En la fama de santidad del Papa Wojtyla está presente la consideración de los fieles y el reconocimiento de la acción de Dios

El dinamismo del sensus fidei se aplica y encuentra su legitimación en el ámbito de todo el cuerpo eclesial, incluido el magisterio. Hay una innegable y necesaria ósmosis entre la intuición de la fe por parte de los fieles y su maduración y formación por parte del magisterio. El sensus fidei cristiano y católico no está fuera o por encima de la comunión eclesial; no es la forma fidei del sujeto no magisterial de la Iglesia, ni una re-apropiación «desde abajo» de la fe católica. Más bien, a la esencia de la noción teológica del sensus fidei pertenece el reconocimiento del magisterio autorizado, como don para la comprensión de la verdad y para la comunión en la Iglesia. Si, por una parte, el magisterio de la Iglesia necesita el estímulo, la experiencia y el testimonio del sensus fidei de los fieles, por otra, también el sensus fidelium necesita el ministerio de verdad y de garantía apostólica del magisterio. El sensus fidei une, no divide, aunando en la única conciencia de fe a todos los bautizados, cualquiera que sea su oficio en la Iglesia.

En estos últimos siglos, el sensus fidei se ha manifestado de forma concreta, por ejemplo, en la promulgación de los dogmas marianos de la Inmaculada Concepción de la santísima Virgen María, en 1854, y de su gloriosa Asunción, en 1950. La intuición espiritual secular de la Iglesia sobre la verdad de la ausencia de pecado original en María y sobre su glorificación celestial en cuerpo y alma fue confirmada por el magisterio solemne e infalible del Papa.

El sensus fidei, además, está presente de modo particular en los procesos de beatificación y canonización. De hecho, los fieles están dotados, por la gracia divina, de una innegable percepción espiritual para descubrir y reconocer en la vida concreta de algunos bautizados el ejercicio heroico de las virtudes cristianas. La beata Teresa de Calcuta o san Pío de Pietrelcina eran admirados, seguidos e imitados, ya en vida, por su santidad. «Vivieron santamente», «Murieron en concepto o en olor de santidad» son expresiones típicas de la conciencia de fe de los bautizados con respecto a algunos testigos eminentes de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. En los procesos de reconocimiento de la vida santa de los fieles el sensus fidei da origen a la denominada fama sanctitatis (o fama martyrii, para los mártires) y a la fama signorum. No se puede iniciar un proceso si no existe una generalizada, genuina y espontánea fama de santidad.

Según el Papa Benedicto XIV (1740-1758), reconocido como el Magister en este campo, la fama sanctitatis es la opinión generalizada entre los fieles sobre la integridad de vida y sobre la práctica de las virtudes cristianas, practicadas de modo continuo y por encima del modo común de actuar de los demás buenos cristianos. A la fama sanctitatis pertenece también la fama signorum, es decir, la convicción de obtener gracias y favores celestiales mediante la invocación y la intercesión de un siervo de Dios que murió en concepto de santidad. El Magister añade otras dos precisiones. La primera aclara que se puede hablar de fama sanctitatis cuando la vida y las obras de un siervo de Dios pueden ser propuestas a los demás como ejemplo a imitar. La segunda precisión atañe a la difusión de esta fama. Si sólo existe en una pequeña parte y no en la mayor parte del pueblo de Dios, se debería hablar de rumor más que de fama («non fama, sed rumor»).

En cualquier caso, el aspecto más importante del concepto de fama sanctitatis es la excelencia de las virtudes vividas y percibidas como tales por los fieles. Eso significa que el siervo de Dios, viviendo heroicamente —es decir, de modo superior a la bondad común de los demás fieles— suscita asombro, admiración, imitación y estímulo para pedir su intercesión ante Dios Trinidad. No se trata del reconocimiento de la inteligencia de un bautizado en el campo de la teología o de las ciencias humanas, o de su acción caritativa. Tampoco basta decir que se trata de un «buen sacerdote» o de un «buen padre de familia». Es indispensable, en cambio, considerarlo más propiamente como un «sacerdote santo» o un «padre de familia santo». Se trata de percibirlo como imagen de Cristo, como auténtico intérprete de las bienaventuranzas evangélicas. Además, no se debe valorar un acto aislado de caridad, aunque sea significativo, sino una actitud constante —un habitus— de caridad, como expresión de una continua comunión de gracia con Dios Trinidad.

La fama de santidad debe ser espontánea y no causada por una propaganda exasperada. Esa espontaneidad es signo de la gracia del Espíritu Santo, que suscita en el corazón de los fieles una admiración particular hacia un siervo de Dios. Al respecto, en el proceso canónico se recogen, sobre todo para las causas recientes, testimonios preferiblemente de visu, que declaran en favor de la fama sanctitatis motivándola con el conocimiento personal y narraciones de hechos, dichos, comportamientos y acciones particularmente elocuentes del siervo de Dios. Por tanto, es necesario recoger los testimonios de quienes scientia propria han constatado el ejercicio heroico de las virtudes por parte de un siervo de Dios.

La fama sanctitatis, o la opinión común que los fieles tienen de la santidad de un siervo de Dios, es sólo el primer paso, aunque indispensable, para iniciar un proceso de beatificación. De por sí, la fama sanctitatis sola no dice aún que se trata de santidad efectiva. Para evitar errores, su autenticidad debe ser evaluada y eventualmente reconocida durante un largo y articulado itinerario, tanto en el curso de una investigación diocesana, como en el proceso romano, que prevé la intervención de historiadores, teólogos y pastores de la Iglesia. Como se puede ver, la fama sanctitatis no proviene en primer lugar de la jerarquía, sino de los fieles. Es el pueblo de Dios, en sus distintos componentes, el protagonista de la fama sanctitatis. En este campo la vox populi es de fundamental importancia. La fama sanctitatis es un fenómeno histórico-sociológico y eclesial concreto, que brota espontáneamente en el pueblo de Dios. Es un dato que no se provoca intencionalmente, sino que surge «fuera» del siervo de Dios; lo causan su vida y sus obras santas. La fama sanctitatis, por ejemplo, se manifiesta en la visita a la tumba del siervo de Dios, en la oración personal y comunitaria —no litúrgica— dirigida a él, en la difusión de sus biografías y de sus escritos.

En conclusión, a lo largo de un proceso de beatificación hay ante todo una vox populi, que expresa la veneración hacia personas que han vivido y muerto santamente. A menudo esta vox populi va acompañada también de la vox Dei, es decir, de aquellas gracias, favores celestiales y también auténticos milagros, obtenidos por intercesión de un siervo de Dios. Por último, está la vox Ecclesiae que, después de examinar y evaluar positivamente tanto la heroicidad de las virtudes como la autenticidad del milagro, procede a la beatificación y luego a la canonización.

Este concepto teológico lleno de sensus fidei, entendido sea como fama sanctitatis, sea como fama signorum, ha emergido fuertemente en el caso de la preparación del proceso de beatificación de Juan Pablo II. De hecho, por una parte, desde el día de su muerte, el 2 de abril de 2005, el pueblo de Dios inmediatamente gritó la santidad del Papa difunto. Después de las exequias solemnes, cuando el cuerpo del Papa era llevado a las Grutas Vaticanas, en la plaza de San Pedro se elevaron algunas pancartas espontáneas que llevaban escrito «Santo Subito» («Santo inmediatamente»), y que fueron acogidas prontamente y con entusiasmo por la multitud, la cual comenzó a repetir el grito. «Santo Subito» expresaba el sentimiento generalizado entre los fieles de todo el mundo.

Los pastores de la Iglesia recogieron inmediatamente con alegría esta invocación espontánea. El 3 de mayo de 2005, el vicario de Roma, el cardenal Camillo Ruini, presentó al cardenal José Saraiva Martins, entonces prefecto de la Congregación para las causas de los santos, la petición de la diócesis de Roma de constituirse en promotora de la causa de beatificación y canonización del Pontífice, añadiendo también la petición de dispensa ex toto del plazo establecido de cinco años desde la muerte para la apertura de la investigación diocesana. El 9 de mayo de 2005, el recién elegido Papa Benedicto XVI acogió benévolamente la petición de dispensa. Algunos días después, el 13 de mayo, durante el encuentro con el clero romano en la basílica de San Juan de Letrán, el propio Pontífice dio la noticia, que fue acogida por la asamblea con un fuerte aplauso.

Fue el inicio de un itinerario que, situándose en un carril preferencial, es decir, sin el obstáculo de otros procesos, ha tenido un desarrollo rápido, pero realizado con sumo esmero y profesionalidad. La invocación del pueblo de Dios había sido recogida, pero la milenaria prudencia de la Iglesia sugería obedecer meticulosamente las normas promulgadas por el propio Juan Pablo II en 1983, con la constitución apostólica Divinus perfectionis magister. «Santo Subito» sí, pero sobre todo «Santo seguro». Una incauta prisa no debía ir en detrimento de la exactitud del procedimiento.

El vicariato de Roma, por tanto, asumió la tarea de certificar la existencia de la fama de santidad, es decir, de la opinión generalizada entre los fieles sobre la pureza y la integridad del siervo de Dios Juan Pablo II y sobre las virtudes que practicó de modo heroico. Además, se demostró que esa fama no se había estimulado artificiosamente, sino que era espontánea, estable, muy generalizada entre personas dignas de fe y se hallaba presente casi en la totalidad del pueblo de Dios. También se certificó la fama de los signos, o sea, la opinión corriente entre los fieles sobre las gracias y los favores recibidos de Dios mediante la intercesión del siervo de Dios. Por lo demás, para una comprobación empírica de la fama sanctitatis et signorum del Papa Juan Pablo II, basta observar durante un rato la plaza de San Pedro, en cualquier día del año, para ver la fila interminable de fieles que acuden en peregrinación a su tumba en las Grutas Vaticanas. Eso confirma que su fama de santidad es una communis opinio, es decir, una opinión generalizada entre los fieles sobre la bondad de un siervo de Dios, testigo heroico y ejemplar de la sequela Christi.

En la fama de santidad de Juan Pablo II vemos claramente presentes las dos dimensiones que la constituyen: la que procede de abajo, es decir, de la convicción que los fieles tienen de que sus virtudes fueron extraordinarias; y la que proviene de arriba, que consiste en la gracia de Dios y que hace posible el ejercicio heroico de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En efecto, su santidad es fruto tanto de la gracia como del esfuerzo humano en la asidua elección del bien.

La amplísima Positio, en varios volúmenes, preparada por la postulación y realizada por la Congregación para las causas de los santos, contiene una biografía crítica y documentada, la exposición de la heroicidad de cada una de las virtudes teologales, la demostración de su fama de santidad y los interrogatorios de los testigos. La fama de santidad y de signos de Juan Pablo II está avalada también por muchísimos testigos oculares, por la veneración de su tumba, por los señalamientos de favores espirituales y materiales recibidos, por las invocaciones y las oraciones dirigidas a él y, finalmente, por auténticos hechos extraordinarios, que constituyen un testimonio y una confirmación «de lo alto» de esa fama.

El examen de los testimonios ha sido particularmente delicado y ha merecido un atento discernimiento. Por ejemplo, un elemento de la fama de santidad de un siervo de Dios es su ortodoxia católica, sobre todo en materia de fe y de moral, que debe estar presente en sus palabras, en sus actitudes y en sus escritos. Desde este punto de vista, el magisterio del Papa Juan Pablo II constituye un capítulo de notable importancia para la fe católica, por el tratamiento iluminador que hace de los problemas más relevantes que encuentra el anuncio actual del Evangelio. De hecho, su magisterio representa un patrimonio riquísimo de inculturación del Evangelio en el mundo contemporáneo.

Los testigos convocados han motivado el heroísmo de sus virtudes teologales, fe, esperanza y caridad. Esa heroicidad confiere al Pontífice una perfección que supera las fuerzas de la naturaleza humana, significando que las virtudes no son sólo esfuerzo humano, sino don de gracia de Dios y consecuencia de su eficacia en el corazón de quien no pone obstáculos, sino que más bien colabora con ella.

El examen de las virtudes, llevado a cabo en varios pasos por teólogos y luego por padres de la Congregación para las causas de los santos, se concluyó el 19 de diciembre de 2009 con la autorización del Santo Padre Benedicto XVI de promulgar el decreto sobre la heroicidad de sus virtudes. Desde ese momento Juan Pablo II fue declarado venerable. Pero el momento culminante de su fama de santidad fue el sello divino del milagro. Para el Papa Juan Pablo II la postulación presentó el caso de la curación de una religiosa francesa, sor Marie Simon Pierre Normand, que nació en Cambrai en 1961. En el año 1981 obtuvo el diploma de puericultora auxiliar. A continuación fue acogida entre las Hermanitas de la Maternidad Católica, donde emitió la profesión de los votos el 6 de agosto de 1985. En 1988, durante el examen para el diploma de «primeros auxilios», sintió que su mano izquierda le temblaba —es zurda—. Atribuyó el hecho a la emoción del momento.

En 1990 comenzó a notar cansancio y adelgazamiento, y durante un año interrumpió los estudios de enfermería. Los reanudó en mayo de 1991, obteniendo el diploma de enfermera en 1992. En su trabajo poco a poco fue sintiendo fuertes molestias y dolores tanto en la mano izquierda como en la pierna, con dificultad para escribir y caminar. El neurólogo que la visitó en agosto de 2001 emitió el diagnóstico de síndrome de parkinson con expresión predominante a la izquierda, es decir, parkinson juvenil. Visitada por especialistas, se le dio un tratamiento anti-parkinson, que produjo una mejora ligera pero temporal de los síntomas. Sin embargo, la enfermedad se agravó inmediatamente, por lo cual la paciente fue visitada por un ilustre neurólogo, que confirmó el diagnóstico de parkinson. La enfermedad seguía agravándose. Finalmente, a primeras horas de la tarde del 2 de junio de 2005, la enferma pidió a la madre general, en visita canónica, que la exonerara del oficio, por imposibilidad física. La madre la exhortó a resistir, esperando en la ayuda del difunto Pontífice. Con ese fin oró e hizo orar. Aquella tarde la religiosa durmió y descansó tranquila hasta el alba. Al despertar, con gran sorpresa suya, no sentía ni dolores ni rigideces. Se sentía curada. Suspendió la terapia farmacológica anti-parkinson y el 7 de junio acudió al neurólogo que la había seguido durante muchos años. El médico constató la desaparición de todos los síntomas de la enfermedad, confirmando otras dos veces el buen estado de la paciente, el 15 de julio y el 30 de noviembre de 2005. Además, otros especialistas reconocieron que la religiosa no sufría patologías psiquiátricas ni tendencia a fabular o a disimular. La historia clínica de la paciente y numerosos exámenes sucesivos confirmaron la naturaleza física de la sintomatología.

Por lo que atañe al aspecto teológico, es decir, a la valoración de los tiempos y de las modalidades de la petición de intercesión al siervo de Dios, se comprobó que las religiosas compañeras de la curada, invitadas por la madre general, ya habían comenzado a invocar la ayuda del Papa «santo» en mayo de 2005, intensificando la oración la tarde del 2 de junio de 2005. Y precisamente la mañana del día siguiente, sor Marie Simon Pierre se sintió del todo curada.

Después del meticuloso examen científico de ese hecho y tras constatar que la invocación unívoca al siervo de Dios había precedido a la curación repentina y duradera de la religiosa, el Santo Padre Benedicto XVI autorizó a la Congregación para las causas de los santos a promulgar el decreto sobre el milagro, el 14 de enero de 2011.

Así, el generalizado sensus fidei sobre la fama sanctitatis et signorum del Papa Juan Pablo II quedó oficialmente legitimado por el magisterio, tras un esmerado proceso de verificación. Ese mismo día, 14 de enero, se comunicó la fecha de la solemne beatificación, el 1 de mayo de 2011, en la plaza de San Pedro.

La innegable y constante presión de los fieles y de los medios de comunicación sobre la rápida conclusión de la causa —contrariamente a lo que se pueda pensar— no ha perturbado el procedimiento. Más aún, ha permitido actuar con mayor atención al examinar los testimonios y los hechos. Así la Iglesia «santa» trata de alcanzar la certeza moral indispensable sobre hechos y personas, que hacen resplandecer su rostro de Esposa de Cristo, el totalmente santo.

La beatificación de Juan Pablo II abre la puerta a su canonización, que, como es sabido, exige una ulterior intervención de lo alto. Obviamente, el proceso sobre el milagro para la canonización requerirá tiempo. Pero no se debe considerar tiempo vacío el período que va desde la beatificación hasta la canonización. Se trata, en cambio, de un tiempo pleno, durante el cual se invita a los fieles a conocer mejor la vida santa del beato y a imitar sus virtudes. Es decir, un tiempo propicio para recordar a todos las promesas bautismales y para confirmar la fidelidad a Cristo y a su Evangelio de verdad y de vida, a ejemplo e imitación del Papa Juan Pablo II.


Nota:

[*] Intervención del Cardenal Prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos sobre «sensus fidei» y beatificaciones, realizada en Roma en la Universidad de la Santa Cruz, en la víspera de la beatificación de Juan Pablo II. Versión abreviada tomada de L’Osservatore Romano.

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