Nos encontramos con el pensamiento de una mujer madura, con una gran personalidad, forjada en un ambiente familiar exigente, y a través de una esmerada educación escolar, donde Edith fue llamada “la niña inteligente”; y más tarde en una carrera universitaria inusitada para una mujer de su época: en ella iban a la par su capacidad intelectual y su libertad de espíritu.
El pasado 7 de octubre Juan Pablo II canonizó a Edith Stein -judía conversa y filósofa de profesión-, como mártir de la Iglesia Católica. Edith murió en la cámara de gas de Auschwitz, por decisión de los nazis, en agosto de 1942. Es justo en estas fechas hacer un homenaje a su importante labor intelectual, para lo cual me referiré a su pensamiento sobre a imagen de la mujer. Entre 1928 y 1933 Edith Stein dio sus grandes conferencias sobre la mujer, recogidas en un libro recientemente publicado: La mujer. Su papel según la naturaleza y la gracia (Palabra, Madrid, 1998). Se trata de la traducción de la versión actualizada y revisada del Tomo V de sus obras completas: Die Frau, Ihre Aufgabe nach natur und Gnade (ed. Por L. Gelber y R. Leuven, Louvain-Freiburg, 1959).
No nos encontramos en esas páginas con las proclamas de una ideóloga feminista, en busca de un poder público que se le niega; ni tampoco con la mera capacidad especulativa de un filósofa que poseía ese talento en gran medida. Nos encontramos con el pensamiento de una mujer madura, con una gran personalidad, forjada en un ambiente familiar exigente, y a través de una esmerada educación escolar, donde Edith fue llamada “la niña inteligente”; y más tarde en una carrera universitaria inusitada para una mujer de su época: en ella iban a la par su capacidad intelectual y su libertad de espíritu, ya que después de estudiar Germánicas, Historia y Psicología, se separó de esta última “ciencia sin alma” como se la llamaba en su tiempo, para acercarse a la enseñanza de Husserl, padre de la fenomenología cuya objetividad la impresionó profundamente, llegando a ser ayudante del gran filósofo, cosa extraordinaria para una mujer de aquellos tiempos. Posteriormente, su grandeza de alma la llevó a separarse de Husserl, al descubrir las limitaciones del método genial del maestro. Le sucedió Heidegger en su puesto en la Universidad. Su brillante carrera intelectual no fue para Edith algo tan absorbente que desequilibrara su personalidad. “No pienso que sea tan importante el puesto que obtenemos en esta vida”, confesó en una ocasión difícil, mientras atravesaba además por una profunda crisis interior, buscando el último porqué de su vida. Después de considerarse atea durante diez años, desde recién terminado el bachillerato, habiendo revisado la imagen judía de Dios y las ideas cristianas de Kierkegaard, leyó un día por entretención a Santa Teresa de Jesús, descubriendo por fin con enorme entusiasmo “la verdad” que buscaba: el Dios vivo y personal, bueno y misericordioso, que invita a todos los hombre a una vida de amor.
Se convirtió al catolicismo y tuvo el deseo de hacerse carmelita. Pero el consejo de buenos amigos de emplear sus talentos intelectuales para servir a la Iglesia en el mundo, y también el respeto a su madre judía, que no comprendía su conversión, la hicieron prescindir de esos planes por muchos años, durante los cuales fue profesora en un colegio femenino, dedicó tiempo a profundizar más en sus posturas filosóficas, y alcanzó a ser llamada al Instituto Alemán de Pedagogía Científica, en Münster, antes que comenzaran los disturbios causados por Hitler en Alemania. Los años en que Edith dio las conferencias que se recogen en este libro pertenecen al período recién señalado, en que Stein había moderado sus ímpetus juveniles -tenía entre 37 y 42 años-, y había experimentado la vida en sus más ricos matices. De tendencias feministas, siendo alumna y universitaria joven, se encontraba ahora dedicada a las tareas educativas de la mujer, a madurar sus ideas filosóficas lejos de todo exitismo intelectual, abierta a la pedagogía científica de su época, con una vasta cultura filosófica y teológica, y dispuesta a contraer un compromiso de amor -la vocación religiosa- al que sacrificaría su profesión con alegría, posteriormente.
Dentro de las limitaciones de que adolece todo intelectual en su tarea, me parece que las condiciones en que Edith Stein dictó esas conferencias son óptimas -tanto por su preparación científica como por su experiencia de vida-, para dar soluciones acertadas a los problemas vitales que plantea actualmente el feminismo.
A continuación le hará así algunas preguntas surgidas de nuestra experiencia actual, fundando enseguida las respuestas en el contenido de esas 339 páginas:
Si bien es difícil encontrar hoy en día a quien niegue teóricamente la igualdad entre varón y mujer, e incluso la diferencia dentro de esa igualdad, ¿por qué la complementariedad práctica varón-mujer en el ámbito familiar y laboral continúa frecuentemente siendo problemática?
La explicación más radical a ese conflicto se encuentra en la Revelación, en el relato de la Creación. La interpretación que hace Edith Stein de los pasajes del Génesis que se refieren al origen del hombre, indica que en el estado original no estableció Dios un dominio del hombre sobre la mujer, sino que ella es denominada compañera y auxiliadora del hombre, con quien se uniría en una sola carne. Hay que pensar la vida de la primera pareja humana como la más íntima comunidad de amor, que los impulsaba a colaborar como un ser único en plena armonía de fuerzas en la triple tarea de ser imagen de Dios, generar descendencia y dominar la tierra.
Pero la vocación del ser humano aparece esencialmente cambiada después del pecado original. La consecuencia de la caída es para la mujer la dificultad del parto, así como para el hombre la dificultad de la lucha por la vida. A eso se añade como castigo para la mujer la sumisión al dominio del hombre, quien no será un buen dueño, como lo demuestra el intento de Adán de descargar sobre la mujer la responsabilidad del pecado. Además se despertó en ellos la concupiscencia. Como consecuencia de la relación torcida respecto de Dios, quedó alterada la relación de los primeros seres humanos con la tierra, con la descendencia y entre sí.
Pero el fin de esa historia no es simplemente esa tragedia. Otros abundantes análisis teológicos de la Revelación que hace Edith Stein en estas páginas nos explican cómo es posible la restauración del equilibrio roto después de la Redención, iniciándose lo que Stein ha llamado el orden de la redención.
Si Cristo instauró un nuevo orden en las relaciones varón-mujer, ¿por qué algunas cartas de San Pablo expresan el deber de la subordinación de la mujer al varón?
El análisis que hace Edith en este libro de todos los pasajes del Apóstol que se refieren a esa relación, es de enorme importancia para evitar todas las simplificaciones que, con cierta frecuencia, se oponen al modelo de complementariedad varón-mujer en la familia y en la sociedad, para lo cual se aduce cualquiera de esos textos, sacándolos de su contexto. San Pablo habla a veces por boca del judío configurado por el espíritu de la ley, es decir, desde el orden de la naturaleza caída, que en algunas de sus expresiones -porque se dirige a ciertas costumbres de la época, my circunscritas a un lugar -velan el orden original y el orden de la redención.
Si la mujer es compañera y auxiliadora del varón, en igualdad de naturaleza, ¿ofrece Edith Stein alguna explicación científica, fuera de la ciencia teológica, sobre la naturaleza de la mujer?
Analiza la especificidad femenina desde la filosofía, reconociendo los aportes de las ciencias naturales, y teniendo en vista siempre a la mujer como sujeto de educación. El análisis concluye en que la especie ser humano se desarrolla como especie doble, hombre y mujer. No sólo tienen el cuerpo estructurado de forma distinta, sino que también la relación de cuerpo y alma, de espíritu y sensibilidad, y de las fuerzas espirituales entre sí, son diferentes. A las especie femenina le corresponde la unidad de toda la personalidad corpóreo-anímica, el armónico desarrollo de las energías; a la especie masculina, el crecimiento de algunas energías en orden a actividades más intensas.
El alma de la mujer vive y está presente con mayor fuerza en todas las partes del cuerpo, por lo que queda afectada interiormente por todo aquello que le ocurre al cuerpo. Mientras que en el hombre, el cuerpo tiene más fuertemente el carácter de instrumento, que le sirve en su actuación, lo cual lleva consigo un cierto distanciamiento consigo mismo.
¿Esa diferencia significa una cierta superioridad del varón sobre la mujer?
Pensar así sería simplificar demasiado todas las manifestaciones de la vida. La clausura en sí misma de la mujer está en conexión con su vocación a la maternidad, que la vuelve atenta al proceso de formación de un nuevo ser en su organismo. Por eso, aunque varón y mujer están destinados a generar la prole y educarla, la mujer tiene en ello su primera tarea, estando el hombre puesto a su lado como ayuda y protección.
Y si al hombre le son encomendados como tarea primera los trabajos culturales, porque le es connatural dedicar sus energías a un ámbito profesional, sometiéndose con facilidad a las leyes de ese sector, necesita en ello la ayuda de la mujer, porque fácilmente experimenta un desarrollo unidireccional en su trabajo. La mujer desea, por naturaleza, la condición de ser humano total, y quisiera ayudar a los otros a serlo.
Si tal es la inclinación natural de la mujer, ¿por qué ha sido a veces tan mal caracterizada como sentimental, y reducida a un mundo privado sin importancia?
Porque la naturaleza femenina no manifiesta de entrada ningún valor, incluso hay en ella grandes peligros, aunque esas inclinaciones naturales bien educadas se transforman en algo altamente valioso. La forma originaria de la especificidad femenina, en la naturaleza caída, no posee todavía el ethos de la correcta actitud hacia la persona, que se adquiere por la educación, y puede desviarse a procurar la sobreestima de la propia persona, al ciego amor femenino que enturbia el juicio objetivo y lleva a un desaforado interés por los demás, que no permite hacer justicia ni a la humanidad propia ni a la ajena.
Precisamente un medio para que la mujer adquiera esa forma bruñida que la lleva a ser compañera y madre, sostenimiento y apoyo, un ser equilibrado que le permite custodiar y llevar a su desarrollo la humanidad verdadera, es el trabajo profesional concienzudo.
Cualquier trabajo profesional puede ser asumido por la mujer, según Edith Stein. Aunque hay algunas vocaciones profesionales que por naturaleza son femeninas, principalmente la doméstica, que es una profesión, y todas las que más directamente tienen que ver con proteger, custodiar y tutelar, nutrir y hacer crecer; ninguna mujer es solamente mujer, sino también persona, con su peculiaridad individual y su disposición lo mismo que el varón, y puede prestar una colaboración insustituible desde su especificidad femenina a las artes, a las ciencias, a la técnica y a la organización social general.
¿Por qué ha sido la mujer la que ha tenido que asumir la defensa de su propia identidad, y no el varón, como si éste no tuviera problemas en relación a su perfección?
Esta pregunta está contestada en gran parte en el relato del Génesis, en aquella sentencia divina dirigida a la mujer después de la caída: “él te dominará”. Pero en la medida en que nos insertemos en el estado de la redención, es necesaria la superación moral de ese defecto masculino, que ciertamente no procura el bien de la humanidad.
Edith Stein no se propuso en estas páginas hablar de la educación del varón, tan necesaria, sino de la educación de la mujer. Pero algunas observaciones suyas indican la dirección que debe seguir el varón para salir de su imperfección. Si según el orden originario, ella le es dada como compañera y auxiliadora, a ella le corresponden los mismos dones que a él, a fin de estar a su lado en el dominio de la tierra. Pero a ella le corresponde normalmente una menor energía de acción, con lo que se aminora el peligro de perderse totalmente en una de estas actividades y de atrofiarse en las otras direcciones. Así el varón, por el más armonioso desarrollo de las fuerzas de la mujer, puede ser liberado de la unilateralidad demasiado grande a la que tiende fácilmente por su naturaleza caída.
Junto con procurar no ser déspota, debe reconocer su vocación originaria a la paternidad, que le ha sido otorgada junto a su vocación particular, porque en la corrupción del pecado radica la inclinación a sustraerse de los deberes de paternidad.