El trabajo no puede juzgarse por el valor de sus productos, sino por el hecho de que su sujeto es una persona ontológicamente necesitada y no obstante llamada a la plenitud del bien.
La complejidad que presenta la actual sociedad funcional tiende a ocultar las dimensiones de carácter humano y social de la economía. Al parecer, sólo la economía es sensible a las consideraciones económicas y ningún otro lenguaje es capaz de “conmoverla”. De esto se infiere que aun cuando a menudo se interroga a la economía sobre aspectos vinculados con la justicia de las decisiones económicas, como, por ejemplo, el hecho de que ciertos sectores sociales paguen cruelmente el precio de una reforma económica o el hecho de que la actual falta de ahorro constituya una hipoteca en relación con el destino de las generaciones futuras, estas interrogantes se consideran expresiones de buenos deseos, ajenos al ámbito económico, y por lo tanto no pueden dar mayor profundidad a la naturaleza de la actividad económica y su relación con las características fundamentales de la condición humana. Asimismo, estas críticas hechas al ordenamiento económico en nombre de la justicia suelen presentar el problema de plantear relaciones entre fenómenos de dimensiones y grados de complejidad sumamente heterogéneos, de tal manera que existe el riesgo de suscitar respuestas que sólo consideren algunos de los niveles en cuestión.
Para plantear la relación entre la economía, los derechos humanos y el cristianismo, es preciso enfocar el rostro social de la economía y los presupuestos antropológicos en los cuales se basa. Esto permitirá poner en evidencia el núcleo esencial de la experiencia cultural en la cual dicha relación adquiere un carácter realmente visible. Como señaló el Santo Padre en la encíclica Centesimus annu, “no es posible comprender al hombre partiendo unilateralmente del sector de la economía ni es posible definirlo puramente basándose en el hecho de que forma parte de una clase. El hombre se comprende en forma más concluyente al situarse en el marco de la esfera cultural, considerando el lenguaje, la historia y las posiciones que adopta ante los hechos fundamentales de la existencia, como son el nacer, el amar, el trabajar y el morir [1]. De estos cuatro “acontecimientos fundamentales de la existencia”, la economía normalmente desconoce o censura tres -nace, amar y morir- y concibe el principio de intercambio y reciprocidad entre las personas a partir de la existencia de los sujetos activos en el trabajo. Basándose en el mismo presupuesto, también la tradición sociológica ha definido la reciprocidad social con la fórmula dar-recibir-volver a dar [2]. Con todo, si evitamos esta reducción y consideramos el hecho de que todo hombre nace, muere e incluso ama, sería posible considerar que la reciprocidad efectivamente establecida se articula más bien en un círculo definido por los términos recibir-dar-recibir.
Ciertamente, la vida económicamente “activa” de la persona coincide con el trabajo. Sin embargo, esto no significa que con anterioridad a ese momento no exista vida económica. El hombre se inserta pasivamente en la economía desde el momento mismo de su gestación. Esa pasividad se caracteriza por su capacidad de recibir. El ser humano recibe la vida de otros y no de sí mismo, y junto con ella las condiciones materiales para su desarrollo. También recibe la cultura, es decir, la lengua, los criterios de verdad y juicio, las categoría para percibir lo real y asimilar la tradición histórica, la capacidad para reconocer las aptitudes y las oportunidades en sí mismo y en relación con los demás, la protección y el amor que le permiten desarrollar su autoestima e identidad de sujeto. Algunos de estos bienes no se expresan cuantitativamente y aparentemente carecen de valor económico, pero no es así. Si un individuo no los recibe durante la infancia en el ámbito familiar, debería recibirlos, a cambio de un pago, en la escuela o las complejas instancias de la educación institucionalizada. Es similar la condición en que se encuentra el hombre al final de su vida, sin fuerzas para trabajar, con la fragilidad de la vejez, con destrezas profesionales aprendidas en el pasado y superadas por el progreso tecnológico, expuesto en mayor medida a enfermedades crónicas y a la incapacidad. La vida real del hombre se ubica en un ciclo económico en el cual comienza y termina recibiendo. Esta pasividad económica no carece de valor y ciertamente tiene enorme importancia en la problemática de las economías actuales y en la crisis del llamado “estados del bienestar”.
Aporte cristiano
Sin embargo, la sociedad siempre ha tenido dificultades para admitir este hecho tan evidente desde el punto de vista antropológico. El mundo antiguo ubicó la economía preferentemente en el ámbito privado, donde se satisfacen las necesidades. En este marco no se manifestaba la libertad humana, ya que sólo podía ser patrimonio de hombres sin necesidades. Así, la economía era la actividad de los esclavos. La polis, en cambio, era el espacio de los hombre libres, en el cual no podían participar los individuos determinados por la necesidad. Análogamente, el ciclo de reciprocidad de las sociedades primitivas estaba determinado por la lógica de la posición y el “señorío”. Todo lo dado generaba una obligación de restitución, vinculada al deseo de romper la dependencia generada por el hecho de haber recibido algo. Lo recibido permanecía sujeto a una especie de hipoteca a favor del donante, que debía resolverse cuanto antes para recuperar la libertad. Podemos decir entonces que las economías primitivas constituían el ciclo de la reciprocidad danto prioridad al dar, con un círculo definido por la secuencia dar-recibir-volver a dar.
La superación de estas dos formas de definición social de la reciprocidad fue claramente un aporte histórico de la cultura cristiana, que rescató al mismo tiempo lo mejor de ambas. Por una parte, contribuye decididamente a la superación de la economía esclavista, no sólo mediante la introducción en la historia del criterio y la experiencia de la libertad de todos los hombres, sino también quebrando el vínculo entre la esclavitud y el trabajo, convirtiéndose este último en una actividad personal y social, interpretada en el horizonte de la humanización y el desarrollo de la libertad interior y no en el contexto de la reproducción material de la vida. Por otra parte, el cristianismo rompe el momento de la dependencia del círculo de la reciprocidad introduciendo la práctica de la caridad, el precepto del amor al prójimo como a uno mismo y la obligación de la limosna para el pobre. En el cristianismo, recibir no es un acto que crea un vínculo de dependencia entre quien recibe y el donante, ya que el don es siempre en primera instancia divino y hunde sus raíces en el amor, que busca una relación libre y personalizada. Por el contrario, quien puede dar es aquel que se ve en conciencia obligado a hacerlo si quiere ser “a imagen y semejanza” de Aquel que amó primeramente y del cual deriva todo bien.
Por consiguiente, podemos afirmar que la economía que estructura la cultura cristiana es humana, ya que considera la condición de criatura del hombre y como tal es una economía de la indigencia. La fragilidad ontológica del hombre que pasa de la nada a la existencia, no por obra de sí mismo sino de su Creador, constituye el dato esencial para la organización de la reciprocidad social. Esto no contradice el principio operativo fundamental que organiza la economía, el principio de la escasez de los bienes, pero le otorga una dimensión distinta, de la cual se desprenden datos importantes para el enfoque del trabajo y la actividad económica. El valor atribuido a la escasez de un bien está precedido por la hipótesis de la existencia de otros bienes más importantes, que pueden considerarse “materias primas” para la elaboración del bien que falta, y en definitiva este valor no es fruto de una actividad humana que pueda medirse con el mismo principio de la escasez, sino de la gratuidad originaria del Creador, que da la vida a los hombres y somete la creación a su administración y cuidado. La indigencia original del hombre otorga a su trabajo el carácter de actividad necesaria para su sustento, es decir, para vencer la escasez, pero además le produce la sensación de particular existencialmente, mediante ese trabajo, en un círculo de reciprocidad que se abre y se cierra en el recibir. El trabajo, como nos ha enseñado el Santo Padre en la encíclica Laborem excercens, no puede juzgarse únicamente por el valor de sus productos, sino también y más que nada por el hecho de que el sujeto del mismo es una persona, ontológicamente indigente y no obstante llamada a la plenitud de la libertad y el amor. La producción o el aporte no es jamás el primer acto: éste viene inscrito en el círculo más amplio que surge del obrar de Dios y constituye al hombre como un ser que recibe y se pone a disposición de la obra en actitud de agradecimiento y alabanza.
El error fundamental de la percepción habitual de la economía moderna es el hecho de creer que se encuentra ante una economía de la autonomía humana, lo cual no es un dato económico sino un presupuesto ideológico desmentido por los hechos más elementales de la realidad. De este modo se procura ocultar el carácter indigente del hombre construyendo una ideología de acuerdo con la cual las necesidades humanas pueden superarse mediante el genio tecnológico y la ilimitada creatividad del trabajo del hombre. En este sentido, esta ideología relega nuevamente el trabajo al ámbito de la superación de las necesidades, como ocurre en las sociedades tradicionales, reintroduciendo la fórmula arcaica de la reciprocidad y ubicando el momento del “dar” en el origen del intercambio, aun cuando en la actualidad éste opera con la protección jurídica del contrato. Por este motivo, no es extraña la aparición de nuevas formas de esclavitud, especialmente entre quienes por diversas circunstancias sólo pueden realizar trabajos manuales y no tienen acceso al uso de las tecnologías que permiten aumentar la productividad del trabajo. Los trabajadores manuales están condenados, en el mejor de los casos, a reproducir sus precarias condiciones de supervivencia. Por el contrario, quien dispone de la más alta tecnología podrá desarrollar una productividad que lo libere de la supervivencia como problema cotidiano.
Dependencia originaria
Sin embargo, esta ideología económica de la autonomía del hombre ante sus necesidades es ajena a la experiencia económica propiamente tal del ser humano. Presupone que el hombre nace económicamente activo y ahorra lo necesario para su jubilación; pero todos sabemos que nadie puede trabajar ni ahorrar para nacer. Se oculta de este modo el vínculo evidente de gratuidad y solidaridad entre las generaciones, que hace posible sostener la pasividad originaria de toda persona. Esta crítica es lo que permite afirmar el principio de la autonomía. Sin embargo, basta poner en evidencia la dependencia originaria para comprender que la autonomía debe entenderse a partir de un círculo de reciprocidad más amplio, basado en la solidaridad proveniente de la conciencia de una existencia recibida gratuitamente, que se proyecta en las generaciones futuras también como amor y gratuidad. Desde el punto de vista empírico, lo único cierto es el hecho de que el hombre nace indigente y no vive los últimos años de gracias al ahorro acumulado, sino gracias al trabajo solidario de las otras generaciones.
Así, la economía, los derechos humanos y el cristianismo se articulan a partir de una comprensión realista de la indigencia humana. Ésta da sentido a una visión del trabajo no puramente como un factor instrumental y determinado por la satisfacción privada de las propias necesidades, sino como expresión de la búsqueda y realización de la libertad personal en el contexto de una obra común solidaria, situada en un círculo de reciprocidad activado por el recibir, que reconoce la capacidad de iniciativa y la gratuidad del amor. Por este motivo, cuando la Iglesia interroga a la economía moderna, destacando situaciones injustas de personas o grupos socialmente no favorecidos o excluidos, no lo hace a partir de un “moralismo de los principios”, que reprocha a los hombres o a las sociedades la incoherencia con ideales genéricos y abstractos, sino a partir del núcleo más elemental de la experiencia humana, verificable por todos en la propia vida y en la vida de la familia y la sociedad.
El llamado a la solidaridad se interpreta normalmente con criterios moralistas porque, partiendo de las ideologías citadas, se considera un llamado a mejorar las relaciones de trabajo entre los sujetos económicamente “activos”, los cuales suelen estructurar sus relaciones económicas en términos de “competencia”. Con la ilusión de la autonomía, comúnmente se afirma que la responsabilidad vinculada con la propia situación económica y la satisfacción de las propias necesidades le corresponde únicamente a cada sujeto. El carácter restrictivo de semejante visión desaparece, en cambio, si se considera el hecho de que la Iglesia nos llama a reconocer la indigencia originaria de cada hombre como dato antropológico esencial para dar fundamento tanto al derecho de recibir como al la obligación de dar. De este modo, la economía e ubica en el lugar que le corresponde en el conjunto de la totalidad de factores que dan forma a la existencia humana.