La liturgia de hoy nos encaja al pie de la letra (Jer 7,23-28; Sal 94; Lc 11,14-23). “Escuchad mi voz. Yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo. Seguid el camino que os señalo, y todo irá bien. Pero no escucharon ni hicieron caso”. Muchas veces estamos sordos y no escuchamos la voz del Señor. Sí, oímos el telediario, el chismorreo del barrio: eso sí lo escuchamos siempre. El profeta Jeremías describe la experiencia de Dios con el pueblo obstinado, que no quiere escuchar. Es como un lamento del Señor, que ordena al pueblo escuchar su voz, y le promete que siempre será su Dios y ellos serán su pueblo. Pero el pueblo no escuchó –que cada uno oiga qué le dice el Señor y piense si no ha hecho lo mismo–; “al contrario, caminaron según sus ideas, según la maldad de su obstinado corazón. Me dieron la espalda y no la cara”. El Señor no cuenta: “yo prefiero esto. Sí, Dios está ahí, pero yo voy a lo mío”. Y añade: “Desde que salieron vuestros padres de Egipto hasta hoy, os envié a mis siervos, los profetas, un día tras otro; pero no me escucharon ni me hicieron caso. Al contrario, endurecieron la cerviz y fueron peores que sus padres. Ya puedes repetirles este discurso, seguro que no te escucharán; ya puedes gritarles, seguro que no te responderán. Aun así les dirás: Esta es la gente que no escuchó la voz del Señor, su Dios, y no quiso escarmentar. Ha desaparecido la sinceridad. Un pueblo sin fidelidad, que ha perdido el sentido de la fidelidad. Esa es la pregunta que la Iglesia quiere que nos hagamos cada uno hoy: ¿He perdido la fidelidad al Señor? “¡No, no, yo voy todos los domingos a Misa!”. Sí, sí: pero la fidelidad del corazón: ¿he perdido esa fidelidad, o mi corazón es duro, obstinado, sordo, no deja entrar al Señor, se apaña solo con tres o cuatro cosas, y luego hace lo que le da la gana? Esa es la pregunta: todos debemos hacerla, porque la Cuaresma sirve para eso, para examinar nuestro corazón.
“Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor” es la invitación de la Iglesia, “no endurezcáis vuestro corazón”. Cuando uno vive con el corazón duro, y no oye al Señor, no se queda solo ahí, sino que si hay algo del Señor que no le gusta, lo deja de lado con algún pretexto, desacredita al Señor, lo calumnia y lo difama. Es lo que le pasó a Jesús en el Evangelio de hoy: le desacreditan. Jesús hacía milagros, curaba a los enfermos del cuerpo para demostrar que también tenía poder de curar las almas, nuestros corazones. Y esos obstinados, ¿qué dijeron? “Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios”: desacreditar al Señor es el penúltimo paso del rechazo al Señor. Primero, no escucharlo dejando que el corazón se vuelva duro; luego desacreditarlo. Falta solo el último paso, del que ya no hay marcha atrás, que es la blasfemia contra el Espíritu Santo. Jesús intenta convencerlos, ¡pero nada! Y al final, igual que el profeta acaba con esa frase clara –“Ha desaparecido la fidelidad”–, Jesús acaba con otra frase que puede ayudarnos: “El que no está conmigo está contra mí”. “No, no, yo estoy con Jesús, pero a cierta distancia, no me acerco mucho”: ¡no, eso no existe! O estás con Jesús, o estás contra Jesús; o eres fiel o eres infiel; o tienes el corazón obediente o has perdido la fidelidad. Que cada uno lo piense, durante la Misa y luego durante el día: ¡pensarlo un poco! ¿Cómo va mi fidelidad? Yo, para rechazar al Señor, ¿busco algún pretexto, lo que sea, y desacredito al Señor? No perdemos la esperanza. Porque esas dos frases –“Ha desaparecido la fidelidad” y “El que no está conmigo está contra mí”– dejan lugar a la esperanza, también para nosotros. Estamos llamados a volver al Señor, como dice la aclamación al Evangelio: “Ahora –dice el Señor–, convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso”. Sí, tu corazón es duro como una piedra, y tantas veces me has desacreditado por no obedecerme, pero aún hay tiempo: convertíos a mí de todo corazón, porque soy compasivo y misericordioso: yo lo olvidaré todo. Lo que importa que vengas a mí. Eso es lo que importa, dice el Señor. Y se olvida de todo lo demás. Este es el tiempo de la misericordia, el tiempo de la piedad del Señor: abramos el corazón para que Él venga a nosotros.
Fuente: Almudi.org