La visita del Papa Francisco admite miradas muy distintas si se la analiza desde lo público, o bien desde su impacto propiamente religioso. El Papa vino, en realidad, a cumplir este último propósito, reanimar la fe que comparte la mayoría de los chilenos, porque la evidencia del último tiempo mostraba el desgaste de la Iglesia local, con situaciones que la afectaron muy severamente.

Sin duda influyeron, en el clima previo a la visita, los temas vinculados a este pasado negativo. Para algunos sectores ciudadanos y medios de comunicación, fue difícil prestar atención a otras temáticas ajenas a esa controversia dentro del mensaje total del visitante. Aunque él pidió perdón en términos inéditos por los abusos sexuales de algunos miembros del clero, reuniéndose con un grupo de víctimas, algunos permanecieron casi desinteresados de lo que no se relacionara directamente con el "caso Barros". Por eso, en términos también inéditos, el propio Papa Francisco tuvo que subrayar en Iquique la presunción de inocencia del obispo que justifica su apoyo. Solo al concluir la visita, se pudo tener una vista más integral del contenido que Francisco quiso marcar en Chile, tocando crudamente las realidades de los más desamparados, mujeres recluidas, migrantes y pueblos originarios. Del mismo modo, el Papa actualizó con fuerza la misión que toca a los constructores de la sociedad, y a los jóvenes -mostrando una cercanía admirable con ellos-, para no mencionar a la misma Iglesia local, interpelada en la catedral en cuanto a la tarea y estilo que hoy corresponde a pastores y laicos. Carisma distinto el de Francisco -que expresamente impide en los actos litúrgicos cualquier signo de "espectáculo", ajeno al recogimiento-, pero al mismo tiempo paulatinamente penetrante por su sobriedad y sencillez evangélica, la coherencia más deseable en un pastor universal.

Ahora bien, a la hora de juzgar el efecto de la visita en nuestro espacio público, ostensiblemente pesa en muchos que la vivieron la comparación con la primera visita de un Pontífice, hace más de treinta años. Pero lo que ocurrió en Chile en 1987 no es en absoluto comparable con lo vivido esta semana. No se trata solo del enorme cambio en las condiciones de vida y ánimo de los chilenos respecto de entonces. En un país fracturado, Juan Pablo II contactó emocionalmente a los cientos de miles de chilenos agolpados a su paso. Por encima de todo, supo enhebrar la identidad cristiana de la nación chilena, tan contraria a la violencia, con la tensa situación política de ese momento. Su visita decantó el clima que hizo posible construir en breve plazo una transición pacífica ejemplar a la democracia, cuando ya le debíamos a él, nada menos, que el logro de conjurar la guerra con Argentina por el diferendo austral. La energía torrencial del Papa volcó todos los ánimos al espíritu de un reencuentro, y solo así fue posible gestar un clima político gradualmente proclive a los acuerdos.

En esta visita se ha hecho hincapié en el menor número de participantes en las misas masivas, especialmente en Temuco e Iquique. Variadas son las circunstancias que probablemente influyeron en este fenómeno, más allá del relativo decrecimiento de los católicos. En el mismo Parque O'Higgins, Juan Pablo II afrontó impasible, a metros suyos, la más desatada violencia de un grupo extremista, sin que se afectara la conclusión normal del acto religioso. En la visita de esta semana, en cambio, siempre predominó la seguridad, la cual se hace imposible de cautelar sin imponer restricciones incómodas y que se perciben ajenas al carácter abierto propio de toda manifestación religiosa. Hubo que aceptar los tickets de entrada, los ingresos parcializados de madrugada, el cierre de puertas con horas de antelación, y en Temuco, una caminata para todos obligada de varios kilómetros a la ida y de otros tantos al regreso, muy difícil para la gente mayor, mientras que en Iquique se escogió un sitio muy alejado de la ciudad. Es imposible desconocer el trabajo ímprobo de la comisión organizadora, pero el grado de aplicación de los códigos de seguridad actuales, sugeridos o impuestos por las policías, se enmarca en una banda ancha de alternativas posibles, y la flexibilidad, en este caso, no fue su sello.

Se ha hecho hincapié en el menor número de participantes en las misas masivas. Varios factores influyeron en este fenómeno, pero sin duda la preponderancia que adquirieron los aspectos de seguridad obligó a antipáticas restricciones, cuya aplicación además fue poco flexible.

El mensaje principal

En la rica variedad de exhortaciones del Papa entre nosotros, hay algunas que revisten la mayor inmediatez, visto que iniciamos un nuevo ciclo político. Recalcó así Francisco que cada generación debe hacer suyas las luchas y los logros de las pasadas, porque el bien se conquista cada día, y no de una vez para siempre. Lo que oímos es lo contrario del código rupturista de los movimientos que, sea en España o sea en Chile, pretenden partir de cero, abominando de todo, para cumplir un sueño que tiene mucho más de negativo que de constructivo y propositivo, elementos estos últimos que son los que contribuyen a buenas políticas públicas y a una política, en general, más sana.

En Temuco, en la zona convulsionada por los atentados violentistas, el Papa hizo presente, como era esperable, un rechazo enfático a la violencia, la que termina, dijo, "volviendo mentirosa a la causa más justa". Pero entregó, al mismo tiempo, una lección magistral de política moderna cuando advirtió que otra cara de la violencia es la decepción y desesperanza provocada por las promesas que no se cumplen, cuando la palabra dada en lo público se desvaloriza, y las comisiones dedicadas a resolver una crisis desembocan en nada.

Advirtió que otra cara de la violencia es la decepción y desesperanza provocada por las promesas que no se cumplen, cuando la palabra dada en lo público se desvaloriza, y las comisiones dedicadas a resolver una crisis desembocan en nada.


Fuente: El Mercurio

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