El disparo a repetición del aparato fotográfico y la fabricación, en 1889, por Eastman y Edison, del film, una película fotográfica elástica que se podía enrollar en bobinas, hicieron posible el invento del cinematográfico.
En 1826 el francés Nicéphore Niépce logró imprimir la imagen de unos techos sobre una lámina de peltre cubierta de betún y colocada dentro de una cámara oscura.
Con este hecho, que inauguraba la era de la fotografía, el arte de la pintura quedó enfrentado con un nuevo medio de representación de la realidad; un medio cuyo perfeccionamiento técnico fue previsible desde un principio.
El clic de la máquina fotográfica abrevió a segundos, y muy luego a fracción de segundos, el tiempo del paso desde lo real tridimensional a su traducción bidimensional sobre una superficie.
A comienzos del siglo XX, refiriéndose al invento de la máquina fotográfica, Henry Matisse escribió: “La fotografía ha separado netamente la pintura-traducción de los sentimientos, de la pintura descriptiva. Esta última ya es inútil”.
¿Qué otra pintura tendría sentido entonces?
Guillaume Apollinaire resolvió el dilema recordando a los artistas que: “No conocemos todos los colores; y cada hombre los inventa nuevos” (de: Méditations esthétiques, 1913).
Apollinaire no se refirió solamente a los colores, sino también a todas las formas, a todos los temas; es decir, a todo modo posible de existencia dentro de la dimensión propia del arte, a pesar de que aludía concretamente a sus amigos, los pintores cubistas.
Haciendo eco a la afirmación de Apollinaire, Kandinsky, en su ensayo De la espiritualidad en el Arte, aclaró que al final del siglo XIX desapareció el motiv, o tema, y que la obra de arte fue a partir de entonces “un objeto nuevo, no referido a nada”. Y Arp afirmará a continuación que: “un cuadro o una escultura que no haya imitado ninguna forma objetiva, son igualmente concretos y tangibles como una hoja o una piedra”.
El disparo a repetición del aparato fotográfico y la fabricación, en 1889, por Eastman y Edison, del film, una película fotográfica elástica que se podía enrollar en bobinas, hicieron posible el invento del cinematográfico. “Cinematógrafo” (del griego kínema = movimiento, y graphé = dibujo, texto escrito) lo llamaron los hermanos Louis Y Auguste Lumière, los cuales, asociando la primera máquina filmadora a la primera proyectora fabricada por ellos, inauguraron el 28 de diciembre de 1895 los espectáculos de cine en el “Grand Café” de París y en el salón del diario “El Progreso”, de Lyon.
Al año siguiente otro francés, George Méliès, construyó los primeros estudios de cine en Montreuil-sous-Bois, para producir en ellos, bajo su dirección, la película con argumento fantástico “Viaje a la Luna” (1902), que midió 280 metros, con una duración de diez minutos.
Desde Méliès, los artistas empezaron a tomar en serio los juguetes de los hermanos Lumière.
Con producir en 1903 la película “El asalto al tren”, de siete minutos, el norteamericano Edwin Porter experimentó el sistema de “montaje”, la secuencia de cuadros concebidos con fines expresivos, en este caso: catorce escenas diferentes, interrelacionadas dramáticamente, entre las cuales hay un primer plano.
Muy pronto el público también tomó en serio el cinematógrafo. Si en un comienzo acudía a las salas sólo para ver imágenes en movimiento proyectadas sobre la pantalla, por ejemplo esa “Demolición de un muro”, de los Lumière en 1895, película que mostraba la reconstrucción “mágica” del mismo por la proyección al revés de su derrumbe, manifestó su preferencia por obras con temas humanos y desarrollo dramático.
Este hecho provocó el interés de los banqueros y de los capitales privados en financiar la producción cinematográfica más ambiciosa, tanto en Europa como en Estados Unidos.
Se hizo necesario, y a la vez posible, entonces, recurrir a los temas históricos y a la literatura, adaptando los textos a películas con grandes escenarios, participación de multitudes y de larga duración (más de doscientos minutos).
El director Piero Fosco realizó “Cabiria”, en Italia, en 1913, con didascalias del poeta Gabriele D’Annunzio, y David W. Griffith dirigió y produjo en Norteamérica “Nacimiento de una nación”, en 1915, e “Intolerancia”, en 1916.
Simultáneamente con este género, que fue adjetivado con justicia “colosal”, hubo una producción italiana con un propósito diametralmente opuesto: el de narrar los dramas íntimos de unos pocos personajes, como “Perdidos en la oscuridad”, de Nino Martoglio, y “Assunta Spina”, de Gustavo Serena, las dos realizadas en el año 1914.
Estas películas merecieron el calificativo de “veristas”, seguramente en homenaje al novelista y dramaturgo Giovanni Verga (1840-1922), autor del argumento de “Cavalleria Rusticana”, y serían señaladas treinta años después como el origen remoto e indudable del cine neorrealista italiano del “dopoguerra”.
En aquellos años, diría, paralelamente a la producción cinematográfica inicial dirigida a un público masivo, producción constituida por películas que tuvieron en común una historia humana, tratada con los mismos lenguajes propios de la literatura, hubo otras realizaciones con fines experimentales, en las cuales colaboraron artistas que habían sido fundadores de los diversos movimientos así llamados de vanguardia.
Es suficiente mencionar aquí, a modo de ejemplos, unas pocas películas y sus autores.
El “Futurismo”, nacido con el primero de sus manifiestos firmado por el poeta Filippo Tommaso Marinetti y publicado en “Le Figaro”, de París, el 11 de febrero de 1909, divulgó su pensamiento sobre el cine-arte con el “Manifiesto del Teatro de Variedad”, impreso en el “Daily Mail”, del 21 de noviembre de 1913, y con otro del “Cinema Futurista”, del 11 de septiembre de 19916, llamando a los artistas, poetas, músicos, actores, directores a crear juntos películas libres de cualquier estético y fuera de todo argumento literario.
Las respuestas a este llamado no se hicieron esperar. Después de las primeras obras futuristas filmadas por Arnaldo Ginna, en 1911, y los consecuentes experimentos de laboratorio que concluyeron en “El pérfido encanto”, película dirigida por Anton Giulio Bragaglia en 1916, y luego de los primeros intentos rusos, como “Un drama en el cabaret de los futuristas N. 13”, de Vladimir Kasianov, en 1914, y las películas de Dziga Vertov, alineado con el bolchevismo, como “¡Adelante Soviet!” y “Tres canciones sobre Lenin”, en 1920. Hubo ensayos cinematográficos que influyeron en las artes plásticas de los años ’20 y ’30.
Importantísimos fueron los filmes “Entr’acte”, del pintor Francis Picabia, para el ballet sueco de Rolf de Marées, de 1924; “Anémic-Cinéma”, de Marcel Dochamp, de 1926, con círculos que giraban fuera de sus centros, dando la impresión de espirales en tercera dimensión, mientras eran leídas las palabras del autor: “Esquivons les ecchymoses des Esquimaux aux mots Esquis”; “Vormittagsspuk” (Espíritus antes del desayuno), que estaba basado en el movimiento rítmico de las agujas del reloj, con sombreros, corbatas y tazas que vuelan en el aire, en rebelión contra la routine, un mensaje dadaísta de 1927.
Todos esos experimentos que intentaron elevar el cinematógrafo al nivel de arte mayúsculo no tuvieron ninguna resonancia en el público culto, y ni siquiera en la crítica especializada.
En cambio, alcanzaron la fama los artistas del Expresionismo, uno de los movimientos europeos de vanguardia de comienzos del siglo, nacido en Alemania, quienes supieron dar vida en la pantalla a las deformaciones de personajes y de ambientes ya logradas en sus dibujos y pinturas. (Recuerdo aquí las palabras con las cuals Van Gogh, el más cercano antepasado del expresionismo, quiso confiar a su hermano Theo el mismo propósito: “Mi gran deseo es aprender a hacer deformaciones, o inexactitudes, o mutaciones de lo real; mi deseo es que salgan, si es necesario, hasta mentiras; pero mentiras que sean más verdaderas que la verdad literal”.)
Deformar… Es lo que hicieron los escenógrafos Warm, Reimann y Rohrig, en la película “El gabinete del doctor Caligari”, de 1920, dirigida por Robert Wiene. En sus escenas, el claroscuro pintado sobre las arquitecturas de madera y de cartón, se confunde con las luces y sombras reales causadas por la iluminación ilógica; los gestos de los actores (ver los del soberbio Werner Krauss) se identificaron con los elementos ambientales, inclinados, idiferentes a la ley de gravedad, entrecortados, multidireccionales. Deformar... es lo que hizo también F.W. Murnau, que adhirió sin reservas a las terorías del expresionismo alucinante, el más radical, dirigiendo en 1922 "Nosferatu, el vampiro", prototipo y modelo indiscutible de todas las películas posteriores así catalogadas de horror.
Sigo creyendo que Wiene y Murnau, tal vez más que ningún otro cineasta, establecieron lo feo, lo terrible, vinculados con la muerte, com valores estéticos preferibles por su carga expresiva, y, en consecuencia, por su mayor penetración psicológica en un público que, desde los orígenes del cinematógrafo, espera estremecerse en la oscuridad de las plateas.
Los otros dos directores que dieron prestigio mundial al cine alemán durante el periodo comprendido entre el final de la Primera Guerra Mundial y el invento del sonoro (1927), fueron Fritz Lang y G.W. Pabst, el primero de los cuales, ligado intelectualmente a la antigua mitología germana y a la música de Wagner, realizó su obra maestra con "Los Nibelungos", en 1924, modelo de coherencia absoluta entre argumentos, decorados y actuación.
Si se considera que antes de la primera película con sonido, "El cantante de jazz", estrenada el 23 de octubre de 1927 en los Estados Unidos, había ya aparecido grandes directores como los franceses Delluc ("La mujer de ninguna parte"), Jean Renoir ("Nana", 1926), René Clair ("Paris que duerme", 1924); como los rusos Eiseinstein ("El acorazado Potemkin, 1926) y Pudovkin ("La madre", 1926) se podría concluir que en treinta años el cine mudo europeo había ya inaugurado todas las tendencias posibles, estéticas y temáticas del cine, que serían enriquecidas y ramificadas por lo realizadores del continente en los decenios posteriores: la tendencia fantástica, la literaria, la histórica-colosal, la histórica-ideológica (instaurada en la URSS con la estatización de la industria cinematográfica rusa por Lenin el 27 de agosto de 1919), la realista-intimista, la expresionista.
Dentro del mismo período del mudo, los cineastas de Norteamérica aportaron cuatro géneros que tuvieron una acogida óptima en el público masivo, tanto de su país como de Europa. Me refiero al género "cómico", a los "western", a los "musicales" y a los "dibujos animados".
El primero se impuso fácilmente gracias a los actores Max Linder, Max Sennett (discípulo del anterior), Charles Spencer Chaplin (aprendiz de Sennett), Buster Keaton, Harold Lloyd y el dúo Laurel y Hardy.
De todos éstos, he nombrado solo los principales, Chaplin fue, sin dudas, el más significativo y completo. Trabajando en sus propias películas como productor, argumentista-libretista, director, músico y primer actor, criticó, ridiculizándola, a la sociedad de su tiempo, mediante la exposición humorística de personajes y de ambientes adheridos al sueño americano, "the american dream", vivido por encima de profundas contradicciones internas, que hacían predecir una consecuente "tragedia americana" (desnudada en los dramas de Eugene O´Neill, Arthur Miller y Tennesse Williams, años depués).
A los primeros dos largometrajes "El pibe", de 1921, y "La quimera de oro", de 1925, Chaplin añadirá otras dos joyas del cine mudo (¡y depués del cine sonoro!): "Luces de la ciudad", en 1931, y "Tiempos Modernos", en 1936.
Los "western", que tuvieron su origen oficial en 1903 con la película "El asalto al tren", de Edwin Porter, alcanzaron la categoría de obras de arte gracias al director John Ford, quien después de haber llamado la atención de la crítica y de los productores con la accidentada película "El caballo de acero" de 1922, se convirtió en el maestro indiscutible del género con obras filmadas dentro de su territorio preferido, el Monument Valley, lugar especialmente apto por su amplitud y geografía solemne para interminables cabalgatas. Hoy se le conoce como "the Ford Country".
Las películas musicales, que en un principio tuvieron como propósito llevar los "musicales" de Broadway a un público masivo norteamericano, una vez exportadas conquistaron las salas de Europa y América Latina, debido principalmente a la simpatía y a la técnica insuperable de dos bailarines-actores: Fred Astaire y Gene Kelly, y a la música cautivante de Irwing Berlin. El primero alcanzó la perfección de su zapateo en "Sombrero de copa", "Top hat", dirigida por Mark Sandrich, en 1935; el segundo igualó al maestro, agregando una mayor expresión gestual, en "Cantando bajo la lluvia" (Singing in the rain), dirigida por él mismo en 1952.
El dibujo animado, el cuarto de los aportes norteamericanos al cine mundial, nación en Nueva York en 1907, en los Estudios Vitagraph, cuando se usó la manivela de la cámara para filmar imagen por imagen, objetos o dibujos, dedicando a cada posición o trazoun cierto número de fotogramas fijados con anterioridad.
Este sistema fue aplicado por el francés Emil Courtet, alias Cohl, quien realizó su primera animación de dibujos que se transformaban delante de la cámara, con “Fantasmogorie”, de 1908. Le siguieron los hermanos Max y Dave Fleischer (“Popeye el marinero”), Pat Sullivan (“Gato Félix”), Ub Iwerks (“La ranita Flip”) y Walt Disney (“Oswald, el conejo loco·).
Fue Disney quien supo elevar el género al mismo nivel de los largometrajes con actores. Luego de haber realizado “Silly Symphony”, en 1929, y de haber presentado sus muchos personajes, animales simpáticos vestidos con ropas de hombre y de mujer, en la prensa, incorporándolos a los comics, se demoró tres años en producir su primer largometraje, “Blancanieve y los siete enanitos”, que estrenó en 1937.
El público menor de todos los países del mundo y sus acompañantes adultos se emocionaron hasta las lágrimas, sin poder advertir que Walt se estaba apropiando de la literatura infantil europea con el propósito de adaptarla sin escrúpulos al gusto mayoritario norteamericano. Adaptación que sería aceptada por todos los niños europeos, ya no lectores de los textos originales escritos por sus propios antepasados.
Aun con esta salvedad, gracias a “Fantasía” y “Pinocho”, de 1940; a “Bambi”, de 1942; a “Cenicienta”, de 1950; a “Alicia en el País de las Maravillas”, de 1951, y a “Peter Pan”, de 1953,Walt Disney alcanzó el liderazgo absoluto entre los realizadores de dibujos animados, mereciendo en varias oportunidades el premio Oscar otorgado por la “Academy of Motion Picture Arts and Science”, desde 1928, el mismo año en que apareció por primera vez Mickey Mouse, la creación más afortunada de Disney con la colaboración de UB Iwerks, su primer socio de 1921.
Se podría concluir que, debido a las fuertes inversiones de las sociedades productoras (suficiente es nombrar a Paramount, a Fox, a Metro y a Universal, todas vinculadas con Wall Street), la industria cinematográfica norteamericana buscó durante un largo período el éxito comercial, dirigiéndose a un público internacional, el más vasto posible.
Ese éxito lo obtuvo publicitando a las actrices y a los actores de propiedad de cada estudio, dentro de lo que se llamó “Star Sistem”, algo así como un mundo superior, poblado de estrellas, de divas y divos, que favoreció a la vez la exportación de un mito: el héroe americano, siempre joven, hermoso, fuerte, simpático, acompañado inevitablemente por mujeres bellísimas, y seguro vencedor, así como aparecía en los comics en los diarios de mayor circulación. No encontramos en el cine europeo superstars que hayan resistido la comparación con actrices y con actores aparecidos en los decenios posteriores, como lo fueron una Greta Garbo, o un Clark Cable, dos de los símbolos de Hollywood.
Desde luego, dentro de ese falso paraíso terrenal californiano, en el cual se inspiraron inventos tan estruendosos y banales como el de “Miss Universo” (¿cuántas galaxias existen dentro del espacio cósmico?), no podían faltar excepciones.
El italiano Francesco (Frank) Capra, nacido en Palermo, dirigió películas cuyos personajes alcanzaron siempre la victoria, es cierto, pero ellos se debía no al dinero, o a la fama, o al poder, sino a sus propias virtudes: sencillez, bondad, honradez, caridad y mucha fantasía, con las cuales se oponían a la garra de acero de la usura.
A Capra, casi todos los actores y actrices de Hollywood le deben su notoriedad, gracias a que fueron reeducados por él en la más sana naturalidad: Clark Cable, Claudette Colbert, Gary Cooper, Jean Arthur, James Stewart, Cary Grant, Ronald Colman, Barbara Stanwyck, Thomas Michel y tantos, tantos otros.
Otra excepción fu Orson Welles, director y principal actor del film “Ciudadano Kane”, que realizó en 1942 a la edad de 27 años; una obra que mostró, con recursos artísticos magistrales, el mundillo periodístico y político norteamericano detrás de las bambalinas.
En suma, la cinematografía euroamericana hasta la Segunda Guerra Mundial se mantuvo fiel a los cánones que le dieron buenos resultados tanto económicos como artísticos.
El conflicto obligó a todos los países a reorientar la casi totalidad de la producción de acuerdo con una finalidad propagandística. El cine soviético lo hacía desde 1919, como ya he recordado; lo hicieron a continuación el alemán, bajo el régimen nacional-socialista de Hitler, con “El judío Süss”, de Veitharlan, en 1940, y “Höm Kruger”, de Steinhoff, en 1941; el italiano, en menor grado, durante el período fascista y durante la guerra y después de ella, los Estados Unidos, Inglaterra y Francia.
Terminando el conflicto, los directores italianos, formados casi todos en los ambientes del “Centro Sperimentale di Cinematografía”, fundado en 1936, y de “Cinecittà”, fundada en 1937, dieron un vigoroso golpe de timón con películas que exponían hechos reales y presentes; obras que los críticos llamaron neorrealistas y no realistas, por respeto a las realizaciones proféticas de Martoglio y de Serena, ya citadas.
La primera corriente del “dopoguerra” se debió a tres grandes directores: Luchino Visconti, con “Obsesión”, de 1943; Roberto Rossellini, con “Roma, ciudad abierta”, de 1945, y Vittorio de Sica con “Ladrones de bicicletas”, de 1948.
Me parece interesante señalar que si por un lado grandes directores europeos, que emigraron a los Estados Unidos a causa del nazismo alemán, no lograron repetir obras excelentes como las que habían realizado en el viejo continente, me refiero a un Fritz Lang o a un René Clair, por ejemplo, por otro lado muchos ítalo-americanos que se declararon discípulos de sus compatriotas neorrealistas, supieron acaparar la atención del público y de la crítica: un Cimino, un Scorcese, un Coppola.
Es probable que en el futuro, cuando se comparen unos con otros, desde la distancia conveniente del tiempo, los realizadores americanos de la segunda mitad del siglo XX con los ítalos-americanos del mismo período, se podrá reconocer una tendencia particular de los segundos, verificable en cierto mensaje común y velado.
La segunda corriente del “dopoguerra”, que ha durado hasta su fallecimiento, ha tenido como genio solitario a Federico Fellini, el director que se reveló con su película “La calle”, de 1954, protagonizada por su mujer, Giulietta Massina.
John Ford, en una de las últimas entrevistas afirmó: “¿El más grande? Federico Fellini”. ¿Por qué lo dijo?.
El modo de mostrar su propia existencia interior, la de un autor asediado continuamente por personajes, algunos reales y otros imaginarias; de un autor que los esquiva, o que los acoje, componiendo así un mundo propio, aparentemente desordenado, pero que coincide con la coexistencia habitual de esos seres en el alma del artista; todo esto: ¿no constituye acaso el dilema de “Seis personajes en busca del autor”, y la forma teatral de “Esta noche se improvisa”, las obras escritas por Pirandello en 1921 y en 1930, respectivamente? (La deuda que tiene Fellini con Pirandello debiera ser compartida por muchos otros cineastas, a juzgar por las fechas de esas dos obras, no excluyendo a Coppola, por su “Apocalipsis now”).
Imposible resultaría catalogar, clasificar y criticar las producciones cinematográficas de los últimos tres decenios. No tanto por su volumen y diversidad inabarcables, cuanto por la presencia ineludible de las realizaciones de América Latina, Australia, Canadá y Asia, muchas de ellas dignas del mayor elogio.
Cuando hoy exaltamos unan película, después de haberla sometido a un examen crítico exigente, nos referimos exclusiva, o especialmente a sus valores artísticos y literarios, permaneciendo neutral respecto a su contenido dialéctico, más precisamente al fin último y evidente de sus productos.
Es más: cuando los sucesos que expone una buena película se relacionan con lo trascendente, se rebaja habitualmente la nota, por considerar que sus coautores han pecado de romanticismo ingenuo, o que deberían haber callado su estupor frente al misterio de lo superior, de por sí indemostrable, y por lo tanto, se dice contrario a los fines de la educación institucionalizada.
Mientras esto sucede en el ámbito del cine, fuera de él, diría en la esfera de las diversas espirituales, pensadores y maestros se plantean el dilema de si el arte en el próximo futuro seguirá siendo reflector de la sociedad mundial, cualesquiera sean la razón y los modos de su vida; o si, por el contrario, deberá ser benefactor de la familia humana global.
Con contestar, que sí, que el arte, y el cine en primer lugar, debiera beneficiar a los espectadores y no sólo impresionarlos, se podría asociar esta afirmación a actos coercitivos en los Estados Unidos, en el pasado, como la “Legión de la Decencia”, de 1935, o el “Código del pudor”, de William Hays, establecido en Hollywood en 1930; iniciativas con las cuales se pretendió fijar normas políticas y morales desde el más alto nivel de decisión. Esas son las cosas que sucedieron y que se mantienen en vida artificialmente.
Muchas otras verdades deberían interesarnos.
Porque, con respecto a aquel decir SI a la ninguna decencia y NO a la decencia, al decir SI a la desacralización y NO a lo sagrado, al decir SI a la pornografía y NO al pudor, SI a lo monstruoso y NO a lo hermoso, SI a lo concreto presente y NO a lo trascendente, es justo constatar, sin las aburridas estratagemas dialécticas, que existe desde hace tiempo una propaganda monótona que publicita esos SI, y que prohíbe ver lo infinitamente positivo de esos NO opuestos. Al negarles a esos NO su valor de SI mayúsculos, es permanecer atrapados, voluntariamente, en el fango de un pantano, sin querer entrar en la corriente que corre poco más allá en dirección segura hacia el océano inmenso. Y esto sí que es freno y limitación de la vida.
El aplauso justificado, yo lo comparto, de la crítica mundial a películas recientes (¡la última de John Huston!), algunas merecedoras del Oscar o del León de Venecia, o de los premios en Cannes, no alcanza a llenar el vacío debido a la falta de un cine alimentado por el Espíritu, con la claridad necesaria en el señalar, sin ambigüedades, esa corriente que corre fuera del pantano. Coincido plenamente con las palabras de Juan Pablo II, cuando nos llama afrontar “con espíritu crítico las propuestas, cada vez más apremiantes, del mundo de los medios, incluido el cine” y a tratar de “discernir lo que puede ser motivo de crecimiento y lo que puede constituir ocasión de daño”. Sí, porque se crece en la corriente hacia lo Superior, y somos dañados en la inmovilidad del pantano.
La misión que deben desempeñar los responsables de los medios de comunicación la reconoce Juan Pablo II en el hecho de que sentimos “la urgencia de mensajes universales de paz y tolerancia, así como el llamado a los valores que encuentran fundamento en la dignidad conferida al hombre por Dios creador”.