La libertad no puede figurar, por su carácter de atributo de una potencia, como un fin, porque éste es siempre un acto. En la armonización de esta dialéctica libertad-acto moralmente perfectivo, se juega la verdadera forma del orden político.

El concepto de “forma” (eidos) no está específicamente tratado por Aristóteles en su filosofía de las cosas humanas, especialmente en la Política. Sin embargo, nada obsta para que examinemos cómo esta noción capital de la filosofía aristotélica, tiene un uso implícito y bastante claro en su pensamiento político.

Es fácilmente comprobable por otra parte, que el concepto de forma está intrínsecamente ligado a otro que para Aristóteles ocupa el lugar de honor en su pensamiento: el de la teleología o finalidad: “aquello en vistas de lo cual” (tò hoû héneka), son más exactamente las palabras del Estagirita. Y esto es a tal punto así, que ambos términos reciben frecuentemente un mismo tratamiento [1]. La forma es fin y el fin es la forma: la forma de un árbol es el fin del árbol, ya desde su venir al mundo como semilla. Este aspecto finalístico de la forma, especialmente evidente en el orden natural, o por lo menos en aquellas cosas sometidas a procesos de generación y crecimiento. Precisamente, el hecho de que las cosas naturales tengan un fin, y que en su conjunto la naturaleza sea causa de un orden finalísticamente orientado, constituye uno de los grandes temas de discusión de Aristóteles, en sus libros físicos, contra el mercanicismo atomístico de Demócrito. Lo que está en potencia de ser algo, pertenece en todas sus progresiones a ese algo final hacia el cual se dirige su mismo dinamismo evolutivo. Por eso, entre otros ejemplos que podrían aducirse, el embrión de un ser animado se “pertenece” a sí mismo o a su propia forma final como individuo desarrollado, antes que al eventual individuo portador y proveedor de su hábitat biológico [2].

Lo que sucede en el orden de los asuntos humanos guarda varias semejanzas con lo que sucede en el orden natural subhumano. La coincidencia fundamental es que las formas comunitarias elementales tienen, para Aristóteles, además de una coordinación horizontal-interior, una ordenación finalística de tipo vertical-extrínseca que, paradójicamente, es la más importante y da su sentido a las primeras. Así como en un sistema biológico la morfología y fisiología citológica e histológica, sólo pueden explicarse exhaustivamente en tanto se las comprenda como ordenadas al fin superior del organismo plenamente constituido, y éste a su vez es etiológicamente más comprensible a la luz de su integración en la biocenosis (o, diríamos, en el orden ecológico), de la misma manera, las comunidades prácticas toman su sentido de una comunidad política última que les provee su energía aglutinante. El orden político es la forma final natural de las asociaciones infrapolíticas [3]. La praxis humana está, por naturaleza, ordenada a una perfección cuyo acabamiento solamente es asequible en la instancia política. Por eso la forma más perfecta de cualquier orden comunitario es alcanzada cuando se llega a instaurar un orden político. Esta virtualidad política de toda acción humana, y por lo tanto de toda comunidad -que es, materialmente, un conjunto de acciones- constituye lo más radicalmente natural de las comunidades. Con la expresión “radicalmente natural” aludimos a un cierto orden de cosas que no dependen de nosotros. Así como no es asunto nuestro, sino de la naturaleza, decidir acerca de la ordenación fisiológica de una determinada estructura celular u orgánica, tampoco nos compete decidir si las comunidades infrapolíticas deben o no ordenarse a la comunidad política. Sobre el fin y sobre las cosas del pasado no se delibera, sostiene el Estagirita. Hasta aquí, muy abreviadamente, las semejanzas entre el orden natural y la acción humana.

Pero junto a estas similitudes, coexisten algunas diferencias importantes con el orden natural no humano. La más significativa de todas y, probablemente, la más pasada por alto, es que, si bien en la naturaleza hay una cierta espontaneidad de los procesos de desarrollo orgánico y metabólicos (la etimología de “espontáneo” remite a la idea de una promesa -de ahí “esponsales”-, y en griego, a una promesa que tiene a los dioses como garantes), en lo relativo a la praxis, la ordenación teleológica de las comunidades no está garantizada por esa espontaneidad en ninguno de sus momentos evolutivos. Necesariamente, o espontáneamente, una familia se ordenará a una forma superior de asociación, por más que su bien más perfecto, en tanto comunidad familiar, sea extrafamiliar. Las cosas humanas tienen la especial característica de que, aun no pudiendo nada contra la ordenación finalística por la cual se encuentran tendencialmente dirigidas, la consecución de su fin es siempre un asunto encomendado y no garantizado. Por eso lo “político” de una comunidad depende de decisiones humanas y es un asunto de configuración permanente. Ahora bien, una comunidad puede ser llamada “política” cuando posee una constitución: por eso la constitución es la forma de esa comunidad aquello por lo cual queda asegurada su identidad. “La constitución, escribe Aristóteles, es la vida misma de la ciudad” [4]. Sin embargo, esa misma constitución por la cual una comunidad es política, a su vez no es un conjunto de disposiciones jurídicas que tengan por fin asegurar ciertas reglas de juego claras, o garantizar los derechos individuales. Nada más extraño al pensamiento aristotélico que la idea de la ley como una garantía de derechos [5]. Por el contrario, la ley, y especialmente la ley constitucional, es para el Estagirita una cuestión de pedagogía moral pública; dicho de otro modo, la ley, antes que una “ventaja jurídicamente protegida”, es el exponencial político de la virtud moral. Por eso una asociación puede llamarse política sólo cuando su constitución manifiesta públicamente la voluntad de conformar una comunidad éticamente orientada. De este modo, el fin de la ley es, sí, el de constituir una comunidad política, pero esa comunidad sólo podrá llamarse “política” si la ley constitucional que la conforma concuerda con una meta de perfección moral. Esta perfección moral es, nada más y nada menos, que el fin mismo de la vida, del cual se ocupa precisamente la Política. No basta con que haya tratados comerciales, un aparato judicial, un territorio común, etc., para que estemos en presencia de una polis [6]. Así los distintos grados de complejidad asociativa de las comunidades humanas, se encuentran, por una parte, teleológicamente vinculados y tendencialmente orientados hacia la forma política. Pero por otra parte, esta inclinación no transmite, por sí sola, el suficiente empuje inercial como para producir el tránsito automático de un estadio organizacional a otro hasta llegar a la forma política. La naturaleza en este caso provee la tendencia; arte humano corresponde completar la obra que la naturaleza ha esbozado y acotado [7].

La teleología política aristotélica, a la cual quedan integradas y por la cual son suficientemente explicadas todas las posibilidades de asociación humana, exige por cierto, dado su carácter de no automaticidad, una cuidadosa sincronización pedagógico-moral de cada uno de sus momentos. La pedagogía familiar, por ejemplo, debe ser coherente con la pedagogía política. La discordancia de objetivos pedagógicos entre los diferentes estratos de la vida social, tiene un efecto centrífugo sobre las comunidades. Esta desarticulación de los momentos educativos, especialmente evidente para Aristóteles en el régimen democrático [8], provee las bases psicológicas de un egoísmo social, cuya consecuencia es la injusticia en sus más variadas expresiones. Pero en la perspectiva aristotélica queda claramente identificada la razón por la cual la ley debe ser el instrumento político de la ética, el cual contribuye a la formación de un orden político concebido como un todo moralmente perfectivo [9]. No hay lugar en este pensamiento para una separación entre “moral pública” y “moral privada”, pues la moral misma tiene como única posibilidad de propagación su hacerse pública; su perfección es un asunto de pedagogía social en cualquiera de sus niveles: ni exclusivamente familiar ni exclusivamente estatal [10]. Y como la ley es dada por el legislador, la educación moral de éste ha de ser la primera preocupación pedagógica de la comunidad. Por eso la Ética Nicomaquea es un tratado escrito para ellos, y no es totalmente esotérico ni totalmente exotérico. Conviene recordar esto porque podría dar la impresión de que el esquema moral propuesto en esa obra es demasiado exigente, poco “realista”, olvidando que su destinatario no es el pueblo, al que Aristóteles considera incapaz de acceder inmediatamente a la perfección del carácter [11], sino el que está llamado a regirlo. La estructura misma de la Ética Nicomaquea y no pocos pasajes aparentemente inconexos, quedan suficientemente claros si conservamos la hipótesis de que su destinatario no es el pueblo (demos), sino aquellos llamados a darle a éste su forma o identidad como comunidad política, esto es, los legisladores (nomothétes). No se trata, en esta perspectiva al menos, de encontrar la fórmula de “moralizar la política” sino de hallar la dimensión política de la moral -que no es exactamente lo mismo-, por medio de una rigurosa pedagogía ética de los futuros legisladores.

Este esquema político aristotélico que insiste de manera especial en los aspectos pedagógicos, llama sin embargo la atención del lector contemporáneo por el magro espacio dedicado a la noción de libertad, especialmente si tomamos en cuenta que la misma es hoy considerada un concepto político central. E incluso, su relevancia política ha sido precedida por varios siglos de discusiones, no ya en el campo de la filosofía política, sino en el de la filosofía moral en las polémicas acerca del libre albedrío.

La libertad en política: dos niveles de significación

Así entonces, el concepto de libertad no tiene una gravitación tan decisiva como categoría ético-política en el Corpus aristotelicus, como erróneamente se podría estar inclinado a juzgar si efectuáramos una transpolación hermenéutica de criterios contemporáneos en materia política. O por lo menos no la tiene si indagamos la función de la libertad como posible télos político. Veamos la afirmación de un autor insospechado: “Es notable que el ideal de la libertad, que impera como ningún otro en la época moderna desde la revolución francesa para acá, no desempeñe ningún papel importante en el período clásico del helenismo, a pesar de que la idea de la libertad como tal no está ausente de esta época” [12]. La libertad es sin duda un concepto político, pero su significación en el universo pedagógico-moral aristotélico no alcanza las dimensiones que pueden comprobarse en la modernidad.

La condición de “libre”, debe ser entendida en la filosofía política clásica como opuesta a la de “esclavo”; nada más y nada menos. En este contexto la libertad no tiene el inabarcable alcance ético y metafísico de la modernidad, el cual “nutre e informa todo el arte, la poesía y la filosofía del siglo XX” [13]. Sin embargo, en el Corpus aristotélico encontramos un tratamiento de la libertad aparentemente confuso. Por una parte, son numerosos los lugares en donde se alude a la perfección ética que implica la formación de un carácter libre. El hombre libre parece ser uno de los objetivos pedagógicos más deseables [14]. Pero por otra parte, la libertad es el principio de uno de los regímenes de gobierno clasificados por Aristóteles como corrupto; en efecto, al igual que para Platón, la democracia es para el Estagirita un régimen odioso, entre otras cosas, porque el espíritu que lo rige es el de la libertad [15]. Debemos pues encontrar una explicación a este equívoco.

Sócrates, con su concepto del dominio interior del hombre por sí mismo (enkráteia), esboza la teoría de la libertad como un asunto de interioridad moral. Platón sistematiza este punto de vista ético en su conocida teoría del comunismo (Rep., Libro V, cap. 7). La preocupación platónica es la de alejar de cualquier forma de codicia que pudiera desviar de su función a quienes tienen el cuidado del orden político [16]. En el pensamiento platónico, la libertad es una libertad interior que se alcanza mediante la renuncia y el despojo. Mientras menos se tenga, más libre se es y más eficazmente se podrá dirigir el Estado. En el fono, la perspectiva aristotélica no abandona en ningún momento su adscripción a la tradición socrático-platónica en cuanto a la interioridad de la libertad, y jamás este término es empleado en referencia a una supuesta facultad jurídica. La crítica aristotélica a la posición platónica no es tan radical como pudiera suponerse, bastaría sólo con discutir la tesis “comunistas”, en el sentido de que no necesariamente la posesión de bienes es un obstáculo para la virtud, sino, incluso, hasta una cosa necesaria para el florecimiento de la perfección moral.

Uno de los pasajes del Corpus aristotélico donde curiosamente se ve más claramente este asunto de la libertad, es el de la teoría de la esclavitud. El hombre libre lo es porque no es esclavo; pero el esclavo no es el que ha perdido su libertad, sino el que lo es por no ser libre. La esclavitud es para el Estagirita una condición del espíritu según la cual aquel que la padece no es libre de decidir acerca de su vida, y por lo tanto, no puede decidir acerca de la de los demás. El análisis aristotélico de la esclavitud es muy revelador en este sentido. Después de una fugaz descripción fenoménica del esclavo (Pol. 1254ª 13-17), Aristóteles pasa a tratar el asunto con detenimiento desde una perspectiva psicológica (Id. 17-1255b 15), y afirma, entre otras cosas, que para algunos hombres “la esclavitud es a la vez conveniente y justa”, o que “el amo y el esclavo que por naturaleza merecen serlo tienen intereses comunes y amistad recíproca, y cuando no es éste el caso, sino que son amo y esclavo por convención y violencia, sucede lo contrario”. La esclavitud no es entonces para Aristóteles, en lo esencial, una categoría laboral, política o racial, sino ético-psicológica. Por eso, la inhabilitación política del esclavo es consecuencia de una determinada situación de su espíritu atribuible a una mala pedagogía, pero sobre todo a una deficiente naturaleza. Este es un punto de vista compartido por toda la tradición socrática, desde Jenofonte [17] y hasta por los mismos Padres de la Iglesia. La divergencia con estos últimos está en que no es posible admitir una esclavitud por naturaleza, pues ello implicaría que Dios habría creado dos naturalezas humanas, lo cual es claramente inadmisible. Debe notarse sin embargo, si es que los Padres se dirigen a Aristóteles cuando niegan que Dios haya podido crear una naturaleza esclava, que el Estagirita no trata del esclavo como de una naturaleza diferente; el esclavo no es otra especie del género “animal”, distinta del hombre, sino un hombre, cuya naturaleza es la de esclavo [18]. Es obvio que con esta aclaración acerca de la humanidad del esclavo, se infiere que el sentido en que Aristóteles está empleando el término naturaleza, no es el de forma substancial, sino más bien el de solvencia intelectual (logos) y / o carácter (ethos), como cuando nosotros mismos nos referimos a una persona de buen o mal natural. En todo caso, el acuerdo de base radica en que la esclavitud es una característica espiritual cuyo origen es, para Aristóteles, la naturaleza, y para los Padres, el pecado. Pero aún así, una explicación no excluye a la otra: la causa inmediata de la esclavitud es la naturaleza (hasta aquí Aristóteles), la cual a su vez ha sido dañada por el pecado, y ésta es la causa remota señalada por los Padres. Ser esclavo no es una condición necesariamente desgraciada, e incluso para Aristóteles es lo más conveniente para un hombre que no es libre, es decir, que no es capaz de decidir y elegir por sí solo un rumbo conveniente para su vida. La libertad interior es la condición sine qua non de las decisiones que conformarán a su vez las acciones buenas y justas, objeto de la Política. Ella no es nunca una meta política.

Cuando la libertad es formulada como el ideal de una organización política, ésta sella su condena de muerte. La mejor descripción de la sociopatología y de la consecuente psicopatología debidas a la entronización de la libertad como una meta por alcanzar psicopatología debidas a la entronización de la libertad como una meta por alcanzar, es vívidamente presentada por Platón a partir del cap. 10 del octavo libro de la República. Es muy importante no perder de vista el lugar que ocupa en el pensamiento platónico y aristotélico la referencia a la pedagogía personal respecto del orden político al que se aspira. Pero subsiste aquí la pregunta: ¿por qué la libertades al mismo tiempo buena, cuando es un asunto ético, y mala como objetivo político? La explicación de esto es que en realidad, la libertad no puede ser formulada como el fin de una comunidad política que se quiera moralmente perfectiva, porque ésta sólo existe cuando el entramado de acciones que la conforman, son eso, acciones o actos, y no potencias o facultades. La libertad, en el vocabulario técnico de la filosofía, es un concepto afín al de potencia; la libertad siempre es libertad de algo y no libertad pura, en sí. Algo similar sucede con el mismo concepto político de poder. La grandeza o infamia del poder dependen del acto al cual éste se ordena; el poder nunca existe en estado químicamente puro, siempre es poder de algo y es ese algo (o acto de gobierno) lo que califica moralmente el poder. Y lo mismo vale para la libertad. Si ella fuera el ideal de la comunidad política, ésta se pondría en situación de reservarse la modificación perpetua de todas las acciones, independientemente de su bondad o maldad. La libertad, en tanto es el atributo de una potencia (sc. del orektikós noûs u órexis diannoetiké: EN, 1139b 4-5), está orientada hacia lo bueno y hacia lo malo. Pero es preciso quebrar esa indefinición a favor de lo bueno y justo, que es lo único capaz de configurar un verdadero orden político, antes de privilegiar, como en el caso de la democracia, el estado de permanente indefinición respecto de lo justo y bueno. La cara “políticamente correcta” de este escepticismo es presentada hoy como una intangibilidad de las preferencias valorativas. Sin embargo, la prelacía del principio de libertad es precisamente lo que lleva a la disolución de la ciencia política en una simple cratología, en una ciencia del poder. Precisamente ésa es la perspectiva maquiavélica de la política. Pero desde una óptica aristotélica, es posible concluir que si no hay libertad interior, ninguna decisión justa y buena será posible. De lo que se trata más bien es de reposicionar la función de la libertad en su lugar natural, es decir, en lo político, como un concepto subordinado al de la buena sociedad, y no subordinante de la misma; y en lo ético, como una condición previa de las buenas elecciones y decisiones, es decir, como un instrumento de la verdad práctica. Pero en cualquier caso, la libertad no puede figurar, por su carácter de atributo de una potencia, como un fin, porque éste es siempre un acto. En la armonización de esta dialéctica libertad-acto moralmente perfectivo, se juega la verdadera forma del orden político.


Notas 

[1] Pol. 1252b 32 ss. Phys. 198 25-26, inter alla.
[2] Esta es una idea que también está presente en Tomás de Aquino: “Algunos dijeron que las operaciones vitales que aparecen en el embrión no proceden de su alma, sino de la madre, o de la virtud formativa que hay en el semen. Estas dos aserciones son falsas, porque las funciones vitales, como sentir, alimentarse y crecer, no pueden tener por causa un principio extrínseco. Así, debe decirse que preexiste en el embrión el alma, al principio nutritiva, después sensitiva y por último intelectiva” (Suma Teológica, la, q. 118, a 2 ad2).
[3] Véase, inter alia, Pol. 1252ª4 – 7; 1252b 28 – 1253ª1.
[4] Pol. 1295ª40-b1.
[5] Sin embargo, el libro de Fred Miller defiende la tesis de que la idea de “derechos subjetivos” está de algún modo presente en Aristóteles. Fred Miller, Nature. Justice, and Rights in Aristotle`s Politics. Oxford, Clarendon Press, 1995, cap. 4.
[6] Pol., 1280ª 31 ss.
[7] Obviamente, este concepto de “arte” es empleado aquí como sinónimo de facultad práctica general, y no lo restringimos a< su acepción de “técnica” ni de “bellas artes”.
[8] Pol., 1337ª21-34.
[9] “A la pregunta de un padre acerca de la mejor manera de educar éticamente a su hijo, un pitagórico dio la siguiente respuesta (también atribuida a otros): “haciéndolo, ciudadano de un estado con buenas leyes”, G.W.F., Hegel, Principios de la filosofía del derecho, Par. 153, Obs. Buenos Aires, Sudamericana. 1975. Trad. De J. L. Vermal.
[10] “La pedagogía es el arte de hacer éticos a los hombres: considera al hombre como natural y le muestra el camino para volver a nacer, para convertir su primera naturaleza en una segunda naturaleza espiritual, de tal manera que lo espiritual se convierta en un hábito (…) El hábito pertenece tanto a lo ético como al pensamiento filosófico, pues éste exige que el espíritu sea educado contra las ocurrencias arbitrarias y que éstas sean derrotadas y superadas para que el pensamiento racional tenga el camino libre”. G.W.F., Hegel Op. Cit. Par. 151. Agreg.
[11] Ética Nicomaquea, 1180ª 4 ss.
[12] W. Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, México, FCE, 1980 (quinta reimpresión). P. 433.
[13] Ibid.
[14] Ver, inter allia, Pol., 1338b, 24; 1279ª 21 (“la ciudad es una comunidad de hombres libres”)
[15] Id., cap. 7 Libro III: ver también 1291b 30ss: Retórica , 1366ª 4-5.
[16] Ver E. Barker, The Political Thought of Plato and Aristotle, New York, Dover Publications, s/f, p. 154.
[17] Memorabilla, I, 5, 5-6 y IV, 5, 2-5, Cit., por Jaeger, op.cit, p. 434.
[18] Pol. 1245ª 14-17.

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