Las anulaciones matrimoniales se están multiplicando en todo el mundo católico. Algunos contemplan este fenómeno como un éxito de la praxis canónico-procesal. Yo tiendo a verla más bien como el fracaso de la praxis pastoral.
En un artículo anterior (cf. Humanitas nº2, 1996), procuramos asentar el principio de que las instituciones establecidas por Jesucristo en su Iglesia están hechas para las personas, para su desarrollo cristiano y, por tanto, que la ley eclesiástica, al defender estas instituciones, está defendiendo a las personas, también en el aspecto de sus derechos personales. Veamos ahora cómo este principio se aplica al matrimonio, y de modo particular a la indisolubilidad que la Iglesia defiende, por ser una propiedad esencial del matrimonio tal como ha sido instituido por Dios.
¿Una visión más personalista del matrimonio?
Con cierta frecuencia se oye afirmar que la Iglesia pre-conciliar, en su defensa de la institución del matrimonio, y especialmente al insistir en que la procreación es el fin principal del matrimonio y la indisolubilidad una de sus propiedades esenciales, desatendía sus aspectos personalistas, sobre todo el derecho a la felicidad y a la autorrealización de cada uno de los esposos.
Según esta opinión, el Concilio Vaticano II nos habría dado una comprensión nueva del matrimonio, viéndolo menos como una institución y más como una relación de persona a persona. De esta manera, habría abierto el camino a un modo más auténticamente pastoral de tratar las situaciones y los problemas matrimoniales.
El problema más importante consiste, sin duda, en los matrimonios rotos, y así -afirman algunos- el obstáculo a la solución pastoral de estos problemas sigue siendo el concepto institucionalizado de la indisolubilidad. Aseguran además que un planteamiento inflexible de la indisolubilidad se muestra, desde el punto de vista pastoral, no solamente estéril sino también injusto y cruel, ya que condena a muchas personas, víctimas de una matrimonio fracasado, a escoger entre dos modos de amarga frustración: sacrificar su ilusión de verse felices en un nuevo matrimonio, si quieren mantenerse dentro de la comunión de los sacramentos; o sacrificar esta comunión sacramental si vuelven a casarse.
Que todo matrimonio nulo -cuando no sea posible sanarlo- sea efectivamente declarado nulo, habrá de ser siempre una preocupación pastoral y jurídica de la Iglesia. Pero la preocupación más radical que debemos proponernos ¿no debe ser la de asegurar que tales situaciones se eviten? En otras palabras, una pastoral auténtica ha de pretender que los fieles contraigan matrimonios verdaderos, lo que significa, entre otras cosas, matrimonio y -valga la redundancia- indisolubles.
Si algunos pastoralistas esta última afirmación les resulta difícil de aceptar, será tal vez porque se han dejado persuadir por la afirmación de que la indisolubilidad, mirada desde el punto de vista pastoral, no es un factor positivo; es negativo. No es algo que contribuya a la vida matrimonial, más bien la obstaculiza.
Estoy convencido de que una pastoral matrimonial renovada y eficaz depende, en gran parte, de si podemos corregir esta idea y ver la indisolubilidad en una perspectiva positiva, y no negativa; de si podemos aclarar nuestra comprensión de la indisolubilidad, para ver que su defensa implica la defensa no sólo del aspecto institucional, sino también del aspecto personalista del matrimonio. La adecuada clarificación de ese punto es de extraordinaria importancia.
La indisolubilidad y la defensa de las personas
Abordemos el tema precisamente en matrimonios en los que todo vestigio de armonía conyugal entre los esposos parece haber desaparecido, y los dos reclaman (o al menos uno reclama) la libertad de buscar la felicidad en otra unión. ¿Por qué defiende la Iglesia tales matrimonios que están totalmente hundidos? Al defenderlos, ¿la Iglesia no estará defendiendo la institución -vacía, en estos casos concretos, de vida y de sentido- por encima de las personas? No. Al defender la indisolubilidad de tales matrimonios, la Iglesia está también defendiendo a las personas; concretamente a tres categorías de personas:
1) Los hijos, en primer lugar. Los hijos no desean ni ver que sus padres se peleen entre sí ni que se separen; prefieren que se mantengan unidos. Además, los hijos tienen un derecho a que sus padres vivan esta unidad que la Iglesia defiende y que, a fin de cuentas, ellos mismos, los padres, pueden -si quieren- crear. Incluso suponiendo que uno de los padres se niega a cumplir con su obligación de crear y de mantener la unidad conyugal y familiar, los hijos todavía tienen derecho a la fidelidad del otro.
2) A defender la indisolubilidad, la Iglesia también defiende los derechos de otras personas que no pertenecen al estricto ámbito familiar, otros matrimonios, personas que están preparándose para el matrimonio, la gente joven en general… A este propósito, es interesante recordar que, por mucho que se recalquen los aspectos personalistas del matrimonio, ninguna visión cristiana ni siquiera humana puede pasar por alto sus aspectos sociales. El matrimonio no es nunca algo puramente personal; es también social. Una pareja casada tiene derechos y deberes hacia el resto de la sociedad, y el resto de la sociedad tiene derechos y deberes hacia cada pareja casada. Concretamente, los demás miembros de la sociedad tienen el derecho de ver un ejemplo de fidelidad en la entrega matrimonial de los esposos. Tienen el derecho al testimonio de parejas, que con su vida proclamen: “Sí, es posible ser castos y fieles; es posible llevarse bien con alguien a pesar de sus defectos; es posible vencer la propia soberbia y las deficiencias y egoísmos personales”…
Una sociedad donde nadie es testigo de esta fidelidad, resulta una sociedad donde nadie toma el matrimonio en serio, lo que implicaría una sociedad encaminada hacia el colapso. Es importante recordar a las parejas que se están preparando para casarse, tanto como a los ya casados, que contraer matrimonio significa contraer graves obligaciones y responsabilidades comunitarias. Ninguna auténtica visión del matrimonio puede dejar de subrayar este aspecto social.
3) La tercera categoría de personas a las que la indisolubilidad pretende defender son los esposos mismos. Éste, efectivamente, es el “quid” pastoral del asunto. Puede parecer el punto más difícil de comprender y, a pesar de todo, con un poco de reflexión, debería ser de fácil comprensión, al menos por parte de los pastores. Es verdad que una persona, o una pareja, que se encuentra en un momento de crisis, puede no acabar de verlo. Y sin embargo, aún entonces, el pastor que lo ve, les puede ayudar.
Pero es lógico que venga la objeción: si el matrimonio de dos personas ha fracasado irremediablemente, ¿por qué no se les concede la libertad de buscar la felicidad en un segundo matrimonio? La contestación sencilla a esta pregunta, la contestación pastoral es que no es la voluntad de Jesucristo -su Pastro- que tengan tal libertad.
Pero, ¿por qué? ¿Por qué Él no quiere que sean felices? No, es precisamente porque sí quiere que sean felices, con aquella limitada felicidad que se puede alcanzar en esta vida. Y con una felicidad ilimitada en la vida eterna, pero Él sabe que la felicidad depende del amor, de la capacidad de amar, de haber sabido desarrollar esta capacidad. Y su “proyecto” para el matrimonio es que debe representar una llamada constante al desarrollo de esta capacidad de amar. Desde el punto de vista personalista, ésta es la finalidad del matrimonio: no tanto disfrutar del amor, sino aprender a amar. De esto depende el auténtico bonum conjugum, el bien de los cónyuges. El matrimonio, en el plan divino, se presenta no tanto como santuario o refugio del amor sino más bien como escuela del amor. Las personas casadas son aprendices del amor, como de hecho lo somos todos en esta vida. Lo que más dificulta este aprendizaje nuestro es el egoísmo personal. La felicidad ofrecida por el amor depende del progresivo vencimiento del egoísmo; ésta es la razón por la que la felicidad exige un esfuerzo. Es también la razón por la que los momentos “malos” del matrimonio -aquellos en los que todo cuesta- pueden también ser momentos especialmente buenos; siempre para aquellos que estén dispuestos a enfrentarse con el desafío que estos momentos constituyen.
Es precisamente la naturaleza indisoluble del vínculo matrimonial lo que le hace contribuir tan poderosamente al bonum conjugum. La indisolubilidad recuerda a los esposos que Dios quiere que perseveren en su mutua donación, aun cuando esta entrega parezca imposible o no tener sentido ni objeto (por ejemplo, cuando ni siquiera han tenido hijos); que Él quiere que perseveren en el intento de amarse aun cuando parezca que todo sentimiento de amor ha muerto.
La maduración del amor
La Constitución conciliar Gaudium et Spes enseña que el amor conyugal es “eminentemente humano”, porque es “un afecto entre dos personas enraizado en la voluntad” (GS 49). El amor suele comenzar al nivel más emotivo o de sentimiento; pero jamás madurará ni llegará a ser verdaderamente profundo si se queda en ese nivel (que, a fin de cuentas, es el nivel superficial de las relaciones humanas). Si el amor ha de crecer, no puede seguir siendo algo meramente sentimental; tiene que convertirse en una elección consciente y voluntaria, adquiriendo la firmeza y la madurez que proviene de la voluntad. Es en la voluntad, como señala el Concilio, donde deben asentarse sus raíces.
Si el amor basado en el sentimiento puede ser un amor todavía no verdadero y profundo, el amor que pone condiciones es un amor muy discutible, y el amor que calcula no es amor en absoluto. ¿Es el amor que habla cuando, en el fondo, lo que quiere decir una persona es “Te amaré con tal de que esto no exija un esfuerzo de mí ni me pida un sacrificio”, “Te amaré con tal de que no tengas ningún defecto”, o “Te amo porque calculo que me harás feliz”?... Esto es egoísmo, no es amor.
Sin embargo, al comienzo de todos los enamoramientos y de todos los matrimonios, con algunos elementos de un amor genuino (“Te amo por lo que eres”), indudablemente estarán presentes otros elementos de cálculo. La pastoral del matrimonio debe ayudar a las personas a que se den cuenta de esto, y que, poco a poco, se empeñen en la tarea de purificar su manera de concebir y vivir el amor.
Ningún planteamiento pastoral debería presentar la felicidad como algo más difícil de lo que realmente es. Pero sería una pastoral falsa la que no combatiera la impresión de que la felicidad sea fácil o pueda lograrse fácilmente. No estamos siendo pastorales para con las personas -no les estamos ayudando sino engañando- si les decimos que tienen el derecho a una felicidad sin lucha.
La ley de la indisolubilidad recuerda a una persona casada: “no tienes el derecho a abandonar el esfuerzo de amar, aun cuando la vida matrimonial resulte difícil o tropiece con obstáculos inesperados. No tienes el derecho a traicionar a tu esposo o esposa, o a tus hijos, o a otras personas… Y, en definitiva, no tienes el derecho a traicionarte a ti mismo, pensando que puedes encontrar una felicidad mejor o más real de la que Dios ha planeado para ti. De esa manera no serás jamás feliz. La ‘felicidad’ que puedes encontrar será demasiado amarga”.
La generosidad de corazón de tantos pastoralistas es un gran don, siempre a condición de que no vaya en detrimento de su claridad de ideas. La pastoral sufre si falta una y otra cualidad. El buen pastoralista se esfuerza por comprender y consolar con el Corazón de Cristo, pero también para pensar y aconsejar con la Mente de Cristo. Cuanto más se sienta movido a solidarizarse con la persona que está pasando por una situación difícil, tanto más debe procurar recordar que él mismo -y la persona que atraviesa el mal momento- tiene necesidad de la ley moral que Jesucristo nos ha dado. Un pastoralista puede comprender y sentir toda la fuerza de los factores emotivos que empujan a una joven a abortar; debe mantener, sin embargo, suficiente claridad de mente para no olvidar -y para decirle a ella- que el aborto no sólo es un asesinato ante Dios, sino que sería un suicidio para ella; suicidio para su conciencia y para sus posibilidades de ser feliz.
Llegar a ser feliz en la vida se ofrece como posibilidad a todo el mundo. Pero muchas personas lo echan a perder porque no se enfrentan con el reto que necesariamente forma parte de esta posibilidad. Toda labor pastoral auténtica debe tomar en cuenta este aspecto de reto que Dios ha querido incorporar a su plan para la felicidad humana.
A las personas que se dedican a la labor pastoral se les pide un mínimo de claridad de ideas para ver que no es la ley la que crea los problemas o las dificultades -las dificultades ya existen-; es la “solución” la que puede empeorarlas. Por tanto, es una visión pastoral superficial y equivocada la que contempla la ley como un obstáculo en el camino de la felicidad. La ley es un reto que señala el camino de la felicidad.
Los desafíos del amor
Una seria reflexión sobre lo que acabamos de exponer podría servir a quienes, sacerdotes o no, tienen miedo a lo que consideran una pastoral “negativa”, y parecen pensar que si contestan con un “no” -a la salida propuesta por una persona en dificultades- no pueden ofrecerle otra salida. Olvidan que pueden -y deben- ofrecerle un desafío.
¿Cómo es que -según parece- tenemos tanto miedo hoy a proponer desafíos a la gente: el desafío de la castidad, de la generosidad, de la fidelidad? Quizás no tenemos en la persona la misma confianza que tuvo en ella el Señor; Él proponía desafíos constantemente. Quizás deberíamos examinarnos para ver si nosotros aceptamos estos desafíos con un ánimo positivo y un espíritu esforzado en nuestra vida. El reto vale incluso para aquellos casos de matrimonios fracasados que sería fácil clasificar como “desesperados”, sin remedio posible: el matrimonio, por ejemplo, donde uno de los esposos ha llegado a ser alcohólico o ha sufrido un encarcelamiento de por vida. Es fácil sostener que cuando un cónyuge prometió aceptar al otro “en la salud y en la enfermedad”, “en la prosperidad y en la adversidad”, no pensaba ni anticipada tales eventualidades.
Y, sin embargo, el anticipar, de algún modo, estas posibilidades es lo que -literal y directamente- está implicado en las promesas no expresarían más que aquel “amor” condicionado -carente de valor- al que nos referimos antes: “prometo amarte con tal de que el amarte con tal de que el amarte nunca me exija un sacrificio”.
Carece de sentido pastoral calificar tales situaciones de “desesperadas”. La pastoral no puede regirse nunca por criterios exclusivamente humanos. De lo contrario, tratándose, por ejemplo, de un cáncer terminal, el juicio médico de que es un caso “desesperado”, significaría que, pastoralmente hablando, no hay más que decir. Cosa que no es verdad; aun cuando el médico no puede ofrecer ninguna esperanza, el pastor -cualquier cristiano- la puede ofrecer.
Lo mismo podemos decir de estos casos matrimoniales. Es verdad que si se ha de respetar la indisolubilidad, la visión humana puede no entrever ninguna esperanza. La visión cristiana sí la entrevé: la esperanza del inmenso premio reservado para la persona que guarda fidelidad -no tan sólo con su esposo o su esposa, ¡con Cristo!- en el camino de la Cruz.
El consuelo pastoral que se ofrece, al ayudar a las personas a tener presente esta esperanza, es inmenso. Y, sin embargo, no es sólo a ese nivel puramente sobrenatural y ultraterreno que se les puede ofrecer consuelo. También hay consideraciones humanas que es de justicia pastoral recordarles, y en las cuales pueden encontrar fuerza y ánimo. Se les puede hacer presente que la persona casada que, en situaciones de especial dificultad, sigue siendo fiel a su compromiso matrimonial, sirve de ejemplo e inspiración para tantas otras personas. Sobre todo, hay que comprender y ayudarles a hacerlo, que la fidelidad, en tales situaciones difíciles, tiene un carácter hondamente natural, que se ve precisamente en la llamada tan poderosa que hace a las aspiraciones más generosas de la naturaleza humana. De igual manera a como no es natural para una madre rechazar o abandonar a su hijo, por borracho o criminal que sea (le resultaría más fácil abandonarle, y vivir sólo para sí misma, pero no lo hace), no es auténticamente natural ni en absoluto cristiano para un cónyuge abandonar a su esposo o esposa porque es alcohólico o está en la cárcel. Si el pastoralista ha de prestar una verdadera ayuda a las personas casadas, necesita compartir esta convicción; y si encuentra a personas casadas propensas a pensar o a reaccionar de otra manera -con poca lealtad y valor y con demasiada autocomprensión y cobardía- ahí ve un problema pastoral: cómo ayudar a estas personas a alcanzar una comprensión más cristiana de la fuerza y de la belleza -exigentes- de la relación marital.
¿Les falta pastoralidad a nuestros tribunales eclesiásticos?
A propósito de cómo se responde, en los tribunales eclesiásticos, a una petición de nulidad, no es infrecuente oír a alguien afirmar que la respuesta tiene que ser “al menos tan pastoral como judicial”. En el fondo de tales comentarios flota la idea de que es la respuesta afirmativa a la petición (o sea, la declaración de nulidad), y sólo esta respuesta, la que puede clasificarse de pastoral, mientras que la respuesta negativa (la que, de hecho, mantiene la validez del matrimonio) necesariamente ha de quedar estigmatizada de “judicial”, lo que viene a significar “no pastoral” o “anti-pastoral”. Esta visión dialéctica que parece plantearnos delante de una disyuntiva -o pastoral o jurídica- es fundamentalmente defectuosa.
Don se barajan los intereses de las personas, allí está presente la justicia, y la justicia es un tema de no menor importancia pastoral que judicial. Indudablemente se puede distinguir, de una parte, el proceso delicado y frecuentemente difícil de discernir y declarar lo que es justo; y con toda propiedad se califica este proceso de judicial. Por otra parte, se puede distinguir la tarea delicada y no pocas veces igualmente difícil de lograr que las partes vean que aquello que se ha declarado justo es justo de hecho, y que lo acepten como tal; y esta tarea es propiamente pastoral. Pero estas distinciones indican una complementariedad, y no una oposición. Si una sentencia judicial es justa -si respeta y establece los derechos-, entonces es pastoral. A la inversa, no cabe ninguna iniciativa o realidad pastoral que no sea a la vez justa, ya que, si no es justa, está atropellando los derechos de alguien. ¿O se pide acaso una pastoral que menosprecie la justicia, que tolere y apruebe la injusticia y la violación de los derechos?
Comparto la opinión de que bastantes tribunales eclesiásticos funcionan con excesiva lentitud. Pienso que efectivamente han de funcionar con un ritmo más rápido. ¡Pero no a costa de la injusticia! No hacemos una buena labor pastoral si dejamos de plantear la vida cristiana como un desafío personal constante dirigido a cada uno. Y esto -es importante recordarlo- es dar ánimo; y no desánimo. La castidad, a pesar de su dificultad, atrae; atrae poderosamente. Y también atrae la justicia, no sólo la justicia social sino también -y de modo particular- la justicia personal, con la invitación y el reto que plantea a cada persona de respetar a los demás, de enfrentarse con lo que les debe, y de dárselo efectivamente.
La justicia es un poderoso estímulo para el hombre. Apela a toda una serie de valores íntimos, sobre todo a su honradez, llamándole a poner los justos derechos de los demás por encima de la propia comodidad o ventaja. Por eso, causa perplejidad la afirmación -con la que a veces uno se tropieza- de que un juicio no es capaz de “sanar” a las personas… No es verdad. Un juicio justo –una declaración de justicia- está dotado de una enorme capacidad de sanar; o al menos de señalar el camino hacia la salud.
Es verdad que un juicio solo -la simple declaración de la justicia- puede no resultar suficiente para devolver la salud; es necesario que sea aceptado, dándole vigor. Por eso, aun cuando la justicia posee siempre la capacidad de sanar, no es sencillamente la declaración de la justicia, sino la aceptación de la justicia la que sana. Y el lograr esta aceptación es propio del cometido pastoral.
Que la buena medicina sana significa que el proceso de curación exige no sólo hacer un diagnóstico correcto, sino también conseguir que el enfermo acepte el tratamiento o la medicina que sea necesario, aun cuando resulte doloroso o amargo. El diagnóstico y la receta -la sentencia médica- serían inútiles, si no hay nadie capaz de lograr que el enfermo acepte y se aplique el remedio.
Por consiguiente, tanto los jueces como los pastores poseen la capacidad de sanar. Pero no se ejerce esta capacidad si se da la razón a quien considera la violación de los derechos o el incumplimiento de los deberes como señal de salud y no de enfermedad.
Indudablemente se dan casos en los cuales una decisión judicial parece dejar “herida” a una persona, que queda resentida y amargada. Pero si la sentencia es justa, la persona no debe adoptar esta postura, ni se la debe dejar en ella. La preocupación pastoral en tal caso, ha de ser la de ayudar a esa persona a superar su actitud, y a comprender que el juicio -a pesar de sus exigencias personales, por duras que éstas puedan parecer- defiende los derechos de otras personas. Solamente a base de aceptarlo, desaparecerá la “herida” y el proceso de curación llegará a término. El pastor que no ve, o no aborda este aspecto de la cura pastoral, puede quizás convencer a las personas de que están sanas, pero el hecho real es que las está dejando en su enfermedad.
Las anulaciones matrimoniales se están multiplicando en todo el mundo católico. Algunos contemplan este fenómeno como un éxito de la praxis canónico-procesal. Yo tiendo a verla más bien como el fracaso de la praxis pastoral. En el ámbito del matrimonio, como en la vida en general, siempre se darán casos difíciles, y bastantes de esas situaciones no tendrán arreglo humano. Incluso en ese supuesto, la carga y el sufrimiento que llevan consigo se harán más ligeros, si se llega a comprenderlos como una participación en la Cruz de Cristo. En tales casos, la auténtica contribución pastoral será ayudar a las personas a alcanzar esta visión.
Sin embargo, muchos de los casos difíciles que proliferan hoy no debían de haberse producido. Las dificultades, en efecto, se podrían haber superado con la ayuda de una perseverante labor pastoral, basada en los siguientes principios:
a) El matrimonio es camino de santidad. Por tanto, tiene que cimentarse, como todo camino de santidad, en una vida de oración constante y en la frecuencia de los Sacramentos y, evidentemente, en el sacrificio.
b) Dios es omnisciente y conoce a la perfección la conveniencia del vínculo matrimonial indisoluble. Sabe que amar significa darse, y mantenerse fiel a ese don. Por eso quiere que los esposos sean vinculados al esfuerzo salvador y a la tarea liberadora de aprender a dar y a amar.
c) La tierra no es el Cielo; pero el amor humano en la tierra está divinamente pensado para ser una preparación del Amor del Cielo.
d) Por tanto, y en definitiva, si Dios quiere que marido y mujer queden mutuamente vinculados durante esta vida, es también para que cada uno, al final, quede unido a Él durante toda la eternidad.
Los pastores que no se convencen del valor humano de la indisolubilidad, deberían procurar seguir -durante seis u ocho años, por ejemplo- la historia personal de quienes han optado por el divorcio o han logrado una anulación “fácil”. Por cada caso que ofrezca un resultado aparentemente feliz, encontrarán diez (o cien) que, no habiendo sabido responder a las exigencias del amor, han ido deslizándose por el plano inclinado del egoísmo y del aislamiento; y que -aparte de cualquier posible sentimiento de haber faltado a Dios- padecen una profunda desilusión interior por cómo han faltado a sus hijos, a sus parientes, a los demás en general; o sencillamente a sí mismos…
Pocas cosas pueden causar tanto daño a la labor pastoral como una actitud de desconfianza hacia la ley de Dios. Si los mismos pastores se dejasen llevar por esta actitud, decaería -inevitablemente- su celo por ayudar a las personas casadas a mantener en el camino de la entrega sacrificada, del amor matrimonial auténtico. Se llegaría, como resultado final, a un problema pastoral de nuevas dimensiones: una multiplicación ilimitada de personas cada vez más aisladas y cada vez menos capaces de amar.
Ese horizonte puede ser más o menos lejano; pero indudablemente es claro. Si el presupuesto de una pastoral fuese que la felicidad se puede lograr sin esfuerzo, sin entrega, sin luchar contra el egoísmo…, si la orientación pastoral fuera confirmado la impresión de que el auto-gobierno y la auto-realización personales consisten en dejarse llevar por la emotividad, y no en someter la emotividad -siempre que haga falta- al gobierno de la inteligencia y de la voluntad…, entonces -a la larga o a la corta- la sociedad eclesial se iría convirtiendo en una “no-comunidad”, un “non-populus”, donde los vínculos del respeto, del apoyo y de la lealtad mutuos se habrían disuelto. Cada persona, al querer ser una ley para sí, terminaría siendo un mundo para sí: un mundo encogido y frustrado, sometido al dominio del aislamiento, del egoísmo y de la radical infelicidad.