A pesar de las miserias y dolores de la humanidad, “aún podemos rezar y tener esperanzas”. A pesar de la muerte, Tolkien sigue vivo a través del tiempo y las distancias. Y es algo más que recuerdos: es la ilusión, el sueño y la esperanza de recrear un mundo donde el bien sea posible, la belleza pueda ser contemplada, donde gobierne la verdad y donde el mal sea siempre combatido.
J. R. R. Tolkien nació en Sudáfrica el 3 de enero de 1892 y fue bautizado el último día de ese mes, en la catedral de Bloemfentein [1]. Ambos padres, Mabel y Arthur, eran anglicanos. Ocho años más tarde la vida ha cambiado demasiado para los Tolkien: Arthur ha muerto, la madre y sus dos hijos viven en su Inglaterra y ella toma una de las decisiones más importantes de su vida, que marcará también a Ronald: se convierte al catolicismo, a pesar de las objeciones de sus parientes. En junio de 1900 es recibida en la Iglesia Católica Apostólica Romana [2].
Ese será uno de los momentos decisivos de la vida de Tolkien, como él mismo recordará años más tarde. Ella -señala en 1954 en carta a su hijo Michael- estaba “desgastada por la persecución, la pobreza y la enfermedad, en gran parte su consecuencia, esforzándose en transmitirnos a nosotros, pequeños, la Fe” [3]. De su madre recibió la formación inicial, la transmisión de la fe católica, los mejores recuerdos de su infancia y la más terrible pena por su muerte prematura en 1904, cuando tenía sólo 34 años.
Según Tolkien no era necesario conocer su vida, para comprender su obra. “No me gusta comunicar hechos sobre mí, salvo los secos. No sólo por motivos personales, sino porque objeto la tendencia contemporánea de la crítica a conceder demasiada importancia a la vida de los autores y los artistas. Sólo distraen la atención de la obra de un autor” [4].
Sin embargo, parece todo lo contrario: a partir de su larga y fecunda vida personal y artística se puede reflexionar con mayor claridad sobre aspectos central de su obra literaria y, como Tolkien incluso comentaba, se puede entender con más claridad sus paisajes y los diálogos, sus amores y dolores, su filosofía de vida y su religión y el sentido de su existencia. “Cualquier análisis de la vida de Tolkien -dice Carpenter- debe considerar la importancia que para él tuvo la religión. Su compromiso con el cristianismo, y en especial con la Iglesia Católica, era total” [5].
Todo análisis serio también debe partir de otra premisa sustancial: su carácter de filólogo, su gusto lingüístico. “Esto da cierto carácter a la nomenclatura (de su obra literaria), o así me lo parece, que falta de modo notorio en otras creaciones comparables”. Aunque no le pareciera central a los estudiosos, para Tolkien era fundamental, por padecer “la maldición de una sensibilidad aguda por tales asuntos” [6].
Otra de sus pasiones dominantes es el mito, “y sobre todo la leyenda heroica a caballo entre el cuento de hadas y la historia”. A ello debemos agregar su condición de inglés, pues desde temprano, dice, “me afligió la pobreza de mi amado país: no tenía historias propias vinculadas a su lengua y a su suelo” [7].
Como se va viendo, su obra está llena de su vida. Tolkien tiene en sus libros y poemas, en las cartas profusamente escritas en su vida, en las largas conferencias y discursos que pronunció, ciertas líneas directrices que lo caracterizan y que se vuelven parte de él: ser inglés, filólogo, católico, la constitución de su familia, los tiempos de guerra y las innumerables “aventuras” que vivió.
Curiosamente él rechazaba que su obra fuera, en alguna medida, autobiográfica. Que la misión de sus personajes fuera su propia vida era algo que no le gustaba, a pesar de indudables semejanzas. “La historia -decía en 1956- no trata de J. R.R.T. en absoluto y en ningún momento trata de ser una alegoría de su experiencia de la vida, porque eso es lo que debe significar la objetivación de su experiencia subjetiva en un cuento, si algo significa” [8].
Sin embargo, por algo una vez sostuvo que él mismo era un hobbit. “Soy de hecho un Hobbit (salvo en el tamaño) -señaló en carta de 1958-. Me gustan los jardines, los árboles y las granjas no mecanizadas; fumo en pipa y me agrada la buena comida sencilla (sin refrigerar), pero detesto la concina francesa; me gustan los chalecos ornamentales en estos tiempos opacados, y hasta me atrevo a llevarlos. Me satisfacen las setas (recogidas en el campo); tengo un sentido del humor muy simple; me acuesto tarde y me levanto tarde (cuando me es posible). No viajo mucho” [9].
Un hombre que no viajaba mucho, pero cuya obra es hoy patrimonio universal. Como los hobbit, que no gustaban de las aventuras y que vivieron algunas de las historias más maravillosas.
Génesis de una gran obra
¿Qué es el Somme? Quizá es la muerte, la amputación de la juventud, el triunfo del sin sentido, el fracaso de los propiamente humano. Cuando las noticias de julio de 1916 llegaron a Inglaterra la reacción fue la propia de quienes aún no comprendían el mal inmenso y crecedor de la guerra, siempre abierto a nuevas atrocidades, notable porque el desastre puede desarrollarse y superar incluso los peores pensamientos. Fueron más de 600 mil las bajas para Inglaterra y Francia, y sólo en el primer día cayeron 30 mil jóvenes ingleses y los días siguientes la situación no mejoró, las muertes siguieron produciéndose y ni siquiera la “alegría” del triunfo final pudo devolver a Inglaterra lo mejor de su juventud, caída en los campos de batalla.
La oscuridad, la larga noche sobre Europa, la ruptura generacional, la guerra civil más salvaje de la historia. La muerte sobre los que todavía no experimentan la vida a plenitud; amistades y amores interrumpidos, familiar amputadas, ciudades que pierden el futuro, universidades que postergan el trabajo de la razón por los años irracionales en los campos de batalla. Como decía Tolkien. “el mal parecía haberse metido en el fuego mismo” [10]. Europa tuvo sueños horribles y el despertar fue todavía peor: la pesadilla era la continua vida de meses y años en los campos de batalla.
“Y luego tuvo unos sueños horribles… En ese momento despertó con un horrible sobresalto y se encontró que parte del sueño era verdad” [11]. Fueron cientos, miles, millones los jóvenes muertos en la Primera Guerra Mundial. Muchos perdieron hijos, padres, amigos, maridos, hermanos. No era de extrañarse, entonces, que en el reino de la muerte los sobrevivientes se preguntaran, mirando al cielo o a su propio corazón, “¿por qué yo? ¿por qué yo?”. La pregunta tenía sentido. Para todos y cada uno de los jóvenes europeos.
Esa fue la experiencia de J.R.R. Tolkien en la guerra. No sólo porque él mismo, efectivamente, sobrevivió, sino también por cuanto sus amigos más cercanos encontraron la muerte en la Primera Guerra Mundial.
La famosa T.C.B.S. era una sociedad donde Tolkien, Wiseman, R.Q. Smith se reunían para hablar de poesía, soñar en grande y conversar sintiéndose “de tamaño intelectual cuatro veces más grande” [12] cuando estaban juntos. Eran “la amistad elevada a la enésima potencia” [13], como les gustaba repetir. En la guerra primero murió Gilson y luego Smith. Esta escribió una hermosa carta a Tolkien poco antes de morir, decisiva en el futuro creador del sobreviviente. “Mi mayor consuelo -decía Smith- es que si esta noche me voy a los imbornales -salgo en misión dentro de unos minutos- todavía quedarían miembros de la gran T.C.B.S. para anunciar lo que yo soñaba y en lo que todos concordábamos. Estoy seguro de que la muerte puede hacernos repulsivos o impotentes como individuos, pero no puede poner fin a los cuatro inmortales. Es un descubrimiento que comunicaré a Rob antes de salir esta noche. Y díselo también a Christopher. Que Dios te bendiga, querido John Ronald, y que digas las cosas que yo intentaba decir cuando yo no esté para decirlas, si ésa es mi suerte. Siempre tuyo. G.B.S.” [14].
“Que digas las cosas que yo intentaba decir”. Ese amigo, vecino de la muerte en los campos de batalla, escribió unas breves pero auténticas y decisivas letras a Tolkien. De ahí en adelante, Tolkien buscará desarrollar personalmente la idea de crear un mundo donde la belleza y el bien fueran verdad, donde el mal fuera siempre combatido.
Cuando el mundo vio surgir la Segunda Guerra Mundial el drama de Tolkien volvió: ahora sus hijos partían a la guerra, en circunstancias que él había ido a otra 25 años atrás y había perdido amigos con la extraña justificación -decía la propaganda- de que “nunca más habría guerras”.
Así lo resumía en una carta a su hijo Christopher. “A veces me siento aterrado al pensar en la suma total de miseria humana que hay en esta momento en el mundo entero: los millones separados los unos de los otros, estremecidos, prodigándose en días sin provecho… aparte de la tortura, el dolor, la muerte, la injusticia… (Y) ningún hombre puede estimar lo que está realmente acaeciendo sub specie aeternitatis” [15].
La creación de una mitología
¿Qué se habían propuesto, qué deseaban los amigos de la T.C.B.S.?
Aspiraban a la grandeza, sin duda, incluso a ella más que a la santidad o la nobleza “por sí solas”. “La grandeza a la que me refería -cuenta Tolkien en una carta de 19916- era la de ser un gran instrumento en las manos de Dios, un promotor, un hacedor, un ganador incluso de grandes cosas, un principiante aun en la menor de las grandes cosas” [16].
En esos tiempos desearon desarrollar una mitología para su país: “Desde mis días tempranos me afligió la pobreza de mi propio amado país: no tenía historias propias (vinculadas con su lengua y su suelo), no de la cualidad que yo buscaba y encontraba (como ingredientes) en leyendas de otras tierras”. Agregaba que “tenía la intención de crear un cuerpo de leyendas más o menos conectadas… que podría dedicar simplemente a Inglaterra, a mi patria” [17]. De hecho, recordaba después que sólo construyó un “tiempo imaginario”, pero en lo que se refiere al espacio, “he mantenido los pies en mi propia madre patria” [18].
Esa mitología de Tolkien (y las lenguas con ella asociadas) empezó a cobrar forma por primera vez durante la guerra de 1914-1918. “La Caída de Gondolin (y el nacimiento de Eärendil) fue escrito mientras estaba de licencia en el hospital después de haber sobrevivido a la Batalla del Somme, en 1916” [19], contaba el autor de El Señor de los Anillos en una carta de 1955.
Decíamos que la creación de mitos era una de las pasiones dominantes de Tolkien, y algunos estudios sobre él se concentran especialmente en este aspecto, al punto de considerarlo central para la comprensión de su obra [20].
Esta idea será central en la vida de Tolkien, y tendrá como momento culminante una conversación con Hugo Dyson y C.S. Lewis, la noche del 19 de septiembre de 1931.
En esa ocasión, Lewis dijo: “Pero los mitos son mentiras, aunque esas mentiras sean dichas a través de la plata”, a lo que Tolkien respondió escuetamente: “No. No lo son” [21]. La reunión tuvo una proyección mucho mayor, pues Tolkien argumentó la existencia de una verdad inherente a la mitología. “Venimos de Dios –continuó explicando a sus amigos-, e inevitablemente los mitos que tejemos, aunque contienen errores, reflejan también un astillado fragmentado de luz verdadera, la eterna verdad de Dios. Sólo elaborando mitos, sólo convirtiéndose en un ‘subcreadro’ e inventando historias, puede aspirar el hombre al estado de perfección que conoció antes de la Caída” [22].
Después de esto, Tolkien escribió Mitopeia [23], una poesía que significa “hacer mitos”, y se refiere a su creación por parte de los hombres y del derecho de éstos a crear los mitos. Su poema comienza, según la conversación de esa noche, “a aquel que dice que los mitos son mentiras, y por tanto sin valor, aun dichos ‘a través de la plata’” [24].
En algunos versos desarrolla claramente su visión:
“El corazón del hombre no está hecho de engaños y obtiene sabiduría del único que es Sabio, y todavía lo invoca. Aunque ahora exiliado, el hombre no se ha perdido ni del todo ha cambiado. Quizá conozca la desgracia, pero no ha sido destronado, y aún lleva los harapos de su señorío, el dominio del mundo con actos creativos: y nunca adora al Gran Artefacto, hombre sub-creador, luz refractada a través de quien se separa en fragmentos de Blanco en formas vivas que van de mente en mente.
Aunque hayamos puesto en los agujeros del mundo elfos y duendes, aunque hayamos levantado dioses y casas de la oscuridad y de la luz, y sembrando la semilla del dragón, era nuestro derecho (usado bien o mal). El derecho no ha decaído. Aún seguimos la ley por la que fuimos creados” [25].
“Benditos los hacedores de leyendas con sus versos sobre cosas que no se encuentran en los registros del tiempo” [26].
“No iré por ese camino llano y polvoriento, indicando esto y aquello por esto y aquello, vuestro mundo inmutable donde el pequeño hacedor no participa del arte del hacedro” [27]
“Hombre, sub-creador”, “era nuestro derecho”, “el derecho no ha decaído”, “benditos los hacedores de leyendas”, “el pequeño hacedor”, son conceptos que reflejan con claridad el mito tolkeniano, de su filosofía del mito. De ahí en adelante habrá que concretar la poesía en la mitología largamente añorada.
En los años siguientes será el propio Tolkien el hombre sub-creador, el bendito hacedor de leyendas, quien ejercerá el derecho humano a crear un tiempo, una geografía, una filosofía, historias y lenguajes, criaturas numerosas y variadas aventuras.
Sobre los cuentos de hadas
Los cuentos de hadas son cuentos de niños, se decía habitualmente. Eso a comienzos del siglo XX. La primera gran obra de Tolkien sobre este tema fue publicada en 1937 y la llamó El Hobbit.
Comenzó con los cuentos que les contaba Tolkien a sus hijos durante años, precisamente como cuentos para niños, cuestión que con el tiempo lamentaría. “Todo lo que recuerdo del comienzo del El Hobbit es estar sentado corrigiendo ensayos de promoción… En una hoja en blanco garrapateé: “En un agujero en el suelo vivía un Hobbit. No sabía y no sé por qué” [28], resumía en una carta de 1955. Ésa, efectivamente, sería tiempo después la frase inicial de su libro.
La obra fue comenzada sólo para entretener, luego fue leída en el círculo de sus amigos, los Inklings y finalmente fue publicada por la firma de Stanley Unwin. Es notable el informe que aprueba su edición, escrito por su hijo Rayner, de 10 años. Así resumía el pequeño su impresión: “Bilbo Baggins era un hobbit que vivía en su cueva de hobbit y nunca salía en busca de aventuras, hasta que el mago Gandalf y sus enanos lo convencieron que fuese. Pasó momentos emocionantes luchando contra duendes y wargs. Por fin llega a la montaña solitaria, Smaug, el dragón queu la custodia, muere, y después de una tremenda batalla con los duendes, el hobbit vuelve a su casa ¡rico! Este libro -concluía Rayner-, que no tiene mapas, no necesita ilustraciones, es bueno y debería gustar a todos los chicos entre 5 y 9 años” [29].
“Entre 5 y 9 años”. Sin embargo, en 1939 Tolkien precisará sus conceptos y desarrollará una riquísima teoría sobre el valor, el contenido y los destinatarios de los cuentos de hadas, a través de una importante conferencia [30].
En esta conferencia, que denominó Sobre los cuentos de hadas [31], Tolkien sostenía que los destinatarios de estos cuentos son fundamentalmente los adultos. “Si algún interés tiene la lectura de los cuentos de hadas como género específico es que merece la pena escribirlos por y para los adultos” [32], resumió en 1939, dos años después de la publicación de “su” cuento de hadas.
¿Qué son los cuentos de hadas, según J.R.R. Tolkien? Se podría decir muchas cosas, a partir de las ideas desarrolladas en la conferencia Sobre los cuentos de hadas.
1. El reino de los cuentos de hadas es ancho y profundo, cabe la alegría y la tristeza, las bestias y los pájaros, mares sin riberas e incontables estrellas, belleza que embelesa y un peligro siempre presente (pág. 135).
2. El cuento de hadas es aquel que alude o hace uso de fantasía, cualquiera que sea su finalidad primera: la sátira, la aventura, la enseñanza moral, la ilusión (págs. 140-141). En ellos, por ejemplo, hay muchos anillos mágicos, prohibiciones arbitrarias, malvadas madrastras y hasta las mismas (pág. 146). Lo que realmente cuenta es el colorido, la atmósfera, los detalles individuales e inclasificables de un relato (pág. 147).
3. Hay tres elementos centrales en todo cuento de hadas: invención independiente, derivación y difusión, que juegan un papel en la elaboración de la intrincada madeja del cuento. La más importante y fundamental de las tres es la invención, por lo que no ha de sorprender que sea también la más misteriosa. Las otras dos, en definitiva, se retrotraen por necesidad hasta un inventor, es decir, hasta un narrador (pág. 149).
4. Es muy poderoso y estimulante en un cuento de hadas el uso que se hace del adjetivo: “no hay en fantasía hechizo ni encantamiento más poderoso…”, decía Tolkien. La mente que pensó en ligero, pesado, gris, amarillo, inmóvil y veloz también concibió la noción de magia que haría ligeras y aptas para el vuelo las cosas pesadas, que convertiría el plomo gris en oro amarillo y la roca inmóvil en veloz arroyo… (pág. 150).
5. Un concepto clave en el inicio y desarrollo de la fantasía tolkeniana es el concepto de sub-creador, del hombre que crea un mundo (pág. 150). Esta idea, según sabemos, fue el centro de Mitopeia.
El concepto de sub-creador no es la simple “voluntaria suspensión de la incredulidad”, sino que aquel donde el sub-creador “construye un Mundo Secundario en el que tu mente puede entrar. Dentro de él, lo que se relata es “verdad”: está en consonancia con las leyes de ese mundo. “Crees en él, pues, mientras estás, por así decirlo, dentro de él.
Cuando surge la incredulidad, el hechizo se rompe; ha fallado la magia, o más bien el arte. Y vuelves a situarte en el Mundo Primario, contemplando desde fuera el pequeño Mundo Secundario que no cuajó” [33].
6. Los cuentos de hadas se justifican si son escritos por y para adultos. En 1937 Tolkien había publicado El Hobbit como cuento de niños, pero dos años más tarde ya podía defender su verdadera posición sobre los cuentos de hadas, que intensificará en sus cartas (pág. 168).
7. Otra idea fundamental de Tolkien se refiere a la utilidad de los cuentos de hadas, a la respuesta del ¿para qué sirven? Su respuesta es la siguiente: ellos “ofrecen también en forma y grado excepcional otros valores: Fantasía, Renovación, Evasión y Consuelo, de todos los cuales, por regla general, necesitan los niños menos que los adultos. La mayoría de estas cosas se tienen hoy por perjudiciales para todo el mundo” (pág. 169). Por esta concepción Tolkien recibirá innumerables críticas, por no asumir la realidad, los cambios tecnológicos y las consecuencias del progreso. Ello le llevaba a preguntarse si las máquinas, por ejemplo, pueden considerarse más reales que un árbol o una montaña.
8. Sobre la fantasía creativa hay dos consideraciones que realizar: por una parte se basa en el amargo reconocimiento de que las cosas del mundo son tal cual se muestran bajo el sol; en el reconocimiento de una realidad, pero no en la esclavitud de ella. En segundo lugar, la fantasía constituye un “derecho humano” (pág. 176), como señaló también en Mitopeia.
9. Aunque a Tolkien no le gustaba hacer de las obras literaris alegorías [34] lo cierto es que su obra tiene sentido religioso y moral indudable. El mismo sostenía que “el mito y el cuento de hadas, como toda forma de arte, deben reflejar y contener en solución elementos de moral y verdad (o error) religiosa, pero no de manera explícita, no en la forma conocida del mundo primordialmente “real” [35].
En su conferencia Sobre los Cuentos de Hadas sostuvo que “creamos a nuestra medida y en forma delegada, porque hemos sido creados; pero no sólo creamos sino que lo hacemos a imagen y semejanza de un Creador” [36]. De hecho, además considera que el Evangelio “no ha desterrado las leyendas, las ha santificado”, en plena comunión con las ideas sostenidas en esa decisiva conversación con Lewis y Dyson en 1931.
10. Los cuentos de hadas son una literatura de evasión. Aunque desde luego los cuentos de hadas no son en forma alguna la única fuente de evasión, resultan una de las más obvias (y para algunos más bochornosas manifestaciones de la literatura de “evasión” (pág. 180). ¿Por qué ha de despreciarse a la persona que, estando en prisión, intenta fugarse y regresar a casa) Podríamos plantearlo así: las obras de fantasía son “un oasis de cordura en un desierto de irracionalidad” [37].
11. El final feliz es otra de las características centrales de los cuentos de hadas. “Casi me atrevería a asegurar -decía Tolkien- que así debe terminar todo cuento de hadas que se precie… Ya que no tenemos un término que denote esta oposición, la denominaré ‘Eucatástrofe’. La eucatástrofe es la verdadera manifestacón del cuento de hadas y su más elevada misión” [38].
A partir de eso, Tolkien realiza una comparación con la “eucatástrofe del cristianismo”. Así, sostiene que el nacimiento de Cristo es la eucatástrofe de la historia del Hombre y la Resurrección es la eucatástrofe de la historia de la Encarnación. Se trata, ciertamente, de una historia que comienza y finaliza en gozo. Posee de manera preeminente la “consistencia interna de la realidad” [39].
Quizás por eso le gustaba recordar en ocasiones esa reflexión de Chesterton como propia: “que es nuestro deber mantener flameadno la Bandera de este mundo” [40].
Es la ilusión, la esperanza cristiana, de que a pesar de los dolores y dificultades de este mundo, hay siempre causas por las cuales vivir y, ciertamente, una gran razón por la cual morir: el reino de Dios. “El cristiano ha de seguir trabajando, en cuerpo y alma, ha de seguir sufriendo, esperando y muriendo. Pero ahora puede comprender que todas sus inclinaciones y facultades tienen una finalidad, que pueden ser redimidas. Quizá –concluía en su conferencia de 1939- todos los cuentos se tornen reales; mas con todo, una vez redimidos, se parecerán tanto y al mismo tiempo tan poco a las formas con que salen de nuestras manos como el Hombre, una vez salvado, a la criatura caída que ahora conocemos” [41].
La grandeza de la vida corriente
En una carta de 1956 Tolkien recordaba cómo El Señor de los Anillos había sostenido que “así son a menudo los trabajos que mueven las ruedas del mundo. Las manos pequeñas hacen esos trabajos porque es menester hacerlo, mientras los ojos grandes se vuelven a otra parte” [42]. Y asimismo, recordando la Primera Guerra Mundial en que le había correspondido participar, sostenía: “siempre me ha impresionado que estemos aquí, que hayamos sobrevivido, a causa del indomable valor que gentes muy pequeñas opusieron a fuerzas abrumadoras” [43].
De hecho, para Tolkien los hobbits no eran sino simples campesinos ingleses, pequeños de tamaño, que reflejan un alcance también escaso de imaginación, “aunque de ningún modo de poco valor o energía patente”. “Solo somos iguales -decía en otra ocasión a su hijo Michael- en compartir una profunda simpatía y un profundo sentimiento por el soldado raso, en especial por el que proviene de las regiones agrícolas” [44].
Consideremos el caso de Bilbo Bolsón, el personaje central de El Hobbit. Cuando se encuentra con Gandalf, el mago que lo anima a una aventura que planea, Bilbo le responde que “en estos lugares somos gente sencilla y tranquila y no estamos acostumbrados a las aventuras” [45].
La respuesta que Gandalf dará a los enanos será elocuente y decisica: “Hay mucho más en él (Bilbo Bolsón) de los que imagináis y mucho más de lo que él mismo se imagina” [46].
Entretanto, la percepción del mismo Bilbo había ido transformándose, y poco a poco comenzó a sentir dentro de él el valor de las cosas hermosas, “deseó salir a las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón” [47]. La verdad será esa, y Bilbo se convertirá en un verdadero héroe, derrotará a un dragón, superará difíciles aventuras, se hará rico con un botín y con creatividad irá deshaciéndose de continuos problemas.
El resultado de la expedición a la que Bilbo se sumó sin entusiasmo será el origen de su propia “grandeza”. Las palabras finales que Gandalf dirige a Bilbo son claras respecto a la visión de Tolkien: “Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho, pero en última instancia, ¡eres sólo un simple individuo en un mundo enorme!” [48]. Un simple individuo en un mundo enorme, la mano pequeña que mueve al mundo.
Algo similar ocurre con otros trabajos de Tolkien, como Egidio, el granjero de Ham, Hoja de Niggle o El herrero de Wootton Mayor [49]. En el primero de ellos, es Egidio, un humilde granjero, el héroe de la obra, quien derrota al dragón y se vuelve ídolo del pueblo, superando al Rey y los caballeros, cuyos pergaminos nada pueden contra el nuevo héroe campesino. No era solamente una persona que había logrado algo, sino un campesino que llegó a Rey “ayudando a su propia suerte” [50]. Sólo en la humildad está la grandeza.
Hoja de Niggle -de claro contenido autobiográfico, como lo reconoce Tolkien [51]- trata de la vida y muerte de un artista, un pintor no muy famoso, que tenía dificultades para la realización de su labor, como el tener muchas ocupaciones, el que “a veces se sentía algo perezoso” [52], y muchas veces debía recibir visitas y atenderlas.
Sin embargo, Niggle descubre de pronto uno de los placeres de la vida: “se había acostumbrado a iniciar su trabajo tan pronto como sonaba una campana y a dejarlo al sonar la siguiente todo recogido y listo para poderlo continuar cuando fuera preciso. Terminaba sus trabajillos como primor… Disfrutaba ahora de mayor paz interior” [53].
En esta obra está claramente representada la concepción ética y religiosa del trabajo, más allá de la importancia que una determinada actividad tenga a los ojos humanos: es trabajo bien hecho. Según Tolkien, la moral debería ser una guía para nuestros humanos propósitos, el conducto de nuestra vida, con dos premisas fundamentales: a) la manera en que nuestros talentos individuales pueden desarrollarse sin desperdicio ni abuso, y b) sin daño para nuestros semejantes ni estorbo para su desarrollo (más allá de lo cual está el autosacrificio por amor) [54].
El juicio moral respecto del trabajo personal pertenece, sin embargo a Dios, y cada uno puede emplear dos escaleras diferentes de moralidad. “Ante nosotros mismo -decía Tolkien- debemos presentarnos el ideal absoluto sin compromiso, pues no conocemos los límites de nuestra propia fuerza natural (+ la gracia), y si no apuntamos a lo más alto, estaremos sin duda por debajo de lo que podríamos alcanzar. A los demás, a los que conocemos lo bastante como para emitir un juicio, debemos aplicar una escala atemperada por la “misericordia”: es decir, como con buena voluntad podernos hacer esto sin la tendencia inevitable en juicios acerca de nosotros mismos, debemos estimar los límites de la fortaleza de otro y sopesarla en relación con la fuerza de las particulares circunstancias” [55].
Quizá muchas veces el brillo de las grandes obras concluidas logra opacar el trabajo silencioso, tedioso y cuesta arriba de cada día, de horas de trabajo sin descanso, de largas jornadas para completar los detalles, de solitarios pensamientos y difíciles conclusiones. Probablemente muy pocos de los lectores de El Hobbit o El Señor de los Anillos saben que ambos fueron dactilografiados personalmente por Tolkien [56], incluso dos o más veces, por falta de recursos.
Una vez más la sabiduría de Gandalf resumía bien la labor de los hombres sobre la tierra: “no nos corresponde a nosotros elegir la época en que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para componerla” [57] con nuestro trabajo bien hecho, por cierto.
El valor creativo de la amistad
La obra de Tolkien es, en gran medida, la obra de sus amigos.
Desde la lejana T.C.B.S. a comienzos de siglo hasta el desarrollo de sus principales trabajos a mediados de siglo, Tolkien fue hombre de grandes amigos y de amigos que influían directamente en sus trabajos literarios.
La T.C.B.S fue formada originalmente por tres estudiantes que tenían en común la gran pasión por la literatura griega y latina, y una gran amistad con gusto y conocimientos compartidos y algunos que no compartían. A Tolkien, Wiseman y Gilson se suma más tarde Smith, quien ingresó tiempo después que Tolkien a la Universidad de Oxford, lo que confirmó entre ellos una amistad corta pero fecunda. Smith leía todos los poemas de su amigo y le preguntaba por el contenido último de sus trabajos. Sabemos que después ambos fueron a la guerra, donde Smith encontró la muerte, no sin antes dirigir esa famosa y dramática carta donde solicitaba a Tolkien que si moría, todavía quedaba el mismo Tolkien para “anunciar lo que yo soñaba y en lo que todos concordábamos…” y para decir “las cosas que yo intentaba decir cuando yo no esté para decirlas, si ésa es mi suerte”.
Por eso cuando Tolkien regresó a Oxford en 1925 era evidente que algo faltaba en su vida. Y era C.S. Lewis quien faltaba. Pronto Lewis “empezó a sentir sincero afecto por ese hombre de rostro alargado y mirada vivaz a quien le gustaban la buena conversación, la risa y la cerveza; y Tolkien fue subyugado por la mente rápida de Lewis y por su espíritu tan generoso y amplio” [58].
El comienzo de la relación fue curioso. Como recuerda Lewis en su autobiografía espiritual, la amistad con J.R.R. Tolkien marcó la caída de dos viejos prejuicios. “Al entrar por primera vez en el mundo me habían advertido (implícitamente) que no confiase nunca en un papista, y al entrar por primera vez en la Facultad (explícitamente) de que no confiara nunca en un filólogo. Tolkien era ambas cosas” [59].
De ahí en adelante no sólo serán amigos, sino compañeros de ruta en la creación intelectual y miembros de una nueva sociedad “literaria”: los Inklings [60]. Después de morir el club original de los Inklings, C.S. Lewis y Tolkien sobrevivieron. El nombre fue transferido por Lewis “al indeterminado e intelectual círculo de amigos que se reunían en torno a C.S.L. en sus habitaciones del Magdalen. C.S.L. tenía pasión por escuchar la lectura de obras en voz alta, capacidad de memoria para lo recibido de ese modo y también extrema facilidad para la crítica improvisada; nada de esos (especialmente lo último) era compartido en el mismo grado por sus amigos” [61].
Por ejemplo, Tolkien -según señalamos- decidió su poema Mitopeia a Lewis, y la conversación de la noche del 19 de septiembre de 1931 fue decisiva para un paso más en la conversión de éste, cuando ya no sólo cree en que Dios existe, sino que comienza a creer en Cristo. Así lo cuenta el propio Lewis en una carta a Arthur Greeves, días después: “He pasado de creer en Dios a creer decididamente en Cristo, en el cristianismo. Trataré de explicártelo en otro momento. Mi larga conversación nocturna con Dyson y Tolkien ha tenido mucho que ver con esto” [62].
Asimismo, Lewis dedicó a Tolkien su trabajo El problema del dolor. Fueron grandes amigos y se oyeron mutuamente sus trabajos mucho antes de que ellos fueran publicados. El origen del trabajo definitivo de Tolkien se desarrolla a partir de cuando él y C.S. Lewis echaron una moneda al aire, según la cual Lewis debía escribir sobre un viaje espacial y Tolkien uno a través del tiempo [63].
Probablemente lo más decisivo en términos de creación intelectual y de trabajo perdurable fue el impulso decidido, el apoyo incondicional y sistemático que Lewis dio a Tolkien para que éste siguiente escribiendo y llevara a término exitoso El Señor de los Anillos. “C.S. Lewis es un muy viejo amigo y colega, y, a decir verdad, debo al aliento que me dispensó el hecho de que, a pesar de los obstáculos (¡con inclusión de la guerra de 1939!), perseveré en la escritura de El Señor de los Anillos, y finalmente lo acabé” [64]. Y en otra carta reafirmaba esta misma idea, pues “si no hubiera sido por el aliento que me dio C.S.L., no creo que hubiera completado El Señor de los Anillos ni lo hubiera ofrecido a la publicación” [65].
La verdad es que respecto del contenido Tolkien no estaba muy abierto a las críticas y sugerencias de sus amigos de los Inklings, y muchas veces una idea para mejorar un poema o una página significaba de parte de Tolkien sencillamente arrancar la página completa o desatender las sugerencias. A ello se sumó, con respecto a Lewis, un distanciamiento progresivo, por diferentes razones. Tolkien esgrime como fundamentales causas del distanciamiento entre ambos la amistad de Lewis con Charles Williams (cuya influencia habría sido dominante) y su extraño matrimonio [66], del que se informó después de producirlo, a fines de los 50.
A esas razones es posible agregar además diferencias de orden intelectual: a Tolkien le disgustaba que Lewis hiciera alegoría del cristianismo en su obra (y también que se hubiera convertido en el “teólogo del hombre común”, aunque se hubiera convertido tarde) y, según Tolkien, a Lewis “los hobbits nunca le gustaron mucho realmente” [67].
Después de la separación entre estos grandes amigos, la vida de Tolkien transcurrió como un solitario, que echaba de menos la compañía masculina y amistosa que había gozado durante gran parte de su vida y de manera tan intensa.
Por eso lo recordará siempre con cariño y profunda gratitud. “Teníamos una gran deuda mutua, con el profundo afecto que engendró, permanece. Era un gran hombre” [68], sostuvo Tolkien a fines de 1963.
Nunca olvidaría Tolkien cómo reaccionó Lewis en algunos pasajes decisivos de El Señor de Los Anillos: “los aprobó (los capítulos) con un fervor inusitado, y el último capítulo lo impresionó al punto de derramar lágrimas” [69]. Lágrimas que devolverá Tolkien en 1963, al enterarse de la muerte de Lewis [70] a quien tanto quería, a pesar de los pesares.
Eso pasa con las amistades profundas, intensas y decisivas en la vida: las personas se arriesgan a llorar un poco.
Tolkien ut Semper
Ya lo decía el sabio de Gandalf: “No podemos dominar ni prever todas las oleadas del mundo. No podemos ver ni gobernar el tiempo que hará” [71].
Es verdad, no podemos predecir el futuro. Sin embargo, sí s posible imaginar el futuro a la luz de lo que ha ocurrido con Tolkien en el siglo XX. Hoy él es parte de la cultura y trascendió con creces su espacio y su tiempo. Si bien su obra fue concebida como una mitología para Inglaterra, pensada y escrita en sus años de Oxford y difundida originalmente en pequeños círculos de amigos y soñadores, lo cierto es que hoy su obra es patrimonio universal. Una vez recordaba que El Señor de los Anillos “fue escrito para entretener (en el más alto sentido): para ser leíble” [72].
Tolkien estuvo plenamente consciente de ser una figura de culto mientras estaba vivo, y eso no le era nada placentero. “No me parece -decía- que ello tienda a inflarlo a uno; en mi caso, al menos, me hace sentir extremadamente pequeño e inadecuado” [73].
Ocurre en ocasiones que la obra de un artista, pintor o poeta, por ejemplo, toma vida propia una vez publicada. El mismo hecho de ser escrita para ser leída o dibujada para ser contemplada es una inmediata e intrínseca prevención contra cualquier vano egoísmo. Eso le ocurrió precisamente a Tolkien en su vida, pues estaba convencido que El Señor de los Anillos, por ejemplo, no le pertenecía. “Ha sido dado a la luz, y debe seguir ahora su camino predestinado en el mundo, aunque, naturalmente, siento un profundo interés por su suerte, como lo sentiría un padre por la de su hijo. me consuela saber que tiene buenos amigos que lo defienden de la malicia de sus enemigos” [74].
El tema central de sus trabajos, recordaba Tolkien, no era de orden moral o sobre el problema del poder, sino uno que ha ocupado a los hombres desde hace siglos: el problema de la muerte y de la inmortalidad; “el misterio del amor por el mundo en los corazones de una raza condenada a partir y aparentemente a perderlo; la angustia en los corazones de una raza condenada a no partir en tanto su entera historia no se haya completado” [75].
La vida de Tolkien desde los años sesenta se fue acercando progresivamente a la muerte a la cual “estaba condenado”. En 1963 murió C. S. Lewis, en 1971 murió la mujer de su vida, Edith, su Lúthien de El Silmrillion. Así comenzaba el capítulo De Beren y Lúthien: “Entre las historias de dolor y de ruina que nos llegaron de la oscuridad de aquel entonces, hay sin embargo, algunas en las que en medio del llanto resplandece la alegría, y a la sombra de la muerte hay una luz que resiste. Y de estas historias la más hermosa a los oídos de los Elfos es la de Beren y Lúthien” [76]. Es decir, Tolkien y Edith.
A comienzos de siglo la muerte le había arrebatado a sus amigos en la guerra y antes a su propia madre. Sabía que pronto debía marcharse él mismo.
Cuatro días antes de morir escribió una carta que terminaba hablando del tiempo. “Aquí está bochornoso- decía a su hija Priscilla-, húmedo y lluvioso por el momento, pero los pronósticos son más favorables” [77]. Así lo imaginaba Tolkien para el mundo, y su obra es parte de la belleza con la que había que combatir el mal, las guerras o la inhumanidad.
El sabio de Gandalf lo había expresado con claridad: no nos corresponde a nosotros elegir la época que nacemos, sino hacer lo que esté de nuestra parte para componerla. En El Hobbit, ya lo había advertido Thorin, “si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro acumulado, este ería un mundo más feliz” [78].
Uno de los capítulos que Tolkien consideraba fundamentales en su obra literaria era la historia de Aragorn y Arwen, que narra una dolorosa despedida. “Con tristeza hemos de separarnos, mas no con desesperación -dijo Aragorn. ¡Mira! No estamos sujetos para siempre a los confines del mundo, y del otro lado hay algo más que recuerdos. ¡Adiós!” [79].
Efectivamente, hay algo más que recuerdos. Tolkien, a través de la belleza, devuelve algo de grandeza a un mundo cansado, a través de una obra escrita “con la sangre de mi vida” [80], pero no para mirarse a sí mismo, sino para el mundo y para siempre.
A pesar de las miserias y dolores de la humanidad, “aún podemos rezar y tener esperanzas” [81]. A pesar de la muerte, Tolkien sigue vivo a través del tiempo y las distancias. Y es algo más que recuerdos: es la ilusión, el sueño y la esperanza de recrear un mundo donde el bien sea posible, la belleza pueda ser contemplada, donde gobierne la verdad y donde el mal sea siempre combatido.
Ad LPA, magna cum amicitia.