Aunque nunca se conocieron personalmente, sus vidas están increíblemente imbricadas y santa Juana es la inspiradora de ambos.

Los pasados días de agosto se cumplieron 100 años del inicio de una catástrofe del siglo XX: la primera guerra mundial. Centenario al mismo tiempo de la muerte de un gran poeta francés: Charles Péguy. Fue el primero en alistarse por propia voluntad, a los 41 años, y fue uno de los primeros en morir: el 7 de septiembre, a la cabeza de su tropa en el primer combate de la guerra, en la víspera de la gran batalla de la Marne.

Su entrega se comprende. Péguy era escritor y un gran poeta, comprometido con su tiempo y su patria, a favor de la verdad y la justica, y polemista hasta un grado heroico en sus famosos “Cuadernos de la quincena”. Al respecto Daniel Rops (siguiendo a Barrès) subraya que lo que caracterizaba a Péguy era un “pensamiento heroico”. Y agrega: “Su existencia no tuvo otro sentido que ser una protesta constante, heroica, contra todo aquello de lo cual nos hacemos cómplices, en cuanto lo soportamos” [1]. El mismo Gide coincide al decir que la clave de la lección de Péguy es el heroísmo. Su insurrección caía sin cesar contra los males que degradaban a los hombres: “la política de conveniencias” que aplastaba al entusiasmo justiciero (por ejemplo en el “asunto de Dreyfus” que acabó tomado solo como pretexto), y “el dinero” que dominaba al mundo (prosternando a las gentes), y “la miseria” derivada de estos modos injustos de imponerse, con secuelas de rebelión y desesperación. Nuestro autor combatía estos males con todas sus fuerzas y, además, con una capacidad innata de “jefe”. Uno de sus amigos más cercanos, Lotte, hablaba de la “misteriosa autoridad, involuntaria”, que ejercía sobre sus camaradas, y la atribuía a su muy profunda vida interior, espiritual [2].

Santa Teresita, Péguy y Juana de Arco

Me han llamado la atención en este sentido las coincidencias de Charles Péguy con Santa Teresa del Niño Jesús y con Santa Juana de Arco. Ambas eran sus compatriotas, la segunda de ellas su contemporánea, y la primera su inspiradora; ambas con características similares de combatientes, agraciadas con espontáneo y juvenil ascendiente. Aunque nunca se conocieron personalmente, sus vidas están increíblemente imbricadas.

Por de pronto sorprenden las fechas de nacimiento: los tres el mismo mes, enero, en torno a la Epifanía, fiesta de la “manifestación” del Señor. Santa Teresita nació el 2 de enero de 1873, Charles Péguy el 7 de enero del mismo año, y Juana el propio 6 de enero de 1412. También sorprende la brevedad de las vidas (24 años Santa Teresita, de 1873 a 1897; y 19 años Juana (1412-1431) y no obstante, la repercusión trascendente de sus respectivos cometidos: la una en su doctrina espiritual, vivida y escrita, al punto de ser reconocida como “doctora de la Iglesia”; la otra en su extraordinario llamado a enderezar el destino de Francia, aplastada entonces por la dominación inglesa, restableciendo en su trono al rey legítimo (Carlos VII). Tanto más notable es que Charles Péguy y Santa Teresita (casi mellizos como vimos) escribiesen a los 24 años, en 1897, sendas obras sobre Juana de Arco, que por entonces había caído en el olvido. Recién en 1920 habría de ser beatificada, poco antes que la propia Teresa. Tras no haber sido comprendida en su propia época: en ese siglo XV en que decaía el espíritu caballeresco dando lugar a otro espíritu, al aburguesamiento. Solo la celebraron entonces los grandes poetas François Villon y Christine de Pisan. Peor fue en los siglos siguientes cuando aparecieron dramas deleznables de Chapelain (S. XVII) y del abate D’Aubignac (XVIII). Y tanto menos cabía el personaje en ese fin del siglo XIX en que se imponían en Francia las consignas revolucionarias del laicismo anticatólico.

Las dos “Juanas” de Charles Péguy

Como es notorio, a Juana se la llama “la doncella de Orléans” por haber liberado, en 1429, a esta ciudad, sitiada por los ingleses. Fue un hecho inesperado, inconcebible, sensacional: la doncella al frente de sus caballeros, hasta hacía poco inertes, con solo enarbolar su estandarte, donde decía “Jesús”, les comunicaba bríos y los condujo a la difícil reconquista.

Y habiendo nacido nuestro autor en la ciudad de Orléans, donde se festejaba con grandes celebraciones dicha liberación en cada aniversario, cada 8 de mayo, quedó por ello marcado para siempre, al punto de haber comenzado su carrera poética con una pieza teatral Juana de Arco, en 1897. Esta primera obra, a pesar de haber quedado muy bien armada, fue considerada incompleta por el autor, por lo cual llevaba siempre consigo aquel manuscrito, hasta dar una versión complementaria en 1910, El misterio de la caridad de Juana de Arco. En esta segunda versión manifiesta cabalmente el sentido de la vida y del martirio de la santa heroína. La diferencia entre las dos obras refleja la evolución en Péguy: de militante socialista ateo, pasa a ser católico sin dejar de ser socialista. Sin duda fue la misma meditación sobre su personaje la que fue produciendo el cambio espiritual en el autor.

En la primera Juana de 1897, Péguy se atiene a los relatos y a los hechos históricos, organizándolos en tres grupos de cuadros, y siempre enfocando el alma de la protagonista. En el primer bloque dramático, en su aldea natal de Domrémy, muestra las preguntas que se plantea la campesina Juanita, entre los 13 y 16 años. Estas preguntas le brotan a raíz del insólito llamado a encargarse de echar a los ingleses de Francia, que le han hecho las voces de dos santas y del Arcángel San Miguel. Tras decidirse a aceptar el encargo, el segundo bloque dramático nos la presenta en sus batallas, desde las victorias que hicieron posible la coronación, en Reims, del rey legítimo Carlos VII, hasta la negación de este a ayudarla a completar su misión tomando París. En el tercer bloque dramático, el autor ahonda en el alma de la protagonista que no solo fuera capaz de afrontar “el dolor de las batallas”, sino al final lo que es lo peor: soportar la traición y el abandono en su calabozo de Reims, el juicio inicuo y su condena, por herética y bruja, a morir en la hoguera. Así dice en su abandono, extrañando las voces que antes le hablaran:

“Y estoy sola en prisión […] Sola y sin una amiga y sin vosotros, hermanas, mis hermanas del Paraíso que me habéis dejado sola […] en este infierno de abandono…” (p. 310) [3]

A Juana de Arco” de Santa Teresita

La desolación que pinta Péguy en la obra terminada en junio de 1897, coincide con la del poema “A Juana de Arco” que escribiera un mes antes Santa Teresita. Solo que esta última ya da en la clave acerca de su sentido.

La monja desconocida, tuberculosa, desahuciada, pero que justamente consagraba estos sufrimientos a la conversión de sus hermanos descarriados, sin saber nada de Péguy (así como este tampoco de ella), enfoca a Juana de Arco como a una hermana en la vocación de sufrimiento. Ya la tenía por su heroína y la había representado teatralmente en su Carmelo, vestida con armadura y con su estandarte. Y aquí, poco antes de morir, en total postración, sola, en el “calabozo” de la enfermería, la evoca, como acompañándola en su itinerario hasta dar con la clave al final:

Cuando el Dios de los ejércitos te dio a ti la victoria
para echar al enemigo y a tu rey consagrar,
ante tu nombre, Juana, célebre en la historia,
palidecieron todos los demás.

Pero no era más que una efímera gloria.
Te faltaba aún la aureola de santidad.
Por eso el Bienamado te ofreció su amarga copa
y como Él fuiste rechazada de la humanidad.

En negro calabozo, cargada de cadenas,
cuando el cruel extranjero de dolor te cargó,
ni un amigo compartió tus penas,
para secar tus lágrimas nadie se te acercó.

Juana, ¡cuánto más resplandeces, más bella
que en tu gloria pasada, en tu sombría prisión!
Era el reflejo de la gloria eterna,
¿y de dónde te vino? De la traición.

Ah, si el Dios de Amor a este valle de lágrimas
No hubiera venido a sufrir la traición,
Sufrir, para nosotros, no tendría este encanto,
No sería un tesoro el sufrir por amor. [4]

Teresa escribe en mayo, y Péguy fecha en junio la obra que deja inacabada. Hace pensar en invisibles influencias... que de a poco darían fruto. Recién en la Juana de 1910 Péguy habrá comprendido y hablará del “tesoro del sufrimiento” vivido por amor a Jesucristo.

La búsqueda de Péguy

Sabemos por Louis Guilloux [5] que Péguy había dejado muchos espacios en blanco en su primera versión de Juana de Arco. Sin duda se debían a preguntas que esperaría poder llegar a contestar, acerca de esta jovencita de Lorena, a quien por un lado admiraba como combatiente, y que por otro lado, le resultaría desconcertante por las convicciones religiosas que alentaron su coraje. Esta primera Juana de Arco de 1897 no solamente da cuenta fiel de los hechos históricos, sino también va dejando espacios abiertos a la reflexión posterior, Esto parece reflejar el estado anímico de transición del autor: comprensivo del asunto histórico y relacionándolo con su propia búsqueda, a la vez intelectual y social.

Recordemos que componía esta obra un militante socialista, que se casó “por civil” ese mismo año con una mujer igualmente socialista, la hermana de un amigo del alma muerto el año anterior, cuya dote fue puesta al servicio de la “revolución social” y fundar con ella una empresa editorial orientada a dicho propósito. Tuvieron tres hijos, que no fueron bautizados.

Observamos que Péguy no firma con su nombre su Juana de 1897, sino con la del amigo recientemente muerto: Marcel Pierre Baudouin, y que la encabeza con una curiosa dedicatoria:

“A todas y a todos que hayan vivido y hayan muerto para remediar el mal universal […] A todas y a todos los que hayan conocido el remedio […]” (p. 27) que hayan vivido y muerto para el establecimiento de la República socialista universal.”

¿A quiénes se está refiriendo? No solo a sus camaradas Baudouin, Tharaud, Porché, Lotte, Baillet, a quienes lideraba en grupos de estudios y empresas sociales, sino también sin duda a sus familiares y paisanos orleanenses, herederos de aquellos otros más antiguos entre quienes nació y se crió la propia Juana de Arco. Podemos afirmarlo gracias al testimonio sobre su infancia, en uno de sus artículos de los “Cuadernos de la Quincena”:

“Se puede decir que el niño educado (como él mismo) en una ciudad como Orléans entre 1873 y 1880 estaba en contacto físico, literalmente, con la antigua Francia, con el antiguo pueblo, con el pueblo, sin más. […] La antigua Francia estaba todavía intacta y entera […] Conocimos un pueblo, lo palpamos, fuimos parte de ese pueblo, cuando ese pueblo existía. El último obrero de aquel tiempo era un hombre de la antigua Francia […] Fue la edad cristiana donde […] una granja de Beauce, incluso después de la guerra (franco –prusiana, de 1871) estaba infinitamente más cerca de una granja galo-romana, por las costumbres, por la misma estructura de la institución, por la dignidad…” [6]

Por eso Péguy en su primera Juana de Arco refleja las virtudes católicas tan ancladas en el pueblo de Francia desde la época galo-romana hasta el siglo XV de su heroína, virtudes que luego fueron re-sembradas en los siglos XVII y XVIII por admirables figuras misioneras como Juan Eudes, Vicente de Paul, Grignon de Montfort… Entre tales virtudes se destacan el amor a la tierra y el amor al trabajo, unidos a la alegría de vivir. Péguy conservaba el ejemplo de su madre viuda que se ganaba la vida arreglando sillas con el orgullo del “trabajo bien hecho”; y dirá de su abuela analfabeta que fue ella con sus cuentos “la primera que me enseñó la bella lengua francesa”.

Péguy socialista y filósofo

De este modo, el Péguy ya estudiante en París (por haber ganado una beca), al adherir al socialismo lo había hecho con la intención de atenerse a lo concreto que conocía y no olvidaba: ese pueblo de Francia con sus tradiciones y virtudes. Habiendo perdido la fe, sin embargo había tomado contacto con las Conferencias de San Vicente de Paul (poco antes fundadas por Federico Ozanam) para ocuparse de los pobres, si bien no rezando las oraciones en las reuniones preparatorias, “para no mentir”.

He aquí el estado anímico del Péguy mientras seguía los cursos del Liceo “Louis Le Grand” para prepararse a su carrera universitaria. Fue allí donde tuvo la suerte de descubrir a Henri Bergson, en cuyas clases de filosofía escuchó lecciones muy diferentes a las positivistas de la Sorbona. Al respecto alabará Péguy a Bergson enfatizando que su pensamiento era como “un esfuerzo para conducir la razón al abrazo con la realidad”. Así pues, el joven bachiller que vuelve por un tiempo a Orléans para escribir su primera Juana de Arco, ya se hace en ella la pregunta: “¿Qué hay que salvar? ¿Cómo hay que salvar?”. Asoma el problema metafísico y la decisión de luchar contra el mal universal.

En Péguy, la reflexión filosófica fundamenta su praxis social. Jean Bastaire hace hincapié en ello: “Se olvida demasiado que Péguy era filósofo”, afirma, “experto en los métodos que la disciplina exige” [7]. Hasta bien adentrado en la primera década del siglo XX proyectaba una tesis de Doctorado en Filosofía titulada “El lugar concedido a la historia en la filosofía general del mundo moderno”, que fue preparando con previos ensayos, de 1906 y 1907, por ejemplo “El lugar concedido a los intelectuales en el mundo moderno”.

Estos títulos nos demuestran que el interés de Péguy por su heroína del siglo XV no quedaba limitado al pasado, sino que lo veía en vistas a una renovación en el siglo XX. El mismo año 1897 publicó en la “Revista Socialista” un manifiesto titulado “Sobre la ciudad socialista”, y al año siguiente, 1898, “Marcel, primer diálogo de la ciudad armoniosa”. Es lo que quería: renovar la armonía de otrora.

Los “Cuadernos de la Quincena

Fue el asunto Dreyfus el que lo llevó a cobrar conciencia de la necesidad de recrear una armonía basada en la verdad y la justicia. Convencido de la inocencia de este militar, que había sido condenado, degradado y desterrado, se había lanzado a una campaña revisionista, al principio junto con Zola, Reinach y Jean Jaurès. Empero, tras lograr la reapertura del proceso, se indignará de que el nuevo tribunal simplemente le conceda solo una “amnistía” a Dreyfus. Y como ve que dichos compañeros no reaccionan, se aparta de ellos y de las publicaciones en que hasta entonces había colaborado, para fundar su propia revista en junio de 1900: Les Cahiers de la Quinzaine.

Fue director, gerente, principal redactor y animador de esta publicación quincenal, acompañado de sus fieles amigos. Estos fueron notando que de a poco, si bien manteniendo la tendencia socialista (campañas contra la opresión de todo tipo, denuncia del drama de la miseria), Péguy pasaba a criticar lo que él consideraba “desvíos” del partido socialista. Tomó posición contra la confusión de “socialismo” con “materialismo” y “ateísmo”; contra la “colectivización del arte y del pensamiento”, contra la demagogia y también contra el anticlericalismo creciente. Baste recordar al respecto que desde 1882 Jules Ferry lanzó la “revolución laica”, poniendo trabas a los educadores religiosos, que eran la gran mayoría [8], y luego eliminándolos. Al morir Ferry completa su programa Emile Combes cerrando en 1901 las escuelas católicas y en 1904 expulsando de Francia a todas las congregaciones, y clausurando por cierto sus establecimientos.

Frente a estas persecusiones, Péguy afirmaba ser fiel a un verdadero ideal socialista e integrador, y denunciaba que la “mística” socialista iba degenerando en “mera política”. Acusaba al partido gobernante de haber tolerado prácticas espurias hasta el extremo de alentar la discriminación antisemita y las “delaciones” cuando se requirieron “fichas” de discriminación en el Ejército. Más adelante denunciará el “pacifismo” del autollamado “partido intelectual”, con Jaurès a la cabeza de la Internacional socialista y su revista “L’Humanité”, que cerraba los ojos a la amenaza invasiva alemana. Recordemos el reverso de la medalla: estamos en plena “Belle Époque”, durante la cual Francia evoluciona en lo artístico, técnico e industrial, con su emblemática Tour Eiffel; surge el cine, multiplica las fábricas en un frenesí de sueños de progreso y fraternidad universal a los que pondrá trágico fin la inesperada Guerra del 14-18.

Párrafos críticos

Basta citar algunos párrafos sociales de Péguy para hacernos una idea de su aguda visión, capaz de poner al descubierto la falsedad de la propaganda de aquellos optimistas ilusos:

“El partido político socialista está completamente integrado por burgueses intelectuales. Ellos son quienes han inventado el sabotaje y la doble deserción, la deserción del trabajo, la deserción de la herramienta. [….] En realidad, los partidos políticos sindicalistas están infectados, llenos de filtraciones de elementos intelectuales puros, absolutamente burgueses. (El dinero, p. 67) [9]

“Cuando se dice pueblo hoy, se hace literatura, y hasta una de las más bajas formas de literatura, literatura electoral, política, parlamentaria. Ya no hay pueblo. Todo el mundo es burgués. Ya que todo el mundo lee su diario. Lo poco que le quedaba de la antigua, o mejor, de las antiguas aristocracias se ha convertido en baja burguesía. La antigua aristocracia se ha convertido en burguesía del dinero. La antigua burguesía se ha convertido en baja burguesía, burguesía del dinero. Los obreros solo tienen una idea fija: convertirse en burgueses. Es lo que llaman llegar a ser socialistas. Solo los campesinos siguen siendo profundamente campesinos.” (id. p. 52)

Péguy señala el contraste con respecto a aquellos viejos tiempos que él llegó a conocer en su infancia y ahora añora sus características auténticamente “sociales”:

“Aquellas gentes habrían enrojecido ante nuestro mejor tono actual, que es el tono burgués. Y hoy todo el mundo es burgués. […]Créasenos, hemos conocido a obreros que tenían ganas de trabajar. Solo pensaban en trabajar […] Se levantaban temprano y cantaban ante la idea de que iban al trabajo. […] Existía un honor increíble del trabajo, el más hermoso de todos los honores, el más cristiano […] Conocimos un honor del trabajo que era exactamente el mismo que en la edad media regía la mano y el corazón. […] Hemos conocido esa piedad de la obra bien hecha llevada hasta sus exigencias más extremas. Durante toda mi infancia he visto renovar la paja de las vacas exactamente con el mismo espíritu y el mismo corazón, y por la misma mano, con que ese pueblo había tallado sus catedrales.”

[…] Y como consecuencia, todos los hermosos sentimientos derivados y filiales. El respeto a los ancianos, a los padres, a la familia. Un admirable respeto a los niños. Naturalmente, respeto a la mujer –y es muy necesario decirlo, porque hoy en día se echa de menos mucho el respeto hacia la mujer, por sí mismo-. Un respeto hacia la familia, el hogar. Y sobre todo, el gusto y respeto al respeto mismo. Un respeto hacia la herramienta y hacia la mano, esa suprema herramienta…” (id. p. 63)

Respeto, honor. Se lamenta: “¿Qué queda hoy de todo esto? ¿Cómo se ha podido conseguir que el pueblo más laborioso, que amaba el trabajo por el honor y el trabajo, sea este pueblo de chapuceros?”

Pero mantiene su confianza en ese auténtico pueblo que persevera en los campos: “Volveremos a reencontrar las virtudes, la salud de esta raza”.

“No podemos imaginar la salud de esta raza, ese buen humor general, ese clima de buen humor […] Una desigualdad común, comúnmente aceptada, una desigualdad general, un orden, una jerarquía que parecía natural, servían para establecer los distintos niveles de una felicidad común. Hoy se habla de igualdad. Y vivimos en la más monstruosa desigualdad económica que haya sido vista desde la historia del mundo…” (p. 73)

La crítica se vuelve patética por la nostalgia de ese tiempo que él llegó todavía a vivir en torno al 1880:

“Creíamos por entero, y de manera igual, y con la misma fuerza, en todo lo que había en la gramática y en todo lo que había en el catecismo. ‘Aprendíamos’ la gramática y parejamente nos ‘aprendíamos’ el catecismo. ‘Sabíamos’ la gramática e igual, parejamente, ‘sabíamos’ el catecismo. No hemos olvidado ni el uno ni el otro” (p. 80-2) […] “Nuestros viejos maestros no solo eran hombres de la antigua Francia. Nos enseñaban, en el fondo, la moral propia y el ser mismo de la antigua Francia […] Maestros, curas, padres, nos enseñaban esta moral, nos decían que un hombre que trabaja bien y que sabe comportarse…. Unos paternal y maternalmente; los otros, escolarmente, intelectualmente, laicamente; y los demás devotamente, piadosamente... Todo este mundo antiguo era el de “ganarse la vida”…el laborioso podía estar perfectamente seguro de poder alimentar siempre a su familia. Que siempre encontraría trabajo y que siempre se podría ganar la vida…con la confianza en la felicidad.“ (id. p. 84-86).

Con estos pocos ejemplos de contraste basta para comprender cómo Péguy, socialista perseverante, haya ido virando, justamente por el contraste, vivido desde su postura atea hasta recobrar su fe. Al ponderar igualmente al maestro y al sacerdote, y confesar su credo —creo en la gramática y en el catecismo—, y más aún confesar “No hemos olvidado ni lo uno ni lo otro”. No extraña en absoluto que en 1908 le confiara a su camarada Lotte:

“recuperé la fe… Soy CATÓLICO”

No cabe duda que Péguy ha ido madurando: sobre la base de ese catecismo elemental nunca olvidado, y su meditación sobre Juana de Arco ha contribuido de manera decisiva a tal recuperación. Es cuando comprende lo que hasta entonces era un “misterio”: ¿cómo es que Juana se animó a hacer lo que hizo? La clave del misterio se cifra en la “caridad”.

Veamos la diferencia. En la primera “Juana” de 1897, la del aún ateo Péguy, vista a la luz de estas últimas declaraciones, nos sugiere que allí también, a pesar de todo, seguía estando presente lo aprendido en el catecismo. Ya al inicio, presenta a su heroína, Juanita de 13 años, rogando a Dios

“Es eso que hace falta: un jefe de batalla
Que de mañana rece de rodillas
Antes de la batalla…Dánoslo, oh Dios…

Oh Dios, danos al fin un jefe de batalla
Que de mañana rece de rodillas,
Valiente como un arcángel y que sepa rezar
…..
que sea jefe de batalla y jefe de oración.
….
Semejante al que venció al demonio
….
Que marche como un santo en la batalla humana
Y que sean todos santos los soldados con él.
….

Ella se da cuenta lo difícil que ha de ser cambiar a los soldados, y no se cree capaz:

“Me han nombrado jefe de guerra, ¡pero no puedo!
Necesitaría soldados bravos en la batalla
Y luego mansos…
Pero ellos son brutos […] oh yo no puedo…
Oh mi Dios, danos un jefe mejor.” (p. 53)

Hay mucha angustia en la constatación del sufrimiento y del mal en el mundo. Juanita había hablado de esto antes con una monja, Mme. Gervaise, quien, en lugar de apaciguarla, la había confirmado: todos somos “cómplices” del “mal universal”. El único remedio que le indica es ofrecer los sufrimientos y las plegarias, imitando a Jesús. Sin dejar de estar angustiada y escandalizada, Juanita de todos modos responde al llamado.

El misterio de la “caridad”

La segunda obra, titulada EL MISTERIO DE LA CARIDAD DE JUANA DE ARCO, presentada en 1910, en preparación del 500º aniversario del nacimiento de Juana, exhibe una gran diferencia. Muestra lo que significa la caridad, lo que implica la caridad.

En este drama desaparecen los hechos, las batallas, los obstáculos, las traiciones. Se vuelve al principio, cuando la conversación de Juanita y la monja Mme. Gervaise. Ellas vuelven a referir lo que está pasando en Francia —cómo se ofende a Dios, cómo se desaprovecha la redención—.

Es el misterio de CRISTO REDIMIENDO, su redención aplicable a todos, para todos…y sin embargo aparentemente ineficaz, que algunos desaprovechan o rechazan. De allí el clamor de Jesús en la Cruz:

“clamor que suena aún en toda humanidad;
que hizo temblar a la Iglesia militante;
en que el dolor conoció su propio horror,
y la triunfante experimentó su triunfo;
clamor que toca el corazón de todo humano:
clamor que toca el corazón de toda cristiandad,
oh clamor culminante, eterno y valedero.

Grito cual si Dios mismo hubiera pecado como nosotros,
Como si el mismo Dios se hubiese desesperado;
Oh clamor culminante, eterno y valedero,

Como si Dios mismo hubiese pecado como nosotros;
Cometiendo el gran pecado
Que es desesperar,
El pecado de desesperar.”

Lanzó el Justo el eterno clamor.

La meditación se vuelve una larguísima contemplación del itinerario de la vida de Cristo. Él se había “molestado” en venir para “cambiar el mundo” (el mundo desordenado por el mal):

“Había venido para cambiar el mundo,
a devolver a Dios lo que es de Dios” (450)

“Había venido a rehacer el mundo,
A cambiar a los hombres. (454)

[…]
Siendo el Hijo de Dios Jesús lo sabía todo
Y Él supo que a ese Judas que amaba,
No lo iba a salvar.
Y fue entonces el dolor infinito,
Entonces la infinita agonía.
Y gritó como un loco la horrorosa angustia,
Clamor que a María la hizo temblar….” (488)

La conclusión es que no se puede “salvar” a los que se quieren condenar.

Juanita insiste, quisiera “salvar”, y ¿cómo? Mme. Gervaise contesta: “imitando a Jesús, escuchando a Jesús” (489)

Siguiendo la conversación, sentimos que nos concierne:

J.-“Un alma, un alma sola, es preciosa, y de un precio infinito… (522)

[…]

M.G.- Y sabemos que la oración no es nunca en vano. Hay tesoros en las oraciones desde que Jesús dijo el Padre Nuestro…

J.- Y el sufrimiento.

M.G.- Dios responde al sufrimiento como responde a la plegaria.

J.- ¿Y cuando nosotros vemos, lo estamos viendo, que la misma cristiandad se hunde gradualmente y deliberadamente, se hunde regularmente en la perdición?

M. Gervaise- Veremos, veremos, hija mía… ¿qué sabes tú? ¿Qué se yo? ¿Qué sabemos? Ya se verá. El mundo se pierde, el mundo se hunde en la perdición. ¿Desde cuándo? …desde hace años. […] Pero qué es esto frente a las promesas de Dios. […] Habrá otros tiempos, y luego la eternidad […] Cuándo, es asunto de Dios. Nosotros somos de la Iglesia eterna. Somos de la cristiandad eterna la Iglesia… […] Por ahora estamos en el tiempo. La eternidad llegará.

Me basta haber hecho bien mi plegaria y haber hecho bien mi sufrimiento; Dios me responde cuando quiere. No nos corresponde a nosotros pedirle razones.

Estamos en las manos de Dios.
Los caminos de Dios son insondable.” (525)

Y así se despiden, con un “Así sea”, “Así sea”.
Y termina cuando Juanita se dirige a Orléans para poner en obra esa “caridad” que largamente ha sido descripta.
No hay solución al problema. Pues no se trata de un mero problema, sino de algo más: algo que se nos escapa: es Misterio, y hay que contemplarlo y vivirlo como tal.

Pero Péguy nos va a dar el secreto de vivir la caridad. Y este secreto es la “esperanza”.

El misterio de la esperanza

En la segunda obra para celebrar a Juana, el poeta intercala una escena del catecismo que nos ayuda a comprender:

“—¿Cuáles son las tres virtudes teologales?
El niño responde:
—Las tres virtudes teologales son la Fe, la Esperanza y la Caridad.
—¿Por qué se las llama virtudes teologales?
—La Fe, la Esperanza y la Caridad se llaman teologales porque vienen directamente de Dios.
—¿Qué es la Esperanza?
—La Esperanza es una virtud sobrenatural por la cual esperamos de Dios, con confianza, su gracia en este mundo y la gloria eterna en el otro.
—Haz un acto de Esperanza
—Dios mío, espero con firme confianza que me darás, por los méritos de Jesucristo, tu gracia en este mundo y, si observo tus mandamientos, me darás la gloria en el otro, porque me lo has prometido y eres fiel a tus promesas—
……..

Mme Gervaise comenta:

“Se olvida demasiado, hija mía, que la esperanza es una virtud, que es una virtud teologal, y que, de todas las virtudes, … es sin duda la más difícil , y la más agradable a Dios.” (536-7)

Esto corresponde ya a EL PÓRTICO DEL MISTERIO de LA SEGUNDA VIRTUD, presentado por Péguy en octubre 1911 como segundo cuaderno en preparación al 500º aniversario del nacimiento de Juana el día de Reyes de 1412. El poeta introduce directamente a Madame Gervaise que regresa y declama lo que piensa Dios:

“La fe que a mí más me gusta, dice Dios, es la esperanza.
La fe no me causa asombro.
No es algo asombroso.
Yo resplandezco tanto en mi creación.
En el sol y en la luna y en las estrellas.
En todas mis creaturas.
En los astros del firmamento y en los peces del mar.
En el universo de mis creaturas.
Sobre la faz de la tierra y sobre la faz de las aguas,
en los movimientos de los astros que están en el cielo.
En el viento que sopla sobre el mar y en el viento que sopla en el valle.
En el calmo valle.
En el recóndito valle.
En las plantas y en los animales y en los animales del bosque.
Y en el hombre.
Mi criatura.
En los pueblos y en los hombres y en los reyes
En el hombre y en la mujer su compañera.
Y sobre todo en los niños.
Mis criaturas.
En el rostro y en la voz de los niños.
Pues los niños son más mis criaturas.
Que los hombres.

Y la voz de los niños es más pura que la voz del viento en el calmo valle. (531)

Es Dios Padre que habla como un padre, orgulloso de sus hijos. Y sigue y sigue… (532-3)

“Yo resplandezco tanto en mi creación.
… Y en todo lo que le sucedió a mi hijo
a causa del hombre
mi criatura.
Que yo había creado
En la encarnación, en el nacimiento y en la vida y en la muerte de mi hijo.
Y en el santo sacrificio de la misa.
….
Yo resplandezco tanto en mi creación
Que para no verme sería necesario en verdad que estas gentes fueran ciegas.”

En cuanto a la virtud teologal de la caridad:

“La caridad, dice Dios, no me causa asombro.
No es algo asombroso.
Esas pobres creaturas son tan desgraciadas que a menos de tener un corazón de piedra, cómo no habrían de tener caridad unas con otras.
….Y mi hijo tuvo por ellos tanta caridad.
Mi hijo, su hermano.
Tan grande caridad.

“Pero la esperanza, dice Dios, esto sí me asombra.
Es asombroso.
Que esos pobres hijos míos vean lo que pasa y que crean que mañana será mejor.
Que vean lo que pasó hoy y que crean que irá mejor mañana a la mañana.
Es algo asombroso, y es la mayor maravilla de nuestra gracia.
…Mi gracia ha de tener sin duda una fuerza increíble.” (534)
…Lo más fácil es desesperar y caer en la gran tentación”.

Nos advierte en suma: “La pequeña esperanza avanza entre sus dos hermanas mayores y ni siquiera nos fijamos en ella”. (538) Así son caracterizadas las tres virtudes teologales:

“La Fe ve lo que es.

“La caridad ama lo que es. (539)
….
“La Esperanza ve lo que todavía no es y que ha de ser.
Ella ama lo que todavía no es y habrá de ser.” (540)

Y desde aquí habla el poeta Péguy de sus propios hijos, en cuanto padre, en una larga letanía de confianza en el futuro:

“Ellos habitan su memoria y su corazón y su alma y los ojos de su alma.
Habitan su mirada.
Sus tres hijos, dos varones y una niña.
…Y piensa con ternura cuando él no esté más y sus hijos ocuparán su lugar
En esta tierra.
Delante de Dios.
Y llevarán su apellido. (544-5..)

Sus hijos seguramente trabajarán mejor que él.
Y el mundo andará mejor. (546)

Felices hijos. Feliz padre.
Feliz esperanza.”
(553)

Él imagina a sus tres hijos en este mismo momento jugando junto al fuego, y continúa uniendo esta visión contemplativa a la virtud sobrenatural de la esperanza que también parece jugar en las vidas guiadas por la providencia:

“Juegan, trabajan…
La Esperanza también se divierte todo el tiempo.” (556)

Piensa en especial en un día en que puso a sus hijos particularmente bajo la protección de la Santísima Virgen:

“Un día que estaban enfermos.
Y él tenía mucho miedo.

Y la madre tenía tanto miedo.
Un miedo horrible,
y los labios cerrados.
….Pero él no tuvo miedo de hablar.
Y entonces se jugó con audacia.

Los tomó a los tres, audazmente.
Los cargó a los tres.

Y tranquilamente los puso en los brazos de Aquella que se encarga de todos los dolores del mundo. (558)
….
Llenos de lágrimas los ojos, las palabras al borde de los labios.
En su interior habló así.
(Con mucha cólera pero con una gran devoción).
Acá los ves, decía, te los doy y te los dejo.

Hay que arriesgarse. El que no arriesga no consigue nada. (559)
….
Y Ella los tomó. Bien sabía que habría de tomarlos (del todo).
No iba a dejarlos huérfanos….. (560)
….
Se los cargó a ella y él se fue…
…..
Ella que conduce para siempre a la pequeña virtud Esperanza.” (565)

La esperanza y María Nuestra Madre

Nuestra Señora, la Virgen María, se convierte entonces en indispensable intercesora.

Péguy, al volver a la fe en 1908, respetó la decisión de su esposa: ni bautizó a los hijos ni forzó un casamiento por la Iglesia: esto significaba verse privado él mismo de los sacramentos. Lo que le quedaba era la devoción a María, concretada especialmente en las procesiones a la Virgen de Chartres, a quien cantó en sus “Quatrains” (Cuartetos). Ellos forman una larga letanía de versos que tejen una tapicería celebratoria. Doy solo un fragmento de la TAPICERÍA DE NUESTRA SEÑORA DE CHARTRES. Péguy peregrino canta al llegar a la catedral:

“Oh reina, heme aquí tras la muy larga ruta,
Antes de volver por el mismo camino,
Único asilo en la palma de tu mano,
Jardín secreto donde se abre entera el alma.

He aquí en el pilar sólido y la bóveda que sube,
Olvidarme de ayer y de mañana,
Reconocer inútil todo cálculo humano…

He aquí el lugar del mundo donde todo se vuelve fácil,
La nostalgia, la partida, y el hecho en sí,
Y el adiós temporario…
rincón del mundo donde todo se vuelve dócil.
….

He aquí el lugar del mundo en que todo se adentra y se acalla,
Y el silencio y la sombra y la carnal ausencia,
Y el comienzo de la eterna presencia,
Solo reducto en que el alma llega a ser lo que es.
….
Lo que en cualquier otra parte es ley dura
Se vuelve aquí bello plegarse a tus mandamientos,
Y en la libertad de nuestra enmienda
Una fidelidad más tierna que la fe.” (910)
…..
Hemos soportado tan grandes naufragios,
Henos aquí de vuelta, Estrella de la mar…” (912)

Ella es la antesala del Cielo.

Antes de salir al combate en que iba a morir, Charles Péguy se dirigió a un santuario de Nuestra Señora y depositó ante ella un ramo de flores.


Notas:

[1] Daniel Rops, Péguy. Ed. Pascal, Bruselas, 1947, pp. 15-18.
[2] Louis Gillet, Claudel-Péguy. Editions du Sagittaire, Paris, 1946.
[3] Todas las citas son traducciones mías tomadas de: PEGUY, Oeuvres poetiques complètes, Gallimard, Bibliothèque de la Pleiade, 1967.
[4] La traducción es mía: Sainte Thérèse, Poésies, un cantique d’amour, Cerf, Desclée de Brouwer, 1979. En la tapa de esta obra figura una fotografía de 1895 de Santa Teresita en el rol de Juana de Arco, sentada en la prisión.
[5] Louis Gillet, Claudel-Péguy, op.cit.
[6] Charles Péguy, El Dinero, Madrid, Bitácora, 1973, pp. 52-53.
[7] Jean Bastaire, Charles Péguy el insurrecto, ed. Encuentro, Madrid 1979, p. 74.
[8] Según datos de Jean Sévilla (Histoire Passionnée de la France, Perrin, Paris, 2013): en 1870 el catolicismo estaba floreciente, con 56.000 sacerdotes, 20.000 religiosos, 100.000 religiosas, en 13.000 escuelas, 124 colegios, 2 universidades, 304 orfelinatos, decenas de hospitales; todos los establecimientos de niñas y de enseñanza técnica.
[9] Este párrafo y los textos siguientes han sido tomados de la traducción castellana de la obra de Péguy El dinero, Madrid, Bitácora, 1973.

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