El apóstol Santiago es llamado el Mayor. Tal mayorazgo se afinca en las palpitantes realidades: íntimo del Mesías, y adelantado en el seguimiento hasta la sangre. La pregunta: ¿Para Santiago de Chile “nomen es tomen”? Frotando acontecimientos, textos y dudas, como piedras de pedernal, puede ser que brote una chispa y quién sabe hasta dónde nos lleve el fuego.

Lienzo uno: de la intimidad al primer martirio

Sostiene Artistóteles en la “Ética a Nicómaco”, que la intensidad de los vínculos humanos no es multiplicable. Según el Estagirita, y la general experiencia, el número de los íntimos es contado. Cristo que era “igual a nosotros en todo menos en el pecado”, no quedó exento de este límite, que no lo es tanto, pues permite recibir y dar honduras en el amor. En efecto, se puede hablar de unos círculos concéntricos de la amistad en la historia de Jesús de Nazaret. Algo así como el guijarro que, rompiendo el espejo de la laguna vespertina, emite ondas. Sólo que en Jesús los círculos expandidos eran de fuego. La mayor ascua fue María. Con ella se dio una intimidad única en la historia. Jamás sobre la tierra ocurrió el encuentro de dos amadores más des-escudados del propio yo. Todo era fusión magnánima en la irreversible trenza de gozo, dolor y victoria. El siguiente círculo eran los Doce, después los setenta y dos discípulos. Y la onda amplísima: “la multitud”.

Pero entre los Doce hubo tres que el Maestro convocó a una más entrañable cercanía: Pedro, Santiago y Juan. Ellos, junto con Andrés, pertenecen a las dos iniciales parejas fraternas. Santiago y Juan tenían por padre al Zebedeo y Salomé. Eran naturales de Bethsaida en la costanera del lago Genezareth. Allí fueron elegidos cuando el Señor, “mientras paseaba junto al lago de Galilea vio a dos hermanos… Simón, apodado Pedro, y Andrés…, algo más adelante vio a otros dos hermanos, Santiago y Juan. Los llamó y ellos al punto dejando la barca y al padre, lo siguieron” (Mt 4, 18-22). Al punto. Es decir, en los escogidos se da una prontitud generosa, una disponible alerta que caracteriza, junto con toda la arcillosa fragilidad, a los seguidores del Nazareno.

Los tres más próximos aparecen en la sanación de la suegra de Pedro en Cafarnaún, narrada por Marcos (1, 29 ss). En el relato de la resurrección de la hija de un jefe de sinagoga, Jairo, este mismo evangelista recoge de la tradición petrina un gesto demarcador. Casi suena excluyente, pero es más bien memoria de inclusiva predilección. Pedro, informante de Marcos, mal podría olvidarlo. Al lado interior de la línea cordial nuevamente está nuestro Santiago. Ocurrió al encaminarse Jesús para realizar el portento de revivir a la niña muerta: “No permitió que lo acompañase nadie, salvo Pedro, Santiago y su hermano Juan” (5, 37).

Hay dos escenas mayores que testifican cómo Jesús culmina su preferencia por la tríada. Acontecen en dos montes: Tabor y Getsemaní. La transfiguración y la sangrante agonía. Sol y olivares. No son dos hechos yuxtapuestos o eslabones contiguos por el acaso. Entre ambos trances hay un arco tenso. Porque tomó consigo a los entrañables en la hora del máximo anonadamiento, los quiso preparar dándoles un adelanto de su gloria en la cumbre silvestre donde “sus vestidos se volvieron de una blancura resplandeciente, como no los puede blanquear ningún batanero de este mundo” (Mc 9,3). El radar de la liturgia acusa la polaridad de Tabor y Getsemaní en el prefacio de la transfiguración del Señor. Se canta allí a Cristo que “reveló su gloria ante los testigos que él escogió y revistió con máximo esplendor su cuerpo, para quitar del corazón de sus discípulos e escándalo de la cruz”. Y éstos “que El escogió”, escucharon en el Huerto de los Olivos la más inaudita confidencia, en medio del escandaloso desamparo de Jesús angustiado, luchando entre el cáliz y la obediencia. Marcos es el único evangelista que recoge, en tal momento, la palabra más vívida de la ternura del Verbo Encarnado para con “Aquél que lo envió”. A Jesús en su congoja se le escapa el más dulce vocativo. Corresponde a nuestro “papacito”. “Decía: Abb´(Padre), Tú lo puedes todo” (14, 36). Tabor, Getsemaní.

Los hijos del Zebedeo debieron ser de vehemencia paladina, tanto que el mismo Señor les dio por apodo “Boanerges” (que significa Atronadores) (Mc. 3, 17), según traduce el eximio Luis Alonso Schoekel. Otros vierten tal expresión griega en “Hijos del Trueno”. El sobrenombre aparece en la narración de una disputa dentro del Colegio Apostólico por los primeros puestos. La madre de los “Atronadores”, y ellos mismos, intervienen ante Jesús para sentarse en trono de honor… “en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda” (Mc. 10, 37). La respuesta del Señor es una pregunta: “¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber, o bautizaros con el bautismo que yo he de recibir?” (Mc. 10, 38). La contestación de Santiago y Juan es un “¡podemos!”, que los marcará con cuño de muerte. Santiago será el primero de los Doce Apóstoles en seguir a Cristo mártir. Herodes Agripa, para congraciarse con los fariseos, arremetió contra la prístina comunidad cristiana de Jerusalén. Encarcela y tortura a muchos. Libera a todos menos uno. Retiene al que, desde Pentecostés, había trocado su vehemencia natural en una pasión por Cristo. El despótico rey “hizo degollar a Santiago, el hermano de Juan”. Corría recién el año 44 d.C.

Este Santiago es llamado el Mayor. Tal mayorazgo se afinca en las palpitantes realidades: íntimo del Mesías, y adelantado en el seguimiento hasta la sangre. El prefacio de la eucaristía que lo conmemora, lo perfila con nítidos trazos de colorido biográfico: “Jesús redentor apartó a Santiago de la humilde faena de las redes, constituyéndolo pescador de hombres para su salvación. El respondió a la llamada divina con corazón animoso y fiel, mereciendo así afrontar el tormento del martirio y obtener la gloria, antes que los demás Apóstoles del Señor”.

Lienzo dos: imágenes entre la lluvia de siglos

Cuando los peregrinos entraban a Compostela llegaban exhaustos y gloriosos. Se agrupaban por naciones y cofradías. Detenidos en el pórtico de la inmensa catedral eran llamados cada uno en su propio idioma. Un clérigo asistente al custodio del altar iba dándoles con una vara un ligero golpe. Era un rito de perdón de los pecados veniales. Se pronunciaba la fórmula de absolución y el sacerdote, recogiendo el unísono clamor mudo, gritaba: “Betrón atróm, San Giama! Atróm de labro”. Estas voces en gallego ancestral se traducen diciendo: “¡Bien toma el trueno, Santiago! El trueno del labio”.

Por lo que así se escucha, los peregrinos y los presbíteros jacobeos habían dado vuelta el guante. Con justa razón. El Atronador Santiago ya no disparaba sus cañonazos de pólvora iracunda. Muy al contrario. Ahora acoge clemente los truenos suplicantes de los pobres pescadores, que buscan la remisión de Dios cerca del Santiago Apóstol intercesor. El sabio historiador López Ferreiro glosa el grito ritual con palabras comprensibles para nosotros. “Recibe benignamente, Apóstol Santiago, este grito atronador que en todas las lenguas del mundo pronuncia el labio”. El hijo del violento estrépito se trocó durante el Medievo en el padre de la clemencia reconciliadora. Paradoja muy sabia del Espíritu Santo.

A más d los textos re-encontrados, hay testimonios que todos los ojos pudiesen ver hoy día. Esto es lo maravilloso de la iconografía perenne. Sin percibirlo, uno cae en el tiempo pretérito con la inmediatez de un contemporáneo del tallador. De este modo, si traemos a un “museo imaginario” los diferentes tipos iconográficos de Santiago el Mayor, podemos aludir, al menos, las diversas visiones que las perspectivas de la fe formularon a través de siglos. Lo de museo es engañador; alguien podría quedarse detenido en la vitrina. Hay que sentir la respiración futuriza de las imágenes. Hinquémonos en la gran catedral compostelana y, mientras afuera cae el orvallo, en la penumbravesperal del templo, miremos. Entretanto, llueve, como casi siempre en Santiago de Galicia, “Chove en Santiago, meu doce amor” (García Lorca). Y llueven los siglos sus goterones de olvido. Sin embargo, en la piedad jacobea quedan imágenes, imágenes. Los tipos iconográficos que los historiadores enumeran pueden agruparse en seis. No tienen ni de lejos igual gravitación, pero ninguno puede excluirse sin más del bello mosaico de la fe popular y culta.

El Santiago neotestamentario

Con este nombre queremos cubrir dos representaciones que tienen raíces en la información ofrecida por el Nuevo Testamento. Un atributo neotestamentario es el libro o el rollo de pergamino, el cual indica que el personaje representado es un anunciador de la Palabra o un jerarca. De hecho, en nuestro santo tal atributo manifiesta la condición de ser uno de los Doce. Así lo pintó el Greco en la sacristía de la Catedral de Toledo. Y así lo detuvo en el granito gallego el Maestro Mateo a fines del siglo XII. Esta representación magnífica, llena de alma, acoge a los peregrinos en el celebérrimo Pórtico de la Gloria, donde la piedra sonrió evangélica como jamás. Allí, en el parteluz, Santiago sostiene el rollo de la Buena Noticia. El otro tipo de imágenes tiene por atributo distintivo la espada, con la cual el santo fue martirizado, según la versión que traduce a los Hechos de los Apóstoles con las palabras: “Hizo morir por la espada a Santiago” (12,2). Así aparece en el esplendente sarcófago de los Tres Reyes Magos en el coro de la Catedral de Colonia, fechado en 1186. El Santiago neotestamentario ofrece una semblanza sólida y de vigencia permanente, clásica.

El Santiago peregrino

Es un tipo preferido en el rico universo que va y vuelve por los caminos jacobeos y de su nudo natural que es el templo compostelano. Lo que sostiene este tipo es la experiencia secular de la peregrinación a Santiago. Y como ocurre en múltiples fenómenos de la fe, el creyente termina espejándose y retratándose en el patrono venerado. En esta metamorfosis Sant-Tiago, o Jacobo, o Jaime, o Diego, o Sant-Diego, no sólo aparecerá como el que acoge a los romeros, sino que él mismo se transformará en peregrino. Esta evolución no es espúria ni arbitraria, porque en los tuétanos del Apóstol está la vocación de ser compañero, seguidor del Jesús que va hacia el Padre, y andador que se adentra progresivamente por aquella senda de quien se autodefinió como el Camino.

El Santiago peregrino es una figura de caminante, lo que se sugiere a veces poniendo los pies en planos diferentes. Sus signos son muy característicos: un sombrero de gran ala doblada en medialuna, calabaza para el agua, bordón o báculo de peregrinante, que algo sobresale de la cabeza y del cual se cuelgan algunos símbolos y cintas, zurrón o morral para lo que se lleva de viático. Algunas representaciones lo visten con una esclavina que sirve para proteger de la lluvia a los hombros y al pecho. Mención aparte merece la venera. Esta concha, como la del ostión chileno, llegó a ser la marca más propia del Señor Santiago. Formalmente es de una simple hermosura muy apta para las más variadas modulaciones plásticas. Los peregrinos cogían la venera en las rías altas y bajas de Galicia, donde se encuentra como en ningún otro lugar de Europa. Con ello demostraban haber llegado hasta el santuario pétreo de Compostela. También la concha servía de salvoconducto preferencial para cruzar fronteras y hasta para deshacerse de bandidos con un no se qué de misericordia. Y tenía el uso práctico de levantar el agua desde el riacho a los labios resecos. Hay múltiples análisis antropológicos, psicológicos y de lingüística que asocian esta concha con la matriz de la mujer (recuérdese simplemente la Venus de Boticelli). Por lo tanto, estamos bordeando el cruce del la existencia itinerante del hombre con su origen entrañable, todo ello bajo el ala del sombrero caminante de Santiago. Quedémonos con el agua hilvanada en tan sugerente resonancia. El Santiago peregrino suele aparecer “con el rostro apacible y soñador, de mirar fijo hacia la lejanía”, tal como se describe a una imagen de Johannes de Roncell cincelada en el primer cuadro del siglo XV. Conviene que a un peregrino se le vayan los ojos hacia la azul distancia, al parecer así la esperanza de arribar se nutre gota a gota. Entre los más eximios ejemplares del Santiago peregrino se cuenta la del remate del cuerpo central de la fachada compostelana, la que da a la perfecta plaza del Obradoiro.

El Santiago militar o Matamoros

Se trata de una representación de San Jaime el Mayor cabalgante de un caballo blanco. Blande la espada por los aires y en la mano izquierda lleva un escudo con la llamada “la roja cruz de Santiago”. Este despunta por tres extremos en una estilizada yema floral, signo primaveral de vida, y cuyo extremo inferior es punzante, permitiendo que la cruz pueda ser clavada. Bajo las patas del corcel relinchante yacen moros en derrota. El jinete lleva una clámide, que el viento o la rapidez del movimiento guerrero agitan. Este Matamoros ha venido a desplazar la espada. Ya no es el atributo de Santiago mártir. Ya no sufre su filo. El es quien la esgrime con osadía y amenaza. La lectura actual de esta imagen debe evitar anacronismos de cualquiera de los dos márgenes, ya sea de exaltación trasnochada o de miopía escandalizada. Nace el Matamoros en el contexto histórico de la Reconquista, cuando los centímetros se compraban cruentamente, cuando había una concatenación ceñida entre adhesión de fe y militancia guerrera. El acontecimiento que le da origen es la intervención que las tropas cristianas de Ordoño I experimentaron de Santiago en la batalla de Albeida, cerca de Clavijo (Logroño), cuando los cristianos vencieron a Baner Qasi Muza en el año 851. Formular la actualidad de esta iconografía requiere distingos y acentos. Brincando sobre el afinado análisis, sólo permítasenos enunciar la tesis de que lo permanente del Matamoros es la índole militante de la existencia cristiana. Es una condición que advierte el Apocalipsis cuando nos revela que “enfurecido el dragón con la mujer, se marchó a pelear con el resto de sus descendientes, los que cumplen el precepto de Dios y conservan el testimonio de Jesús” (12,17). Claro que esta lectura exige desnudar el núcleo simbólico, apartándolo de todos sus ropajes temporales o ideológicos que, sin distinciones, funden la fe evangélica con las lides militares, culturales o cívicas. Es interesante constatar que hay un paralelismo chileno del Matamoros con las imágenes de la Virgen del Carmen que popularmente, desde el siglo XIX, se denominan de “La Guerrera”. Con pastoral sabiduría, la Iglesia de Chile llama posconciliarmente al patrocinio de la Virgen del Carmen sobre nuestra patria, con el título de “Madre y Reina del pueblo de Chile”, posponiendo reminiscencias bélicas.

El Santiago padre y coronante

Hay imágenes que desbordan las tipologías clásicamente enumeradas. Quien se detiene en la Catedral Jacobea de Compostela y ve subir por la escalerilla de la parte posterior del altar central a los peregrinos, no puede sustraerse a un gesto secular que descarga la emoción de tantos pasos. Este ademán es un abrazo que el devoto da a la imagen sedente de Santiago. La escultura en piedra policromada proviene del romántico. Ha sido retallada en el siglo XVII. Se puede decir que a esta imagen confluyen híbridamente los tipos del Apóstol evangelizador (tiene el rollo de un tal atributo en la mano derecha) y la del peregrino (tiene el bordón en la diestra), pero, es tal la personalidad, su emanación sacramental a través de la historia y la influencia iconográfica de este Señor Santiago, que cabe situarlo en un lugar propio. Viendo cómo el Rey y la Reina de España abrazaban la imagen venerable, y después jóvenes sudorosos y campesinas con olor a humo, franceses y letones, peruanos y robustas matronas con mantillas, andaluces y franciscanos… se hace imprescindible reconocer el halo paterno que se irradia desde esa serena presencia estatuaria, acogiendo y dando certeza a familias y naciones caminantes. Este Santiago paterno lo encontramos en otra figura, donde el gesto se modifica, pero el alma apenas ha hecho una variación mínima en su tesitura de paternidad. Así se le representa, como ayudador de dolientes, en un diseño de Asam para un fresco del siglo XVIII. Un tipo fascinador de los ojos que se mueven hurgando a través de los siglos de representaciones, es el de Santiago coronante. Es escaso. En el Museo Nacional de Baviera se conserva una talla en madera de tilo colorida. Proviene del sur de Alemania y se la data en los años en torno al 1500. El Apóstol está sentado en una banca y en su sombrero hay adheridas tres veneras, o vieiras, como se dice en gallego. En ambos costados del santo están dos peregrinos, hombre y mujer, hincados en actitud de humilde plegaria. Cada uno recibe en sus sienes una corona, que el Apóstol deposita con libérrimo y cálido movimiento de las manos descendentes. En Alsacia se confeccionó un vitral en 1490 con similar motivo. Otro, lo encontramos en Friburgo, de Brisgovia, en 1524. Es un tiempo de crisis epocales y de visiones en ramalazos de luz. Entonces el instinto cristiano descubrió que Santiago acogía a quienes transitaban la distancia, no sólo perdonándoles y restañándoles las heridas. Percibió que todo ello apuntaba a una sublime dignificación. Así, los polvorientos de la ruta comenzaban a brillar con una corona que les reconocía la nobleza de hijos del Rey. Nuevamente, la iconografía toca poéticamente las zonas hondas de los misterios indecibles. Santiago, al acoger dignifica, constituyéndose en instrumento del Dios vivo, en padre enaltecedor y coronante de nosotros, los pobres pecadores en estado de peregrinación.

El Santiago mariano

En el siglo XV se le presenta, a veces, con un rosario en la mano. Más tarde, desde los siglos XVI a XVIII, se aborda el tema de la visión, que según una estremecedora leyenda el Apóstol tuvo de Nuestra Señora del Pilar. En ella le fue encomendado guardar por la fe de España. Un clásico ejemplar es el magnífico retablo de la catedral compostelana ejecutado por Miguel de Romay a comienzos del siglo XVIII, María y Santiago están esculpidos en blancura. También hay un notable relieve de alabastro en el Santuario del Pilar de Zaragoza (siglo XVI). En la tradición hispánica, lo que está pulsando en el corazón creyente, es la misteriosa comunión entre esas dos columnas de la fe de la Península, cuales son el amor a la Madre de Dios y al primer Apóstol mártir. Esta intención creyente tiene raíz en el acontecimiento de Pentecostés, cuando las Doce se encontraban “en oración con un mismo espíritu, en compañía de algunas mujeres y de María” (Hch, 1, 14). En la piedad eclesial moderna, la proximidad del Colegio Apostólico a la Virgen cuajó en el título de “María Reina de los Apóstoles”.

El Santiago predicador de indios

Recogemos esta representación como última, lo hacemos a modo de eslabón que cruza el océano y nos introduce a la cuestión de la vigencia americana y chilena de Santiago y sus iconografías. Como ejemplo significativo de este Santiago evangelizador del nuevo continente se cita el retablo pétreo de Santa Fe en Méjico, realizado en el siglo XVIII. Naturalmente, esta imagen entronca con la europea del Santiago evangelizador con el libro o con el rollo.

Todos los tipos se cruzan legítimamente unos con otros. La iconografía occidental ha tenido siempre una gran flexibilidad que permite la emergencia del genio individual y la variedad de las particularidades devocionales. Así se dan las imágenes llamadas técnicamente “híbridas”. Ellas testimonian que Santiago no es sólo un tema, que en realidad es una persona desbordante e innumerable.

La pregunta: ¿Para Santiago de Chile “nomen es tomen”?

Frotando acontecimientos, textos y dudas, como piedras de pedernal, puede ser que brote una chispa y quién sabe hasta dónde nos lleve el fuego.

La capital de Chile tiene por nombre original Santiago del Nuevo Extremo. Es la más populosa de las ciudades santiagueñas y la de mayor incidencia política, precisamente por su capitalidad. Si no engañan numerosos indicios, es también entre esas urbes y villas la más desmemoriada del peso específico que le concede el nombre bautismal del origen. Quien coge en sus manos los libros de artesanía tradicional chilena, o inspecciona las ferias donde el arte popular despliega sus frutos, quien visite los museos con obras de los dos siglos del Chile independiente, quien viva en la capital el 25 de julio, festividad del Apóstol, tendrá que preguntarse de dónde tanto silencio acerca de Santiago en las paletas del color, en los volúmenes de la forma y en los labios orantes. Pálido, muy pálido el 25 de julio. La colectividad gallega saca su fidelidad y su morriña, celebrando a su Tiago con una vivacidad y constancia que contrastan mucho con la opaca gestualidad del santiaguino corriente. Cuándo comenzó tal indiferencia, tal apatía. Por qué no vale aquí y ahora, el adagio latino de que el nombre es presagio, destino, auspicio, augurio. ¿”Nomen es tomen”, Santiago del Nuevo Extremo? ¿El íntimo de Jesús, el primer Apóstol mártir camina en la sangre por acaso? No bastan algunos ritos y algunos devotos. Una fiesta patronal, o toca la entraña popular o yace en grave letargo. Puede ser que la actual crisis santiaguina de la bruma artera y contaminante, que la pérdida de comunión entre los barrios y el atochamiento enervante de las vías, precise de un recurso transtécnico. Puede ser que estos malestares sean fiebre de un mal más hondo y trascendental. Si no se redescubre el fundante genius loci, el alma del paraje urbano, si no se posee el ánima propia, no habrá re-animación de los aires ni serenación de las calles santiaguinas.

Frotemos hechos y textos con alcurnia primigenia. Thayer Ojeda narra una ceremonia que acaece al inicio del nombre capitalino. Es enero de 1540. Pedro de Valdivia está por lanzarse a la aventura que lo constituiría en fundador de “la ciudad deleitosa”, “comarca muy apacible y agradable a la vista”, con “mucha recreación de huertas y jardines”. El conquistador “entró con los principales jefes a la Iglesia Catedral. Ahí lo aguardaba el obispo fray Vicente de Valverde, que, como en las grandes solemnidades, había hecho descorrer el velo que cubría la imagen de la Asunción, titular de la Iglesia. Recibió en sus manos el voto hecho por el futuro conquistador de Chile, de dedicar a esa sagrada advocación de María el primer templo que levantara, y poner bajo el patrocinio de Apóstol Santiago, también patrono del Cuzco, la primera ciudad que fundara”.

La tal villa estuvo asediada muy pronto por los aborígenes. En efecto, ya en marzo de 1541 “los naturales viendo el progreso de la fundación de Santiago habían comprendido que estos conquistadores no estaban dispuestos a abandonar la tierra como Almagro, por lo que era necesario cambiar de estrategia a fin de poder expulsarlos” (De Ramón). Michimalongo, Señor del valle de Aconcagua, dirigió el ataque feroz. Una portentosa intervención cambió el curso de los acontecimientos y los indios triunfantes huyeron despavoridos. Mariño de Lovera narra la protección del cielo, salvadora de la incipiente ciudad que emergía en la isla fluvial mapochina. Vale la pena seguirle el hilo acezante al cronista: “Una vez que los españoles hubieron respirado un rato del cansancio de la refriega, mandó traer a su presencia a algunos de los indios principales que habían sido hechos prisioneros y los examinó haciendo escrutinio de las causas por qué habían huido tan repentinamente, y para mejor proceder, les interrogó a cada uno separadamente y con gran recato y diligencia. Todos los prisioneros estuvieron contestes y no hubo indio que discrepase en afirmar que estando los naturales en su mayor coraje y certidumbre de su victoria vieron venir por aire un cristiano en un caballo blanco, con una espada en la mano, amenazando al bando indio y haciendo tal estrago en él, tanto que se quedaron todos pasmados y despavoridos y dejando caer las armas de sus manos, no fueron señores de sí ni tuvieron sentido para otra cosa que para huir destinados, sin ver por dónde, por haber visto cosa nunca vista”. Los castellanos habrían hecho la traslación emocional: moro igual indígena americano. Sentían que la Reconquista medieval de los reinos peninsulares de España continuaba en la ciclópea Conquista de las inmensidades de América. En el ánimo de los españoles estaba la memoria viva de la batalla de Clavijo, donde el Apóstol había combatido de su lado. Aquí entre canelos, arrayanes, molles, laureles, algarrobos y espinos, a la sombra del montículo Huelén, lanzaban el mismo grito de batalla que los había enardecido en las lides contra las tropas moras. Michimalongo les escuchó clamar “¡Santiago y a ellos!”. Fue entonces natural que el relato de los indígenas aprisionados fuese entendido, sin lugar a dudas, como un claro favor del Jinete, el Matamoros. Tal recuerdo alimentó una inculturación devocional de la fe para los habitantes de vertiente hispánica. ¿Cómo lo asimilaron el mestizaje y la población indígenas, largamente mayoritaria entre los habitantes de la capital? ¿No quedaría un oscuro resentimiento en los entresijos del alma? En todo caso, a la hora de la guerra de la independencia, los realistas echaron mano instintivamente al protector que sentían suyo por siglos. Los patriotas identificaron simbólicamente su causa con Nuestra Señora del Carmelo. Fusión ésta que cortará mucho paño y otorgará un vigor decisivo a la joven consciencia del Chile independiente. La advocación carmelita es la cuna decimonónica de la identidad del alma popular chilena. ¡Y el Apóstol parece que se retiró tenue y algo compungido a una nave de la Catedral capitalina! Ahora, esta Iglesia que la pastorea un Cardenal historiador está de Sínodo. Puede ser que el Apóstol retorne revisto con los cristales del Concilio Vaticano II.

Un viajante mirador de la historia tiene razones para preguntarle a su ciudad: ¿Santiago de Chile, qué hiciste de tu nombre apostólico tan raigal y tan desafío?


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