Consideraciones a propósito de la nueva ley de matrimonio civil
Sumilla
Hasta 1884 la celebración de los matrimonios se hacía según las leyes canónicas, aun respecto de los no creyentes. Para éstos, el cura párroco oficiaba de simple oficial de registro civil. Lo mismo sucedía con las causas de nulidad matrimonial: eran conocidas y resueltas por los tribunales canónicos. Pero desde entonces, el Estado chileno, junto con asumir esas tareas, se echó sobre sus hombros toda la responsabilidad anexa. Tal vez no se dio cuenta de la envergadura de esa tarea y los hechos posteriores lo sobrepasaron. Ahora, en vez de reconocer este fracaso, optó por la peor salida: la de eliminar en la legislación chilena el matrimonio real y dejar en ella sólo una pantomima de tal. En la legislación civil, afirma el autor, del matrimonio no queda nada. Lo cual no quiere decir que en Chile haya desaparecido realmente el matrimonio. Desapareció de la ley, pero no de la realidad. Queda así el desafío de reencantar a la juventud con un camino para el amor.
Entre los fundamentos más preciados de la estructura cultural y moral de nuestra patria han tenido un lugar de honor, durante mucho tiempo, las instituciones del matrimonio y, sobre la base de éste, la de la familia. Los chilenos no hemos errado al respecto, porque, más allá de consideraciones ideológicas, la realidad y la experiencia demuestran sin lugar a dudas que esas instituciones son insustituibles a la hora de construir con solidez y de manera perdurable la obra que es la patria. En el matrimonio uno e indisoluble, obra de amor sin claudicaciones, los chilenos, varones y mujeres, hemos encontrado, por generaciones, el mejor camino para labrar nuestro futuro y nuestra plenitud personal. Ello, tanto en la entrega de cónyuges, unos a otros, como en la entrega que ambos hacen de sus propias individualidades a la formación de nuevas personas –la familia– que, en su momento, aseguran también la continuidad de la patria.
Entre muchas disposiciones legales que apuntan a recoger este acervo de cultura y experiencia, dos destacan con nitidez. La primera es el art. 102 del Código Civil donde la mano insuperable de Andrés Bello define al matrimonio como
«un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente».
La otra es el art. 1º de la Constitución Política actualmente vigente:
«Las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos. La familia es el núcleo fundamental de la sociedad. El Estado reconoce y ampara a los grupos intermedios a través de los cuales se organiza y estructura la sociedad y les garantiza la adecuada autonomía para cumplir sus propios fines específicos. El Estado está al servicio de la persona humana y su finalidad es promover el bien común, para lo cual debe contribuir a crear las condiciones sociales que permitan a todos y a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual y material posible, con pleno respeto a los derechos y garantías que esta Constitución establece.
Es deber del Estado resguardar la seguridad nacional, dar protección a la población y a la familia, propender al fortalecimiento de ésta, promover la integración armónica de todos los sectores de la nación y asegurar el derecho de las personas a participar con igualdad de oportunidades en la vida nacional».
La definición de Andrés Bello no respondió a una eventual concesión a las ideas de turno o a presiones religiosas, sino a la íntima convicción de que la unión entre varón y mujer orientada a la vida juntos y a la procreación debía necesariamente ser para toda la vida si, de verdad, quería alcanzar esos fines. Y también ha constituido íntima convicción nacional, a lo largo de siglos, que sólo la unión así formalizada puede denominarse con licitud matrimonio y dar base a la familia, llamada por la Constitución a constituir el núcleo de la sociedad.
Sin embargo, el reconocimiento de lo que en nuestra historia ha constituido uno de los pilares sobre los cuales se ha edificado la patria no hace sino más abrumadora la evidencia del deteriorado estado en que se encuentran en el Chile de hoy las instituciones del matrimonio y de la familia. No es posible ignorar el desencanto que manifiestan muchos jóvenes frente a la oportunidad que significa el matrimonio, y duele que así suceda. Es lamentable que esos jóvenes prefieran el camino precario de las uniones pasajeras, porque es camino constitutivo de un alto riesgo para esos mismos jóvenes, para los hijos que puedan tener y, por esa vía, para todo el país. No es posible ignorar, y menos despreocuparse, de las tasas de embarazo adolescente y del alto número de familias uniparentales donde uno solo de los progenitores, sobre todo la mujer, lleva sobre sus hombros el peso de la formación de los hijos. No es posible ignorar ni menos ser indiferente ante las situaciones de violencia doméstica y de menoscabo en que muchas veces suelen encontrarse sobre todo mujeres y niños abandonados por padres y maridos. No es tampoco posible ignorar cómo ha descendido, en definitiva, el número de matrimonios y, sobre todo, el número de nacimientos, hasta el punto de que nuestro país se está volviendo un país donde la población numéricamente se ha estancado y, por eso, es cada día menos joven y más adulta, cuando no más anciana.
Enfrentar algunos aspectos de esta dramática realidad ha obligado al país a desarrollar un esfuerzo considerable. Por ejemplo, potenciar la educación parvularia de modo de facilitar la vida a un creciente número de mujeres que deben concurrir a trabajos que les son estrictamente necesarios, porque han sido abandonadas por sus cónyuges y no tienen quién les cuide sus hijos. Pero, precisamente, porque este esfuerzo es muy grande asombra la frivolidad con que se suele abordar el uso de la sexualidad que, para muchos, no es sino un motivo de placer personal. Y es más asombroso aun que sea desde el mismo gobierno de la República que se organicen campañas que, con el pretexto de educación sexual, terminen promoviendo todavía más la frivolidad en esta materia e incitando a los jóvenes a un uso de su sexualidad del cual la procreación de nuevos hijos está excluida casi del todo y, por lo tanto, y con mayor ahínco, lo está la institución matrimonial. Crisis sobre crisis, toda esta situación configura un cuadro de tal gravedad que su visión, a veces, desalienta; en todo caso, preocupa y alarma.
Estos hechos encuentran sus orígenes directos cuarenta años atrás, cuando el entonces Presidente de la República en ejercicio, Eduardo Frei Montalva, de la Democracia Cristiana, decidió importar a Chile los programas de control artificial de la natalidad imperantes en algunos países europeos y en los Estados Unidos de Norteamérica. Fue así como la «anticoncepción» hizo su entrada triunfal en Chile con la consecuencia de que, a poco andar, comenzó a prender entre nosotros la idea de que la sexualidad no tenía por fin primordial la procreación de nuevos seres humanos, sino sólo el afecto entre los cónyuges. Este, por ende, fue separado de su misión trascendente, cual es, precisamente, la apertura a nuevas vidas. Lo que no se advirtió entonces fue que, obrando así, se dejaba al matrimonio sin su sustento básico, pues si un determinado interés de los cónyuges y no el bien de los hijos es de ahora en adelante el fin primordial del matrimonio, ¿por qué insistir en su indisolubilidad o en la fidelidad entre los cónyuges? O ¿por qué, si a través del uso de la sexualidad se pretende sólo transmitir afecto, hemos de considerar como contra natura a las uniones homosexuales?
Es indudable que el afecto recíproco entre los cónyuges es de la máxima importancia, como lo es también que, para manifestarse, encuentre una importante vía en el uso de la sexualidad; pero desligar ese afecto de la finalidad procreadora deja sin sentido al matrimonio y, en última instancia, deja sin sentido al mismo afecto humano. Entre los cónyuges, éste encuentra su base en la tarea común cuya consecución los une: la vida juntos y la procreación. Por eso, es recíproco y no egoísta. Eliminada la procreación del horizonte de las tareas humanas, cae el amor mutuo para ser reemplazado por la consideración egoísta y limitativa de los intereses de cada uno. No es de extrañar, entonces, que a poco andar la realidad de muchos matrimonios se haya vuelto lamentable y que los jóvenes de hoy quieran saber poco o nada de compromisos que involucren toda la vida.
En esta perspectiva, el texto de la nueva Ley de Matrimonio Civil promulgada hace poco constituye, tal vez, la expresión paradigmática de esta desvalorizada realidad del matrimonio. No puede negarse que esa ley es reflejo de una convicción social que se ha impuesto en nuestra patria desplazando convicciones tradicionales y que aprecia en el matrimonio y la familia algo muy distinto de lo que por generaciones hemos apreciado los chilenos. Por eso, si hoy interesa su análisis, no es para entrar en una carrera por los votos pensando en una vuelta a la antigua ley, sino para advertir la profundidad del cambio cultural que se ha impuesto en nuestra patria y para, a partir de esa constatación, procurar revertirlo ganando mentes y corazones, antes que mayorías parlamentarias. No está de más advertir cómo, en este choque de culturas, las fuerzas se despliegan de una manera muy distinta a como lo están en la confrontación político-partidista.
Y tampoco está de más advertir cómo buena parte –la más aguda– de esta degradación de la institución matrimonial tanto como la misma promulgación de la nueva ley ha sucedido bajo el supuesto imperio del art. 1° de la Constitución Política del Estado. Este ha quedado aislado como una declaración de buenas intenciones mostrando que poco y nada se obtiene con un texto legal si, a la vez, no se gana el respaldo de la cultura ciudadana. Al contrario, porque los vientos culturales soplan en otra dirección, a ese artículo le fue torcida de manera grosera su significación natural, como tendremos oportunidad de verlo, para así aprobar esta nueva ley sin que fuera posible intentar nada para evitarlo. Por eso, el análisis que en esta oportunidad quiero hacer de las principales disposiciones de la ley tiene ese objetivo: advertir la raíz cultural –o anticultural– de la enfermedad. De este modo, al contrario a lo que de hecho sucedió al discutir esa ley, podremos fortalecer al art. 1° de la Constitución y evitar que éste sea definitivamente desvirtuado.
Sucede que es a través de esta ley de matrimonio que se introducen y consolidan en nuestra legislación disposiciones que, en definitiva, impedirán a los jóvenes chilenos contraer matrimonios verdaderamente tales, cambiándolos por figuras que son simulacros de matrimonio, con el consiguiente riesgo para la formación de familias sólidas y estables donde las nuevas generaciones de chilenos puedan encontrar el mejor ambiente para su crecimiento, desarrollo y formación. Varias de las más importantes disposiciones de la nueva ley son de tal modo negativas que, si entendemos bien las disposiciones constitucionales, contradicen frontalmente las bases de nuestra institucionalidad, en especial el carácter de núcleo esencial que esas disposiciones reconocen a la familia. Fortalecer la familia y orientar a la juventud en un uso responsable de su sexualidad exigen defender el matrimonio, consolidarlo como una institución permanente y mostrarlo a la juventud como el camino más humano para la perfección de los cónyuges, de los hijos y de toda la sociedad. No tengo dudas acerca de la mejor intención que ha animado a los que promovieron y apoyaron esta nueva ley, pero, más allá de sus intenciones, su articulado contiene disposiciones que las hacen pedazos.
El matrimonio en la nueva Ley de Matrimonio Civil: libertad versus naturaleza.
El inicio de esta nueva ley no puede ser mejor. Su art. 1º recoge en su inciso primero la doctrina tradicional sobre el carácter fundamental que el matrimonio y la familia tienen en el edificio social. Así, ese artículo dispone, al igual que la Constitución, que «La familia es el núcleo básico de la sociedad» y agrega «El matrimonio es la base principal de la familia». En su art. 2°, el proyecto dispone al comienzo: «La facultad de contraer matrimonio es un derecho esencial inherente a la naturaleza humana, si se tiene edad para ello». Hasta ahí vamos bien; pero sólo hasta ahí, porque, a pesar de tan categóricas afirmaciones y de lo que dispone el citado y no derogado art. 102 del Código Civil, el art. 42 de la nueva ley estatuye:
«El matrimonio termina:
1º por la muerte de uno de los cónyuges,
2º por la muerte presunta, cumplidos que sean los plazos señalados en el artículo siguiente
3º por sentencia firme de nulidad, y
4º por sentencia firme de divorcio.»
El Capítulo VI está consagrado al divorcio y comienza con el art. 53:
«El divorcio pone término al matrimonio, pero no afectará en modo alguno la filiación ya determinada y el ejercicio de las obligaciones y derechos que emanan de ella».
En los artículos siguientes se señalan las causales de este divorcio, que permiten a un juez dictar sentencia declarando disuelto un matrimonio sin que medien ni motivos de nulidad del contrato respectivo ni, menos, el fallecimiento de uno de los cónyuges. Hay causales constituidas por graves delitos cometidos por uno de los cónyuges, por alcoholismo, drogadicción o conductas homosexuales. Y, también, es causal la solicitud presentada al tribunal por ambos cónyuges o el hecho de no haber convivido juntos durante un tiempo.
Es curioso, pero en ninguna parte la ley en cuestión deroga de manera explícita el mencionado artículo 102 del Código Civil, a pesar de contemplar numerosas derogaciones y modificaciones de otras disposiciones legales. Hay un tributo aquí a la verdad que contempla la definición de don Andrés Bello y, por ello, hay una evidente falta de consecuencia para decir de manera expresa que el matrimonio, según el nuevo proyecto, deja de ser indisoluble. La derogación del art. 102 es solamente tácita, pero no por ello menos derogación, la cual queda remachada por la disposición del art. 57 de esta nueva ley:
«La acción de divorcio es irrenunciable y no se extingue por el mero transcurso del tiempo».
Tan remachada como por la disposición final del art. 59:
«. . . Efectuada la subinscripción, la sentencia será oponible a terceros y los cónyuges adquirirán el estado civil de divorciados, con lo que podrán volver a contraer matrimonio».
Pero si bien es posible derogar un artículo como el N° 102 del Código Civil, algo muy distinto es tratar de derogar la realidad de las cosas. De hecho, el carácter de disoluble que la nueva ley pretende introducir al matrimonio hace que, en definitiva, el contrato que se celebre aceptando las reglas que ella contempla deje de tener la esencia del matrimonio y levanta un obstáculo mayor para que la unión así contraída pueda proyectarse en una familia sólida y estable como aquella en la cual pensó el constituyente chileno cuando la definió en el art. 1º de la Constitución como el núcleo fundamental de la sociedad. Dentro de las causales para impetrar el divorcio las hay que son muy graves, otras no tanto; pero ninguna de ellas es en sí misma capaz de variar la naturaleza de un contrato como el de matrimonio. Sin duda, en esas causales hay retratados casos muy dramáticos, pero despojar al matrimonio de una de sus notas esenciales, como es el irrevocable carácter de por vida que lo define, termina por dejar a la familia sin su adecuado sustento; a la sociedad, sin su núcleo fundamental; a los hijos, sin garantizar su derecho a la consagración de sus padres a su educación y formación; a los cónyuges, sin garantizar el camino de plenitud que significa la vida juntos que se han prometido hasta que la muerte los separe.
La contundencia, claridad y profundidad del ya citado artículo 1º de la Constitución contrastadas con las disposiciones transcritas de la nueva ley no permiten dudas a la hora de las conclusiones. Esta ley no sólo no cumple con las taxativas obligaciones que el artículo primero de la Constitución impone al Estado de Chile y, por ende, a sus leyes, sino que, muy por el contrario, constituye un ataque a lo que dicho artículo preceptúa. Es decir, constituye un ataque a la piedra fundamental de la organización de nuestra patria. Pero, entendámonos: en nuestro país, antes que el cambio legal, operó el cambio cultural, con lo cual aquél fue cuestión de poco tiempo. Y es ese cambio cultural el que constituye un ataque a los fundamentos de nuestra institucionalidad. En definitiva, mi parecer es que en Chile se ha impuesto en la mentalidad ciudadana la tesis de que el ejercicio de la libertad individual no tiene que cuidar ningún bien especial distinto de aquel que cada uno defina como tal. Es decir, en nuestro país se ha hecho carne la vieja idea –viejísima– de que la libertad de cada uno es intrínsecamente autónoma; es decir, fija sus propias normas, y que su uso no tiene por qué referirse a las exigencias de una supuesta naturaleza propia del ser humano.
Es cierto que ni aun los defensores más acérrimos de esta tesis estarían dispuestos a tirarse de un décimo piso con el pretexto de que así se baja más rápido. En ese caso, la naturaleza humana se impone al ejercicio de la libertad: no se puede bajar de esa manera, porque esa naturaleza es la de un ser dotado de un cuerpo que cae al vacío de igual manera como cae un tronco o un saco de papas. Tampoco, nadie en su sano juicio aceptará tomarse una copa de arsénico como bajativo después de una comida, aunque ésta haya sido muy abundante. Se impone el conocimiento de que nuestro esófago y estómago no tienen las paredes enlozadas y que, por ende, el arsénico en ellos no se comporta como lo hace en un lavatorio o en un lavaplatos. Hasta ahí, la aceptación instintiva de la naturaleza como fuente orientadora para el ejercicio de la libertad. Pero aceptar que esa naturaleza pueda hacerse presente en las relaciones entre individuos de la especie humana parece que es mucho pedir a una sustantiva mayoría de nuestros compatriotas. En este ámbito, en especial cuando se trata del uso de la sexualidad, para muchos no hay naturaleza cuyo estudio aparezca exigido como dato previo a un ejercicio prudente de la libertad. Es el «grito» de emancipación de lo que algunos, desconociendo que en la historia humana no hay «nada nuevo bajo el sol», denominan la «modernidad»: libertad, sí; naturaleza, no. En especial, esta idea ha hecho carne en grupos muy sustantivos de la juventud chilena.
Por eso, daría lo mismo, por ejemplo, ser de un sexo o del otro y, por ende, serían moralmente indiferentes las relaciones heterosexuales o las homosexuales; la fidelidad o el adulterio; tener o no tener hijos; preocuparse o no de ellos; tener una sola familia o formar muchas paralelas o consecutivas; etc. Sin embargo, no da lo mismo. Querámoslo o no, en el ámbito que nos ocupa hay una realidad de las cosas –o naturaleza– que es tal al margen de lo que pensemos acerca de esas cosas. El conocimiento de esa realidad es el que nos proporciona un criterio para ejercer después nuestra libertad hasta el punto de que pretender saltársela es la mejor manera de ir a un franco descalabro individual y colectivo.
En el debate que ocurrió cuando la referida ley se tramitaba en el Congreso Nacional, fueron varios los que sostuvieron que, por no definir el constituyente qué entendía por familia, ésta podía entenderse de muy distintas maneras y que, por eso, nadie estaba autorizado para ver en el entonces proyecto de ley un atentado contra ella. Es lo que afirmaban, desde luego, los autores de la moción parlamentaria que inició ese proyecto: «Nuestra Constitución si bien no es valóricamente neutra, no define en ningún momento su idea de familia, o el vínculo directo de ésta con el matrimonio, dejando abierta la posibilidad de que sea la sociedad, en cada época histórica, la que establezca cómo se harán efectivas las aspiraciones programáticas consagradas por la Constitución en esta materia» (Boletín 1759-18, pág. III). Esta afirmación no sólo es errónea, sino que configura una grave ofensa a los constituyentes y al pueblo de Chile. ¿Cómo alguien puede suponer que una institución señalada como «núcleo de la sociedad» pueda no disponer, en el nivel constitucional, de una identidad claramente definida? Si el «núcleo de la sociedad» es algo cuya definición queda entregada a vaivenes conceptuales o a eventuales cambios de mayorías parlamentarias, ¿qué podemos decir del resto de la sociedad que se organiza alrededor de ese núcleo? Aceptar la tesis de que cuando se habla de familia no se habla sino de un nombre que puede recibir muy diferentes contenidos, aun contradictorios entre ellos, significa irremediablemente aceptar que todo en la sociedad carece de una definición precisa y que a los nombres que designan los diferentes elementos de esa sociedad se les puede atribuir arbitrariamente cualquier contenido. Las mismas nociones de Estado, de sociedad, de justicia, de tribunales, de contrato, de propiedad, de filiación, de hombre y de mujer pasarían a ser nombres desprovistos de un significado real y quedarían prestos para ser llenados, momento a momento, con contenidos que pueden, incluso, no tener nada que ver entre sí.
A similar conclusión se puede llegar en relación a las indicaciones con que el Poder Ejecutivo se hizo parte de este proyecto en el segundo trámite constitucional. En la página tercera del texto que el Ejecutivo presentó en el Senado se consigna esta afirmación: «De ahí que nuestra función como Gobierno deba, en el marco regulatorio general, desprenderse de una toma de posición que refleje un contenido valórico determinado, de entre aquellos que coexisten en la comunidad. Muy por el contrario, se debe potenciar a través de éste la expresión más viva de la diversidad de opinión, credo u orientación moral, considerando como limitación única y sustancial, el adecuado respeto de los derechos individuales de los demás miembros de la comunidad. Por ello, no resulta posible asumir una postura frente a un tema propio del orden civil que considere sólo algunas de las visiones presentes en la sociedad, pues ello nos alejaría sustancialmente del imperativo antes señalado».
Desde luego, cabe señalar que ese proyecto –y la actual ley–, al instituir la divorciabilidad del matrimonio, viola garantías constitucionales básicas de los hijos, de los mismos cónyuges y de todos quienes habitamos en una sociedad como la chilena. Es más grave, con todo, que el gobierno de entonces haya creído que las distintas posiciones que al respecto se tenían no eran susceptibles de ningún examen crítico, de tal manera que, en definitiva, todas valían por igual. No acertamos a saber cómo pretendía reflejar en «su» posición «todas» las posiciones que hay sobre este tema, cuando ellas –al menos, las principales– son contradictorias. Al parecer, ese gobierno creía que lo único en juego en el debate que ha sacudido a nuestra patria sobre los temas que ahora nos ocupan son sólo posiciones teóricas o ideológicas carentes de toda conexión con la realidad tanto de las personas como de la misma sociedad cuando, de verdad, es precisamente esta realidad la que está en juego y que es en su examen y en el examen de la experiencia que de ella dimana donde hemos de buscar y encontrar la respuesta al dilema que enfrentamos.
El sofisma que sostiene que todas las posiciones frente a un tema tan importante son igualmente válidas y que, por consiguiente, niega contenidos propios a los nombres que expresan las realidades más sustantivas de un orden social, conduce derechamente a la situación de la Torre de Babel, en la cual nadie se entendía con nadie. No es una situación que pueda ser aceptada para nuestra patria ni para nuestra Constitución y, por eso, corresponde desde luego abocarse a estudiar cuál es la realidad social a la cual el constituyente designó con el nombre de familia hasta el punto de destacarla como el «núcleo de la sociedad». En este punto no hay misterio. La familia en sentido estricto es aquella sociedad básica constituida por el matrimonio entre un varón y una mujer y los hijos habidos entre ellos. Por extensión, puede comprender asimismo a los padres de los cónyuges, a los hermanos, y otros parientes más o menos cercanos. En un sentido más amplio, denominamos también familia a aquella comunidad formada por uno de los progenitores –de ordinario, la madre– y los hijos habidos sin que haya mediado ni medie matrimonio entre aquellos progenitores. Pero, estas últimas son familias en un sentido analógico, es decir, en la medida en que en aspectos importantes se asemejan a la familia propiamente tal, pero que, en otros, se diferencian.
De ninguna manera se trata, al expresar estas diferencias, de menospreciar estos otros núcleos familiares. Al contrario, no sólo merecen respeto, sino, muchas veces, admiración por la entrega y fortaleza que demuestra el progenitor que queda a cargo de los hijos en el cuidado y formación de éstos. Por eso, porque también participan de la realidad sustantiva de la familia, no sólo corresponde llamarlas con el mismo nombre, sino también reconocerlas como contenidas en el artículo primero de nuestra Constitución. Pero, precisamente, para sentirlas incorporadas en el sentido a que he hecho referencia, es absolutamente preciso reconocer que la realidad propia de la familia es aquella que he definido al comienzo de este acápite. Y que la protección que debe el Estado a la familia ha de tener por objetivo primordial esta realidad, porque de no tenerla, tampoco recibirán esa protección aquellas otras que por analogía también denominamos familia.
Pues bien, esta familia se sustenta como en su única e inconmovible base en el matrimonio según lo define Andrés Bello en el citado art. 102 del Código Civil:
«El matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen actual e indisolublemente, y por toda la vida, con el fin de vivir juntos, de procrear, y de auxiliarse mutuamente».
Definición precisa, como hay pocas, cuyo origen, según ya lo hemos notado, es menester buscarlo no en una genial ocurrencia de su autor, sino en la preocupación que éste tenía por reflejar en las definiciones conceptuales de las leyes las realidades más fundamentales del orden social. Esta definición recoge así las notas esenciales de lo que es, considerada en sí misma, la persona humana tanto en su versión femenina, la mujer, como en su versión masculina, el varón. Ni ella ni él realizan de manera individual la plenitud de la naturaleza humana sino en la unión matrimonial, es decir, en la mutua entrega que se hacen el uno al otro y viceversa de modo de enfrentar, desde entonces, toda la vida consiguiente enteramente juntos y, en esa unión, procrear los nuevos miembros de la especie humana. La naturaleza propia del varón tanto como la de la mujer impulsan sin género de dudas a este tipo de unidad, como aquella en la cual, y sólo en la cual, puede realizarse a plenitud la humanidad de cada uno. Por eso, es una unidad de por vida, pues es unidad total, sin reservas ni ambages. Y esta exigencia de la humanidad propia de cada cónyuge es similar a la exigencia de la humanidad de los hijos que nacen de esa unión. Ellos nacen desprovistos de toda protección y con sólo una incipiente formación como personas, tanto en lo físico como en lo espiritual. Para ellos, es esencial la presencia y acción mancomunada de sus padres y, sobre todo, la consagración de estos padres al desarrollo de sus hijos como actividad primordial de la vida de cada uno.
Esta es la belleza inconmensurable de una institución como el matrimonio; esta es la aventura a la cual estamos llamadas las personas y este es el camino que nuestra naturaleza nos enseña como el óptimo para alcanzar nuestra finalidad como seres humanos, es decir, como seres libres y racionales. Ese es el amor humano: el acto por el cual uno se encuentra con su propia dignidad y con su propia valía es el acto por el cual uno se entrega por el bien del otro, para construir junto a él una nueva obra común que es la vida en complementación y la vida de los hijos que brotan de esa entrega sin reservas.
Es cierto que la vida en conjunto puede ser visualizada como temporal, aun como pasajera, y que en esa relación pueden también concebirse nuevos hijos. Pero ¿responde esa relación a los requerimientos más profundos de nuestra realidad? En este sentido, nuestra vida es una paradoja, pues es dándose que uno se encuentra y, por eso, en una dación parcial uno se encuentra sólo parcialmente. El egoísmo implícito en este tipo de uniones, en cuanto en ellas uno se niega a donarse por completo a la otra persona, juega, en definitiva, contra uno mismo y termina por destruirlo. El caso de los hijos habidos en esas circunstancias es aun más dramático. No son el fruto de un amor pleno, sino de un acto teñido de egoísmo, que, después, marca de manera casi indeleble las relaciones con sus padres y donde, por cierto, ellos sacan la peor parte. De hecho, quedan abandonados, en el mejor de los casos, a lo que pueda hacer uno de sus progenitores; como hemos dicho, habitualmente la madre.
Las consecuencias ya evidentes de no respetar estos parámetros mínimos en el uso de la libertad permiten extraer una conclusión básica: no cualquier uso de la libertad humana conduce a nuestro bien. No basta con querer que las cosas resulten bien, para que así resulten en definitiva. El ejercicio de la libertad debe ser iluminado por la prudencia y ésta fundamenta sus dictámenes sobre la base de los datos que recoge, en primer lugar, del conocimiento de nuestra propia naturaleza y, en seguida, de la experiencia. Estamos dotados de una realidad cuya consistencia no depende de nuestra voluntad y, por eso, qué sea para nosotros lo más conveniente no depende de un acto de nuestra voluntad, sino de la aceptación de lo que somos y de la decisión de vivir conforme a las reglas que de ahí emanan. En el punto que nos ocupa, la experiencia ya multisecular nos permite extraer una clara conclusión: el bien de los cónyuges y el bien de los hijos son plenamente congruentes en el sentido de que ambos exigen la perennidad de la relación entre varón y mujer, padre y madre. Todo lo demás es camino de frustración y de autodestrucción; de uno mismo y de los demás involucrados en una situación creada para darse un gusto pasajero y no para construir sobre bases duraderas.
Un sucinto pero profundo resumen de todo lo que hemos dicho lo constituye la opinión de siete señores ministros de la Excelentísima Corte Suprema consignada en la respuesta que ésta da a la consulta que, por mandato constitucional, se le hizo desde el Congreso Nacional acerca del proyecto de nueva ley de Matrimonio Civil: «Se previene que los ministros señores Gálvez, Rodríguez, Pérez, Espejo, Medina, srta. Morales y señor Oyarzún hacen constar que, en su opinión, el proyecto de ley que es objeto de informe, en cuanto permite disolver el vínculo matrimonial mediante sentencia judicial originada por la acción de divorcio de los cónyuges, contraviene la voluntad expresada en el artículo 1º de la Constitución Política de la República de proteger y fortalecer la familia, reconocida en aquella como núcleo fundamental de la sociedad, como asimismo el deber y finalidad del Estado a ese respecto, de estar al servicio de la persona humana y de promover el bien común, creando las condiciones que permitan a cada uno de los integrantes de la comunidad nacional su mayor realización espiritual posible. Esa voluntad del constituyente se vulnera porque, no obstante reconocer el proyecto que el matrimonio es la base principal de la familia, crea un medio para su destrucción, como lo es el divorcio vincular entregado a la voluntad de los cónyuges, e incluso de uno solo de ellos, sin considerar que la base fundamental de la familia es el matrimonio indisoluble que define el actual artículo 102 del Código Civil, indisolubilidad que es de ley moral natural, impresa en la naturaleza del ser humano y anterior a la misma sociedad».
¿Qué queda del matrimonio en Chile?
Uno de los argumentos más manoseados a la hora de apoyar la nueva ley de matrimonio civil, fue el de que los chilenos no podíamos soportar más el fraude que significaban las nulidades matrimoniales concedidas sin examen por los tribunales de justicia. La verdad no hay por qué ocultarla, porque es muy instructiva. Hace más de sesenta años, al principio de manera muy excepcional, pero después de manera cada vez más frecuente, los tribunales chilenos, con la excepción de muy pocos, se abrieron a decretar la nulidad de un contrato de matrimonio no por una real causal de nulidad, que las podía haber, sino por una razón falsa: la incompetencia del oficial del registro civil ante el cual se había celebrado el matrimonio.
Personalmente no tengo dudas de que muchos de los matrimonios así «anulados» adolecían de defectos que, bien esgrimidos y estudiados, hubieran podido constituir una causal válida de nulidad. Pero, los tribunales no sólo prefirieron el camino fácil de la nulidad fraudulenta, sino que, de hecho, lo exigieron. Por eso, en nuestra jurisprudencia resalta que, en la práctica, no haya matrimonios anulados sino por la falsa causal ya mencionada cuando, como decía, todo permite presumir que varios de esos contratos matrimoniales adolecían de causales reales de nulidad. No se crea, sin embargo, que estos hechos sucedieron porque nuestros tribunales hayan sido corruptos, venales o perezosos. Hay algo mucho más profundo en su actitud, cual es el reconocimiento de que ellos no son instancia idónea para conocer las causas matrimoniales. Sucede que el matrimonio y la familia son de hecho los pilares de toda sociedad bien constituida; son anteriores al Estado y, por ende, a su aparato judicial. Si los matrimonios no andan bien; esto es, si quienes lo han contraído no son capaces de cumplir con sus promesas y compromisos, la sociedad queda sin defensa ni remedio; brota un problema al cual los tribunales no pueden ni remotamente dar solución. No es la solidez de los tribunales la condición para que los matrimonios funcionen, sino, al contrario, es la solidez de los matrimonios la condición para que el Estado y todas sus instituciones, incluidos los tribunales, existan y funcionen.
El hecho reiterado a través de décadas de que los tribunales eva-dieran su responsabilidad en esta materia y exigieran a las partes en litigio llegar a un acuerdo previo de cuya firma ellos iban a ser sólo ministros de fe, demuestra muy a las claras el fracaso del moderno Estado chileno en su pretensión de organizar y respaldar el matrimonio, como si éste fuera una institución tan posterior a él como lo son los contratos de compraventa o de arrendamiento. La verdad es que hay tribunales sólo si previamente hay Estado; hay estado, en cambio, si previamente hay matrimonios y si éstos funcionan de manera adecuada.
Quienes propiciaron la nueva legislación lo hicieron, entre otros motivos, para poner término a esta anomalía de las nulidades fraudulentas. Pero, para ello, curiosamente, no exigieron probidad a los tribunales, sino que consagraron esa anomalía en nuestra legislación y de la manera más drástica, esto es, permitiendo a los tribunales acabar con el matrimonio, en definitiva, por la sola petición de una de las partes involucradas. En pocas palabras, poniendo término al matrimonio ante la ley civil. Con las nulidades fraudulentas, primero, y, en seguida, con la nueva ley apoyada en la mañosa interpretación al artículo 1° de la Constitución, que abre el término «familia» a cualquier definición, el estado chileno ha reconocido su fracaso; ha reconocido que la tarea de organizar a los matrimonios le ha quedado inevitablemente grande y que, frente a una situación de crisis como la que atraviesa la institución matrimonial en nuestra patria, él no puede o no quiere hacer nada. Por eso, ha declarado pura y simplemente que el matrimonio para la ley civil no existe más, pues eso y no otra cosa es lo que significa la prohibición de dotar al contrato llamado matrimonial de la cláusula de indisolubilidad que es la que lo define como tal. En este contexto, por otra parte, una legislación también nueva como la que, para efectos sucesorios, equipara a los hijos habidos al interior del matrimonio con los habidos fuera puede provocar como efecto que ahora dé lo mismo tener hijos dentro del matrimonio o fuera de él; en definitiva, que dé lo mismo casarse o no casarse, o casarse una, dos, tres o más veces.
La paradoja incluso es más profunda. Hasta antes del cambio legal, casarse en Chile con una prevención acerca de la indisolubilidad del matrimonio, constituía un acto que adolecía de objeto ilícito y que, por ende, hacía nulo al contrato. Hoy día, lo que adolece de objeto ilícito es todo lo contrario, esto es, casarse afirmando irrevocablemente la indisolubilidad del matrimonio hasta renunciar a la posibilidad de divorcio que abre la nueva ley. Los chilenos vemos así hecha pedazos nuestra libertad civil por una ley que declara ilícita la única conducta que hasta el momento anterior era lícita.
¿Qué queda, pues, del matrimonio en Chile? Recordemos que el Estado chileno se arrogó el monopolio de la organización, celebración y tuición de los matrimonios en la anterior Ley de Matrimonio Civil dictada en 1884 y que constituyó la más importante de las entonces denominadas «leyes laicas». Así, en el inciso primero de su artículo N° 1, esa ley prescribía: «El matrimonio que no se celebre con arreglo a las disposiciones de esta ley, no produce efectos civiles». Hasta entonces, la celebración de los matrimonios se hacía según las leyes canónicas, aun respecto de los no creyentes. Para éstos, el cura párroco oficiaba de simple oficial de registro civil, y punto. Lo mismo sucedía con las causas de nulidad matrimonial: eran conocidas y resueltas por los tribunales canónicos. Pero, desde 1884, el Estado chileno, junto con asumir esas tareas, se echó inevitablemente sobre sus hombros toda la responsabilidad anexa. Tal vez, no se dio cuenta de la envergadura de esa tarea y, por eso, en definitiva los hechos posteriores demostraron con creces que ella, como decía recién, le quedó grande por todos los lados y que, en vez de reconocer este fracaso, optó por la peor salida: la de eliminar en nuestra legislación el matrimonio real y dejar en ella sólo una pantomima de tal. La respuesta a nuestra pregunta es, pues, clara, precisa y concisa: en la legislación civil, del matrimonio no queda nada. Lo cual, por cierto no quiere decir que en Chile haya desaparecido realmente el matrimonio. Desapareció de la ley, pero no de la realidad. Queda así el desafío de reencantar a nuestra juventud con un camino para el amor de verdad; un amor de servicio donde la persona, dándose, se encuentre con lo mejor de ella misma.