La introducción del divorcio no es una pieza aislada del sistema jurídico, que podría ponerse o quitarse a voluntad, manteniendo inalterada la sustancia de la institución matrimonial. Es importante darse cuenta de que en la discusión sobre el divorcio, el centro del problema es realmente el matrimonio mismo. En efecto, el divorcio es una de las diversas manifestaciones que asume una cultura que atenta contra la verdad más honda de lo que es el matrimonio y la familia.
El ‘matrimonio’ de la civilización del bienestar
En el marco de una civilización centrada en ese gran espejismo de nuestro tiempo que es el bienestar terreno, la superficialidad y la frivolidad son tentaciones a las que puede resultar difícil sustraerse. El esquema de progreso reductivamente material se reviste a menudo de apariencias personalistas más o menos atrayentes: autenticidad, libertad, incluso solidaridad. Sin embargo, su visión del hombre está anclada en lo efímero. En el fondo, la realización personal a la que se aspira no supera el plano de lo sensorialmente experimentable y placentero. La persona como tal, con su riqueza espiritual y trascendente, está realmente ausente en los planteamientos de la vida entendida como búsqueda de satisfacción inmediata. Por eso, tampoco nuestro cuerpo es percibido en su dimensión propiamente humana, caracterizada por su profunda compenetración mutua con nuestra alma espiritual. Esto explica la paradoja de que esa misma cultura centrada en la vida terrena e incapaz de entender la posibilidad de dar esa vida por un bien mayor, tienda a convalidar crímenes sistemáticos y legalizados contra la vida -el aborto, la eutanasia-, en la medida en que una vida concreta contradiga los proyectos de bienestar, de calidad de vida, forjados por el egoísmo individual o colectivo.
Todos los ámbitos de nuestra existencia se ven comprometidos. Cuanto más trascendente y sagrada sea una dimensión de esa existencia, tanto más deletérea es su banalización. En este sentido, la sexualidad humana constituye un caso paradigmático: se intenta transformarla en fuente autónoma de satisfacción, desvinculándola de cualquier finalidad objetiva. Con una actitud de plena fidelidad a semejante presupuesto, el matrimonio y la familia, en su autenticidad personal y social, son rigurosamente incomprensibles e irrealizables.
En esta óptica, obviamente los esposos siguen queriendo una unión feliz, pero el contenido mismo de esta felicidad se encuentra alterado en su esencia. Desde luego, se trata de una felicidad empobrecida al solo nivel afectivo-sentimental, que se vive y se desea como algo recibido de manera más bien pasiva. No es una conquista, que implique lucha y sacrificio. Más aún, es una felicidad subjetivizada, desconectada de la búsqueda de bienes objetivos. La relación de pareja se enfoca como integración existencial, o sea, como bienestar psicosomático, cuyo éxito dependería más de factores emocionales que morales. La relación estable entre un varón y una mujer sería fruto de una feliz conjunción de personalidades, que encuentran en el otro aquello que necesitan para realizarse. La actitud ante los hijos sigue la misma lógica: éstos son bienvenidos sólo en la medida en que entran en un proyecto de vida feliz de los padres. La prole se concibe como objeto de derechos de los progenitores: puede ser eliminada cuando es indeseable por su intempestividad o por otras características que se apartan de los cánones de la calidad de vida, y en cambio puede ser obtenida por medio de cualquier procedimiento, que aparece radicalmente justificado en virtud del derecho a tener hijos, consecuencia del derecho a ser feliz.
De acuerdo con esa visión, la ‘esencia’ del matrimonio sería su misma existencia. Entrecomillo ambos términos para destacar que han sido vaciados de cualquier significado ontológico. Se podría decir que el matrimonio viene a ser simplemente vida matrimonial, y de nuevo aquí las comillas permiten evidencia que no estamos ni siquiera ante una auténtica vida matrimonial, que en realidad es inseparable respecto al auténtico matrimonio. En lenguaje coloquial, se podría decir que esas personas están casadas en cuanto viven juntas de un modo que afecta a la esfera sexual. Las parejas en las que se encarnan estas ideas se caracterizan por conservar un amplio y profundo grado de independencia vital. Cada cual vive su vida, que halla en la vida del otro un complemento libremente escogido en cada momento, en cuanto lo requiere así la relación sexual u otros ámbitos de colaboración.
Axioma fundamental de este enfoque es sostener que el matrimonio dura cuanto dura su felicidad, y como la apreciación de ésta es forzosamente subjetiva, esa fórmula equivale a decir que el matrimonio dura mientras marido y mujer así lo quieren. Es el viejo principio romano de la affectio maritalis, radicalmente opuesto al principio del consentimiento, según el cual una vez querido libremente el matrimonio, éste dura con independencia de las voluntades de los contrayentes. La visión exclusivamente existencial vital, histórica del matrimonio comporta considerarlo materia de suyo disponible para los cónyuges, sencillamente porque en esa disposición, o sea en la perseverancia o en la ruptura de la unión, se juega la misma existencia de la relación.
No extrañará que quienes promueven este tipo de matrimonio, propugnen la admisión del divorcio. En realidad, tras las posturas divorcistas, prescindiendo de las intenciones de sus defensores, subyace objetivamente una visión reductiva de la unión matrimonial. Los divorcistas seguirán sosteniendo que la estabilidad del matrimonio es un bien, y que el divorcio es un mal: ambas tesis son perfectamente lógicas desde el punto de vista de la aspiración de toda pareja a un matrimonio feliz. Sin embargo, ese bien de la estabilidad estaría condicionado por lo mil avatares de la convivencia conyugal, por lo que resulta ser realmente un bien muy frágil. El matrimonio viene a ser casi una apuesta, que pocos privilegiados conseguirán ganar. Y el mal del divorcio resulta justificado como necesario para tratar de conseguir un nuevo bien, el procurar rehacer la propia vida. Como es obvio, en este orden de ideas resulta absolutamente inconcebible la indisolubilidad en sentido propio, es decir, como una exigencia que expresa un deber ser fundado en el mismo ser del matrimonio. A lo sumo se le conceden los honores de un bello ideal, lo que significa negarla como realidad: la indisolubilidad-ideal no es verdadera indisolubilidad, sino mera continuación temporal de un comportamiento en el fono no debido. Pueden conservarse trabas legales para la disolución, para ayudar a las partes a evitar decisiones precipitadas, aparte de tomar medidas para procurar tutelar al cónyuge más débil y a los hijos. No obstante, se considera inconcebible ir más allá, es decir, negar el derecho a divorciarse, pues ello sería una absurda imposición de infelicidad y de falta de libertad.
La introducción del divorcio no es una pieza aislada del sistema jurídico, que podría ponerse o quitarse a voluntad, manteniendo inalterada la sustancia de la institución matrimonial. Es importante darse cuenta de que en la discusión sobre el divorcio, el centro del problema es realmente el matrimonio mismo. En efecto, el divorcio es una de las diversas manifestaciones que asume una cultura que atenta contra la verdad más honda de lo que es el matrimonio y la familia. Se seguirá hablando de matrimonio, pero el matrimonio que sustenta esas propuestas es una falsificación del verdadero matrimonio, y la alteración no es en absoluto accidental, sino que afecta a la comprensión y a la realización de todos los aspectos de la realidad familiar, y en definitiva repercute sobre el modo de plantear el conjunto de las relaciones humanas. Lógicamente las posturas divorcistas suelen evitar presentarse de un modo demasiado abierto y radical, pues sería contraproducente para sus propios objetivos. No obstante, no debe olvidarse que las ideas poseen una coherencia interna, y que cuando se trata de ideas prácticas, esa coherencia termina aflorando e imponiéndose, a menos que se cambie la idea misma de la que se parte.
La verdad del matrimonio como vínculo y compromiso de amor fiel
El vaciamiento del sentido auténticamente matrimonial de la unión entre un varón y una mujer consiste sobre todo en el olvido de la realidad del vínculo y del consiguiente compromiso de vivirlo. Si se está unido sólo en virtud de un querer libremente prolongado, que la ley reconoce y formaliza mediante la aplicación de la categoría jurídica de matrimonio, es evidente la transformación conceptual y real que ha tenido lugar. En cambio, para que exista un verdadero matrimonio es esencial que los cónyuges se deban el uno al otro precisamente en cuanto cónyuges, con una relación objetiva que ellos han de ver como un aspecto relacional de la misma realidad personal de sus vidas, sustraído al vaivén del cambio de voluntad y de la modificación de circunstancias.
Llegados a este punto, conviene afrontar una dificultad que pareciera amenazar de raíz este planteamiento. ¿No cabría compatibilizar la noción del matrimonio como vínculo que compromete, con la admisión de hipótesis excepcionales que autorizarían el término de la unión? ¿No podrían aplicarse al matrimonio algunas causales de anulación, de rescisión o de resolución, sobre la base de esas situaciones extremas de dificultad matrimonial que parecen justificar y aun aconsejar el fin de un vínculo que ya carecería de sentido?
Si el matrimonio pudiera asimilarse en esto a un contrato patrimonial, o incluso a un contrato de trabajo, no cabe duda de que este vínculo limitado por diversos motivos más que razonables, podría resultar perfectamente concebible. Sin embargo, es la realidad específica del matrimonio la que nos reconduce al radicalismo de la alternativa real: o matrimonio indisoluble, o simple convivencia libre más o menos duradera. La clave reside en la índole estrictamente personal del matrimonio: lo dado y aceptado al casarse, lo mutuamente debido en el curso de la vida matrimonial, no son ciertas cosas, ni siquiera ciertas prestaciones, sino las mismas personas de los cónyuges en su dimensión de tales [1].
La fidelidad a la palabra dada, y por tanto a los compromisos adquiridos, es una virtud íntimamente conectada con la justicia en todas sus manifestaciones. Siempre se debe ser fiel, pero cuando la materia de la promesa es mutable, como sucede con las cosas materiales o con las prestaciones debidas, es obvio que el compromiso puede cesar. Ahora bien, en el caso del matrimonio la fidelidad no sólo es personal en cuanto virtud de una persona que reconoce una determinada vinculación respecto a otra persona, sino que también lo es en el objeto mismo de la fidelidad. Cada esposo debe ser fiel al otro como persona vinculada matrimonialmente, de un modo que trasciende el plano de las actuaciones y circunstancias contingentes de la vida conyugal y familiar, al tocar una dimensión, la conyugal, que está inscrita en la naturaleza de su ser persona humana varón o mujer. También aquí no se trata sino de desentrañar aquello que pertenece a la misma realidad del matrimonio, atestiguado constantemente por la experiencia de los verdaderos esposos. Ante éstos el matrimonio, en su ser natural, no es una simple asociación para llevar a cabo una obra común ni mucho menos un intercambio de prestaciones recíprocas: es dar vida a un vínculo personal, que como todas las relaciones familiares [2], afecta a la persona misma en cuanto tal.
El matrimonio une a las personas en su dimensión natural de conyugalidad. Para que la unión pudiera corromperse, haría falta que en esa conyugalidad se dieran cambios que produjeran tal efecto. Pues bien, en el ser marido o en el ser esposa, si bien ser refleja todo el desarrollo de las diversas etapas de la existencia humana, existe algo esencial y permanente, siempre presente e inalterado a lo largo de las biografías de los cónyuges. Es preciso convencerse de que no se puede ser esposo ad tempus, de que la fenomenología del amor humano con sus promesas para siempre responde a una estructura de nuestro ser personas humanas naturalmente sexuadas y unidas en la complementariedad correspondiente a esa dimensión sexual. Dicho de otra manera, en la dimensión conyugal no acontece ningún cambio sustancial que justifique poner fin a la unión. Por tanto, es la materia misma del matrimonio, las personas de los esposos en su conyugalidad, la que permite comprender la índole permanente del vínculo y la exigencia de una fidelidad incondicionada. Por lo demás, cualquier fidelidad condicionada resulta incomprensible para los enamorados. La unión conyugal revela en su misma génesis la autenticidad de su ser. De otro modo, no quedaría más remedio que reconocer un inicial engaño propio y recíproco de ambas partes en toda celebración matrimonial.
Naturalmente se dan situaciones, culpables o no, en las que la convivencia conyugal no puede ir adelante. El realismo matrimonial no ignora esta posibilidad, pero subraya su diferencia esencial respecto a la disolución del vínculo. Ser cónyuge es algo mucho más profundo y radical que poder convivir con la otra parte. Es una realidad que sigue manifestándose o a veces de manera más rica y heroica o incluso en momentos de extrema dificultad.
Para identificar la existencia del matrimonio auténtico resulta determinante la presencia del sentido de la fidelidad. La civilización del consumismo tiende a admitir sólo una pseudofidelidad a mi yo, que es dependencia servil de aquello que me halaga en cada instante. El miedo al dolor y al sacrificio, la justificación de cualquier ruptura de los propios vínculos sociales, son manifestaciones típicas de esa mentalidad.
Tras el olvido de la fidelidad late siempre el afán de libertad, afán nobilísimo de toda persona humana, pero absolutamente inseparable respecto a esa fidelidad. La manipulación de la propia existencia en aras de una felicidad liberadora esconde siempre un fondo de esclavitud respecto a los instintos, pasiones y sentimientos, que en vez de integrarse con todo su vigor en un proyecto existencial auténtico, se degradan a nivel infrapersonal, y producen una triste tiranía de la persona. En cambio, la verdad sobre el matrimonio es profundamente liberadora, más allá de falaces apariencias. En efecto, al casarse se ejercita la libertad de un modo tan profundo y eficaz que compromete toda la vida. Al vivir el matrimonio, esa misma libertad se ha de poner continuamente en juego para ser fiel. El matrimonio supone siempre libertad para entregarse, para ser fiel al otro, que es serlo también a Dios, a los hijos y a uno mismo. El no-matrimonio implica la libertad de quien nunca acaba de comprometer de veras esa magnífica capacidad de autodominio para el bien que caracteriza a las personas.
El sentido de la fidelidad permite también discernir el verdadero amor entre un hombre y una mujer que lleva al matrimonio y que luego ha de ser alma de la vida conyugal. El amor fiel, objeto del compromiso matrimonial, es un amor debido a la otra persona. A primera vista, esto sería absurdo, por oponerse a la radical espontaneidad de la actitud amorosa. En realidad, tras esta apreciación subyace una reducción del amor humano al plano sentimental, lo que implica un postulado radicalmente contrario a la esencia del matrimonio: los seres humanos no podrían estar obligados a amar a los demás. Si el matrimonio existe, entonces se sigue que no sólo los cónyuges deben amarse en cuanto personas humanas, sino también específicamente en cuanto cónyuges. Y la piedra de toque de ese amor, como la de todo amor humano, será la prueba del desamor y la traición ajena, y el creer en la capacidad de restaurar la relación de amor recíproco cuando en uno o en ambos ha existido infidelidad, mediante el perdón y la reconciliación. De nuevo esto supone aceptar toda una perspectiva propiamente humana, en la que tienen sentido imperativos de amor libremente asumidos por nuestra voluntad.
La indisolubilidad como aspecto esencial de la verdad del matrimonio
En el marco de estas consideraciones acerca de la verdad del matrimonio, se comprende con nuevas luces el tema de la indisolubilidad y de su fundamentación, aspecto clave de esa verdad.
A veces se desearía contar con demostraciones irrebatibles de la indisolubilidad, es decir, impecables deducciones a partir de ciertos principios pacíficamente admitidos por el interlocutor. Me parece que conviene precisar la cuestión, para no ser víctimas de desengaños, que puedan terminar llevando a considerar que el tema entraría en el ámbito de lo simplemente opinable, de las opciones libres que cada uno puede adoptar.
Existen muchas y muy válidas razones a favor de la indisolubilidad y contra el divorcio. Se puede argumentar a partir de los fines del matrimonio, sobre todo desde el punto de vista de la constitución de una familia y del bien de los hijos. También se pueden mostrar los efectos negativos, tantos y tan graves, inherentes al divorcio, comprobados por una tristísima experiencia ya prolongada. El argumento del bien común es quizá el más fuerte contra el divorcio, porque permite darse cuenta del por qué tiene sentido la permanencia del vínculo cuando han cesado las normales esperanzas de recomposición. En efecto, la compasión hacia quienes sufren por un fracaso matrimonial, autorizando la disolución del matrimonio, producirá seguramente muchos mayores males y sufrimientos en el conjunto de la sociedad, al privarla de la misma institución del matrimonio indisoluble, con todas las previsibles secuelas en los más variados terrenos.
Sin embargo, este argumento, como todos los demás, resulta decisivo en cuanto se parte de la base de que el matrimonio mismo es indisoluble: con esta prueba del bien común en realidad se ilumina una dimensión intrínsecamente inherente a la realidad del matrimonio, evidenciando su función básica en la constitución misma de la sociedad humana. En cambio, el recurso al bien común pierde fuerza, y puede ser visto incluso como instrumentalización de las personas singulares para fines sociales, si se lo entiende como exigencia extrínseca impuesta por la sociedad, la ley o la cultura.
Esto conduce a una conclusión sencilla pero importante, para plantear toda la argumentación a favor de la indisolubilidad con rigor y claridad. No se trata de prescindir de las razones recordadas, y de todas aquellas que ayuden a esclarecer este problema. Mas es preciso ser conscientes de que aquí estamos en una cuestión que merece ser llamada, con toda precisión lógica, una cuestión de principio. La indisolubilidad es completamente inseparable de la verdad del matrimonio; quien defiende el divorcio, más allá del equívoco terminológico, postula una realidad esencialmente diferente a la del matrimonio como vínculo y como compromiso de amor fiel. Los divorcistas proponen una suerte de matrimonio análogo, que intenta pasar por verdadero matrimonio, pero que en realidad corresponde a un radical vaciamiento de la realidad personal del matrimonio. La analogía no se sostiene, porque se ha alterado el sentido mismo del compromiso conyugal.
La falsificación del matrimonio consustancial al divorcio ha de ser evidenciada con claridad, apra que la alternativa de principio quede al descubierto: se trata de escoger entre el único matrimonio, que es fiel e indisoluble, y el pseudomatrimonio, en el que esas notas han perdido su sentido. Estamos ante una opción moral, que no puede ser entendida como una opción creativa de diversas éticas, según sostiene la tesis del pluralismo ético. Si la ética se asienta sobre un fundamento real, de bien y mal objetivos, hay que decir que tal opción se plantea entre el reconocer el bien auténtico del matrimonio y de la familia, o el cerrarse a ese bien, mediante la negación más o menos radical de aspectos suyos esenciales. En la base de esta opción, juega el don de la evidencia intelectual, propio de las cuestiones de principio, don que va unido, en asuntos de índole ética, a una apertura voluntaria al bien. La indisolubilidad se acepta o se rechaza por consideraciones ligadas a la misma experiencia de vida, propia y ajena, de las personas, y sobre todo en función de la radical apertura esperanzada de la persona al bien. Por eso, esta tan importante que todos nos esforcemos constantemente en descubrir y redescubrir el sentido de la verdad indisoluble del matrimonio: y en ayudar a los demás, ante todo con el ejemplo, a adquirir esa convicción fundamental. Aunque algunas veces la mentalidad divorcista pueda estar muy profundamente arraigada en una persona, es preciso no olvidar nunca que sigue poseyendo una capacidad para descubrir la plenitud de los bienes humanos. Esta última referencia a la gracia nos conduce al plano de la salvación cristiana, al que hasta ahora no hemos aludido. Deliberadamente hemos prescindido en esta exposición del recurso explícito a la revelación y a la fe sobrenatural, con el fin de evitar el habitual malentendido según el cual la verdad del matrimonio de la que hemos venido tratando sería sólo una posible verdad, la propia del modelo cristiano [3]. Enfocado así, se hace traición al mismo mensaje de la fe, que presenta la verdad del matrimonio como perteneciente ante todo al ser mismo de la dualidad varón-mujer, tal como ha sido creada por Dios. Por eso, al enseñar Jesús la verdad de la indisolubilidad, remite al Génesis: ‘¿No habéis leído que el Creador, desde el principio, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?’ (Mt 19,4-5). Y agrega: De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre (v.6). Naturalmente la sacramentalidad del matrimonio en la Nueva Alianza instaurada por Cristo incluye un específico reforzamiento de la indisolubilidad, en cuanto signo y eficaz participación en la unión indisoluble de Cristo con su Iglesia. No obstante, la respuesta de Cristo no alude a esta realidad específica de los cristianos; remite a la verdad del principio, como la llama tantas veces Juan Pablo II [4].
Se trata de una verdad de suyo accesible a la razón humana, si bien el don de la fe la afianza con mucha mayor seguridad y ha sido históricamente el gran camino para transformarla en una verdad cultural pacíficamente poseída. Esto no quiere decir que constituya una verdad sólo válidad para los cristianos: es una gran verdad humana, que muchos no cristianos captan y viven, a veces sin darse cuenta del aporte que para ello han recibido del cristianismo. Lo que sucede muchas veces es que el mismo sentido realista de la fe no es percibido: se reduce la fe a mera opinión, y por tanto no se tiene en cuenta que mediante ella se adhiere con la inteligencia a la verdad sobre el ser, que incluye verdades naturales fundamentales. Por otra parte, ni siquiera en el plano humano puede verse la verdad sobre l matrimonio como una verdad sin sentido trascendente. La afirmación de Cristo ‘lo que Dios unió no lo separe el hombre’ muestra un aspecto esencial del vínculo matrimonial: sólo Dios puede llevar a cabo una unión tan honda y permanente. Mas lo lleva a cabo también cuando alguien dice no creer en El, con tal que se case realmente: como pasa con todo el orden moral, el sentido del bien y del mal o si bien son constitutivamente trascendentes o no requieren una explícita percepción de esa dimensión.
La verdad del matrimonio comprende una dimensión esencial de justicia
Como conclusión quisiera poner de relieve un aspecto que se halla ya implícitamente presente en las consideraciones expuestas hasta ahora. La verdad del matrimonio como vínculo y compromiso de amor fiel comporta esencialmente una dimensión de justicia. Estamos habituados, y es muy verdadero, a conectar el matrimonio con el amor; pero lo formalidad constitutiva del matrimonio no es el amor, sino una relación interpersonal que exige ese amor. Y esa relación entra plenamente en el ámbito de la tradicional virtud de la justicia: los esposos se deben mutuamente según justicia. Ese deber resulta en realidad inseparable del deber de amarse conyugalmente.
La dimensión de justicia, constitutiva del matrimonio, es la que permite entender por qué el matrimonio es una institución jurídica [5]. Habitualmente se piensa que la índole jurídica del matrimonio y de la familia provendría del hecho de que esas realidades sociales son objeto de una regulación legal y de una tutela administrativa y procesal en pro del bien común. Ciertamente éstas son manifestaciones de juridicidad, pero de naturaleza derivada, pues dependen de la dimensión jurídica que el matrimonio y la familia poseen en sí mismos, antes de cualquier intervención normativa. Juega aquí un papel determinante la noción de derecho de la que parta: si el derecho se identifica con una técnica social de control de las conductas mediante leyes, sanciones, procesos, etc., entonces el aspecto jurídico sería algo secundario en el ámbito familiar, sobre todo porque su entrada en escena depende principalmente de la existencia de crisis matrimoniales. En cambio, si el derecho es aquello debido a una persona por otra en justicia, según la clásica definición romana de la justicia como constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi [6], en la que el derecho es visto como objeto de la justicia, entonces el aspecto jurídico es constitutivo y esencial de la relación matrimonial. La peculiaridad de esta relación reside justamente en su objeto, que son las mismas personas de los cónyuges en cuanto tales. Lo justo matrimonial no son sólo ciertas prestaciones de los cónyuges, y mucho menos determinados bienes patrimoniales ligados a la unión: son las personas del marido y de la mujer en su recíproca condición de cónyuges. Son ellos los que se pertenecen mutuamente, sin perder por eso su intransferible libertad y responsabilidad personal, o sea in transformarse en objeto de la otra parte.
Los problemas jurídicos esenciales inherentes al matrimonio y a la familia pertenecen al ámbito de aquellas cuestiones fundamentales para la subsistencia de la sociedad humana en su conjunto, pues en ellas se juega la misma trama básica social. La existencia y el contenido fundamental de las relaciones entre cónyuges o entre padres e hijos no son asuntos meramente privados. Por tanto, la intervención de la legítima autoridad no ha de limitarse a impedir o subsanar injusticias cuando la parte afectada pide una determinada protección o reparación; sino que, entre otras medidas jurídicas, puede y debe establecer modalidades de reconocimiento social de la celebración del matrimonio y de la filiación. De este modo, estos vínculos familiares de justicia entran en un sistema público de formalización y tutela, el cual naturalmente sólo tiene sentido en cuanto sirva a la justicia sustancial ínsita en esos vínculos.
Es cierto que no toda injusticia matrimonial o familiar puede ni debe ser objeto de sanciones públicas. Se trata de un terreno muy delicado, en el que un intervencionismo excesivo es contraproducente, y puede transformarse en instrumento que agrava inútilmente los conflictos o pretende darles soluciones no siempre respetuosas de todos los aspectos de estas complejas y delicadas realidades tan ligadas a la intimidad. Además, las obligaciones en estos ámbitos –salvo en sus aspectos patrimoniales- presentan un límite fundamental de cara la sancionabilidad: ante los casos más graves de incumplimiento, no queda otro camino que sancionar el alejamiento mutuo de las personas. De ahí que la separación conyugal constituya la sanción típica de las obligaciones matrimoniales esenciales. Dicho sea de paso, aquí asume un relieve muy particular la exigencia cristiana de ir más allá de la estricta justicia, mediante el perdón que procede de la caridad.
Sin embargo, el problema de justicia cobra todo su relieve público cuando la cuestión afecta a la existencia misma de las relaciones familiares. Allí dejan de tener sentido consideraciones de tolerancia, pues está de por medio de modo directo el bien común. En este sentido conviene percatarse de que lo solicitado cuando se pretende la ruptura de un matrimonio válidamente constituido es una injusticia; y una injusticia tan calificada que no existen razones válidas que permitan tolerarla. En efecto, lo que se pide no es que se dejen subsistir relaciones de hecho injustas por implicar infidelidad matrimonial, sino que se aspira a obtener una declaración que convalide de manera radical esa injusticia, pretendiendo hacer desaparecer la misma relación matrimonial anterior, habitualmente para hacer pasar por matrimonial una unión fáctica diversa. El hecho de que el divorcio no pueda modificar realmente la realidad del matrimonio verdadero, no disminuye la gravedad de la disfunción que se implanta entre esa realidad y las formas del sistema sociojurídico. Si se tiene presente que el matrimonio no es obra del legislador, sino de los mismos cónyuges según su naturaleza humana sexuada y complementaria y su libertad de dar vida a una unión a ese nivel, se comprenderá que con el divorcio se busca introducir una extralimitación profunda en el sistema jurídico de una determinada sociedad. Por definición este sistema se justifica en la medida en que sirve a las personas humanas en la dimensión de justicia de sus relaciones. La legislación y la jurisdicción no son fines en sí mismos, mecanismos formales susceptibles de favorecer cualquier causa. Son instrumentos profundamente marcados en su misma esencia por su fin de servir a la justicia y al bien común. Con la institución del divorcio se consagra públicamente una verdadera estructura injusta. Ciertamente quienes lo promueven niegan esta afirmación, e incluso sostienen que la indisolubilidad es la que puede ser ocasión de graves injusticias. En diálogo paciente, respetuoso y sereno, renunciado a cualquier juicio sobre las intenciones subjetivas, pero con la fortaleza y la energía propia de las grandes causas humanas, es menester hacer ver que esa postura comporta en el fondo la negación de la verdad del mismo matrimonio, y no sólo en algunos casos especialmente calificados, sino potencialmente en cualquier caso, pues siempre pueden surgir problemas de convivencia.
El oscurecimiento del sentido de justicia en el pacto matrimonial no es un acontecimiento sectorial, sin más trascendencia para el resto de la vida social. De entrada, la injusticia de autorizar la disolución de uniones válidas es ante todo una injusticia respecto a los mismos cónyuges interesados, cualquiera que haya sido su posición ante el posible divorcio. Incluso para quienes lo busquen y acepten, esa ruptura continúa siendo objetivamente injusta, pues priva de un vínculo interpersonal debido e indisponible por parte de la voluntad humana. Sucede lo mismo que con los atentados contra los bienes jurídicos fundamentales, respecto a los cuales no hay consentimiento que convalide una injusticia que pretenda alterar lo que la misma persona no puede cambiar sin ir contra su propio bien. A esta injusticia se suma muchas veces la que se consuma respecto a los hijos, no sólo en cuanto a los cuidados requeridos, sino respecto a la misma identificación del nexo entre los progenitores. Con el divorcio se busca separar los roles de padre o madre respecto a los de esposo y esposa: el hijo se encuentra con que sus padres, un tiempo casados, ya no lo están, de modo que la paternidad y la maternidad parecen hacer perdido su componente conyugal. Aparte de los muchos males que se siguen para la prole, desde el punto de vista familiar, el más inmediato y esencial es el del antitestimonio que se da a los hijos respecto a la misma posibilidad de un matrimonio indisoluble.
Desde la perspectiva de la sociedad en su conjunto, la injusticia de una ley de divorcio es, como ya decía, de índole estructural. Al ofrecer la posibilidad del divorcio, casi siempre acompañada de la prohibición legal de una cláusula de indisolubilidad, todos los matrimonios son víctimas de una tentación institucionalizada, con múltiples efectos fácilmente perceptibles: multiplicación de las rupturas, amenaza contra la validez sustancial de las uniones en la medida en que el esquema divorcista penetre en sus mentes y en sus voluntades, banalización de todas las relaciones familiares, etc.
El resto de efectos en cadena que suelen seguir a una legislación divorcista, ante todo en el ámbito mismo del sistema jurídico, es bien conocido: legalización del aborto y de la eutanasia, asimilación de las uniones de hecho e incluso homosexuales al matrimonio, etc. La injusticia del divorcio es realmente una injusticia social, una injusticia en cadena, que atenta contra los mismos fundamentos de la convivencia humana, pues una vez convalidada esta modalidad de incumplimiento de una promesa de fidelidad tan cualificada, se tienden a aflojar todos los vínculos de justicia, sobre todo en aquellos ámbitos decisivos para la existencia de cada persona en este mundo, como son la vida y la familia.
Quisiera terminar con una afirmación del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, en la que se refleja toda su sensibilidad de santo y de jurista: “Hay dos puntos capitales en la vida de los pueblos: las leyes sobre el matrimonio y las leyes sobre la enseñanza; y ahí, los hijos de Dios tienen que estar firmes, luchar bien y con nobleza, por amor a todas las creaturas” [7]. Se trata de una lucha a favor de la verdad y de la justicia, y por tanto a favor de la persona humana. Es un empeño positivo, de permanente actualidad, que comprende el esfuerzo para que exista un reconocimiento social de la indisolubilidad matrimonial.