Por el diálogo con la recta filosofía y la teología

La psicología y la psiquiatría, por tratar directamente del hombre, necesitan más que cualquier otra disciplina científica, dialogar con una recta filosofía y teología.

Pío XII en una serie de célebres discursos pronunciados con ocasión de congresos profesionales enunció los principios de antropología y moral sobre los que debía descansar ese diálogo. Durante el Concilio Vaticano II, los Padres conciliares tuvieron in mente tales discursos acuñando la fórmula «psicología sana» (cf. Decreto Opta tam totius n. 3 y n. 11).

Con ella se referían a aquella psicología que no solo no entra en contrariedad con las verdades de la fe y moral, sino que positivamente se funda y se nutre de los principios de la antropología cristiana. Desafortunadamente, la psicología y psiquiatría han seguido caminos que, en su conjunto, no son compatibles con aquellas formulaciones papales (cf. Juan Pablo II, Discurso al Tribunal de la Rota romana, 5 de febrero de 1987 y 25 de enero de 1988). Privadas del encuentro con la filosofía cristiana y la teología, estas ciencias humanas se ven tentadas a reducirse a ciencias naturales (Cf. Benedicto XVI Discurso al grupo de trabajo de las Academias pontificias de las ciencias y las ciencias sociales, 21 de noviembre de 2005). Ello se observa por ejemplo, en el reduccionismo neurobiológico en el que la mente se reduce e identifica con las funciones de su soporte biológico, el cerebro; en el reduccionismo dinámico en el que todas las instancias motivacionales y eficientes del psiquismo se reducen a uno de sus dinamismos parciales; en el reduccionismo naturalista que considera al hombre exclusivamente en su realidad histórica intramundana. Se abre así no solo una brecha entre estas ciencias y la antropología y moral cristianas, sino que aquellas ciencias con sus postulados han venido a interpelar y sustituir implícitamente a la doctrina católica sobre el hombre y sobre el bien y el mal moral.

Psicólogos y psiquiatras habrán de cultivar pues otras disciplinas que les formen en aquellas realidades humanas que su ciencia no les informa. «La labor de curar a los otros y de asegurar su equilibrio psiquicosocial —decía Juan Pablo II— es, en efecto, importante y delicada. Quienes se dedican a esa labor, además de un conocimiento científico, deben poseer una gran sabiduría» (Discurso a un grupo de psiquiatras y psicoanalistas americanos y de otros países, 4 de enero de 1993). Esta sabiduría que es filosófica rescata realidades humanas no verificables empíricamente y que por tanto la ciencia «no ve», pero que son supuestos implícitos del terapeuta que inciden en la comprensión del cuadro clínico y en la atención del paciente. Recordemos algunas de ellas, mostrando su importancia capital en el ámbito clínico.

El alma espiritual. El alma humana, en tanto espiritual, trasciende la materialidad del cuerpo que informa y, con ello, el hombre trasciende la materialidad del mundo en el que vive, abriéndose a realidades de naturaleza espiritual. Esta dimensión del hombre está llena de leyes, motivos, afectos y dinamismos que son específicamente humanos. ¿Podrá, pues, un profesional de la salud mental desentenderse, ignorar o desestimar esta dimensión? Considerar al hombre prescindiendo o negando una noción realista del alma humana, es reducirle a sus funciones puramente biológicas y con ello a su semejanza con los animales; es pretender entenderle, por ejemplo, desde las neurociencias. Si bien la psicofarmacología ha aportado alivio al sufrimiento humano, de ello no se desprende que ayude siquiera a vislumbrar la solución a problemas específicamente humanos.

La libertad humana. Una psicología sin alma espiritual, y que tenga por tanto una perspectiva materialista del hombre, ¿cómo explica, por ejemplo, la libertad humana? Ni el testimonio de la historia universal ni el de la Revelación nos permite dudar de categorías cívicas y morales como la responsabilidad, la culpa, el castigo, el mérito, el premio, la reprobación, etcétera. ¿Qué sentido pueden tener estas categorías si la libertad humana fuese pura ilusión? Solo si la libertad humana es real y no ilusoria, serán reales también las categorías cívicas y morales antes señaladas. En caso contrario, llegaríamos al punto difícilmente sostenible de que la ciencia moderna habría desenmascarado la ilusión de libertad en la que la humanidad habría vivido por siglos, acrecentando con ello el conocimiento sobre la verdad del hombre, pero paradójicamente no constatándose con ello un crecimiento paralelo en su libertad; en esta situación, la verdad no nos haría libres. Una psicología que niega la libertad, se automargina del conjunto de las disciplinas humanas que sí la consideran, y con ello se pierde la unidad de los saberes sobre el hombre. En tal caso, nos preguntamos, por ejemplo, ¿qué servicio puede prestarle una psicología sin libertad al orden judicial, a un tribunal canónico?; sin libertad, ¿cómo podría participar el paciente personalmente de su psicoterapia? La pretensión de una psicología científica, es decir, de una psicología que prescinda de las realidades humanas no verificables empíricamente, nos conduce a una «psicología sin persona».

«Instintos» humanos. El hombre no se satisface con vivir una vida meramente biológica. El instinto de autoconservación, por ejemplo, no es en él un mero impulso natural a la conservación de su vida biológica, sino también y sobre todo un impulso del espíritu que le plantea otras exigencias, por el que aspira a realidades diversas a las necesidades propias de su condición corpórea. El hombre no solo no quiere morir físicamente, sino que tampoco quiere sepultar su vida espiritual, con sus amores, sueños, anhelos, proyectos. Se da pues en el hombre un instinto de autoconservación cuya especificidad viene dada por la voluntad de existir como persona y de salvar el valor de la persona en sí misma (Cf. Juan Pablo II, Discurso en el Meeting de amistad entre los pueblos, 29 de agosto de 1982). Sobre este «instinto» espiritual de autoconservación, descansa buena parte de la vida afectiva, moral y espiritual humana. En toda conducta humana —sana o patológica— se puede rastrear la presencia de este impulso a conservar y confirmar el valor de la persona en sí mismo. Dos consecuencias: a) así como en el orden del cuerpo humano la medicina ha sabido determinar las exigencias objetivas para conservar la salud, del mismo modo, en el orden del espíritu, ¿no será posible determinar las exigencias objetivas —leyes del espíritu, morales— sin las cuales es imposible que el hombre viva una vida que, en lo específicamente humano, sea también saludable y satisfactoria?; b) en el hombre sano los «instintos» no son impulsos puramente animales, sino que están informados por el espíritu, y por ello son tendencias sujetas a la razón y a la libertad.

Personalidad y madurez. Esta voluntad de existir como persona y de salvar el valor de la persona en sí misma es un amor que asume y ordena los deseos parciales del hombre, ubicando e integrando sus respectivos objetos en un horizonte plenamente humano. En esta perspectiva, solo se verificará una personalidad madura cuando los deseos y dinamismos particulares queden referidos a un significado humano que trasciendan a sus respectivos objetos parciales, capacitando a la persona a superar sus gratificaciones parciales e inmediatas, poniéndolos al servicio de la dignidad y vocación personal.

Este amor que ordena las tendencias y deseos parciales no es una moldura sobreañadida y exterior que ejerce su influjo desde «fuera», violentando los «verdaderos» dinamismos del hombre, sino que es el factor que ordena las tendencias parciales poniéndolas al servicio de la persona toda, último sujeto de atribución de tales dinamismos. Quienes entienden la moral —que es el orden de los amores— en términos de ordenamiento extrínseco, no pueden menos que mirarla como amenazante y enemiga del verdadero desarrollo del hombre. Este equívoco es un obstáculo que imposibilita un diálogo fecundo entre psicología y moral. La psicología necesita, pues, junto a una noción descriptiva de madurez psicológica entendida como aquellos comportamientos, afectos y logros típicos y propios de cada etapa de la vida, la noción de perfección moral, entendida como el recto orden de los amores según el cual el hombre se orienta a su fin último. La madurez y talla de una personalidad se mide pues por su connaturalidad afectiva con los valores verdaderos.

En el ámbito clínico, se suscita un interrogante: ¿es indistinto, desde el punto de vista de la salud mental y de la intervención psicoterapéutica, que el hombre se comporte en conformidad o no con aquellas exigencias objetivas del espíritu? De la respuesta a esta pregunta pende en muchos casos la misma comprensión psicológica de la dolencia que el sujeto padece así como la terapia que este requiere. Así, en el orden psicopatogénico, es frecuente observar que los dolores y angustias del paciente surgen en situaciones y a raíz de conductas en las que se ha transgredido —por culpas propias o ajenas— el orden moral objetivo —exigencias objetivas del espíritu—. La transgresión —advertida o no— de tal orden natural priva al hombre de algún bien que le es connatural, lo que es vivido como una violencia o una disminución del valor de su propia persona. Están en juego aquí los conceptos de mal de culpa y mal de pena (cf. S. Th. I, q.48, a.5 y a.6; De Malo q.i, a.4). El primero, en tanto transgresión del orden moral objetivo; el segundo, consistente en el dolor afectivo que padece el sujeto por verse privado del bien connatural que la ley moral señala. Acorde a cómo responda el sujeto a la culpa y a la pena, podrán tener lugar manifestaciones clínicas diversas, ubicándose estas dentro del dominio de la psicoterapia, y en el dominio de la psiquiatría en cuanto por redundancia impliquen modificaciones neurobiológicas que admitan intervención psicofarmacológica. En otros términos, la transgresión de la ley moral es causa de angustia y pena. Pío XII lo había afirmado: «(...) el que ofende y transgrede las leyes de la naturaleza, tendrá antes o después que sufrir las funestas consecuencias en su valor personal, y en su integridad física y psíquica» (Discurso a la Unión Italiana Médico Biológica de San Lucas, 12 de noviembre de 1944).

La psicología clínica no niega ciertas experiencias como fuente de psicopatología, pero ha sido incapaz de «ver» la exigencia moral presente «en el interior» de ellas, ignorando por tanto todo vínculo entre la psicopatología y el orden moral. Al negar este orden ha tenido que dar cuenta del carácter nocivo de aquellas experiencias construyendo toda una nueva antropología. La antropología y la moral cristianas han quedado enfrentadas, por tanto, a esta nueva explicación del hombre de apariencia científica, pero que encierra en su seno la negación del orden moral natural. Ante esta realidad, ¿cómo entablar un diálogo, cómo lograr una síntesis e integración entre la psicología por una parte, y la moral y la antropología cristianas por la otra, si la primera a priori se adhiere a posturas que descalifican, niegan y sustituyen a las segundas?

En el ámbito de la psicoterapia será terapéutico todo aquello que suscite o secunde el orden natural, es decir, la intervención no será terapéutica si transgrede el orden natural. Todo proceso psicoterapéutico, llámeselo de crecimiento, de maduración, de sanación, de liberación de complejos e inhibiciones psicológicas, lleva consigo un aumento en la capacidad de autogobierno y autodeterminación; ello supone un incremento en la libertad interior. Ahora bien, el teólogo moral entiende que, en el orden natural, la libertad solo se da en el ámbito de las virtudes. Por tanto, si un paciente ha de sanar su incapacidad/enfermedad, si ha de crecer en libertad, necesariamente ha de cultivar y alcanzar la virtud contraria a la disposición enfermiza/incapacitante que padecía. En otras palabras, ha de ordenar sus amores. De este modo, una sana psicoterapia busca la restitución de las disposiciones de la voluntad y de las potencias sensibles al orden natural, y con ello devuelve al paciente su libertad interior. Por el contrario, toda intervención que, aun obteniendo algún alivio inmediato, contraríe la ley natural, obtendrá resultados parciales y transitorios, y correrá el riesgo de ser una intervención iatrogénica.


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