía de un poder del Estado frente a otro, contrapeso y equilibrio de poderes, en fin, defensa contra la omnipotencia de las mayorías. La libertad se desparrama en libertades
IV
¿Pero cuál es, en esencia, el sentido de la libertad? Marx, Nietzsche, Freud dijeron cosas serias, profundas, cargadas de pasiones, ciertamente catárticas. Pero ya no se puede vivir de ellas. Y la libertad es un faro en la niebla. Uno aspira a ser libre, a vivir con autenticidad, a respetar y ser respetado en su dignidad. ¿Cuál es, en qué consiste, cómo se gana la libertad, cómo se conquista esta dignidad humana?
Se trata eminentemente de una pregunta filosófica, pero hoy día de ella pende la posibilidad de construir una sociedad justa. Y en un lugar como éste añadiría, una empresa justa, pilar de esa causa.
Permítanme citar de nuevo a Ortega y Gasset, que fue un maestro del pensar filosófico en nuestra lengua, particularmente certero en su visión de la sociedad y la cultura. “El liberalismo, dijo Ortega, fragmenta la libertad en una pluralidad de libertades” y añadió en otro lugar “la libertad europea ha cargado siempre la mano en poner límites al poder público e impedir que invada totalmente la esfera individual de la persona”. Es lo que observábamos en la breve narración recién hecha. Por supuesto eso no está mal: está muy bien. Pero ¿qué significa eso que Ortega llama “la esfera individual de la persona” .
Yo creo que ahí está el núcleo de lo que llamaría la cuestión moral. Y me parece que en este plano se comete una gran falacia cuando se piensa que esa esfera es un reducto blindado dentro del cual cada uno puede hacer lo que quiera. ¿Soy libre para obrar como me plazca en mi inviolable privacidad individual? No es así. Por el contrario, ese es el núcleo de la vida moral desde donde todas las formas de la libertad adquieren su sentido. Ortega no falló en la palabra final de su frase: la esfera individual de la “persona”, dijo. Aquí está el sujeto de la libertad.
La idea de persona proviene originalmente de la teología cristiana. Jesús, Verbo de Dios hecho hombre –el Logos que fue en el principio, como dijo San Juan–, y la Santísima Trinidad, como dijera San Agustín, figura misma de Dios, constituyen a la par una forma esencial de relación. En ella radica la estructura del ser “persona”. Así pensó Santo Tomás de Aquino. El Dios creador sella en el rostro del hombre esa figura.
La teología moral engastó el ser persona del hombre en la razón práctica aristotélica, vale decir, en la razón del individuo humano en el ejercicio de su vida. No pretendo llevar las aguas al molino de la teología cristiana, pese al respeto que le profeso. Quiero permanecer en el plano de la razón, desde luego de la razón práctica aristotélica, pero no sólo en ella, sino en aquella que abastece en forma dominante al pensamiento social y político de la modernidad hasta nuestro tiempo: el pensamiento de Kant.
Hay una notable coincidencia entre el pensamiento de Kant y el del gran maestro clásico de la ética, que fue Aristóteles. Ambos maravillosamente coinciden en situar en el centro de la verdad moral la razón y la libertad. Uno y otro emplean la misma expresión, cuya originalidad habría que reconocérsela a Aristóteles: “razón práctica”. Ella, dice Aristóteles en la Ética Nicomaquea, sencillamente es el hombre. La ética de Kant está en el libro que lleva como título Crítica de la Razón Práctica.
Pero hay entre ambos una diferencia muy sutil y no menos esencial. Kant piensa que lo que la razón práctica hace es forjar un imperativo que viene a decir: tú debes. Es una apoteosis del deber al que no se asigna otro contenido que un mandato que adquiere forma universal: una ley. La conciencia universal de la ley da a conocer la libertad en su esencia. Y el imperativo práctico dice: la persona es un fin en sí mismo, nunca un medio. Ese principio se tergiversará como mera autonomía, voluntad de poder, deseo inconsciente o dialéctica materialista y llegará a encerrarse como vida privada y subjetivismo hedonista.
Aristóteles, en cambio, forjará la ética a partir de la realidad concreta del individuo humano, inserto en comunidades con otros hombres y dentro de un plan arquitectónico al que llamó: vida buena. Es una vida presidida por la virtud; por lo que Platón llamó el enjambre de las virtudes.
No sé si he abusado de la paciencia de ustedes con asuntos algo impertinentes. Me lo he permitido en la convicción de que si no tenemos buena conciencia de ellos, seguiremos vagando en la niebla.