Si la descripción que hace Hannah Arendt del fenómeno totalitario es correcta, apunta el autor, no se puede participar en la celebración que hace hoy el llamado “mundo libre”. Arendt no reconoce la esencia del totalitarismo en la ausencia de democracia ni en la ocupación que haga de la sociedad una determinada facción política o ideológica; ha ido más al fondo. El fenómeno más característico del totalitarismo es la carencia de juicio, la renuncia a juzgar los acontecimientos que nos provocan a distinguir entre el bien y el mal.
Hace cuatro años el denominado mundo libre asistía al fin del fenómeno totalitario más terrible que la historia recuerda, el comunista soviético. Las democracias occidentales celebraron el acontecimiento como se celebra la derrota del enemigo y lo presentaron como la enésima demostración de la superioridad del modelo democrático capitalista. Pareció que se abría de improviso una época de paz y de prosperidad para todos: una vez caído “el imperio del mal”, llegaba la hora de unificar el globo en un Nuevo Orden Mundial, garante de las buenas instituciones democráticas y, sobre todo, de la libre circulación de los bienes. Pero ¿era justificada esta oposición entre totalitarismo y democracia, entre opresión y libertad? ¿No tendrán las sociedades del llamado mundo libre más en común de lo que piensan con las totalitarias? Dicho de otro modo, ¿cómo fue posible que millones de personas no sólo sufrieran pasivamente, sino que colaborasen activamente en la instauración y el mantenimiento de los regímenes totalitarios y, por tanto, en las consecuentes masacres?
Estas preguntas se plantean en La trivialidad del mal. Eichmann en Jerusalén [1]. El libro reúne los artículos que Hannah Arendt escribió en 1962 para “The New Yorker”, con ocasión del proceso que se hizo contra el criminal nazi Adolf Eichmann, organizador de la deportación de centenares de miles de judíos. Habiéndose refugiado en Sudamérica tras la caída del nazismo. Eichmann fue capturado en 1961 por los servicios secretos israelitas y trasladado a Jerusalén para ser procesado.
La corresponsalía de Jerusalén costó a la judía Arendt muchas acusaciones provenientes sobre todo de la comunidad hebrea estadounidense. En el centro de las acusaciones estuvo el replanteamiento que hizo Arendt de la cuestión de la colaboración que las autoridades hebreas prestaron en la organización de la deportación -aunque desconociendo, obviamente, la verdadera naturaleza de ésta-. Arendt fue acusada de “ingratitud” hacia la comunidad hebrea. Pero acaso fue otra característica de los artículos de Arendt la que chocó negativamente en algunos intelectuales judíos. Arendt subrayó mucho el carácter particular de Eichmann, el que no fuera especialmente malvado, la estupidez de sus argumentos defensivos. La línea seguida por Eichmann en todo el proceso fue la de presentarse como alguien que cumplía órdenes. No se mostró arrepentido ni en modo alguno turbado por sus acciones pasadas, ni particularmente rencoroso con los judíos. Ante el jurado se presentó como un hombre “normal”, que, al mismo tiempo, parecía absolutamente incapaz de distinguir entre el bien y el mal.
El proceso Eichmann fue un momento decisivo en la evolución intelectual de Arendt. En una carta privada a Mary McCarthy del 23 de junio de 1964 afirma Arendt que la redacción de sus artículos desde Jerusalén fue motivo para volver a pensar y reconciliarse con su propio pasado [2].
Tratemos de entender por qué.
La edad moderna
En 1951 Arendt había publicado la primera edición de su famoso libro Los orígenes de totalitarismo [3]. En este libro Arendt analizaba el nacimiento del totalitarismo a partir de a aparición del antisemitismo moderno y de la evolución imperialista de las potencias occidentales. La tesis fundamental del libro es que el totalitarismo no es un contratiempo momentáneo en la evolución progresiva de la edad moderna, sino una de sus posibilidades esenciales. Veamos cómo desarrolla esta tesis.
La historia moderna se caracteriza, según Arendt, por la formación de los estados nacionales, por la expansión económica de la burguesía y por la secularización, llegando a su culmen en el fenómeno imperialista. El fin supremo de las fuerzas imperialistas es la expansión ilimitada [4]. Este ideal no es tanto político cuanto económico; la esfera política, en efecto, necesita un perímetro que separe a los que participan de los que están excluidos, que defina una cierta isonomía, es decir, una cierta comunidad de derechos y de deberes. La estructura política del estado nacional, por ejemplo, se basa en una cierta homogeneidad nacional, que reconoce a cada individuo (a veces con limitaciones de sexo o censitarias) ciertos derechos y ciertos deberes. Según Arendt, toda estructura política desarrolla espontáneamente fuerzas estabilizadoras que se oponen a una transformación constante, incluso expansiva. El ideal de la expansión ilimitada, por tanto, tiende a la destrucción de todas las comunidades existentes, incluidas las de los pueblos vencedores.
Al tender a la destrucción de toda comunidad, el ideal político imperialista es el de una sociedad atomizada e impersonal, en la cual “la vía pública asume el engañoso aspecto de una suma de intereses particulares” [5]. El lenguaje político de la burguesía imperialista está salpicado de conceptos obtenidos misteriosamente por medio de la suma de comportamientos individuales, como por ejemplo el equilibrio del mercado en un régimen de competencia limitada o el progreso indefinido hacia el que se encauzan los acontecimientos particulares.
Y ¿qué decir de los derechos del hombre, la niña de los ojos de los teóricos ilustrados, punto de apoyo de toda teoría progresiva de la historia? Arendt señala que esta “conquista” se caracterizó desde la Declaración de los Derechos del Hombre por su ambigüedad y carácter contradictorio, porque los revolucionarios franceses la pronunciaron al mismo tiempo que proclamaban la soberanía nacional; la nación se sometía a los derechos universales del hombre, al mismo tiempo que se desvinculaba de toda dependencia al declararse soberana: “Desde aquel momento, los derechos humanos se garantizaron sólo en cuanto derechos nacionales” [6] y se abrió la posibilidad de un conflicto entre naciones en nombre de la defensa de principios universales. Pero la carencia viene del mismo fundamento filosófico de los derechos del hombre. Al negar el origen común del género humano a partir de Adán según la tradición judeo-cristiana, la Ilustración y el Positivismo decimonónico han tratado de demostrar que los hombres son iguales no por su común descendencia, sino por naturaleza; tesis que según Arendt es insostenible. La desigualdad entre los hombres no sería un dato natural, sino que dependería de su historia individual. De aquí deriva la tendencia a influir en las circunstancias para eliminar las diferencias; tendencias que pone el acento en la educación como instrumento principal de promoción humana.
El aspecto esencial de la edad moderna está es la concepción de los derechos humanos como “independientes de la pluralidad humana” [7]: pertenecen a todo individuo, independientemente de su condición social. Para Arendt, en cambio, sólo se puede hablar de derechos humanos no consisten tanto en la libertad de elección o en la libertad de pensamiento, cuanto en la posibilidad de acción y de opinión; sin una comunidad, nuestras opiniones carecen de peso y nuestras acciones quedan sin efecto. La tendencia expansiva imperialista, destructora de las comunidades, impide, por tanto, el ejercicio del diálogo como comunicación de opiniones y de la acción; es menester que haya pluralidad, que Arendt define como presencia mutua de igualdad y distinción [8]. Igualdad de derechos políticos y distinción por la naturaleza e historia individuales. La identidad personal, según Arendt, sólo puede formarse en la manifestación de las peculiaridades individuales a través de la palabra y la acción dentro de un espacio público en el que la igualdad de derechos está garantizada por la ley [9]. La desaparición de la comunidad y de los espacios públicos correspondientes, típica de la sociedad moderna, significa por tanto una pérdida de realidad y de identidad para los individuos que forman parte de ella. En la sociedad, “cada uno debe responder a la pregunta ¿qué soy? (…) ¿qué papel o qué función tengo?” [10], en la comunidad política, a través de las propias acciones y palabras, cada uno responde a la pregunta ¿quién soy?; porque la identidad, para Arendt, tiene una estructura narrativa que se forma retrospectivamente, en el recuerdo y en el relato de las acciones y las palabras del pasado. La pérdida de comunidad implica también la pérdida de un mundo común, que existe sólo allí donde muchos pueden ver las cosas en sus distintos aspectos sin que cambie su identidad; es decir, allí donde cada uno aprende a intercambiar su propia opinión, su propio punto de vista, con el de sus conciudadanos.
La condición del hombre moderno viene definida, pues, por la generalización de la situación de apolidia, es decir, de carencia de patria. El judío errante se convierte en la metáfora del hombre moderno; por eso Arendt sostiene que para comprender el totalitarismo es menester partir del análisis del antisemitismo moderno. Este se caracteriza en primer lugar por un intento de asimilación de los judíos, presente sobre todo en la cultura ilustrada alemana. Se admite al judío en la sociedad a condición de que se conforme con ella, de que renuncie a sus pretensiones particularistas para abrazar el ideal universal de la fraternidad entre los hombres. El igualitarismo masificante de la sociedad contemporánea empeora la situación, porque “cambia la igualdad por una cualidad innata en cada individuo, que se define normal cuando es como los otros y anormal cuando se diferencia de ellos” [11]; al judío, pues, no le queda más alternativa que la de asimilarse o aislarse en una actitud defensiva.
Sin la fe en principios morales y religiosos absolutos, sobre todo sin la posibilidad de actuar interpares en un espacio público, la igualdad prometida por los intelectuales ilustrados del siglo XVIII ha demostrado ser una abstracción vacía y perniciosa. La conclusión de Arendt merece ser citada en toda su extensión: “La concepción de los derechos humanos naufragó en el momento en el que aparecieron individuos que había perdido todas las cualidades y relaciones específicas, a excepción de sus cualidades humanas. El mundo no ha encontrado nada sagrado en la abstracta desnudez del ser-hombre” [12].
La emancipación de la naturaleza y de la historia
Contemporáneamente a esta evolución de tipo social asistimos, según Arendt, a un cambio a nivel cultural que nos ha conducido a la emancipación de la naturaleza y de la historia. Cuando habla de emancipación de la cultura, Arendt piensa sobre todo en la evolución de la ciencia moderna: en la astrofísica, que asestó un golpe decisivo a la creencia de la adecuación de nuestros sentidos para revelar la realidad, al ponernos frente a un universo cuyas medidas quedaban fuera de la intuición; en la física cuántica, que, con el principio de indeterminación, nos comunica que no existe una medida neutral respecto a la relación sujeto/objeto, que no se pueden captar cualidades objetivas, que no hay una naturaleza independiente del hombre, que no hay leyes naturales “objetivas”. Al disolverse la materia en energía, al disolverse los objetos en un torbellino de fenómenos atómicos, la realidad objetiva queda también disuelta en procesos mentales subjetivos. En la investigación científica, en suma, “en lugar de encontrarse con la naturaleza y el universo (…) el hombre se encuentra consigo mismo” [13].
La principal consecuencia del tal evolución intelectual es que caen los presupuestos de un derecho natural: “¿Cómo se pueden derivar leyes y derechos de un universo que manifiestamente desconoce ambas categorías?” [14]. La ciencia y la tecnología moderna nos enseñan que la naturaleza es un conjunto de procesos causales que logramos producir y controlar a nuestro antojo a través de los procesos del razonamiento y las consiguientes aplicaciones técnicas.
La emancipación de la naturaleza –proceso que se inicia con Galileo y culmina en el siglo XX- viene acompañada por la emancipación de la historia. Veamos cómo lo entiende Arendt.
La característica principal de una existencia humana es, según Arendt, el “estar siempre llena de acontecimientos que en definitiva se pueden contar como una historia, una biografía” [15]. Como se ha visto, este relato contribuye de manera determinante a constituir la identidad personal; y no sólo esto, es precisamente en el relato histórico retrospectivo donde se revela el sentido de un acontecimiento o de una vida. Cantar las gestas de un individuo es dar significado e inmortalidad a su existencia. En las civilizaciones clásicas, la historiografía y la poesía eran instrumentos fundantes, porque en la narración inmortalizaban existencias que se hacían paradigmáticas hasta el punto de encarnar los ideales éticos que constituyen una comunidad en cuanto tal. Las sociedades modernas, en cambio, se caracterizan por pretender interpretarse a sí mismas en términos estadísticos y sociológicos. La estadística y la sociología no pueden, por su propia naturaleza, captar los acontecimientos en su unicidad, sino que los reducen a estadios de procesos homogéneos. La actuación humana se interpreta entonces en términos conductistas y deterministas. Se asigna el sentido de estos procesos a sujetos impersonales, considerados como verdaderos autores de la historia, identificándolos según los casos con la sociedad, el espíritu, los modos y relaciones de producción, la astucia de la razón. Los acontecimientos históricos son epifenómenos de procesos ineludibles e irresistibles que se han desarrollado a espaldas de los hombres, procesos que se prestan a que el razonamiento lógico o dialéctico los capte. Comprender un hecho histórico significa explicarlos, es decir, deducirlo de otros hechos, de igual modo que una tesis matemática se deduce a partir de una o más hipótesis, respetando postulados, axiomas y definiciones iniciales.
Tal planteamiento de las ciencias humanas nos hace entender el carácter nihilista de la cultura contemporánea: con el fracaso de las filosofías de la historia del siglo XIX (positivismo, hegelianismo, marxismo) y con la desaparición de sus sujetos históricos impersonales, parece que el proceso histórico no tuviera ya fin, y estuviera condenado a un progreso infinito, sin dirección, a una especie de carrera hacia la nada.
La ideología
Al ser la naturaleza y la historia procesos causales que tienden a coincidir con los procesos lógicos del pensamiento, la actividad cognoscitiva no presupone ninguna objetividad y pluralidad. El razonamiento lógico es “la única capacidad de la mente humana que no necesita del yo, del otro o del mundo para funcionar, y que es independiente tanto de la experiencia como de la reflexión” [16]. Su verdad consiste en la evidencia tautalógica, que como tal está vacía, es una falsa verdad, puesto que no remite a nada distinto del proceso lógico del pensamiento.
Evidentemente, esta situación es ideal para la formación de ideologías, o sea, de razonamientos sistemáticos que hacen coincidir el curso de los acontecimientos con la exposición lógica de la idea de fondo. El nazismo y el stalinismo -los dos fenómenos totalitarios más grandes de la historia- se mantienen en torno a la convicción de que lo que importa no es lo que es, sino lo que se deriva lógicamente d la afirmación de unos pocos principios axiomáticos. El sentido de los acontecimientos no es ya algo que se manifiesta a posteriori, gracias a su narración, sino que está presente desde siempre en el proceso lógico: no son posibles ya la novedad, la sorpresa o el estupor. “Las ideologías -dice Hannah Arendt- nunca se interesan por el milagro del ser” [17].
El mayor peligro que se presenta en esta situación es el abandono de la “libertad implícita en la capacidad de pensar por la camisa de fuerza de la lógica” [18]. El pensamiento existe sólo como causa o efecto del proceso de conciencia. Los hombres se acostumbran a poseer reglas a las cuales someter los casos particulares; reglas fácilmente sustituibles por quien, armado con los instrumentos de la propaganda, ofrezca un nuevo código de interpretación de la historia. Lo que ocurrió en la Alemania nazi y en la Rusia de Stalin, recuerda Arendt, donde “de pronto se trastocaron los mandamientos fundamentales de la moralidad occidental”, es la demostración de que “cambiar las costumbres y hábitos de un pueblo no es más difícil que cambiar sus hábitos en la mesa” [19].
Enajenado de su propio yo y del mundo, y habiendo abdicado del pensamiento crítico, el hombre moderno está dispuesto a adherirse a la explicación ideológica más global y eficaz, publicitariamente hablando, que se le proponga; disponiéndose así, no sólo a olvidar las normas morales tradicionales, sino incluso a acusarse con buena fe de delitos que nunca ha cometido y a desfilar en buen orden a la cámara de gas.
El juicio
A la luz, pues, de Los orígenes del totalitarismo el fenómeno totalitario aparece como el destino de la edad moderna; el imperialismo, la atomización social, la emancipación de la naturaleza y de la historia, la ideología, son características comunes a la sociedad occidental en su conjunto. Para Arendt, la victoria de las democracias sobre nazismo es una detención temporal del proceso de transformación del mundo contemporáneo, debida más a la supervivencia de antiguas costumbres y normas morales que a una verdadera oposición al totalitarismo. En el fondo, también Gran Bretaña y Francia son potencias imperialistas y sociedades atomizadas, por no hablar de los Estados Unidos de América, el país en el que la expansión ilimitada y el desarraigo han llegado a convertirse incluso en ideales de vida.
Queda por explicar cómo es posible, en el plano existencial, la transformación de personas “normales” en monstruos sanguinarios, en asesinos de cadena de montaje, o en indolentes ejecutores de órdenes.
Ya en Los orígenes del totalitarismo Arendt había atribuido una de las causas de la afirmación de los regímenes totalitarios a la renuncia al ejercicio de la función crítica del pensamiento. En La trivialidad del mal, la autora traza con mayor precisión la dinámica del pensamiento mediante el estudio de la personalidad de Eichmann. Arendet insiste en que Eichmann no es un estúpido, pero atribuye la ausencia en él de carácter crítico a algo distinto, a un “alejamiento de la realidad”, a una falta de ideas y de imaginación, a una incapacidad para asumir el punto de vista del otro. La situación aparece como trivial y grotesca precisamente porque, cuando vamos buscando profundidades diabólicas que expliquen hechos tan perversos que no se pueden ni imaginar, nos encontramos de frente a uno como Eichmann, cuya principal característica es su incapacidad de juicio.
La temática del juicio es la que se aborda en La trivialidad del mal. Esta constituirá uno de los filones principales de investigación de Arendt hasta su muerte, ocurrida cuando se disponía a empezar la tercera y última parte de su testamento filosófico, La vida de la mente, que llevaba por título “Juzgar” [20]. Dicho de otro modo, después del proceso Eichmann, Arendt vincula un cambio de época, como es el fenómeno totalitario, con una actitud cada vez más frecuente en nuestra vida cotidiana: la ausencia, la falta de hábito o la renuncia al ejercicio de una de nuestras facultades fundamentales, el juicio como facultad de discriminación entre el bien y el mal.
Arendt profundizará en la descripción del funcionamiento del juicio en sus Lecciones sobre la filosofía política de Kant [21], en que se detiene sobre todo en la Crítica del juicio, de Kant. Pero, sin adentrarnos en análisis demasiado específicos desde un punto de vista filosófico, tratemos de entender, a partir de la figura de Eichmann, cuáles son las características esenciales del juicio.
Como hemos visto, el comportamiento de Eichmann revela ante todo un alejamiento de la realidad. La ideología le permite despreciar el acontecimiento particular y la situación concreta, porque la realidad toda no es otra cosa que una deducción de los principios generales. En cambio, el juicio parte de los particulares, la ocupación que haga de la sociedad una determinada facción de las situaciones concretas, y trata de valorar a la luz de ejemplos paradigmáticos, de modelos que encarnan los valores de referencia y que en general son compartidos dentro de comunidades homogéneas. En la Grecia arcaica, por ejemplo, afirmar que un individuo era valeroso, era lo mismo que compararlo con el Aquiles homérico.
Otra característica fundamental del juicio es el uso público de la razón, es decir, la asunción de puntos de vista ajenos por medio del diálogo y la imaginación, hasta llegar a la imparcialidad, en el sentido de formar la visión concreta de las cosas. También esta característica está ausente en Eichmann, en quien no hay diálogo sino mera ejecución de órdenes.
Pero más decisiva aún es otra característica del juicio: el que implique una decisión existencial, la decisión de formar parte del mundo, de “estar en él”, de dejarse provocar por los acontecimientos -no vistos como meros momentos de un proceso global sino en su unicidad- y de tomar postura respecto a ellos, o sea, juzgarlos. Para juzgar es menester amar el mundo; Arendt cita en ocasiones aquella frase del Génesis: “Y vio Dios que todo lo que había hecho era muy bueno” (1,31).
En definitiva, el totalitarismo se hace posible concretamente cuando, en una sociedad atomizada y en una mentalidad emancipada de la naturaleza y de la historia, el individuo acepta con docilidad la interpretación de los hechos más difundida por la propaganda y renuncia a tomar posición respecto a ellos. Es la indolencia la que hace realidad el totalitarismo: mal radical y, sin embargo, trivial, porque ni siquiera es elegido. Mal radical porque donde no hay posibilidad de perversidad tampoco puede haber sombra de bondad. Mal trivial porque los indolentes no tienen siquiera la grandeza diabólica, sino que, usando palabras de Dante, “a Dios y a sus enemigos desagradan”. Mal radical y trivial porque la mediocridad de su origen contrasta con lo terrible de sus consecuencias.
El totalitarismo democrático
Si la descripción que hace Arendt del fenómeno totalitario es correcta, no se puede participar en la celebración que hace hoy de sí mismo el que se llama “mundo libre”. Arendt no reconoce la esencia del totalitarismo en la ausencia de democracia ni en política e ideológica; ha ido más al fondo. El fenómeno más característico del totalitarismo es la carencia de juicio, la renuncia a juzgar los acontecimientos que nos provocan, a distinguir, entre el bien y el mal, la imposibilidad de presentar modelos paradigmáticos alternativos a los que propone la propaganda del poder homologante de los medios de comunicación, el desarraigo de un mundo común y de las tradiciones que lo constituyen, el desarraigo que hace de las personas individuos incapaces de asumir el punto de vista de los demás, de compartir un sentido común, de elevarse a un punto de vista más general, más racional, no a merced de los instintos y de las idiosincrasias. Con otras palabras, el fenómeno más característico del totalitarismo es el aislamiento, situación típica del ser desenraizado, presa además de la propaganda.
Arendt, como Tocqueville en La democracia en América, acusa el carácter totalitario que llegaría a tener una democracia fundada en clave individualista, donde se evade la cuestión crucial del sentido. Más importante aún que la acción, momento en que el hombre experimenta la propia libertad de romper el vínculo causal de los acontecimientos, es para Arendt la contemplación, la búsqueda del sentido de los acontecimientos. Más importante que Ulises es Homero, que canta sus gestas y las urde en una trama con sentido. El hombre que está obsesionado por la satisfacción de sus propias necesidades -necesidades que pueden multiplicarse hasta el infinito, como ha demostrado Marx- no halla tiempo para la contemplación del curso de los acontecimientos, y para la búsqueda de su significado. Se hace dócil entonces para adherirse a la interpretación que le propone quien le garantiza no perturbar esta indefinida carrera hacia la invención de nuevas necesidades y hacia su momentánea satisfacción.
El mejor antídoto contra el totalitarismo es la pasión por el mundo, ocuparse de cualquier acontecimiento en su singularidad, preguntarse por su sentido, tomar postura respecto a él: actividades todas ellas que presuponen un mundo común en el que sea posible un verdadero diálogo y un intercambio de opiniones. El secreto de la vida está, según Nietzsche, en transformar el instante en momento; es decir, en un momento de revelación del significado del todo, de nuestra existencia y del universo entero. La biografía de Arendt nos la muestra como una mujer continuamente en busca del sentido de los acontecimientos, tratando de discernir el bien del mal, dispuesta a dejarse interrogar por los hechos y a cambiar el juicio anteriormente expresado. Su vida nos proporciona, si no una razón, un ejemplo de cómo puede hacerse.