La tesis que quisiéramos sostener en estas líneas se refiere a una proposición simple. La publicación de la encíclica Evangelium vitae fue un choque para las sociedades occidentales, y sus ondas de resonancia, lejos de agotarse, repercutirán durante muchos años más.

A pesar de los atajos que a veces toma la historia, las mentalidades siguen evolucionando lentamente, incluso hoy día. La Encíclica Evangelium vitae fue promulgada por el Papa Juan Pablo II el 25 de marzo de 1995. Un aniversario de quince años ofrece un campo de observación demasiado corto para apreciar los frutos múltiples que resultan de la publicación de ese importante texto magisterial.

En cambio, quizás no es tan difícil poner de relieve lo que podríamos denominar algunas “tendencias pesadas” en la acogida de la Encíclica. El presente artículo se propone ese objetivo, en homenaje al Papa Benedicto XVI quien, entonces Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, desempeñó un papel de primer plano en su redacción.

¿Cuáles eran las intenciones del Papa Juan Pablo II al ofrecer esta Encíclica al mundo?

Probablemente los historiadores considerarán la más rica y decisiva, en la enseñanza del pontificado anterior, la década de los años 90, y en especial los años 1992 a 1998, que se presentarán como el período de madurez magisterial. De hecho, en un espacio de seis años solamente, fueron publicados cuatro textos que iban a marcar la doctrina por largo tiempo. El primero es, desde luego, el Catecismo de la Iglesia Católica. Así como las novedades del Concilio de Trento se habían puesto al alcance del pueblo cristiano en un catecismo que iba a establecer el marco de la catequesis durante más de cuatro siglos, asimismo el catecismo publicado en 1992 se propone dar a comprender a todos las perspectivas abiertas por el Vaticano II. En varios países de Europa y del continente americano, el éxito de librería fue excepcional: se compraron centenares de miles de ejemplares en el espacio de unas pocas semanas. La verdad obliga a reconocer que, en algunos de esos mismos países, una buena parte del clero, obispos y sacerdotes, así como laicos comprometidos en las responsabilidades diocesanas, mantuvieron una cierta reserva, por no decir más, respecto a esta constitución de la catequesis moderna. La resistencia no ha disminuido.

Tampoco fue más favorable la acogida que se dio a otro gran texto que siguió. Más que otros, sin lugar a dudas, la Encíclica Veritatis splendor interesaba muchísimo a Juan Pablo II. Había escrito las primeras versiones de su puño y letra y puso especial atención en la magnífica meditación del encuentro de Jesús con el joven rico, que ocupa la primera parte. La Encíclica Veritatis splendor pone de relieve los vínculos entre la verdad y la libertad, la ley y la conciencia personal [1]. La tercera parte pone en tela de juicio, sin nombrarla, aquella que los anglosajones han denominado la “ética procedimental”, en la que las convenciones de ética comunitaria se obtienen siguiendo el procedimiento democrático utilizado en los países occidentales, que implica el debate y el voto, pero sin hacer referencia a ninguna trascendencia de orden religioso o metafísico. Por primera vez en la historia de la Iglesia un texto magisterial intervenía en el campo de la teología moral fundamental. En este caso también, el éxito de librería fue inesperado: en Francia, más de doscientos mil ejemplares fueron vendidos en sólo tres semanas. El olvido fue aún más compacto.

Juan Pablo II no ignoraba esas resistencias. Tuvo entonces la idea de proponer un tercer documento de lectura más fácil, en el que el Magisterio se comprometía de manera más clara y evidente (la Encíclica Veritatis splendor no incluía una prescripción magistral propiamente dicha) sobre cuestiones que se habían vuelto fundamentales para el futuro de nuestras sociedades, principalmente en los países occidentales, cuestiones de vida o muerte. En cierto modo, la Encíclica Evangelium vitae (indicada en adelante con la sigla EV) no aporta elementos nuevos fundamentales respecto a los dos textos anteriores; se refiere a ellos constantemente y se presenta como una prolongación natural y una aplicación práctica de ellos [2]; pero retoma la doctrina en tres prescripciones que, enunciadas con toda la solemnidad necesaria, debían golpear las mentes de todos, tanto las de los hombres políticos como las de los fieles del pueblo de Dios.

La primera prescripción es general: “Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre gravemente inmoral” (EV 57). Las otras dos se presentan como una aplicación del principio, primero al aborto: “Por tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con todos los Obispos que en varias ocasiones han condenado el aborto (…), declaro que el aborto directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente” (EV 62); y luego a la eutanasia: “…de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una Persona humana” (EV 66).

Dejemos a los especialistas la tarea de comparar los términos utilizados en cada una de esas condenaciones, y de calcular el alcance de las diferencias. Dejemos a los eclesiólogos la preocupación de mostrar que el Magisterio ordinario es apto para asumir prescripciones definitivas y no reformables en el ámbito de la fe y de la moral [3]. Por parte nuestra, nos contentaremos con apreciar el impacto de la encíclica Evangelium vitae a partir de la doble experiencia de maestro y obispo.

La tesis que quisiéramos sostener en estas líneas se refiere a una proposición simple. La publicación de la encíclica Evangelium vitae fue un choque para las sociedades occidentales, y sus ondas de resonancia, lejos de agotarse, repercutirán durante muchos años más. Repetimos que el choque provocado no se debió a la novedad de la doctrina: la encíclica no agrega nada, en ese campo, al Catecismo (cf. 2770-2774 en lo que respecta al aborto; 2280-2283 en lo referente al suicidio; 2277 y 2324 en lo que concierne a la eutanasia; 2261, 2269, 2296 por lo que se refiere a provocar la muerte) y se funda en el argumento filosófico de la Veritatis splendor (cf. EV 18-20: cómo una cierta libertad individual legitima los crímenes contra la vida humana). La originalidad del texto se basa principalmente en una fórmula que encierra una sencillez genial: existe una “cultura de la muerte”; habría que reemplazarla por una “cultura de la vida”.

La “cultura de la muerte” se apoya en una concepción utilitarista de la sociedad, que prevalece sobre la solidaridad entre todos sus miembros, comenzando por los menos favorecidos, los niños aún no nacidos y los ancianos que llegan al fin de su existencia (EV 12). Dicha cultura fomenta el aborto, el suicidio y la eutanasia. ¿A quién se dirige esta expresión? Desde luego, existen semillas mortíferas en todas las culturas, pero el texto no disimula sus principales destinatarios: en primer lugar, las sociedades occidentales de Europa y del continente americano, que han despenalizado o incluso legalizado el aborto y se preparan a seguir el mismo camino con la eutanasia.

El choque consistió en un juego con un espejo. El Papa mostró un espejo a esas sociedades, el de la “cultura de la muerte”, y las invitó a reconocerse en él.

Cuando lanzamos un guijarro en un estanque, vemos que se forma una serie de ondas concéntricas a partir del punto de caída y se dirige hacia las orillas. La expresión “cultura de la muerte” logró una toma de conciencia que no habían podido provocar los documentos anteriores. Las ondas comenzaron a propagarse. Constituyen, dijéramos, unas “tendencias pesadas” para su recepción. Cuatro de ellas se pueden identificar ya.

La primera onda fue la reacción de las opiniones públicas de nuestras sociedades. Los textos romanos anteriores habían sido mal recibidos porque se juzgaba demasiado severa y negativa la descripción que daban de las sociedades modernas. La Evangelium vitae dio escándalo.

¿Cómo era posible atreverse a invocar una cultura de la muerte, al hablar de sociedades que se presentan a la vanguardia del transcurso del tiempo, y de democracias tan sumamente convencidas de su propia excelencia, que se esfuerzan por exportar su propio modelo a todos los países de la tierra e incluso se imaginan que representan una especie de “fin de la Historia”, ya que después ya no se podría esperar ninguna otra innovación social y política (F. Fukuyama), y a invocar también dicha cultura a propósito de las filosofías que se fundan en los derechos humanos y tienen en cuenta, ante todo, la adquisición más apreciada: la libertad personal, la libre disposición del propio cuerpo y, por tanto de la propia vida? La herida al narcisismo provocada por la encíclica era intolerable.

Las protestas llegaron de todas partes, pero las palabras siguieron su camino. El texto lo había previsto: “El Evangelio de la vida no es exclusivamente para los creyentes: es para todos. El tema de la vida y de su defensa y promoción no es prerrogativa única de los cristianos (…) pertenece a toda conciencia humana que aspira a la verdad y está atenta y preocupada por la suerte de la humanidad” (EV 101). De hecho, la doble expresión cultura de la muerte/cultura de la vida ha penetrado en muchas mentes, incluso en quienes no participan de la fe cristiana. Tiende a pasar al vocabulario común. Los periodistas la mencionan de buen grado. Incluso a veces los políticos la utilizan en sus discursos. La batalla de las ideas se gana raramente con las ideas, más bien con las palabras [4]. Hagan pasar su propio vocabulario a la boca de sus adversarios: no dejará de llegar a sus mentes, y quizá incluso a sus corazones. En el Comité Consultivo Nacional de Ética, donde me había nombrado el Presidente de la República francesa en 1998, no era raro que nos preguntáramos ante una innovación de la ciencia biológica y de la técnica médica: “¿Favorecerán una cultura de la muerte o una cultura de la vida?”.

La segunda onda de choque se produjo, como deber ser, un poco más adelante. En la mayoría de las diócesis de Francia existían asociaciones cuyos miembros militaban a favor de los derechos de la familia. No siempre recibieron la bienvenida en los servicios diocesanos de pastoral familiar. Se desconfiaba de su característica demasiado “clásica”, por no decir tradicional. Se temía aparecer, por causa de ellas, vinculados a las clases más pudientes y más conservadoras de la sociedad francesa. Se vivía mal la oposición cultivada por muchas de esas asociaciones, desde luego no sin malicia, entre una Roma que se consideraba más segura, más clara y más valiente, y un episcopado francés considerado más indeciso o timorato sobre las cuestiones de moral familiar.

Varios de esos grupos tomaron muy en serio la enseñanza y las recomendaciones de la encíclica [5]. “Su fin fundamental –escribía Juan Pablo II– es suscitar en las conciencias, en las familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia…” (EV 85). Esos grupos se han comportado, en Francia por ejemplo, como si fueran la conciencia viva de la Iglesia. Han solicitado que se redacten oraciones por la familia y por los niños aún no nacidos. Y han propuesto que el ciclo litúrgico esté marcado por el Evangelio de la vida (EV 84). Han logrado que el día de la fiesta de la madre, muy popular entre nosotros, sea también día de la “fiesta de la vida”. Invitan a los obispos, y especialmente a la comisión episcopal de la familia, a intervenir públicamente cada vez que se trata de otorgar el “derecho” al aborto. Hicieron presión en el episcopado cuando las circunstancias políticas lo exigían, como, por ejemplo, en el momento de examinar proyectos de ley sobre la eutanasia, por parte de los parlamentos nacionales, difundiendo comunicados que recordaban la dignidad de todo ser humano, incluso disminuido por la enfermedad y por los años.

En resumen, esos grupos dieron como un latigazo a la conciencia cristiana. Y también abrieron un espacio a la postura de los obispos. Comienza entonces a esbozarse una evolución que constituye quizás una tercera onda de choque. Los obispos franceses habían sufrido una doble desestabilización, en 1968 y en 1974. El “espíritu del 68”, recordamos, rechazaba las nociones de ley, de obligación y de prohibición, y produjo una especie de reticencia durante toda una generación de clérigos y de laicos que no indicaron la falta por temor de herir al pecador. La publicación de la Encíclica Humanae vitae, en ese mismo año, provocó un desacuerdo de una parte del clero y de la opinión católica, y sus efectos todavía no se han dispersado del todo [6]. Los obispos debían tenerlo en cuenta: muchos sacerdotes ya no adherían a la moral sexual y familiar enseñada por la Iglesia y no admitían que pudieran existir normas morales absolutas que se impusieran como tales a la conciencia personal. Otra sacudida estremeció al episcopado francés con los debates que precedieron a la adopción de la primera ley de despenalización del aborto, denominada “ley Veil”, en 1974. Esta vez, algunos teólogos tomaron públicamente sus distancias respecto de la postura tradicional de la Iglesia. Algunos hombres políticos de inspiración cristiana se dejaron convencer por sus argumentos y votaron a favor del proyecto de ley.

Posturas de ese tipo no podían sino colocar al episcopado en una situación embarazosa. En una declaración pública, los obispos reiteraron la oposición de la Iglesia a toda forma de aborto directo y voluntario; y remitieron a los cristianos al juicio de su propia conciencia. Pues antes de ser responsable ante su propia conciencia, cada uno de nosotros es responsable de su conciencia. En otras palabras, la conciencia no es esa “roca de bronce”, de la que hablaba el Cardenal Joseph Ratzinger, contra la cual tropezarían y fracasarían las prescripciones de la Iglesia; [7] no es ese parlamento interior que se reúne a puerta cerrada, tan amado por Jean-Jacques Rousseau. Por su misma naturaleza, está abierta a la palabra del Otro [8]. Ejerce su magisterio sólo si antes ha sido bien formada y bien informada [9]. Remitir al juicio de la conciencia era una actitud impecable a nivel teológico; en la coyuntura de la época, indicaba algo como una indecisión por parte del episcopado francés.

A dicha indecisión siguió un gran desaliento. Desde luego, el episcopado francés tomaba la palabra cada vez que el aborto veía ampliar su campo de aplicación, como, por ejemplo, con la fecundación in vitro que sacrifica generalmente varios embriones, o con la definición del embrión, por el Comité Consultivo Nacional de Ética, como una “persona humana potencial” [10]. Sus posturas no carecieron de coraje, pero se adivinaba en él una especie de inquietud dubitativa: ¿para qué? ¿Cómo es posible seguir recordando la ilegitimidad moral del aborto si las mentes se alejan siempre más de esta convicción fundamental? ¿Cómo penetrar en la sombra creciente, en la que parece encerrarse la conciencia de la mayoría de nuestros conciudadanos?

Es preciso subrayar muy bien, aquí, las grandes diferencias que separan la situación estadounidense de la europea, en particular de la francesa. En Estados Unidos las leyes que liberalizan el aborto se consideran como convenciones sociales que nacen de una relación entre partidarios y adversarios y, por tanto, pueden ser revisadas indefinidamente. Un tribunal puede pronunciarse en un momento dado a favor de la liberalización; más adelante, al cambiar sus miembros, ese mismo tribunal puede decidir lo contrario, a favor de una restricción. La situación europea y la francesa es más ideológica. La Evangelium vitae dio un estímulo espectacular a los partidarios de “Pro life”. La liberalización del aborto ha sido interpretada por muchos como una liberalización de la condición femenina y un progreso en humanidad. ¿Cómo es posible retroceder? Algunos episcopados viven con dificultad la etiqueta de “conservadores” y “retrógrados” que los media y cierta opinión pública suelen colgarles.

¿Se están comenzando a esbozar algunas evoluciones? Los grupos que han elegido la Evangelium vitae como línea de conducta principal realizan un trabajo de “lobbying” eficaz. Algunos obispos, nombrados más recientemente, parecen querer sacudirse el desaliento. Varios de ellos invitan a los cristianos que lo solicitan, a interpelar antes de las elecciones a los candidatos para preguntarles cómo piensan afrontar las cuestiones del aborto y de la eutanasia. Si, como se prevé, las nuevas generaciones en los episcopados intervienen con una mayor determinación sobre las cuestiones de vida y muerte que afectan a nuestra sociedad, esta evolución se tendrá que interpretar como un efecto retrasado de la publicación de la encíclica de 1995.

En fin, esa misma evolución podría lograrla, en nuestros días, el mundo político. Sería una cuarta onda de choque. El cuadragésimo Sínodo de los Obispos celebrado en Roma, dio lugar a varios debates. Uno de los más animados trataba del vínculo que se ha de establecer entre la eucaristía y las posturas de los hombres políticos que manifiestan sus convicciones cristianas sobre la cultura de la muerte. En este caso también los panoramas son muy distintos entre los Estados Unidos y Europa. No obstante, el Sínodo estimó entonces oportuno dirigir una proposición al Santo Padre, redactada en los siguientes términos: “Los políticos y legisladores católicos deben sentirse especialmente interpelados en su conciencia, rectamente formada, sobre la grave responsabilidad social de presentar y apoyar leyes inicuas. No hay coherencia eucarística cuando se promueven leyes que van contra el bien integral del hombre, contra la justicia y el derecho natural. No se puede separar la opción privada y la pública, poniéndose en contradicción con la ley de Dios y la enseñanza de la Iglesia, y esto debe ser considerado también respecto a la realidad eucarística (cf. 1 Co 11, 27-29)” (40° Sínodo de obispos, n°46). Es demasiado pronto para calcular el impacto de ese texto. Podemos, sin embargo, adelantarnos y afirmar que una proposición como ésta nunca hubiera salido a luz si no hubiera sido por una encíclica que estimulara, con la fuerza que sabemos, a los miembros de la Iglesia a comprometerse decididamente al servicio de la cultura de la vida.

No nos equivocamos: la proposición de los padres sinodales plantea nuevamente una distinción famosa, muy clásica y firmemente establecida en la mente de los hombres políticos que reivindican su pertenencia al cristianismo. Sabemos que esta distinción se remonta a Max Weber. El sociólogo alemán explicaba que toda persona dependía de dos esferas éticas: la de las convicciones forjadas en la conciencia individual, y la de las responsabilidades ejercidas por la persona en la sociedad. Esas dos esferas no coincidían forzosamente podían incluso hallarse en una situación de rivalidad. Las convicciones propias podían llevar a un hombre político a juzgar malas algunas prácticas a las que él, sin embargo, daba un reconocimiento público si estimaba que constituían un mal menor. Recordamos que el Presidente de la República francesa había declarado, en 1974, que personalmente era contrario al aborto, pero que sus responsabilidades como jefe de Estado lo obligaban a apoyar un proyecto de ley, presentado por su ministro de salud, que se proponía despenalizar un mal social para poder circunscribirlo mejor. Quince años después, en marzo de 1990, en circunstancias idénticas, el Rey de los Belgas había preferido abdicar durante treinta y ocho horas para no tener que promulgar una ley de “descriminalización” que él juzgaba ofensiva para su conciencia [11]

La Evangelium vitae, después de la Veritatis splendor, había dado como ejemplo el segundo comportamiento, sin indicarlo expresamente. Nunca está permitido tomar una decisión, por importante que sea, sobre la cual la conciencia personal tenga una objeción absoluta.

“Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia” (EV 73). La encíclica recordaba el deber de los responsables de la vida política “de tomar decisiones valientes a favor de la vida” (EV 90).

Los obispos franceses habían invitado a los políticos elegidos a armonizar sus opciones públicas con sus convicciones personales. El Sínodo va más lejos. Propone que se vuelva la espalda a la distinción de Max Weber y se insista en la coherencia necesaria entre las convicciones personales y las opciones políticas. No es seguro que el mundo político haya calculado bien aquello que se puede denominar una “revolución de las conciencias” [12]. La cuarta onda de choque se encuentra sólo en sus orígenes.

* * *

Desde hace mucho tiempo, sabemos que los profetas nunca son populares. Juan Pablo II nos lo había advertido: “Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la mentalidad de este mundo” (EV 82). Sólo después de largo tiempo se verifica la pertinencia de esas advertencias. Hemos tratado de mostrar que si el carácter profético de la encíclica chocó en un primer momento con la hostilidad de una opinión molesta por la descripción de la cultura de la muerte que en ella se daba, terminó por hacer entrar, progresivamente, categorías, reflejos y convicciones favorables a una cultura de la vida, primero en la conciencia de los católicos, listos a movilizarse hoy más que ayer, y luego, sin lugar a dudas, en la de muchos hombres de buena voluntad.

No está prohibido a los profetas mostrar su habilidad. Sólo tres años después de la Evangelium vitae, el 14 de septiembre de 1998, el Papa publicaba su cuarto gran texto. La encíclica Fides et ratio mostraba hasta qué punto la Iglesia ha apreciado siempre los esfuerzos de la inteligencia humana. La fe necesita de la razón, la razón necesita de la fe [13].

Si la teología atraviesa en este momento un largo período de “pensamiento débil”, como dicen los italianos, ¿no será debido a la atonía de la filosofía? Los intelectuales, y en especial los filósofos, se vieron valorizados con su publicación. En ese reencuentro preparado con esmero, ¿Juan Pablo II no trataba acaso de poner la razón, y a aquellos que se consagran a su búsqueda, al servicio de la cultura de la vida (EV 98)?


Notas 

[1] Cf. J.-L. Bruguès, o.p., Présentation de l’encyclique Veritatis splendor, Paris Mame/Plon, 1995.
[2] Cf. J. Laffitte, Evangelium vitae: aspects théologiques et doctrinaux, en : “Nouvelle Reveu Théologique” 117, 1995, 821-842.
[3] Cf. J. –L. Bruguès o.p., Précis de théologie morale générale. Tome I, coll. “Cahiers de l’Ecole cathédrale nº 15. Paris, Mame, 1995 (pp. 41-45).
[4] Cf. J. –L. Bruguès o.p. Les idées heureuses. Conférences de carême données à Notre Dame de Paris en 1996, Paris, Cerf, 1996 (6ème conférence: Ressemblances, pp. 143-145).
[5] En el marco de las Jornadas Mundiales de la Juventud, en Colonia, diecinueve grupos, movimientos y asociaciones comprometidos en el Evangelio de la vida, y algunos nacidos en el surco de la Evangelium vitae, se reunieron en la parroquia de Sankt Suitbertus de Dusseldorf. Habían construido una “Casa de la vida” que fue visitada por miles de peregrinos.
[6] Ese desacuerdo fue analizado en la Veritatis splendor 113 (cf. También nn. 56, 62 y 64).
[7] Cf. G. Cottier, Le refus moderne de la consciente morale, en: “Nova et vetera”, 1994.
[8] Cf. J.-L Bruguès o.p., Des combats de lumière. Conférences de Carême 1997 données à Notre-Dame de Paris, Paris, Cerf, 1997 (3ème conférence: L’Une et l’autre voix, pp. 61-84).
[9] Cf. J. –L. Bruguès o.p., Précis de théologie morale générale, Tome II, vol. 2, “Essais de l’école-cathédrale”, Paris, Parole et Silence, 2003 (pp. 161 ss).
[10] Cf. J.–L. Bruguès o.p., La Fécondation artificielle au crible de l’éthique chrétienne, Paris, Communio/Fayard, 1989.
[11] Cf. J. –L- Bruguès o.p., Précis… tome I, op. cit. (pp. 77-78).
[12] El trabajo había sido ampliamente preparado por la Encíclica Veritatis splendor (cf. Nn. 96-98, 101).
[13] Por lo que se refiere a los lazos que unen las tres encíclicas, es interesante consultar: G. Cottier, La loi naturelle dans les encycliques: Fides et ratio, Veritatis splendor et Evangelium vitae, en: “Nova et Vetera”, 2002/2.

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