Don Bartolomé Rodrigo González Marmolejo fue un verdadero Padre de la Patria.
La fuerza de los orígenes
Puesto por las circunstancias históricas al costado de Pedro de Valdivia, conquistador de Chile, Bartolomé Rodrigo González Marmolejo, primer obispo de Santiago de Chile, da la impresión de ser un personaje de tono menor. Sin embargo, una revisión menos primeriza de los textos antiguos que aluden a él y de los trabajos de investigación histórica que a partir de Crescente Errázuriz [1] y Domingo Amunátegui Solar en 1901 [2] se han ocupado de él, ayuda a dejar atrás un juicio demasiado mezquino. Aunque don Rodrigo no dejó otros escritos que los estrictamente burocráticos y sabemos de sus sermones sólo por referencias generales, comparte plenamente con don Pedro los padecimientos y honores anejos al rol de forjadores de orígenes y labradores de fundamentos; orígenes y fundamentos nada menos que de la realidad histórica que es Chile o, más nítidamente, el “reino de Chile”. En ese tema ambos eran hermanos, empeñandose hombro a hombro y auxiliándose mano a mano con igual benevolencia. No por ello hay que dejar de mencionar, sin embargo, la diferencia de miras en su común solicitud por Chile: si a Valdivia le apasionaba el “reino”, tan propicio para “perpetuarse en él” y para “ganar fama y un nombre que dejar a los herederos”, para González Marmolejo lo primordial eran las “ánimas”, es decir, los habitantes de aquel reino, fuesen españoles o no y eso, para afirmarlos en la paz con Dios y entre ellos mismos. Los testimonios son unánimes sobre su carisma de reconciliar y unir y el mismo Valdivia encargará a Alonso de Aguilera, portador en octubre de 1550 de una carta suya al emperador, aludiendo a don Rodrigo, donde expresa “diréis también todo lo que sabéis de su integridad y de lo que todo lo amamos acá, por sus letras, predicación y buena vida”. Significativa resulta igualmente la observación de Fray Reginaldo de Lizárraga, segundo obispo de la Imperial [3]: “El primer obispo de este reino, aunque no se consagró, fue don Rodrigo González Marmolejo, clérigo, que se halló en la conquista de este reino con don Pedro de Valdivia y fue su confesor; afable varón y gran predicador.”
Adelantándose a los siglos, podríamos decir que fueron una especie de “compañeros de fórmula”. Lealmente intercambiaron el regalo del mutuo aprecio en los días atribulados de los orígenes y los dos tuvieron que someterse a la frustración final, don Pedro con su muerte prematura en Tucapel, en la Navidad de 1553, y don Rodrigo con la imposibilidad de ser consagrado obispo hasta su muerte, hacia fines de 1564. Ahora bien, si es cierta e indiscutida la sentencia de Tertuliano “Omne res ab origine suo discernitur” (Toda cosa se define por sus orígenes) [4], en el trabajo de discernimiento de lo que significa y vale Chile, los primeros e ineludibles testigos serían Pedro de Valdivia y Rodrigo González Marmolejo, el primero en lo civil, el segundo en lo eclesiástico. Surge entonces la pregunta ¿les damos de hecho ese honor? Y si no, ¿por qué?
Trabajoso camino hacia Santiago de Chile
Don Rodrigo, futuro “obispo símbolo en la historia de la Iglesia en Chile”, como lo califica Fernando Aliaga Rojas, su más reciente y completo biógrafo [5], había nacido en el pequeño pueblo de Constantina, diócesis de Carmona, vecina a la arquidiócesis de Sevilla, alrededor del año 1487. Era hermano del deán de la catedral de Sevilla, Diego de Carmona. Joven aún, ingresó a la Orden de Santo Domingo, donde se lo conoció con el nombre de Rodrigo de la Plaza. En los estudios que hizo en su instituto, entonces en apogeo, avanzó hasta el grado de bachiller en teología. Por razones que ignoramos, obtuvo dispensa de sus votos y pasó al clero diocesano, donde fue ordenado sacerdote. Desde entonces firmaba con el nombre de Rodrigo González. Este cambio del clero regular al secular o diocesano, sería como un presagio del mismo trueque en el futuro arzobispo de Santiago, Mons. Crescente Errázuriz, ex fray Raimundo de la misma Orden de los Predicadores (1839-1918-1931). A los dos esta circunstancia les fue calificada como objeción en los prolegómenos de sus respectivos nombramientos en la Curia romana. En cuanto a González Marmolejo, y considerado su posterior tenor de vida, se podría pensar que en algún momento habría reconocido que, más que hombre de estudio y de vida claustral, su vocación era la de hombre de acción. En 1536 llegó a Lima en el grupo de Alonso de Córdoba y durante cuatro años absorbió el duro noviciado de capellán de conquistadores, primero en el ejército de Francisco Pizarro y después en la expedición del enviado de este último, Pedro de Candía, hacia las regiones selváticas de los indios mojos (o chunchos) y chiquitos en la actual Bolivia. En la práctica esto le reportó interminables marchas, lluvias de flechas envenenadas de los indios hostiles, amotinamiento de españoles, hambre, sed, cansancio, nubes de mosquitos, picaduras de serpientes, en resumen, una pastoral en medio de indigencias y peligros. Sólo las cartas e informes que escribieron los misioneros jesuitas, que un siglo más tarde comenzaron a misionar estas regiones, pueden proporcionarnos una idea del noviciado espiritual que debió pasar González Marmolejo [6]. Sus penitencias de ninguna manera fueron inferiores a las de los Padres del desierto y con el mérito especial de que su ascesis no fue auto-procurada, sino que impuesta por las circunstancias. Muy poco sobre don Rodrigo se puede desprender de las crónicas de aquellas experiencias de infierno, pero algo significativo: “sobresalió por su actitud humana y su gran caridad con los enfermos” [7]. Como se sabe con seguridad que don Rodrigo estuvo presente en estos lances de conquistadores, aquellas crónicas permiten reconstruir las experiencias del futuro primer obispo de Chile. Esto aún no se ha hecho con la debida acuciosidad. Un ejemplo de lo interesante que resultaría explorar más esta parte del currículum del futuro obispo lo encontramos en una referencia que nos proporciona Gonzalo Vial en su última obra “Chile, cinco siglos de historia”. En la nota 21 de la página 83 comenta respecto de Rodrigo González Marmolejo: “Capellán de la expedición a los chunchos, debió enterrar en la selva sus ornamentos y vasos sagrados, para que no se apoderasen de ellos los indígenas que lo perseguían” [8]. Aparte de los padecimientos sufridos, esto revela que don Rodrigo tuvo un fuerte sentido de lo sagrado. ¿Cuándo y dónde tuvo lugar el primer encuentro entre Pedro de Valdivia y González Marmolejo? Si se lee a Crescente Errázuriz [9] esto habría sucedido en la catedral de Cuzco, en aquel luminoso 20 de enero de 1540 en que Pedro de Valdivia comenzó con un acto consagratorio la misión que henchiría su vida: la creación de Chile como nación y –no podía ser de otro modo- como nación cristiana: “Desplegado el real estandarte por el alférez mayor Pedro de Miranda, entró (Valdivia y sus principales jefes) a la iglesia catedral (de Cuzco). Ahí lo aguardaba el obispo don Vicente de Valverde [10], que, como en las grandes solemnidades, había hecho descorrer el velo que cubría la imagen de la Asunción, titular de la iglesia [11]. Recibió en sus manos el voto hecho por el futuro conquistador de Chile de dedicar a esa sagrada advocación de María el primer templo que levantara y poner bajo el patrocinio del apóstol, también patrono de Cuzco, la primera ciudad que fundara. Dióles en seguida su bendición y nombró al presbítero Rodrigo González capellán castrense y cura vicario de la futura ciudad de Santiago”.
El relato da la impresión de que González Marmolejo también se hallaba presente en el histórico momento; pero no fue así. Siguiendo a Fernando Aliaga deducimos el siguiente itinerario: en Tarija, donde estaba en el grupo de la disuelta entrada a los indios del Chaco, González Marmolejo supo de la expedición de Valdivia a Chile y bajo el mando del capitán Diego García de Cáceres, él y un grupo de otros soldados [12] fueron a reunirse con Valdivia en el pueblo de Tarapacá. Fue, pues, en aquella quebrada, en que más tarde, el 27 de noviembre de 1879, se enfrentarían las tropas chilenas y peruanas durante la Guerra del Pacífico, en que se saludaron por primera vez don Pedro y don Rodrigo. Este último frisaba los 53 años y, tal como lo representa el único retrato que hay de él, venía con las mejillas hermosamente esculpidas por el hambre, los ojos grandes y llenos de bondad, la frente ancha y pocos cabellos grises. Aunque la citada obra pictórica es de épocas posteriores, su autor la pintó con los datos proporcionados por los cronistas y de este modo no es del todo ajena al retratado. Presumiblemente venía con la sotana más bien corta, a causa de las botas de montar, de cuero gastado y nada lustroso. En aquella época no se daba el título de “Monseñor”, él tampoco lo parecía. Simplemente era “don Rodrigo”, y quizás por eso los historiadores prefirieron ese título.
El rigor de los primeros tiempos
Su tarea consistiría a partir de entonces en vivir y compartir todas las horas difíciles del precario Chile de los orígenes, consolando, animando, reconciliando, celebrando la misa cuando se podía, predicando. Lo primero fue la lenta travesía del desierto más seco del mundo, el de Atacama, por la misma ruta por la que se había retirado Diego de Almagro. Estuvo presente en la toma de posesión en nombre del rey de la tierra de Chile en el valle de Copiapó, el 24 de octubre de 1540; lo estuvo también en la fundación de Santiago, el 12 de febrero de 1541, y en la consiguiente repartición de solares le fue asignado el de la esquina noreste de las actuales calles Catedral y Bandera. Estuvo también en el cabildo abierto del 10 de junio de 1541, en el cual los vecinos le pidieron a Valdivia que aceptase el cargo de gobernador del rey en Chile. El 11 de septiembre de 1541, durante el asedio de los indios de Michimalonco, participó en la defensa de los cincuenta pobladores que Valdivia había dejado entre inseguras estacadas antes de partir con el grueso de la tropa al Cachapoal. Fue la aciaga jornada en que Inés de Suárez mandó cortar las cabezas de siete caciques cautivos y arrojarlas por encima de la empalizada a los atacantes. Don Rodrigo tuvo su trabajo principalmente con los heridos y moribundos.
Después de la retirada de los atacantes y del retorno de Valdivia a Santiago comenzó la etapa del hambre y del desánimo, durante la cual, para colmo, don Rodrigo estuvo impedido por meses de celebrar la misa a causa de la falta de vino. En su primera carta al emperador Carlos V, escrita en La Serena, el 4 de septiembre de 1545 la pluma elocuente de Valdivia hizo revivir los difíciles años de 1542 y 1543, hasta el retorno con hombres y auxilios de Alonso de Monroy en enero de 1544: “Los indios pelearon todo un día en peso con los cristianos y nos mataron veintitrés caballos y cuatro cristianos y quemaron toda la ciudad y comida y ropa y cuanta hacienda teníamos, que no quedamos sino con los andrajos que teníamos para la guerra y con las armas que a cuestas traíamos y dos porquezuelas y un cochinillo y una polla y un pollo y hasta dos almuerzas de trigo”. Más adelante, en la misma carta, tratando ya de los sucesos de 1545, el conquistador vuelve sobre el tema de las dos almuerzas de trigo y de los humildes animalitos que sobrevivieron al terrible combate del 11 de septiembre: “De aquí a tres meses por diciembre, que es el medio verano, se cogerán en esta ciudad diez o doce fanegas de trigo y maíz sin número y de las dos porquezuelas y cochinillo que salvamos cuando los indios quemaron esta ciudad, hay ya ocho o diez mil cabezas y de la polla y el pollo tantas gallinas como hierbas, que verano e invierno se crían en abundancia”. En la última parte de la carta que estamos citando aparece el primer testimonio de Valdivia referente a don Rodrigo y significativamente se relaciona con el tema del buen trato de los indígenas: “A los naturales trato yo conforme a los mandamientos de Vuestra Majestad, por descargar su real conciencia y la mía. Y para ello hay cuatro religiosos sacerdotes, que los tres vinieron conmigo, que se llaman Rodrigo González y Diego Pérez y Juan Lobo [13]. Entienden en la conversión de los indios y nos administran los sacramentos y usan muy bien su oficio de sacerdocio. El Padre bachiller Rodrigo González hace en todo mucho fruto con sus letras y predicación, porque lo sabe muy bien hacer y todos sirven a Dios y a Vuestra Majestad”.
El caso del escribano Juan Pinel
Don Rodrigo se destaca nuevamente en relación con un episodio trágico del naciente reino. El 13 de diciembre de 1547, sabido el asesinato de Francisco de Pizarro y la rebelión de Gonzalo Pizarro contra la autoridad del rey, Valdivia se embarcó en Valparaíso para afianzar su obra en Chile, poniéndose de parte del enviado del emperador, Pedro de la Gasca, y consiguiendo más gente y recursos. En ese momento crucial de su destino, ensombreció su vida y fama con un acto de vil injusticia contra una quincena de compatriotas y compañeros de conquista. Les había dado el permiso de dejar Chile junto con sus ahorros, que totalizan una suma de 70.000 pesos oro. Recurriendo a la astucia, los dejó en tierra, zarpando él con los ahorros de ellos y dejándoles sólo la promesa verbal de que más tarde les restituirá aquel forzado préstamo. Según Gonzalo Vial “nadie le creyó. Atónitas y enfurecidas desde la playa, las víctimas del engaño contemplaban impotentes el lejano barco… El más afectado fue un escribano granadino, que iba para los sesenta años: Juan Pinel. En la patria le aguardaban su cónyuge y cinco hijos, incluidas dos mujeres que tendrían dote y, por tanto, marido con el oro indiano. La misma tarde Pinel comenzó a enloquecer” [14].
El viaje al Perú, con todo, resultó muy afortunado para el conquistador. Se unió inmediatamente con el que representaba la autoridad legítima del rey, Pedro de la Gasca, quien a su vez le entregó toda su confianza, y así en abril de 1548 en la batalla de Jaquijaguana, fueron derrotadas las huestes de Gonzalo Pizarro, quien terminó ajusticiado. Valdivia pudo retornar triunfalmente a Chile, aunque previamente tuvo que responder ante De la Gasca una serie de cargos. Fue absuelto de ellos, pero se le mandó devolver el dinero “expropiado” en forma tan vil en 1547 y separarse de Inés de Suárez. En la devolución el gobernador no avanzó muy rápidamente, porque siempre estaba abrumado de deudas por todos los gastos de la conquista. Nuevamente recurrimos al texto de Gonzalo Vial: “Ya de vuelta don Pedro el trastornado escribano Pinel lo importunaba incesantemente, arrodillándose ante él y aún implorandole escuchar las doloridas cartas que sus hijas sin dote, remitían desde España. Terminó Valdivia, a quien probablemente molestaba el aguijón adicional de la conciencia, por amostazarse con el escribano y echarlo de mala y amenazadora manera. Cayó el infeliz en una depresión todavía peor. Compadecido el clérigo y futuro obispo Rodrigo González, que era un alma de Dios y afortunado, garantizó a Pinel el pago de la suma adeudada (tres mil pesos oro) y hasta ofreció entregárselas de inmediato… Con la seguridad bastaba, respondió el escribano, momentáneamente aliviado. Pero el mal síquico, inexorable, siguió su curso; corridos unos días, Pinel se ahorcaba” [15].
Año 1550: González Marmolejo fracasa en su intento de retornar a España
La vida sudamericana del primer obispo de Chile puede separarse en tres etapas: 1536-1540: Participación en expediciones hacia los indios de la selva de la actual Bolivia. 1540-1550: En los años iniciales del reino de Chile. 1550-1564: Vicisitudes en el camino hacia su nombramiento como obispo.
Hasta 1552 las parroquias de Chile dependían de la diócesis de Cuzco. Al crearse en ese año la nueva diócesis de Charcas (Chuquisaca, la actual Sucre), la dependencia se cambió a esa sede. Su primer obispo fue Fray Tomás de San Martín O.P., amigo de don Rodrigo, quien lo nombró vicario general para todo el territorio de Chile. Don Rodrigo sentía el peso de los años y el deseo de morir en paz en su patria. Valdivia lo comprendía, pero en su fuero interno tenía otros designios: el que su fiel compañero fuese el obispo de su amado reino. Todo está dicho en su tercera carta al emperador, escrita en Concepción, el 15 de octubre de 1550:
“El Reverendo Padre Rodrigo González es natural de la villa de Constantina y hermano de don Diego de Carmona, deán de la santa iglesia de Sevilla. Vino conmigo al tiempo que yo emprendí esta jornada, habiendo salido pocos días antes de otra muy trabajosa y peligrosa por servir a V.M. que hizo el capitán Pedro de Candía en los chunchos, donde murieron muchos cristianos y gran cantidad de los naturales del Perú, que llevaron de servicio y con sus cargas, de hambre: y los que salieron tuvieron bien que hacer en convalecer e tornar en sí por grandes días."
“En lo que se ha empleado este reverendo padre en estas partes, es en el servicio de nuestro Dios y honra de sus iglesias y culto divino y principalmente en el de V. M.; en esto y con su religiosa vida y costumbres en su oficio de sacerdocio, administrando los sacramentos a los vasallos de V. M., poniendo en ello toda su eficacia, teniéndolo por su principal interés y riqueza. Ciertas cabezas de yeguas que metió en la tierra con grandes trabajos, multiplicandolas Dios en cantidad por sus buenas obras, que es la hacienda que más ha aprovechado y aprovecha para el descubrimiento, conquista y población y perpetuación de estas partes, las ha dado y vendido a los conquistadores para este efecto. El oro que ha habido de ellas, siempre que lo he habido menester para el servicio de V.M. y para me ayudar a enviar por los socorros dichos para el beneficio de estas provincias, me lo ha dado y prestado con tan buena voluntad como si no me diera nada; porque su fin ha siempre sido y es en lo espiritual como buen sacerdote, ganar ánimas de los naturales para el cielo e animar a los cristianos a que no pierdan las suyas por sus codicias, sembrando siempre entre ellos paz e amor que el Hijo de Dios encargó a sus discípulos cuando se partió de este mundo; y en lo temporal como buen vasallo de V.M., ayudar a engrandecer su corona real viribus et posse”.
En este punto de su carta Valdivia revela el deseo de González Marmolejo de retornar a España para terminar en paz sus últimos días. Valdivia por ello lo nombró portador de su carta al emperador, pero al mismo tiempo ruega a éste que lo devuelva a Chile con el cargo y título de obispo. De este modo queda claro que ya en 1550 don Rodrigo consideraba terminada su misión en Chile, mientras que don Pedro lo quería para un oficio más alto. La disyuntiva la decidiría la feligresía de la capital. La carta y el testimonio de Valdivia en favor de González Marmolejo continúan después:
“La conclusión es en este caso, que [González Marmolejo], después de haber hecho el fruto dicho, por verse tan trabajado y viejo, ha determinado de se ir a morir a España y besar las manos a V. M., siendo Dios servido de le dejar en salvamiento ante su cesáreo acatamiento y darle razón de todo lo de estas partes, que como tan buen testigo de vista la podía dar como yo. “Y por más servir y ver cómo estaban las ovejas que él había administrado cuando vino a la población e conquista de esta ciudad de la Concepción, habiendo [yo] dejado por su ancianidad en la ciudad de Santiago, se metió a la ventura en un pequeño bajel y se vino aquí a nos animar y refocilar a todos en el amor y servicio de nuestro Dios; y hecha esta romería dio la vuelta a la dicha ciudad a hacer en ella su oficio. Yo lo despacho de esta ciudad de la Concepción, porque por mi ocupación y su vejez no nos podemos ver a la despedida. Por las causas dichas y fruto que hemos cogido de las buenas obras y santas doctrinas que entre nosotros ha sembrado en todo este tiempo, todos los vasallos de V. M. lloramos su ausencia y tendríamos necesidad en estas partes de un tal prelado. De parte de todos los vasallos de V.M que acá estábamos y le conocimos, qué poder me han dado para ello, y de la mía, como el más humilde súbdito y vasallo de su cesáreo servicio, suplicamos muy humildemente a V.M. ser servido, llegado que sea en su real presencia, le mande vuelva a estas partes a le servir, mandando nombrar a la dignidad episcopal de estas provincias, haciéndole merced de su real cédula, para que, presentada en el consistorio a público, nuestro muy Santo Padre le provea de ella, porque yo quedo tan satisfecho según el celo que vendrá a tomar este trabajo sólo por servir a nuestro Dios, mandando V.M. o los señores de su Real Consejo de Indias, diciendo convenir así a su cesáreo servicio y conversión de estos naturales, que por el amor particular que a este tiene, sé yo, obedecerá y cumplirá hasta la muerte y no de otra manera.
“Y si acaso estuviese proveído alguna persona del obispado de Chile, puédele V.M. nombrar para el obispado de Arauco y ciudad que poblare en aquella provincia. Aunque dice San Pablo ‘qui episcopatum desiderat, bonum opus desiderat `doy mi fe y palabra a V.M. qué sé yo que no lo ama, aunque el oficio que suelen usar los que lo alcanzan sea empleado en él como buen caballero de Jesucristo.
“El cabildo y pueblo de la ciudad de Santiago me escribe que se han echado a sus pies, rogándole de Dios y de V.M. no les deje, poniéndole por delante los trabajos del camino y su ancianidad. Podrá ser que, movido por los ruegos de tantos hijos, él como buen padre los quiere complacer y deje la ida [a España], que yo no lo podré saber tan presto. A V.M. suplico otra y muchas veces que, vaya o no, se nos haga la merced de dárnoslo por prelado, pues la persona que V.M. y los señores de su Real Consejo con tanta voluntad han de mandar buscar por los claustros y conventos de sus reinos y señoríos para tales efectos, que sea de buena vida y costumbres, aquí la tienen hallada y que haga más fruto con sus letras, predicación y experiencia que tiene de estas partes, que todos los religiosos que de allá podrían venir, y así lo certifico yo a V.M.”.
El mismo día 15 de octubre y de la misma ciudad de Concepción, el gobernador dirige otra carta a sus apoderados en la Corte del emperador diciendo, entre otros asuntos: “Asimismo que se escriba a S.M. suplicando haga merced a esta tierra y sus vasallos de mandar nombrar por obispo al Padre bachiller Rodrigo González. Y el señor Alonso de Aguilera atenderéis a solicitar esto, que si no es por mandárselo S.M. [Rodrigo González Marmolejo] no aceptará el obispado, atento que no es nada presuntuoso de dignidades. En esto diréis también todo lo que sabéis de su integridad y de lo que todo lo amamos acá, por sus letras, predicación y buena vida”.
El último testimonio del gobernador Pedro de Valdivia en favor del nombramiento de Rodrigo González como obispo de Chile se puede leer casi al final de la quinta y última carta a Carlos V, que fue escrita en Santiago, el 26 de octubre de 1552:
“A la conversión de los naturales a nuestra santa fe e creencia ha mucho ayudado con su doctrina y predicación el bachiller en teología Rodrigo González, clérigo presbítero, hermano de don Diego de Carmona, Deán de la santa iglesia de Sevilla, como últimamente escribí a V.M. con Alonso de Aguilera. En mi carta suplicaba de parte de todos los vasallos de V.M. y mía, que lo conocemos y tenemos experimentado su buena y honesta vida, fuese servido V.M. de nos lo nombrar por nuestro prelado en esta gobernación. Lo mismo suplicamos ahora, pues las causas y razones que hay para la ascensión de su persona a esta dignidad, siendo V.M. servido de nos hacer esta merced, a todos acá muy notorias”.
“La muerte menos temida da más vida”
Cuando en el día de Navidad de 1553 el conquistador de Chile con su muerte tuvo que saborear la verdad de este su lema personal, no había alcanzado a ver el fruto de su petición en favor de su amigo y confesor. Este, por su parte, había obedecido a la unánime petición de su feligresía en Santiago y había decidido completar la ofrenda de su vida permaneciendo hasta su muerte en Chile. La nueva cristiandad chilena requería necesariamente la presencia de un sucesor de los apóstoles, de un obispo, pero él personalmente no tomó iniciativa alguna. Muy acertadamente el historiador Carlos Silva Cotapos sostiene: “Hasta aquí don Rodrigo había llevado una vida físicamente agitada, pero moralmente tranquila. El acompañar a los descubridores de los extensos territorios que le había tocado visitar le impuso largos y penosos viajes; pero en ellos tuvo ocasión de ostentar sus virtudes sacerdotales y en especial su caridad. Mas, desde que fue investido de la jurisdicción de vicario general (1552) comenzaron los sufrimientos morales, pues hubo de intervenir en cuestiones enojosas que le acarrearon enemistades y sus enemigos hicieron cuanto estuvo de su parte para difamarle y hundirle” [16]
La guerra que se le hizo fue tan intensa que Felipe II en 1558 quiso desistir de la presentación de González Marmolejo en Roma para que el Papa lo eligiese obispo, como era la costumbre en el régimen de Patronato. Sin embargo, gracias al prestigio moral de que gozaba el desinteresado y caritativo candidato, prevalecieron los testimonios a su favor. El 10 de marzo de 1561 Felipe II enviaba instrucciones a su embajador en Roma para que solicitase al Papa Pío IV [17] la erección del obispado de Santiago de Chile y la aprobación de la presentación de Rodrigo González Marmolejo como obispo. El Papa, en el consistorio del 18 de mayo del mismo año 1561, accedía a ambas peticiones. La bula de erección “Super specula” llegó a Santiago en julio de 1563, pero Felipe II había enviado su real cédula de Ruego y encargo ya antes, el 10 de febrero de 1562. Por fin, el 18 de julio de 1563 el obispo electo, don Rodrigo González Marmolejo, tomó posesión de su catedral por medio de tres apoderados, ya que su edad y achaques no le permitían hacerlo personalmente. Los apoderados eran Fray Gil González de San Nicolás, Prior de los dominicos; el licenciado Agustín de Cisneros, futuro primer obispo de La Imperial, y el presbítero Francisco Jiménez, sobrino del obispo electo.
Todo era precario, como siempre: el nombrado obispo, con muchos achaques, en cama; la así llamada catedral, una modesta capilla en el lugar ocupado actualmente por la capilla del Sagrario. Cinco veces en el curso de los siglos la iglesia catedral de Santiago se vendría al suelo, por causa de terremotos, por fallas en la construcción, por otras causas. Sólo la sexta fábrica, comenzada a fines del siglo XVIII por el arquitecto italiano Joaquín Toesca, pero modificada y completada en el siglo XIX, subsiste en la actualidad. El gobernador, Pedro de Villagra (1561-1563), estaba ausente. El primer obispo nunca pudo consagrarse, por falta o por lejanía de obispo consagrante. Nada sabemos de sus últimos días, sólo por cálculos se supone que su partida de este mundo sucedería en septiembre u octubre de 1564.
Queda lo mejor: el primer obispo de Chile fue un verdadero Padre de la Patria.