El caso de la eutanasia demuestra inequívocamente que la medida del valor de la vida presente depende de la afirmación/negación del destino eterno de toda persona humana, y en último término de ser el hombre un «yo» llamado a pronunciarse ante Dios.
Existen preguntas que sólo plantean problemas a la razón humana; existen preguntas que abren a la libertad humana las puertas del misterio. Si me pregunto cuándo comenzó exactamente el tercer milenio, planteo un problema en el cual la respuesta, cualquiera sea, no implica de raíz mi condición humana: no constituye provocación alguna a mi libertad. Si me pregunto, en cambio, si existen situaciones en la cuales vivir ya no tiene sentido, y si dado este supuesto es justo el suicidio (asistido o no por otros), me doy cuenta de que estoy procurando descifrar el misterio del sentido del sufrimiento humano, procurando saber si pueden existir situaciones en que el mal es una potencia invencible. Estoy provocando a mi libertad.
La pregunta sobre la eutanasia se encuentra en la segunda categoría y por eso nos atañe tan profundamente.
Sin pretender ser exhaustivo, me limitaré a algunas reflexiones esenciales, si bien incompletas, destinadas a descifrar el misterio de la muerte y el sufrimiento.
En una reflexión tan comprometedora, la claridad de los conceptos es más que nunca de rigor. Es preciso distinguir con precisión entre eutanasia y rechazo del empeño terapéutico; entre eutanasia y muerte del paciente como efecto secundario, previsto, pero no deseado, del suministro de analgésicos.
Me limito entonces a hablar exclusivamente de la eutanasia entendida en el sentido preciso de «una acción u omisión que por su propio carácter e intenciones provoca la muerte con el fin de eliminar todo dolor» (Evangelium Vitae, N. 65, I).
Ante esta conducta humana, planteo las dos preguntas siguientes: ¿por qué la eutanasia se ha legitimado cada vez más, llegando a ennoblecerse en la conciencia moral de los hombres de nuestro Occidente y en el carácter distintivo de las comunidades civiles occidentales? ¿Qué pensar y hacer ante semejante legitimación?
Haciendo una rápida revisión de los argumentos a favor de la eutanasia, podemos fácilmente reducirlos a uno solo: existen condiciones en las cuales seguir viviendo ya no es un bien y por consiguiente deja de tener sentido; nadie puede ser obligado a vivir una vida insensata por cuanto es inhumana; por consiguiente, al dejar de existir la obligación de vivir, se tiene derecho a morir (es secundario si uno mismo se da muerte o pide a otros hacerlo).
Esta argumentación da para mucha reflexión. Nos demuestra que en Occidente ha sido abatida la verdad cristiana de la muerte. La legitimación y ennoblecimiento de la eutanasia ha sido posible porque se ha de-construido progresivamente la idea cristiana de la muerte. Esta demolición o de-construcción reside substancialmente en la despersonalización de la muerte.
La raíz de esta despersonalización debe ubicarse en la progresiva negación de la dimensión histórica de la muerte, cuya afirmación constituye en cambio el punto de partida de la visión cristiana de la muerte. La muerte se ha convertido cada vez más en un hecho natural frente al cual, al igual que frente a todo hecho natural, se maldice la propia impotencia o se procura someterla a la propia decisión libre. Con la negación de la dimensión histórica, se ha producido una degradación axiológica de la muerte. Si de hecho las causas de la muerte son puramente leyes biológicas impersonales, si su único significado es la disgregación de una realidad (la del hombre) que subsiste radicándose en un universo pre-personal y por consiguiente carece totalmente de finalidad, entonces la muerte en sí misma y por sí misma no tiene connotación ética alguna. La muerte no es un acto del hombre, sino puramente un hecho natural. El carácter natural de la muerte y su degradación axiológica tienen lugar aquí, coherentemente, en forma conjunta.
La legitimación-ennoblecimiento de la eutanasia nace dentro de este proceso. ¿En qué consiste esencialmente? En el hecho de que la decisión de morir, sólo cuando se considere conveniente morir, dé carácter humano a la muerte; lo cual la desnaturaliza, convirtiéndola en un acto del hombre.
El cristianismo comienza su discurso sobre la muerte diciendo que es un acto del hombre caracterizado por una doble referencia histórica: es muerte «en Adán» y es muerte «en Cristo». Es la primera afirmación cristiana sobre la muerte. El ennoblecimiento actual de la eutanasia comienza su discurso sobre la muerte diciendo que es un acto del hombre cuando se elige libremente basándose en que se juzga carente de valor la propia permanencia en la vida. Prescindiendo por el momento de este juicio, que está en la base de la decisión sobre la eutanasia, consideremos la siguiente equivalencia: muerte como acto del hombre = muerte decidida por el hombre.
Esta equivalencia expresa en primer lugar un concepto de libertad según el cual ésta es la negación de todo supuesto previo, es inicio absoluto. Por cuanto se considera que morir es un evento puramente natural, sólo existe un modo de desnaturalizar la muerte, cual es atribuir al hombre el poder de decidir el momento oportuno de la misma: sólo así también morir pertenece radicalmente al hombre. Y esta pertenencia significa simplemente: yo decido cuándo debo morir. Aquí se ve la demolición total del concepto cristiano de muerte. Según la doctrina cristiana, lo que depende de la libertad del hombre es la condición ética de mi muerte: el morir «en Cristo» o el morir «en Adán». Según la concepción que se ha impuesto a partir del Iluminismo, lo que depende y debe depender de la libertad del hombre es el mero hecho de morir, desde el momento en que morir ya no es sino un mero hecho, una pura necesidad o casualidad.
La segunda afirmación, que pone su sello a toda la concepción cristiana de la muerte, es la siguiente: la muerte es el momento que decreta el destino eterno del hombre. Por el contrario, la legitimación-ennoblecimiento de la eutanasia se basa en asumir el eventual permanecer en una existencia totalmente carente de sentido. De una vida, como se dice comúnmente, desprovista de calidad.
La contraposición de estas dos visiones es una vez más total, tocando así al fondo de la degradación axiológica del morir humano. En realidad, la afirmación de la muerte como momento que decreta el destino eterno del hombre señala dos verdades: que la existencia presente es una existencia en camino hacia la eternidad; y que el hombre está relacionado verticalmente con la eternidad en y mediante el instante de la libre elección en cuanto obediencia/desobediencia a la ley moral, la ley eterna de Dios. De lo cual se desprende que el valor último del hombre reside en la calidad ética de su libre elección en relación con la ley de Dios y no en la calidad de su permanencia en el tiempo; pero si, por el contrario, la muerte es el mero hecho de terminar nuestro ser y por tanto la calidad de nuestra existencia depende de la calidad o modo de estar en el tiempo, es lícito visualizar casos hipotéticos en los cuales la calidad de la vida está comprometida de tal manera que simplemente se justifica ponerle fin. Decir «esta vida ya no tiene una calidad digna de ser vivida» es la expresión cabal del antihumanismo contemporáneo, ya que niega lo que constituye la culminación de la dignidad humana: el valor moral de la libre elección. Y como siempre ocurre, mientras mayor es un error, más necesita disfrazarse con falsas apariencias de verdad: las apariencias falsas de humanismo.
Ciertamente existen muchas penas y desgracias humanas. A menudo se llega a hablar de vidas desperdiciadas. ¿Pero cuál es en realidad la verdadera calidad de la vida humana? ¿Qué significa una existencia humana en cuanto humana? Es la capacidad del hombre de adquirir, con una decisión eterna, conciencia de sí mismo como espíritu, como «yo», como alguien que se encuentra en presencia de Dios. Y esta decisión depende únicamente del propio yo. Cuando el hombre pierde esta conciencia, la conciencia de sí mismo situado ante Dios por sus propias opciones, se pierde en el flujo del tiempo y cambia totalmente su criterio de valoración de sí mismo: ¿qué utilidad tiene mi permanencia en la vida? ¿Qué felicidad puedo aún prever? ¿Puedo prever puramente sufrimiento? Eso significa que la vida no tiene valor en presencia de Dios, sino en sí misma: su valor es un valor que puede cesar, no eterno.
Las dos ideas que ponen el sello a toda la concepción cristiana de la muerte -la muerte como acto del hombre y la muerte como acto que decreta el destino eterno del hombre- han sido por tanto completamente desvirtuadas por la legitimación-ennoblecimiento de la eutanasia. Consisten en realidad en dos momentos correlativos con las dos afirmaciones cristianas: la muerte como evento puramente natural, que debe personalizarse, atribuyendo al hombre el poder de decidir su momento, y la muerte como momento final de una existencia exhaustivamente temporal cuyo valor juzga el hombre en relación con el futuro previsto.
Qué hacer
El caso de la eutanasia demuestra inequívocamente que la medida del valor de la vida presente depende de la afirmación/negación del destino eterno de toda persona humana, y en último término de ser el hombre un «yo» llamado a pronunciarse ante Dios. Kierkegaard observó con agudeza que la conciencia de la propia grandeza depende de ante quién o ante qué la afirmo. Es ante Dios que el hombre está llamado a situarse. De aquí se desprende que la construcción de una cultura de la vida encuentra su fundamento último en el ayudar a todos los hombres a tomar conciencia de esta vocación que tienen: «nos ha reengendrado a una esperanza eterna» (1 Pe 1, 4). Es en resumen la tarea esencial de la Iglesia: anunciar el Evangelio de la vida eterna (ver 1 Jn 1, 1-4). Y es la cuestión central sobre el hombre: si éste es ciudadano del tiempo o ciudadano de la eternidad entregado al tiempo como rehén.
La segunda tarea, vinculada estrechamente con la primera, consiste en hacer madurar un gran sentido crítico (ver Rm 12, 1-4) ante una cultura de la muerte y la negación de la libertad. Está vinculado con esto el compromiso de educar a las generaciones jóvenes para hacerlas salir de ese desierto del sentido en el cual resulta impensable atribuir un valor eterno a la vida de cada uno. ¿Qué valor tendría de hecho una vida humana que comienza por azar, no tiene meta final alguna y es fruto de coincidencias casuales? Mientras sea placentera o se cuente con una prudente previsión de un futuro temporal mejor, es posible vivirla; de lo contrario, carece de todo valor.
Con todo, al enfocar el problema de la eutanasia, jamás se debe olvidar que su verdadera solución es otra. «El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía, de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen». Es ésta una perspectiva que debe inspirar toda política sanitaria.
Considero que el futuro de la democracia depende ahora de una sola interrogante: ¿en nuestra convivencia es todo negociable y por tanto susceptible de someterse al cálculo de mayoría/minoría o existe algo sobre lo cual no es concebible la negociación? En otras palabras: ¿se deciden la verdad sobre el hombre y el bien del hombre a partir de la convención o contrato social?
Escribe Agustín: «quidquid… vis potes fugere, homo, praeter conscientiam tuam (oh, hombre, puedes huir lejos de todo lo que quieras, pero no de tu conciencia)» (en INPS 30, II D. 1, 8). El Evangelio tiene en todos los hombres como aliado la conciencia moral de los mismos.