Es necesario precisar qué es el matrimonio para poder determinar qué queremos designar cuando hablamos de un rompimiento, de un quiebre, de la vida matrimonial. Pero todavía más: hace falta esa precisión para considerar cómo debemos valorar esas rupturas, si positiva o negativamente.
1. Significado y valoración jurídica de las rupturas matrimoniales
Para comprender qué son las rupturas matrimoniales y cómo han de ser valoradas, resulta imprescindible tomar posición sobre cómo se entiende o concibe el matrimonio y la relación conyugal que nace de él.
Es necesario precisar qué es el matrimonio para poder determinar qué queremos designar cuando hablamos de un rompimiento, de un quiebre, de la vida matrimonial. Pero todavía más: hace falta esa precisión para considerar cómo debemos valorar esas rupturas, si positiva o negativamente.
Sobre la concepción del acto matrimonial desde el punto de vista antropológico, sociológico, ético y jurídico podría abundarse in extenso, y no es ésta la oportunidad para hacerlo.
Pero valga al menos una reflexión básica como presupuesto para la discusión: si el matrimonio es entendido solo como una asociación voluntaria entre hombre y mujer que se formaliza públicamente, pero que no incide en la autonomía personal de los cónyuges. Esto es, si pretendemos que la individualidad de los contrayentes, y su independencia vital, es lo que debe valorarse en el matrimonio, el quiebre voluntario de la relación marital no será más que una forma de desenvolvimiento y des-arrollo de ella conforme a sus propios postulados. Los cónyuges harían uso de su libertad y autonomía tanto para unirse entre sí, como también para determinar que es unión, aunque formalizada, ya no satisface sus aspiraciones individuales.
En un contexto como ése -según podrá comprenderse fácilmente- la ruptura matrimonial no sería más que una de las múltiples formas de expresión de la voluntariedad individual que trasuntaría la institución misma del matrimonio. Con ello, el quiebre no debería ser valorado negativamente, sino, al revés, habría que constatar su normalidad, e incluso facilitarse y favorecerse, ya que pondría de relieve la eficacia de la autonomía personal de los cónyuges. Cuando más, habría que atender a que esa determinación de desahuciar el matrimonio, no produzca efectos nocivos exagerados para los terceros inocentes; especialmente para los hijos.
Entiendo, sin embargo, que una concepción liberal del matrimonio como esa, que lo transforma en una “convivencia legalizada”, no es la que concuerda con el sentimiento generalizado de nuestra sociedad ni con la realidad cultural y ética del ser humano. El matrimonio se presenta como algo más que una relación meramente contractual: se trata de un compromiso que se asume como integral y en el cual hombre y mujer se entregan en comunidad personalizada para construir un futuro común, de manera que su individualidad no puede ya realizarse (para bien o para mal) sin relación a la de su pareja. No hay institución más solidaria en este sentido que el matrimonio.
Pues bien, si el matrimonio es comprendido así, como comunión de personas, entonces el conflicto entre marido y mujer, la ruptura o quiebre de la vida en común, merece ser vista como una perturbación, como un factor nocivo de disgregación, y causa tanto de desequilibrio social como de frustración personal. Sólo dentro de un planteamiento como éste, la ruptura del matrimonio pasa a ser algo preocupante para la sociedad y, por cierto, para el legislador.
La valoración negativa de la ruptura, entendida como un fracaso del proyecto de vida común que envuelve todo matrimonio, determinará que las diversas instancias que intervengan, asuman la actitud de contribuir a evitar su aparición, disminuir su intensidad, apoyar su superación y, finalmente, regular las rupturas producidas tratando de minimizar sus efectos traumáticos y difusivos.
2. Funciones del Derecho ante las rupturas matrimoniales
¿Cuál debiera ser el rol del instrumento jurídico, de la ley, frente a los conflictos conyugales?
Suelen presentarse aquí dos posiciones que, aunque antagónicas, aparecen de manera oscilante en la opinión pública. Podríamos denominarlas (con alguna simplificación) como la “visión idealista” del derecho y la “visión pesimista” del derecho. La visión idealista del derecho es la que se observa con tanta frecuencia nada más que con leer la prensa. Se piensa que la ley es una especie de “mentolatum” que puede por su sola presencia solucionar los más diversos problemas. Siempre me ha llamado la atención que casi no hay exposición pública de alguna problemática social que no termine con un llamamiento a dictar o modificar una ley: y ello desde la situación de los jubilados, los peligros de extinción del bosque nativo, el desarrollo del cine nacional, etc. No en vano se habla de que Chile es un país con vocación legalista: el único donde se vocean textos jurídicos en las calles.
Estamos tentados a pensar, entonces, que si dictáramos una buena ley, adecuadamente estudiada, podríamos evitar las crisis matrimoniales y lograríamos obtener familias unidas y convenientemente integradas.
Me parece que esto es pedirle al derecho algo que no puede dar. La norma legal no es la panacea de los problemas sociales. No es posible declarar por una ley, ni siquiera por una reforma constitucional, que en Chiel “no habrá rupturas matrimoniales”. Ello revelaría un utopismo y una ignorancia de los procesos sociales semejante a la de aquel supuesto Ministro de Estado que pretendía derogar la ley de la oferta y la demanda.
La ley no podrá evitar que los matrimonios tengan dificultades, crisis y que incluso se llegue a un rompimiento de la vida común. Esta constatación, sin embargo, puede a veces llevar a asumir la posición directamente inversa, calificable de pesimismo jurídico: el derecho, la ley, sería impotente para incidir en el logro de los objetivos de felicidad en la vida conyugal. La ley ni siquiera podría mostrar, con afán pedagógico, cuál es el ideal al que se aspira; su función sería más modesta, y se traduciría en constatar, tomar nota, que la ruptura se ha producido y luego regular del modo más conveniente las consecuencias del derrumbe del matrimonio. Se trata, se dice, de una labor meramente terapéutica: funcionaría el ordenamiento jurídico sólo como un equipo de salvataje, que entra en escena una vez que el naufragio ya se ha producido.
Entre estas dos visiones, me quedo con una intermedia que pienso es la que más se adecua a la realidad. Ni tanto ni tan poco. La ley no puede asegurar el éxito de los matrimoniales ni evitar completamente las rupturas, pero puede -y debe- contribuir eficazmente a la estabilidad de los matrimonios, a que los quiebres que se produzcan sean los menos posibles, a que los cónyuges tengan recursos para superar esos conflictos, etc. La función del legislador frente a las rupturas matrimoniales no es sólo la de disponer de un buen equipo de salvataje para rescatar lo que quede del naufragio. Antes ha de cumplir la misión de faro para que la nave conyugal sortee los escollos y los arrecifes y pueda arribar a puerto seguro.
3. Las disposiciones constitucionales y las rupturas matrimoniales
En la visión realista de las funciones del ordenamiento jurídico que propiciamos, hemos de entender los textos constitucionales que propugnan un reconocimiento especial para la institución de la familia.
En efecto, si de acuerdo con el inciso segundo del art. 1º de la Constitución Política “la familia es el núcleo fundamental de la sociedad”, no podremos señalar que el Estado, y su expresión normativa, puedan permanecer indiferentes frente a los factores que, como las crisis conyugales, inciden en la desintegración de este núcleo fundamental. Toda crisis matrimonial interesa a la comunidad, y debe ser valorada como un elemento preocupante, como una situación que debiera ser superada o neutralizada hasta donde sea posible.
Lo anterior se refuerza si consideramos los deberes que la Constitución explicita, del Estado para con la institución familiar. Cuando el texto habla de Estado hemos de entender comprendido el sistema jurídico estatal y los órganos legislativos. Estos deberes son el de “proteger” a la familia y el de “propender a su fortalecimiento” (art 1º Const.).
Me parece que una interpretación adecuada de estas normas en relación con la familia fundada en el matrimonio, confirman la tesis de que cuando la ley contemple los casos de rupturas o quiebres conyugales, no puede valorar sólo las decisiones individuales y la libertad autónoma de los cónyuges, sino que ha de tener en cuenta también el interés colectivo de la familia afectada, así como el interés común de toda la sociedad.
Se justifica entonces que el legislador, sin vulnerar la libertad de las personas, propicie medidas y normativas que contribuyan a disminuir las rupturas o a hacerlas lo más inocuas posibles.
4. El divorcio vincular y las rupturas matrimoniales
Quisiera advertir que, a la inversa de lo que suele escucharse, la discusión sobre la introducción del divorcio vincular en Chile o sobre el fraude de las nulidades matrimoniales, no tiene una relación directa con el problema de las rupturas o los quiebres conyugales. Y esclarecería bastante la controversia si fuéramos capaces de captar y asumir la diferencia.
Me explico: una ley de divorcio vincular no pretende, como es lógico, subsanar o ayudar a los cónyuges a superar un rompimiento o una crisis matrimonial. Todo lo contrario: una ley de divorcio pretende que, mediante una decisión judicial, se declare la extinción de la obligatoriedad del vínculo jurídico y se libere a los cónyuges del llamado “impedimento de ligamen”. Es decir, el objetivo directo y propio del divorcio no es superar la ruptura, sino permitir a uno o ambos cónyuges el contraer un nuevo matrimonio, o más bien, legalizar la nueva convivencia instaurada por aquél con el ropaje jurídico del matrimonio.
Se trata, por lo tanto, de una cuestión completamente diversa: cuando con-trovertimos sobre el divorcio vincular debiéramos ser capaces de reconocer que lo que estamos discutiendo es única y exclusivamente si una persona que ya se ha casado puede volver a contraer matrimonio con otra, en vida de su primer consorte. Este es el problema jurídico del divorcio, y la cuestión de las rupturas matrimoniales nada tiene que ver con él, como no sea el de servir de elemento justificante para conceder el derecho a una nueva unión.
Cierto es que las leyes de divorcio vincular dictadas en el extranjero suelen también contener normas que buscan regular los efectos de la ruptura entre los divorciados, considerando la situación del cónyuge más desprotegido económicamente y la suerte de los hijos comunes. Pero estas regulaciones se establecen allí sólo por economía procesal, ya que ellas establecerse independientemente de que se autorice o no el paso a nuevas nupcias.
Permítaseme insistir: la ley de divorcio no puede concebirse como una ley que propenda al arreglo de los matrimonios, a la superación de los conflictos entre cónyuges. Sin ley de divorcio, como lo comprueba nuestra misma realidad, los cónyuges pueden romper, pueden vivir separados, pueden establecer una nueva relación afectiva con un tercero, y ello sin que requieran para nada de un juicio de divorcio vincular, como tampoco de recurrir al fraude de las nulidades. ¿Cuándo se comienza a considerar la posibilidad de un divorcio vincular o de una nulidad equivalente? Cuando se aspira a que la segunda unión de hecho venga a ser calificada también como “matrimonio”, equiparándose así el primer compromiso conyugal. ¿Es posible calificar jurídicamente de matrimonio la segunda unión de una persona que ya se ha casado, si vive aún su primer cónyuge?; ¿es ése el matrimonio que puede satisfacer las necesidades de compromiso, afecto y seguridad del corazón humano?; ¿es ese el matrimonio sobre el que puede fundarse la familia como sostén de la cultura y la civilización de los pueblos? He aquí lo que debe resolverse en materia de divorcio.
5. ¿Cómo debe enfrentar la ley las rupturas matrimoniales?
Muy distinta es la óptica que debiera asumirse cuando tratamos el problema de las rupturas matrimoniales, porque aquí lo que debiera interesar es 1) Que esas rupturas no lleguen a producirse, al menos en un porcentaje mayoritario de las uniones matrimoniales; 2) Que si se producen, la ley pueda contribuir a mitigar los efectos patrimoniales y personales que ellas acarrean.
Nuestra legislación contiene variados mecanismos que operan en ambos sentidos. Los que tienden a cumplir la primera misión son más difuminados y no siempre pueden ser claramente identificados. Tal vez, se ha hecho poco en mejorar y perfeccionar estos instrumentos que pueden ayudar a las parejas a la superación de los conflictos conyugales. Inciden aquí cuestiones como la preparación para el matrimonio, la educación para los padres, programas de ayuda psicología y de orientación para las parejas con problemas, etc. También indirectamente contribuyen a fortalecer la familia tareas económico-sociales como el acceso a la vivienda familiar digna, el trabajo convenientemente remunerado, una mayor protección de la salud, una mejor educación para los hijos, e incluso un tratamiento tributario más equitativo de los ingresos familiares.
En lo que se refiere a la regulación de las rupturas de la vida conyugal cuando éstas ya se han manifestado, existen varios mecanismos jurídicos que confluyen, no siempre con una conveniente armonía:
- Existe la figura del “divorcio no vincular”, temporal o perpetuo, establecido en los arts. 19 y siguientes de la Ley de Matrimonio Civil, y que, sin disolver el vínculo, suspende la vida en común entre los cónyuges cuando se acredita judicialmente alguna de las causales enumeradas en su art. 21: adulterio, malos tratos al cónyuge y a los hijos, ausencia, abandono del hogar.
- Para liquidar la sociedad conyugal que puede existir entre los cónyuges, se arbitra también la posibilidad de la mujer de pedir separación judicial de bienes. De esta manera, la mujer podría administrar por sí misma su propio patrimonio, sin la intervención o el control del marido.
- En la práctica suelen traducirse las rupturas en una separación de hecho, que está reconocida indirectamente por la ley. Frente a esta separación, la mujer o el marido, si no cuentan con medios de subsistencia, tienen derecho a solicitar que se determine judicialmente una pensión alimenticia en su favor y en el de los hijos comunes. Además, después de la ley Nº 19.335, del 23 de septiembre de 1994, la mujer puede solicitar la separación judicial de bienes en caso de separación de hecho prolongada por más de un año.
- En relación con los hijos menores, el art. 223 del Código Civil, complementado por el art. 46 de la ley Nº 16.618, de Menores, establece el régimen de su cuidado personal: éste compete a la madre, sin perjuicio del derecho del padre a visitarlos en la forma determinada por el juez. La ley Nº18.802, de 1989, contribuyó a solucionar un problema real, al establecer la necesidad de autorización de ambos padres -el que tenga la tuición y el que ejerza el derecho de visita- para que un menor pueda salir del país.
6. Algunas propuestas en relación con las rupturas matrimoniales
No se afirma que las actuales previsiones legislativas regulan adecuadamente las rupturas matrimoniales. Creo que puede hacerse mucho por perfeccionarlas y corregirlas, en varios aspectos.
En esta oportunidad quisiera llamar la atención sobre tres propuestas o sugerencias que me parecen de singular importancia. Una dice relación con la prevención de las rupturas y dos con su regulación.
a) Edad para contraer matrimonio
El criterio biologicista que ocupa nuestra legislación para fijar el inicio del ius connubi, parece estar superado en todas las legislaciones modernas, incluido el Código de Derecho Canónico de 1983.
No puede ya considerarse, en la época que vivimos, que la pubertad física (14 años en el varón y 12 años en la mujer) marque el momento de la madurez necesaria para asumir el compromiso matrimonial. Me parece que esto puede favorecer que se celebren matrimonios que partan con una fragilidad importante y que normalmente desembocarán en una ruptura al corto tiempo.
Considerar la elevación de la edad mínima para contraer matrimonio válidamente (por ejemplo, a los 14 años para las mujeres y a los 16 para los varones), debería contribuir a que los contrayentes pudieran comprender más cabalmente la responsabilidad que asumen al casarse.
La regla debiera contemplar posibilidades de dispensa judicial, para el caso de embarazos adolescentes y, en todo caso, supondría el asentimiento de los padres o ascendientes hasta que los contrayentes superen la mayoría de edad (18 años).
b) Convenciones reguladores y recepción de nulidad canónica
En relación con el fraude de las nulidades se ha dicho que se trataría del peor divorcio por cuanto la mujer y los hijos estarían desprotegidos al no considerarse su situación con posterioridad a la nulidad.
Me parece extremadamente cuestionable esta afirmación. De partida la creo falsa respecto de los hijos que, por intervenciones legislativas expresas, tienen cubierta la conservación de su legitimidad, así como la de todos los derechos que de ese estado se derivan. La determinación de su cuidado personal se encuentra también específicamente regulada (arts. 223 y 225, inciso final del Código Civil).
Más discutible es el problema de los cónyuges, ya que éstos pierden el derecho de alimentos forzosos. Pero es bien sabido que como el juicio fraudulento requiere un acuerdo previo, las negociaciones incluyen también la suerte del cónyuge que no está interesado en la nulidad (generalmente, la mujer). Con lo que la desprotección en esta materia tiene mucho de mito y poco de realidad. Por lo demás, con la posibilidad de afectar la vivienda familiar al régimen de los bienes familiares, incorporado en el Código Civil por la ley Nº 19.335, y sobre la cual la misma ley autoriza a constituir derechos reales de usufructo, uso o habitación a favor del cónyuge no propietario aun cuando el matrimonio se considere disuelto por declaración de nulidad (art. 147 del Código Civil), se refuerza aún más la protección del cónyuge más desvalido económicamente.
No obstante lo anterior, si se persevera en mantener el statu quo en la materia, podría considerarse la exigencia de que los cónyuges que pretenden anular su matrimonio, presenten al juez un proyecto de convenio regulador de los efectos económicos de esa nulidad, en el cual se contemplen las transferencias de bienes o pensiones alimenticias voluntarias que se generarán una vez disuelta la unión, al constatarse la efectividad de la causa de nulidad del vínculo.
También sería conveniente estudiar conceder, como sucede en otros países occidentales, eficacia civil a las sentencias de nulidad de los matrimonios canónicos pronunciadas por los tribunales eclesiásticos, siempre que sean sometidas a un trámite de aprobación formal por parte de un juez chileno. Esto evitaría el reformular la causales de nulidad civil, insertando en la ley civil, de manera fragmentaria y fuera de contexto, algunas normas propias del actual derecho canónico, que sólo se explican y operan como elementos configurados por todo el sistema jurídico canónico-matrimonial.
c) La sustitución del divorcio no vincular por un régimen de separación personal
Cuando se produce un conflicto conyugal grave se presenta en ocasiones la conveniencia de que los cónyuges vivan separados. La ley no podría pretender mantener la comunidad de vida en contra de la voluntad de los cónyuges, y si se constata que la convivencia es considerada por ellos como intolerable, debe abrir cauces apropiados para que puedan suspender la vida en común, sin perjuicio de mantener su estado civil de casados y sus roles parentales en relación con la crianza y educación de los hijos.
La Ley de Matrimonio Civil concibe el derecho a la separación de cuerpos sólo como una sanción frente al incumplimiento grave de los deberes conyugales, y una vez acreditado mediante un proceso judicial contencioso. Esta regulación no parece avenirse con las necesidades actuales de la dinámica familiar. La figura del “divorcio no vincular”, por la taxatividad de sus causales, por la rigidez de su procedimiento, y por su misma concepción de fondo, ha caído casi en una total obsolescencia.
Como sustitución, la separación de cuerpos se da en la mayoría de los casos sólo de hecho, y sin intervención judicial, como no sea la que se produce con motivo de litigios sobre alimentos y tuición respecto de los hijos. Esta situación no parece ser la más adecuada, ya que la separación requerida una constatación pública y una conveniente regulación jurídica que formalice sus consecuencias.
Pienso que se hace necesario considerar la supresión del divorcio no vincular, para reemplazarlo por un régimen de separación personal, que pueda adaptarse a las actuales necesidades de la familia chilena y que, de manera flexible y económica, pueda contribuir a que la ruptura de la convivencia matrimonial sea lo menos dañina posible.
Este régimen de separación personal debería combinar causales imputables a alguno de los cónyuges (y por tanto con efectos sancionatorios para el culpable en relación a alimentos, derechos sucesorios, etc.), como acoger también la eficacia del acuerdo de aquéllos que no desean explicitar ante el tribunal el motivo de su rompimiento, considerando así una separación personal sin culpabilidad declarada.
El procedimiento debiera ser significativamente flexible, en especial si la separación se pide conjuntamente por ambos cónyuges. Habiendo hijos menores podría otorgarse competencia a los Jueces de Letras de Menores y aplicarse el procedimiento especial regulado por la ley 16.618.
Debieran contemplarse también, sobre todo en matrimonios con hijos menores de edad, mecanismos de apoyo y orientación a los cónyuges en conflicto, a través de asistentes sociales, psicólogos u otros profesionales idóneos. De este modo, se procuraría conseguir una reconciliación, y si ésta no es posible, se trataría de alcanzar algunos acuerdos sobre las consecuencias económicas y personales de la separación. Asimismo, cabría exigir un tiempo de reflexión antes de la dictación de la sentencia.
Decretada la separación personal por sentencia ejecutoriada, sus efectos serían de duración indefinida. Se produciría la disolución de la sociedad conyugal o del régimen de participación, en su caso, y podría estudiarse el autorizar al mismo juez que conoce de la separación personal el liquidar la comunidad de bienes o determinar el crédito de participación, para evitar nuevos litigios patrimoniales.
Un régimen de separación personal con estas características podría contribuir a solucionar o reglamentar adecuadamente una ruptura grave de la convivencia marital, manteniendo siempre la posibilidad abierta para la reconciliación la reconstitución de la familia fracturada.
7. El proyecto de ley de matrimonio civil aprobado “en general” por la Cámara de Diputados
El 23 de noviembre de 1995 se presentó por moción de diputados de varias bancadas de gobierno y oposición, un proyecto de ley (Bol. Nº 1759-18) que pretende sustituir la vigente ley de matrimonio civil, que data de 1884 y que ha sufrido muy pocas modificaciones a lo largo de su historia. Este es el proyecto que fuera aprobado “en general” por la Cámara de Diputados en el mes de enero de este año.
Las principales innovaciones que pretende introducir el proyecto son, en primer lugar, elevar la edad mínima para contraer matrimonio a los 16 años, suprimir la competencia del Oficial del Registro Civil como requisito del matrimonio, y añadir otras causales de invalidez entre las que destaca la incapacidad de aquellos que “por causa de naturaleza psíquica no pudieren asumir las obligaciones esenciales del matrimonio, sea absolutamente, sea de una manera compatible con la naturaleza del vínculo” (art. 4, Nº 3). Además, se pretende reemplazar la figura del divorcio no vincular por una regulación de una separación judicial, la que tiene lugar en casos de violación de los deberes matrimoniales o paternos, vida común intolerable o gravemente riesgosa y cese de la convivencia por dos años. Finalmente, la reforma más trascendentes es la instauración de un divorcio vincular, que da lugar a un nuevo estado civil: el de divorciado, y que permite, tras sentencia judicial de por medio, volver a contraer nuevas nupcias.
Las causales que permiten este divorcio son de distinta naturaleza, pero se pueden reconducir a tres situaciones fundamentales: separación de los cónyuges, incumplimiento de los deberes matrimoniales e imposibilidad de la vida en común. Las causales fundadas en la separación son tres: si se trata de una separación aceptada por ambos cónyuges, el divorcio procede a los dos años; si hubo sentencia de separación judicial, el divorcio procede a los dos años desde que queda a firme la sentencia de separación; en último término, a los cinco años desde el cese de la convivencia el divorcio procede siempre, aunque no haya acuerdo, ya que en tal caso “se presume la imposibilidad de la vida común” (arte. 53).
El proyecto de ley que comentamos contempla algunos aspectos que, según hemos dicho, podrían ayudar a perfeccionar nuestra legislación civil para hacer frente a las rupturas de la vida matrimonial (elevación de la edad mínima para contraer, adecuación de un régimen de separación, convenios reguladores de las consecuencias de la nulidad o separación), pero lo hace en el marco de una reforma radical a la valoración jurídica del vínculo matrimonial, que neutraliza absolutamente todos los eventuales efectos conciliadores y sanatorios de aquéllos. En efecto, al aceptarse la disolución voluntaria del vínculo, el proyecto ya no persigue, en los hechos -y más allá de las declaraciones de intenciones de sus redactores-, el superar los conflictos matrimoniales, sino más bien imponer legalmente una nueva concepción del matrimonio, bajo la cual las rupturas no son más que un desarrollo normal y previsible de cualquier experiencia de pareja.
El matrimonio pasa a ser un contrato temporal, rescindible por la voluntad de ambos o cualquiera de los cónyuges. Por las causales de divorcio que hemos apuntado, se observa que el proyecto de ley acepta el divorcio consensual, por mutuo acuerdo, con un breve plazo de espera de dos años (en todo caso abreviable al mínimo, si se tiene en cuenta que la regulación procesal que se propone hace más sencilla la simulación y la presentación de pruebas falsas en estos juicios).
Además, debe tenerse en cuenta que es muy dudoso que el proyecto permita terminar con el fraude de la nulidades, ya que si bien desaparece el vicio de “incompetencia del oficial del Registro Civil” se consagra la sinuosa causal de “imposibilidad de asumir las obligaciones del matrimonio”, lo que, unido a la flexibilidad probatorio y a la supresión del trámite de la consulta (según el cual los juicios de nulidad deben ser revisados por los Tribunales Superiores, incluso cuando ninguna de las partes haya apelado de la sentencia de primera instancia), permite prever que los cónyuges que estén de acuerdo en poner término a su relación, y no quieran asumir el estado civil de “divorciados”, recurrirán a un juicio simulado de nulidad por “imposibilidad de asumir”, y contarán con mayor facilidad para obtener sentencia favorable que la que tienen en la actualidad.
Pero aún más, el proyecto no sólo da eficacia disolutoria a la voluntad concorde de los cónyuges. La mera voluntad de uno de ellos, a pesar de la oposición incluso expresa del otro, hace procedente el divorcio. Así, ante la voluntad contraria de uno de los cónyuges, el interesado en la disolución podrá alegar que existe imposibilidad de vida común, y le bastará acreditar que ha vivido separado por un lapso de cinco años (sean continuos o no) para obtener sentencia favorable y quedar liberado de su compromiso conyugal. Entre la intención de uno de los cónyuges en perseverar en el complimiento de la promesa esponsal, y la voluntad del otro de no cumplirla, la ley le otorgaría su protección a este último. ¿Por qué? Nuevamente porque el matrimonio habrá mutado en su raíz y jurídicamente no será ya más que una relación meramente contractual de tracto sucesivo, desahuciable a voluntad.
Este es el centro de la propuesta legislativa, y en él terminan por sumergirse todas sus modificaciones puntuales, que a lo mejor en forma aislada podrían ser auspiciables. Así, no se ve para qué elevar la edad para contraer, si el matrimonio es rebajado al status de una convivencia temporal. Asimismo, los convenios reguladores no serán más que fórmulas para concretar las negociaciones económicas que envolverá la disolución del contrato matrimonial. Los llamados a conciliación y el proceso de mediación, como lo prueba la experiencia del derecho comparado, se convertirán en trámites burocráticos, absolutamente ineficaces frente a partes cuyo norte no es otro que disolver el vínculo. La separación de cuerpos terminará por ser subsumida por el divorcio y no se le practicará sino como una etapa en el camino para una disolución más eficaz del vínculo conyugal. Es más, esta separación funcional al divorcio puede servir para producir efectos inesperados. Con la normativa que se propone, el cónyuge que tiene problemas para conseguir la adhesión del otro al proyecto de divorciarse, puede optar por abandonar el hogar (interrumpir la convivencia), esperar dos años y pedir primero la separación judicial; luego esperará otros dos años desde la sentencia y solicitará tranquilamente el divorcio; con ello podrá conseguir incluso abreviar el plazo máximo de cinco años que exige el proyecto para el divorcio unilateral. Aún, más, si el cónyuge inocente frente a la infidelidad de su consorte, por ejemplo, prefiere pedir la separación judicial y obtiene sentencia que declara la culpabilidad de este último, se expone a que el cónyuge infiel, pasados dos años, invoque esa misma sentencia que lo declaró culpable de incumplir sus deberes matrimoniales como fundamento de su propia demanda de divorcio, en contra del cónyuge inocente; el proyecto de ley es claro: “la separación judicial… dará lugar al divorcio cuando haya transcurrido un lapso continuo mayor de dos años” dice su art. 51. ¿Cómo esperar que un régimen de separación así diseñado pueda servir para solucionar y atemperar los conflictos matrimoniales?
En síntesis, este proyecto de ley, como otros muchos que lo han precedido, yerra el camino, pretende superar las rupturas matrimoniales desconociendo la naturaleza del pacto conyugal. Pero en esto no hay mérito alguno: si no hay propio matrimonio ¿a quién le importarán las rupturas?, ¿si la ley no reconoce el matrimonio como compromiso transpersonal e institucionalizador, para qué preocuparse tanto de los conflictos de la vida común? Planteadas así las cosas, es fácilmente comprensible por qué la experiencia divorcista de los países occidentales en las últimas décadas no ha hecho sino aumentar más y más los índices de desintegración familiar.
8. Por una ley civil en pro de la familia
La familia es una institución demasiado importante para considerar de manera superficial, apresurada o con ligereza el grave problema de las rupturas matrimoniales. Cierto es que los tiempos que vivimos, los modelos culturales imperantes, no siempre refuerzan los lazos de solidaridad que crea el matrimonio, y más bien tienden a debilitarlos al propiciar una ética voluntarista, de la autosatisfacción y de la reafirmación personal con prescindencia del otro.
La ley, el Derecho, en su afán de promover el bien común y los derechos de las personas, contando con la realidad social y con las costumbres vigentes, no puede plegarse a los existentes con la justificación de que ello es lo que ocurre en la realidad social.
El sistema jurídico no debe asumir una posición de mero espectador ante la disgregación social y familiar, una posición de indiferencia legal, de ausentismo jurídico. Una neutralidad en la materia sólo sería aparente, pues la no intervención legislativa implicaría inevitablemente el desconocimiento jurídico de la institución de la familia. Dentro de los límites que le son propios, el Derecho ha de jugarse por mostrar caminos de superación y de progreso social y personal, incentivar su seguimiento y colaborar en la construcción de una sociedad más justa y más humana, que sólo podrá edificarse sobre el respeto a la realidad antropológica del compromiso conyugal y sobre la base de una familia asumida y vivida en libertad y responsabilidad.