El razonamiento de los relativistas actuales es que en las sociedades de Occidente, organizadas políticamente como democracias liberales y económicamente como capitalismos de mercado, se da de hecho una enorme pluralidad de visiones del mundo, de pautas culturales y de estilos de vida; esto supondría la inexistencia de un ethos común a toda la sociedad y, por lo tanto, la imposibilidad de concebir principios comunes que regulen la conducta pública en este tipo de sociedades.
En la encíclica Evangelium vitae, del Papa Juan Pablo II, junto con una profunda y ardorosa defensa de la vida humana, se propone a “todas las personas de buena voluntad” una enseñanza acerca de la ya cansadoramente reiterada pretensión de fundar las instituciones democráticas en alguna forma de relativismo ético. “En la cultura democrática de nuestro tiempo -escribe el Pontífice- se ha difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como moral. Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos (…) exigiría que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la voluntad de la mayoría, cualquiera que ésta sea” [1]. Y más adelante afirma que “la raíz común de todas estas tendencias es el relativismo ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya que no sólo garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales, consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la intolerancia” [2].
Algunas precisiones
La primera de las necesarias precisiones nocionales se refiere al concepto de relativismo ético, término con el cual se designa a todo un grupo de concepciones morales, según las cuales no existen principios morales absolutos, válidos por sí mismos, siempre y sin excepción, sino que la totalidad de los principios éticos son totalmente relativos a -o dependientes en su valor de- ciertos determinativos particulares, diversos de la normatividad ética misma. Dicho de otro modo, se trata de la remisión constitutiva de los principios éticos, a ciertos datos de la realidad extraética, datos que pueden ser la posición económico-social (marxismo), la cultura de la época (historicismo), los usos sociales de la comunidad de que se trata (sociologismo) o las opciones personales o planes de vida (subjetivismo). La ética aparece, de esta manera, como variable relativa de un elemento condicionante absoluto, que es el que determina los contenidos, variedad y mutación de las realidades deóntico-morales.
Este relativismo no constituye un movimiento homogéneo, sino enormemente diversificado: además de la variedad de realidades que se toman como elemento determinante de la normatividad ética, existe una diferencia de tipos o modalidades de relativismo, según cuál sea el carácter de la influencia que el elemento relativizante ejerce sobre los contenidos éticos materiales. En este último sentido, el relativismo puede ser [3]:
a) Descriptivo, según el cual se constata que los individuos y las sociedades tienen, de hecho, valoraciones y normas éticas fundamental o parcialmente discordante. Este tipo relativismo no se opone al objetivismo moral, toda vez que, dentro de su marco, puede sostenerse que una de las concepciones morales descritas es la correcta, y así es posible afirmar que, dentro de todos los sistemas de moral vigentes en la actualidad, v.gr., el fundamentalismo islámico es el mejor:
b) Metaético, conforme al cual no es posible que exista una apreciación moral correcta, porque se excluye por principio toda verdad ética; dicho en otras palabras, ninguna concepción moral es verdadera, sencillamente porque la verdad queda excluida de todo el ámbito de la moralidad. Un caso de este tipo de relativismo lo representa el emotivismo de Ayer y Stevenson, entre otros, según el cual no existe ninguna concepción moral más verdadera o mejor que otra, ya que ellas se reducen a expresiones incorrectas de sentimientos o emociones, las cuales, por definición, no son ni verdaderas ni falsas, ni mejores ni peores, y
c) Normativo, que sostiene, contrariamente al metaético, que es posible mantener la validez y proponer ciertos tipos de preceptos éticos, aun cuando estos preceptos no revistan carácter objetivo; este tipo de relativismo puede tener dos versiones: i) la social, para la cual los principios morales correctos son aquellos que la comunidad política practica como tales, y es el caso de ciertos sociologistas como Durkheim o Lévy-Bruhl, y ii) la individual o subjetiva, conforme a la cual lo correcto y lo que debe ser respetado es aquello que cada uno se propone realizar como conveniente o “bueno” para él, es decir, el plan o proyecto de vida que cada cual ha elaborado para sí mismo. Esta versión es la más generalizada hoy día en el mundo cultural anglosajón y es sostenida por autores tan dispares en otros aspectos como lo son Rawls, Singer, Mackie, Dworkin o Nino.
Es interesante recordar, acerca de esta última versión del relativismo ético, que, a comienzos de este siglo, Edmund Husserl escribió, en sus Logische Untersuchungen, que “el relativismo individual es un escepticismo tan patente, y casi me atrevería a decir tan descarado, que si ha sido defendido seriamente alguna vez, no lo es de cierto en nuestros tiempos. Esta teoría queda refutada -concluye- tan pronto como resulta formulada; pero, bien entendido, sólo para el que ve con intelección la objetividad de lo lógico” [4]. Pero cincuenta años después, Dietrich von Hildebrand debería escribir que “el relativismo ético está ampliamente difundido. Es, por desgracia, la filosofía moral predominante en nuestra época” [5]. Es decir que, a pesar del diagnóstico negativo del fenomenólogo alemán, el que llamó “relativismo individual”, es hoy día la filosofía moral más notoria en el occidente liberal y la que preside los más difundidos intentos actuales de justificación de la democracia.
Si pasamos ahora a la caracterización del término “democracia”, habremos de recordar la aguda advertencia que formulara Tocqueville en sus Inédits sur la Révolution: “Lo que pone mayor confusión en el espíritu -escribe- es el empleo que se hace de estas palabras: democracia, instituciones democráticas, gobierno democrático. Mientras no se llegue a definirlas claramente y a entenderse sobre la definición, viviremos en una confusión de ideas inextricables, en beneficio sobre todo de los demagogos y de los déspotas”. Lo peor de todo esto es que definir indisputadamente la democracia resulta poco menos que imposible toda vez que cada autor propone una definición distinta y, muchas veces, contradictoria con las demás. Por ello, y a los fines de zanjar la cuestión en un espacio razonable, recurriremos al mismo Tocqueville en búsqueda de una conceptualización autorizada; “democracia (…) -escribe el autor de La democracia en América- no puede querer decir más que una cosa, según el sentido verdadero de las palabras: un gobierno en el que el pueblo está presente y participa en una proporción mayor o menor. Su sentido -concluye- está íntimamente ligado a la idea de libertad política” [6]. Dicho en otras palabras, la democracia moderna, que es de la que estamos hablando [7], puede caracterizarse como aquel modo de convivencia política en el que los gobernadores tienen participación en la constitución del gobierno y en sus orientaciones fundamentales, así como en la que tienen vigencia los derechos humanos fundamentales [8].
Un poco de historia
Precisadas suficientemente las nociones relevantes, corresponde que indaguemos ahora qué relaciones se han dado históricamente entre la democracia política [9] moderna y el relativismo ético, o su contrario, el objetivismo ético. Si empezamos la búsqueda por los comienzos de la democracia moderna, es decir, por la Ilustración y la Revolución Francesa, podemos afirmar, de acuerdo con Andrés Ollero, que -la democracia moderna se apoya en una gran verdad, de la que es como conclusión obligada: la dignidad humana (…). Porque se considera que la dignidad humana es una realidad objetiva -concluye- se deriva de ella una exigencia ético-política innegociable: nadie debe ver en el ámbito público condicionada su libertad por norma alguna en cuya elaboración no haya de algún modo participado” [10]. Este ethos público, basado en la dignidad de la persona humana, a la que Kant ensalza hasta hablar de su “santidad” [11], es el que se encuentra en la base de las declaraciones de derechos de la Revolución Francesa y la que preside los principales escritos que tuvieron influencia en la Revolución, más allá de la discutible interpretación que de esa dignidad llevaron a cabo buena parte de los protagonistas de la Revolución.
Pero es bien sabido que el experimento revolucionario, así como las ideas que lo impulsaron, tuvieron una existencia efímera; tanto desde la izquierda, con Carlos Marx a la cabeza [12], como desde la derecha, desde Burke a de Maistre [13], se atacó sin piedad la noción revolucionaria de dignidad humana y de sus derechos inherentes; los reaccionarios la acusaron de abstractista, universalista y disolvente de los lazos sociales; la izquierda le imputó proclamar una liberación engañosa, mientras quedaba pendiente la más importante: la económico-social. Además, la derrota política y militar de los revolucionarios dejó de lado por más de un siglo -sin contar algunos intentos efímeros, como el francés de 1848- los ensayos democráticos. Sólo quedaba, detrás del Atlántico, la poco conocida y primitiva democracia norteamericana, que por lo demás también defendía, contra viento y marea, la idea de la dignidad del hombre y de sus derechos-libertades [14].
Por otra parte, muchas de las ideas del siglo XIX comenzaron ya a sentar las bases del relativismo ético, que alcanzaría su pleno desarrollo recién en nuestro siglo; en ese sentido, el positivismo comtiano y luego weberiano, difundieron la idea de que el único conocimiento racional y valioso era el de las ciencias empíricas y exactas, incluidas en las primeras las ciencias sociales, relegando los juicios de valor a las oscuras sombras de la emoción y la sensibilidad. Paralelamente el marxismo, y con él una parte del socialismo, sostenían el carácter encubridor y falaz de los principios éticos y del derecho, como enmascaramiento y sostén ideológico de las relaciones reales de producción económica. En Inglaterra, el imperativismo de Bentham y Austin afirmaba que las normas jurídicas eran sólo imperativos del soberano dictado por razones de utilidad, reduciendo los derechos del hombre -en frase de Bentham- a una “bastarda ralea de monstruos” [15]. A esto debemos agregar el sociologismo moral, que redujo la ética a usos sociales; el psicoanálisis freudiano, que colocó el fundamento de la moral en las oscuras cavernas del inconsciente humano; el nihilismo de Nietzsche, que creyó encontrar la “genealogía de la moral” en inconfesables relaciones de mero poder. En resumen, toda una serie de ideas que confluían en un mismo resultado: la exclusión de la ética, incluyendo la política y el derecho, del ámbito de la racionalidad y de la verdad objetiva; en rigor, el más craso relativismo ético, no exento de contradicciones, pero inhabilitado para fundamentar objetivamente el orden moral, político y jurídico [16].
Y fue casualmente ese relativismo dominante el que hizo fracasar los ensayos democráticos que se desarrollaron luego de la Primera Guerra Mundial. En efecto, no bien instauradas nuevas democracias en Alemania, Austria, Checoslovaquia, Polonia y varios países más, algunos ensayistas, entre los que se destacó Hans Kelsen, intentaron la discutible mixtura entre democracia y relativismo ético. Este último de Forma de Estado y Filosofía, escribe que “todos los grandes metafísicos se han decidió por la autocracia y en contra de la democracia; y los filósofos que han hablado de la palabra democracia, se han inclinado casi siempre al relativismo empírico (…); en efecto -continúa Kelsen- si se cree en la existencia de los absoluto -de lo absolutamente bueno, en primer término- ¿puede haber nada más absurdo que provocar una votación para que decida la mayoría acerca de ese absoluto en que se cree? (…). Por eso -concluye- la concepción filosófica que presupone la democracia es el relativismo” [17].
Acerca de las consecuencias de esta concepción merece ser citada la opinión de Karl Bracher, en el sentido de que “la teoría democrática sufrió bajo el neutralismo de valores practicado en la interpretación de la Constitución: eminentes constitucionalistas como Hans Kelsen y Gustav Radbruch sostuvieron un punto de vista relativista, según el cual las instituciones políticas podían ser interpretadas casi arbitrariamente. Este neutralismo de valores (…) -concluye- entregó la casi indefensa República de Weimar al ataque, con insistencia en sus valores, de sus opositores de derecha y de izquierda” [18].
Pero no sólo los principales teóricos de la democracia cayeron en la tentación del relativismo; también el antidemocratismo fascista contenía un importante ingrediente relativista. Esto fue reconocido por el mismo Mussolini quien, en su obra Diuturna, escribió inequívocamente: “Todo cuanto yo he dicho y he llevado a cabo durante estos últimos años es relativismo por intuición. Si el relativismo significa desprecio a las categorías establecidas y a los hombres que aseguran ser portadores de una verdad objetiva e inmortal (…), entonces nada hay que sea tan relativista como las actitudes y las actividades del fascismo (…). Del hecho de que todas las ideologías sean de igual validez, es decir, del hecho de que todas las ideologías sean meras ficciones, el relativista moderno infiere que todo el mundo tiene derecho a crearse su propia ideología particular y a tratar de robustecerla con toda la energía que le sea posible” [19]. Esta energía, el fascismo la tomó prestada de la idea de mito político desarrollada en Francis por Georges Sorel y según la cual la movilización de las masas necesitaba de una ideología mitificada, de modo de suplir con el mito la falta de verdad de la ideología. “Hemos creado -escribió Mussolini- un mito, el mito es una fe, un noble entusiasmo, que no necesita ser realidad, es un impulso y una esperanza, fe y valor” [20]. De aquí se sigue indudablemente que el relativismo ético no conduce de modo necesario –tal como lo creían Kelsen y sus seguidores- a la actitud tolerante que debe presidir la democracia, sino que puede también dar lugar a una concepción totalitaria de la política, tal como de hecho ocurrió entre las dos guerras mundiales.
Una nueva etapa en las confusas relaciones entre relativismo ético y democracia política es la que tuvo lugar luego de la Segunda Guerra Mundial. En esos momentos, a raíz de las secuelas de la movilización ideológica que resultó necesaria para mantener el esfuerzo bélico y de la necesidad de oponer al comunismo de épocas de Guerra Fría una cosmovisión política “fuerte”, se difundió por todo Occidente la ideología del “democratismo” a ultranza, para la cual la única forma de organización política posible y éticamente valiosa era la democracia según el modelo norteamericano [21]. Por otra parte y debido a que el elemento de representación popular había llevado al poder a los principales regímenes totalitarios, se puso el acento principal en la dimensión “liberal” de la idea democrática moderna, es decir, en la vigencia efectiva de los derechos humanos. Así surgieron las declaraciones de derechos de la última postguerra, elaboradas con el intento explícito de que no fuera posible, en el futuro, el acceso al poder por vía eleccionaria de organizaciones o grupos políticos de ideas totalitarias.
De este modo, los derechos humanos se constituyeron en el “mínimo ético” que debía respetar toda sociedad que pretendiera calificarse de “democrática”. “En la reconstrucción jurídico-constitucional de la postguerra -escribe Andrés Ollero- arraigó la convicción de que era ineludible un cambio decisivo: de la idea (positivista; CIMC) de que no hay otros derechos que los subjetivos que resulten del contenido de unas leyes previas, había que pasar a subordinar las leyes a las exigencias de unos derechos fundamentales anteriores a ellas” [22]. Dicho en otras palabras, que era indispensable, para el establecimiento de una sociedad humana justa, y en especial si se trataba de una sociedad democrática, el reconocimiento de ciertos principios objetivos y de validez absoluta, que tenían su expresión más fuerte en los derechos humanos.
Pero los defensores del relativismo ético no estaban en absoluto derrotados y a través de varias vías convergentes, entre las que se puede contar a la sociología del conocimiento [23] y a la political science norteamericana [24], desarrollaron toda una modalidad de pensamiento que privaba de fundamentación “fuerte” a los derechos humanos e intentaba justificar la democracia a través de concepciones “procedimentales”, que hacían abandono explícito de cualquier referencia a bienes o valores humanos absolutos. La primera de estas tareas, la de desfundamentación de los derechos humanos, se llevó a cabo a través de su arraigo en el mero consenso, sea el de las naciones civilizadas, sea en el de un “auditorio universal”, sea en el de una hipotética “comunidad libre de dominio” [25]. También se intentó justificar los derechos humanos en consideraciones de utilidad [26], en “intuiciones morales básicas” no justificables racionalmente [27], y hasta en las pulsiones eróticas [28], pero siempre de un modo débil y, en última instancia, relativo y condicional.
Por otra parte, toda una serie de pensadores políticos, en especial del área cultural anglosajona, han elaborado justificaciones de la democracia que dejan de lado las ideas de soberanía del pueblo, representación política, bien común, derecho a la designación de los gobernantes [29], así como cualquier otra que suponga la aceptación de criterios materiales de valor. Para estos autores, el relativismo valorativo de base, aceptado como indiscutible en una sociedad pluralista, no puede justificar ninguna idea común del bien humano, siendo necesario recurrir a las opciones subjetivas de los individuos para encontrar pautas de lo que ha de entenderse por bien ético [30].
Pero, por otra parte, resulta indiscutible que son necesarias ciertas normas acerca de lo recto y de lo debido en la vida social; de lo contrario, la convivencia se transformaría en una modalidad especialmente peligrosa del infierno. Por ello es preciso recurrir a algo distinto del bien humano para justificar las reglas que han de gobernar la vida social en el marco de una pluralidad de concepciones del bien: ese algo distinto resulta ser alguna nueva versión del contractualismo, según la cual los individuos libres y autónomos acuerdan las reglas a las que habrá de sujetarse en el futuro la convivencia política. Y es evidente que partiendo de aquellas bases, del relativismo subjetivista de los valores, esta es la única solución posible; efectivamente, si el bien humano es estrictamente individual y subjetivo, resultará injusto imponer a cualquier sujeto una visión del bien cuyo único valor es el de pertenecer a un individuo distinto. Lo justo y lo recto, por lo tanto, no habrán de fundarse en el bien humano sino en el consenso o acuerdo de unos sujetos calculadores, autointeresados y, vaya a saberse por qué razón, imparciales [31].
El más notorio representante de esta visión constructivistapactista de la organización social democrática es el profesor de Harvard, John Rawls. También han propuesto sus versiones neocontractualistas el australiano Peter Singer [32], los norteamericanos Robert Nozick y James Buchanan [33], y el argentino Carlos Nino [34], entre varios otros. Pero si nos limitamos al pensamiento de Rawls, veremos que, para el profesor de Harvard la constitución u optimización de la sociedad democrática de tipo americano -que es la única que tiene en cuenta- debe hacerse a partir de una hipotética “situación original”, en la que unos sujetos autónomos, racionales y autointeresados, que desconocen por completo cuál podrá ser su posición en la futura organización social, acuerda unánimemente regularse por dos principios de justicia; el primero de éstos es el de la primacía de la mayor libertad posible, en cuanto sea compatible con la libertad de los demás; el segundo se refiere a que las inevitables desigualdades entre los sujetos han de poder justificarse por el beneficio que obtienen para los menos favorecidos. El resultado de este acuerdo será -según Rawls- una sociedad bien ordenada, en la que no existirá ningún bien común, ni ninguna concepción ética compartida por todos, pero en la que será posible individuales y subjetivos [35].
Se trata, dicho brevemente, de un intento de lograr una cierta fuerza racional para las normas de la justa convivencia a través del mero procedimiento seguido para acordarlas, sin que sea necesario recurrir a valores, bienes o normas objetivamente valiosos.
Falacia del relativismo ético
Expuesto esquemáticamente el desarrollo histórico de las conflictivas relaciones entre democracia y relativismo ético, corresponde nos aboquemos ahora a la cuestión de la posibilidad o imposibilidad teórico-sistemática de fundar adecuadamente la democracia política en una concepción relativista de la ética. En esta tarea, el primer paso necesario será la evaluación y crítica del relativismo ético en cuanto tal, para pasar luego a la consideración de sus virtualidades en cuanto fundamento racional de la democracia política.
En cuanto al valor racional del relativismo ético, lo primero que es necesario poner en claro es que se basa en una falacia evidente: aquella que consiste en derivar de la relativa variabilidad fáctica de los códigos éticos en el tiempo, el espacio y los individuos, la absoluta relatividad deóntica o normativa de los principios morales [36].
En segundo lugar, es necesario tener en cuenta que el relativismo ético conduce necesariamente a una inevitable inconsecuencia práctica. En efecto, todo relativista necesita obrar, actuar de algún modo, y actuar es elegir, manifestar ciertas preferencias por un determinado modo de comportarse; ahora bien, estas preferencias suponen la realización, consciente o inconsciente, de algún juicio de valor, de algún juicio estimativo acerca de la conducta a realizar. Pero, ¿cómo le será posible al relativista que ha negado validez de todos los códigos de valor, efectuar valoraciones para obrar de uno y otro modo? “Salta demasiado a la vista -escribe Veatch- la falacia en que se incurre al pasar del absoluto relativismo de todas las normas morales y de todos los cánones valorativos, a la propugnación de un modo de actuar que el supuesto relativista considera como el más acertado y el más conveniente para sí, dadas las circunstancias (…); la negación misma de todas las formas discriminatorias de lo mejor y lo peor –concluye- no puede transformarse de ningún modo en una especie de patrón por el que distinguir nuevamente, en definitiva, entre cosas mejores y cosas peores” [37].
Por otra parte resulta asimismo evidente que la afirmación del relativismo moral es también ella relativa, y no puede proponerse universalmente como una verdad absoluta, por la que sea posible refutar al objetivismo ético; la afirmación de que todo principio moral es relativo, es también ella relativa y no puede sostenerse como una doctrina pura y simplemente verdadera. Y si no puede proponerse como una doctrina verdadera, con mucha menor razón podrán justificarse en ella exigencias morales que, por definición, tienen carácter inexcusable. “Si en sí mismo ningún conocimiento (en materia moral; CIMC) es verdadero -escribe Millán Puelles- no cabe que sea objetiva la exigencia absoluta que se nos hace presente en el deber, pues resulta imposible que sea objetiva sin que por su parte el conocimiento de que lo es sea verdadero en sí mismo” [38].
Pero no sólo resulta falaciosa en sí misma la posición relativista, sino que las consecuencias a las que conduce aparecen de inmediato como contestables. Enumeraremos sólo algunas a modo de ejemplo: i) queda sin justificación todo debate o controversia en material moral, política o jurídica, toda vez que si las valoraciones y principios éticos son enteramente subjetivos, carece de sentido intentar convencer a los demás de la superioridad de una posición determinada; ii) resulta imposible fundamentar la educación cívica y ética en general, ya que ésta sólo se explica como la transmisión de valores, principios y actitudes que se consideran valiosas en sí mismas; si no lo son, no tiene sentido sustituir las convicciones subjetivas del educando por las también subjetivas del educador; iii) deja de tener sentido la represión penal, en razón de que si, v.gr., el homicidio de las hijas de los vecinos resulta aceptable y gratificante para un sujeto, no se lo puede censurar por ello; decir que no es posible dañar los intereses de los demás no es una respuesta, ya que ello significaría la aceptación de, al menos, una norma objetiva y absoluta: la que prohíbe el daño a los intereses de los demás, y iv) finalmente, tampoco puede justificarse la democracia política, ya que un relativismo consecuente debería otorgar el mismo valor a una opción democrática que a una totalitaria y habría de tolerar cualquier empresa destinada a eliminar la democracia misma.
Relativismo ético y democracia política
La última de las consecuencias apuntadas requiere que nos detengamos someramente en el análisis de algunas de sus principales implicancias. La primera de ellas consiste en que, de aceptarse el punto de partida del relativismo ético, las ideas básicas y fundantes de la democracia política moderna (la dignidad esencial del hombre y los derechos humanos) quedan reducidas a meras afecciones de los distintos sujetos [39], y privadas, por consiguiente, de toda fuerza vinculante y justificatoria. “Lo que diferencia a liberalismo relativista del ilustrado -escribe Martin Kriele- es que le falta el anclaje en la idea de dignidad humana. Y sin ese anclaje el barco de la democracia navega por las corrientes del espíritu de moda y sigue los desplazamientos del poder. Si cada movimiento político es igualmente respetable y está igualmente justificado, quiere decir consecuentemente que también lo es cuando persigue la eliminación irreversible de los fundamentos institucionales de la tolerancia” [40]. Es lo que Karl Popper llamó “la paradoja de la tolerancia” [41], según la cual sería necesario tolerar a quien se encuentra atentando contra las bases mismas de la tolerancia.
Por otra parte, el relativismo de los valores hace imposible el progreso en la conciencia de la justicia y la crítica racional del derecho positivo. En efecto, si se asumen los puntos de partida relativistas, un ordenamiento jurídico-político resulta ser tan bueno como cualquier otro, y la pretensión de reformarlo carece en absoluto de fundamento. Por ello, los relativistas más consecuentes han debido optar por el positivismo jurídico más radical, que lleva necesariamente a la aceptación acrítica del statu quo y a la postergación de cualquier valoración de fondo de las instituciones vigentes, por tiránicas y aberrantes que éstas sean. Pero como esta actitud contradice las más elementales inclinaciones del espíritu humano [42], resulta que en los hechos quienes se proclaman relativistas terminan efectuando, injustificadamente según su propia perspectiva, estimaciones y valoraciones acerca de las principales instituciones de la convivencia. Como lo expresa el escritor anglicano C.S. Lewis: “El subjetivismo acerca de los valores es absolutamente incompatible con la democracia. Nosotros y nuestros gobernantes somos de la misma especie sólo en la medida en que estamos sujetos a la misma ley. Pero si no existe una ley natural, el ethos de cada sociedad ha de ser la creación de sus gobernantes, educadores y condicionadores, y todo creador permanece por sobre y fuera de su propia creación” [43].
Hacia la salida
El razonamiento de los relativistas actuales es, en lo esencial, el siguiente: en las sociedades de Occidente, organizadas políticamente como democracias liberales y económicamente como capitalismos de mercado, se de de hecho una enorme pluralidad de visiones del mundo, de pautas culturales y de estilos de vida; esto supondría la inexistencia de un ethos común a toda la sociedad y, por lo tanto, la imposibilidad de concebir principios comunes que regulen la conducta pública en este tipo de sociedades. La única solución posible en este contexto no puede ser otra que la aceptación -sobre la base de una visión relativista de la moral- de una tolerancia absoluta en materia ética, según la cual cada uno pueda seguir las exigencias del plan o proyecto de vida que se ha forjado para sí mismo, con la única condición de no alterar ni dificultar los planes de vida de los demás [44].
Ya hemos consignado y desarrollado las dificultades e incertidumbres que plantea este modo de pensar, la más evidente de las cuales radica en el imposibilidad de fundar relativísticamente un principio absoluto como es el del respeto a los planes de vida de los demás; pero no es posible permanecer cómodamente instalados en el mera crítica negativa, sin señalar siquiera el camino a recorrer para salir de la vía muerta del relativismo moral. Ahora bien, este camino ya ha sido recorrido otras veces, por lo que es necesario volver la mirada de la inteligencia a esos precedentes en la búsqueda de un criterio de solución y de reconstrucción de una ética pública acorde con las exigencias de la racionalidad humana.
El antecedentes más relevante es el de Grecia Clásica, donde, a partir del siglo V a.C., se comenzaron a conocer las costumbres de otros pueblos, que se regían por normas morales parcialmente distintas de las que habían sido legadas por la tradición helénica: dicho en otras palabras, se tomó conciencia de la pluralidad cultural de los diversos pueblos. “Pero los griegos -afirma Robert Spaemann- no se contentaron con encontrar esas costumbres sencillamente absurdas, despreciables o primitivas, sino que algunos de ellos, los filósofos, comenzaron a buscar una medida o regla con la que medir las distintas maneras de vivir y los diversos comportamientos, quizás con el resultado de encontrar unas mejores que otras. A esa norma o regla -concluye Spaemann- la llamaron ‘fisis’, naturaleza” [45].
Dicho en otras palabras, de lo que se trata en nuestros días es de encontrar una vez más aquella regla y medida de los actos humanos que no corresponde solamente a las particularidades de cada cultura, nacionalidad o estilo de vida, sino que se descubre al indagar las líneas fundamentales del perfeccionamiento humano, al analizar los bienes básicos y más propios del hombre, al descubrir que ciertas acciones incrementan la humanidad en el hombre y otras la degradan. Es cierto que en nuestros días existen fuertes prejuicios en contra de todo lo que se denomine ley o derecho natural [46], pero también es cierto que existe una gran cantidad de actitudes e ideas difundidas que pueden servir de punto de partida para la reelaboración de la ética natural y el reencuentro con los absolutos morales y los principios prácticos válidos sin excepción. Algunos de estos puntos de partida son la idea de los derechos humanos, las exigencias de la bioética y el surgir de la conciencia ecológica; todos ellos requieren una remisión al conocimiento de la naturaleza y suponen en ésta una cierta influencia sobre la normatividad humana moral. De este modo se constituyen en puntos de partida privilegiados para la rehabilitación de la ética natural y la superación de los desvaríos y malentendidos a que conduce inevitablemente el relativismo moral. Por otra parte, también han surgido en los últimos años algunas corrientes de pensamiento que reivindican la existencia de un orden moral objetivo e intentan restablecer las bases de la convivencia de modo no relativista; entre ellas, podemos enumerar al comunitarismo norteamericano, a la nueva escuela anglosajona del derecho natural y a algunos representantes del movimiento de rehabilitación de la filosofía práctica, que tiene sus centros en Alemania e Italia [47]. En especial, varios de estos autores han concentrado su atención en el problema de la justificación de la ética objetiva en el marco de las sociedades pluralistas contemporáneas, problema que aparece como el más urgente para el pensamiento político de nuestros días [48].
Conclusión: de nuevo la Encíclica
Llegado el momento de concluir estas reflexiones, motivadas fundamentalmente por unos párrafos de la Encíclica Evangelium vitae, volveremos a su texto en búsqueda de las soluciones que la enseñanza pontificia ha propuesto para las aporías de una democracia que pretende fundarse sólo en el relativismo ético. “Si hoya se percibe -escribe el Pontífice- un consenso casi universal sobre el valor de la democracia, esto se considera un positivo ‘signo de los tiempos’, como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. Pero el valor de la democracia –continúa el Pontífice- se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el ‘bien común’ como fin y criterio regulador de la vida política” [49].
Y un poco más adelante, continúa diciendo que “en la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles ‘mayorías’ de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto ‘ley natural’ inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil (…). Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia –concluye Juan Pablo II- urge, pues, descubrir de nuevo la existencia de valores humanos esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y expresan y tutelan la dignidad de la persona” [50].
En definitiva, el Papa convoca a todos los hombres de buena voluntad a una tarea de investigación, de esclarecimiento y de docencia acerca del valor y de los contenidos de la ley moral natural. No basta ya con repetir mecánicamente las enseñanzas seculares de los grandes pensadores cristianos, ni con remitirse autoritativamente a los textos del Magisterio de la Iglesia. El hombre contemporáneo requiere un nuevo tipo de argumentos, una presentación original de las doctrinas, un modo de llegar a él que tenga en cuenta el ambiente moral e intelectual en el que se encuentra inmerso. Por ello es necesario realizar un enorme esfuerzo de imaginación, de estudio y de difusión de ideas, para que las verdades contenidas en lo que se ha llamado ley o moral natural adquieran una nueva evidencia a la mirada de nuestros contemporáneos. Sólo así la democracia moderna, como cualquier otra forma de gobierno que en el mundo haya sido, logrará su fin natural de promoción, ayuda y ordenación hacia el bien humano, colectivo, sin el cual la convivencia política carece de todo valor y de todo sentido.