Pareciera estar fuera del tiempo y de los estilos, porque no se preocupa de hacer arte, sino sólo formas útiles y estructuras funcionales. La gran lección de Gaudí no es copiar sus soluciones sino buscar, como él, la inspiración en lo que está dado desde siempre: lo natural. La famosa frase de Gaudí: “Originalidad es volver al origen”, significa que el origen de todo es la naturaleza creada por Dios.

En 1954, cuando estudiaba arquitectura en la Universidad Católica de Chile, recorriendo la biblioteca central, ubiqué en la modesta sección dedicada a este arte un libro cuyo título era “Gaudí”. Recorrí sus páginas y me encontré con obras que me provocaron un vivo interés y admiración. En ese momento descubría a un arquitecto extraordinario y muy original.

Mis estudios se realizaban en una escuela que hacía pocos años había renovado la enseñanza de la arquitectura. Desde 1948 se dejó atrás la llamada “Academia”, basada en el estudio de los estilos clásicos, para tomar los nuevos métodos de enseñanza extraídos del movimiento vanguardista Bauhaus; se abandonó así lo que se pensaba era un formalismo fuera de la actualidad y comenzamos entonces a estudiar una arquitectura que se despoja de toda decoración y buscaba lo esencial.

Estaba claro que ser rompía con todas las tradiciones, algo sumamente atrayente para un joven que amaba las formas puras y simples bajo la luz.

Pero ese encuentro con Gaudí me llenó de dudas y desconcierto. Este artista recién descubierto no tenía nada que ver con lo que estaba aprendiendo y que he seguido realizando en obras de arquitectura hasta hoy.

Gaudí, ubicado en medio de los movimientos modernos de comienzos del siglo XX, era un extraño que había llevado a cabo, sin proponérselo consciente o deliberadamente, una síntesis entre la tradición más ortodoxa y el experimento más radical. Tenía una independencia creativa y una visión que surgían al margen de las convenciones contemporáneas. Todo lo que yo estaba admirando resumía una creatividad llena de libertad y una insospechada invención.

Busqué el libro de Rafols, hasta que lo encontré en una librería de libros usados. El ejemplar numerado 0341 había sido editado en Barcelona en 1929, en lengua catalana, y estaba subrayado profusamente por otro misterioso admirador. Gaudía murió en 1926; por lo tanto, tenía en mis manos la primera y más completa publicación sobre él.

En 1957 viajé a España y me trasladé a Barcelona a conocer directamente estas obras contempladas tantas veces en fotos. Empecé a comprenderlas, y a través de los años a captarlas en su hondo contenido.

Este arquitecto no había roto con la continuidad de los grandes constructores del pasado y a su vez aportaba novedades formales y estructurales verdaderamente revolucionarias.

Se unían en Gaudí, como en los antiguos constructores de catedrales, el diseñador, el ingeniero estructural y el ejecutor de la obra.

Nosotros estábamos estudiando más bien para diseñadores. Gaudí, en cambio, había logrado una síntesis que es fundamental en la gran arquitectura; es ésta, la del material y sus posibilidades expresivas y estructurales, el diseño con toda su simbología espiritual y la realidad constructiva. Aquí estaba todo admirablemente resuelto por una sola persona. Sin duda, como fui comprobando, él no estaba solo en estas extraordinarias realizaciones. Gaudí estaba acompañado por otros artistas, artesano y técnicos de muy alto nivel elegidos por él. Tampoco estaba solo cultural y artísticamente, sino que vivía inserto en un  momento de gran auge de la cultura catalana, un período de revalorización de las tradiciones y del arte.

Algunos dicen que su obra es el punto de partida del Modern  Style, antes de Guimard y Víctor Horta, pero a medida que he conocido su vida y trayectoria, Gaudí mantiene una independencia y un localismo evidente. Nunca salió de España.

El empirismo que él creía consubstancial con lo mediterráneo, arrancaba de su experiencia incial. Gaudí afirmaba: “Tengo la cualidad de ver el espacio porque soy hijo, nieto y bisnieto de caldereros, y en casa mi madre eran toneleros”. Un abuelo materno era marino, gente toda inmersa en el espacio donde deben situarse continuamente.

El calderero es un hombre que de una plancha debe hacer un volumen. Antes de empezar su trabajo tiene que haber visto el espacio.

Así, Gaudí va tomando lo heredado de la familia, lo heredado de su ciudad y del Mediterráneo, el lugar ideal para él, donde las formas reciben la luz perfecta. Gaudí pensaba que la cuenca del Mediterráneo es el lugar idóneo para el nacimiento de las obras de arte. La luz llega a 45 grados e ilumina a la perfección los objetos que pueden ser vistos sin la menor distorsión. La gente del Mediterráneo, según Gaudí, es sintética, en tanto que las del norte son analíticas. El análisis es necesario para entender los secretos del mundo, pero la creación artística se hace a base de síntesis.

El amor al paisaje mediterráneo se incrementó al ser filtrado por su espíritu religioso. Amaba la naturaleza en el sentido de San Francisco de Asís. Gaudí decía que Dios continúa la creación a través del hombre y él procuró ser digno de este acto creativo.

De su ciudad elige un equipo de artesanos, albañiles y escultores que de ningún modo son improvisados. Todos forman parte de la excelente tradición catalana, y que Gaudí supo usar y manejar con autoridad y dedicación; siempre utilizando soluciones prácticas, sencillas y funcionales que lo llevaron a resultados sorprendentes. Observando las formas de su arquitectura se puede pensar que su mentalidad era complicada y retorcida. Pero ese fenómeno es sólo el resultado de inspirarse en la naturaleza. Sus composiciones se alejan y diferencian de los arquitectos que siempre hemos utilizado una geometría simple basada en formas abstractas como la línea y el plano, que no existen en la naturaleza.

Nosotros hemos usado como instrumentos auxiliares cubos, cilindros, prismas, pirámides. Gaudí en cambio, con su ingenua observación de la naturaleza se dio cuenta de que estas formas regulares no existen en ella, o son muy raras de encontrar. La conclusión de Gaudí es muy simple. Si el arquitecto busca la verdadera funcionalidad en sus obras acabará hallando la belleza. Si busca directamente la belleza sólo conseguirá encontrar la teoría del arte, la estética o la filosofía, ideas abstractas que no le interesaron.

Observando y conociendo la esencia de las estructuras naturales que siempre son funcionales, ya que están sometidas a la inexorable ley de la gravedad, su intención fue llevarlas al terreno de la construcción.

Así, toda la arquitectura de Gaudí está concebida por métodos intuitivos y elementales, que le permiten lograr formas equilibradas y originales.

Un ejemplo se ve en los campanarios de la Sagrada Familia, que son paraboloides de revolución y corresponden a las formas que adopta la arena mojada dejada caer desde lo alto, es decir, una disposición perfectamente en equilibrio basada en la ley de la gravedad.

Gaudí creía que el arquitecto ha de tener un sentimiento innato del equilibrio. Si el ingeniero calculista confirma que la estructura de un edificio es estable, todo va bien. Si no es así, decía Gaudí, el arquitecto debe cambiar, no de proyecto, sino de oficio.

No le gustaba dibujar sus proyectos sino construir maquetas. Utilizó siempre técnicas tradicionales con lo que logró resultados sorprendentes. Y estos logros no son sólo estructurales o funcionales, sino de resistencia y durabilidad.

En mi último contacto con sus obras, pude apreciar esa cualidad, la más importante en el quehacer de la arquitectura: la calidad de la construcción. Hay obras de Gaudí que ya tienen más de cien años y han resistido perfectamente el sol del Mediterráneo, las lluvias y el desgaste natural de los materiales.

En efecto, las cubiertas revestidas en cerámica están perfectas en el Parque Güell, en el Palacio Güell, en la casa Milá, y en su primera obra de ladrillo y cerámica, la casa Vicens. Pude constatar cómo se prolonga en el tiempo y cómo se sostiene el diseño en la acertada elección de los materiales, en una construcción bien ejecutada.

En muchas de sus obras utilizó la llamada “bóveda tabicada” o “bóveda catalana”, sistema frecuente a partir del siglo XV. Con este procedimiento no sólo forjó bóvedas de paraboloide hiperbólico o hiperboloides, sino que creó una plástica escultural desconocida.

Los arcos catenarios que soportan la azotea, las chimeneas, ventiladores, así como las salidas de escaleras de la casa Milá, formas de gran belleza escultórica, están todas hechas con bóveda tabicada, lo mismo que las cubiertas de Bellesguard y la casa Batlló.

Por fortuna, Gaudí tuvo en don Eusebio Güell, un poderoso empresario; un extraordinario mecenas, que le permitió desarrollar sus ideas con absoluta libertad. Aquél conoció la obra de Gaudí por una vitrina que vio en la Exposición Universal de París en 1878, y, de vuelta a Barcelona, buscó al autor de aquel diseño y ya no se separó de él hasta su muerte en 1918. La amistad de Güell y Gaudí duró cuarenta años y fue mucho más que una amistad entre cliente y arquitecto.

En 1906 ambos fueron a vivir en sendas casas en el Parque Güell, por lo que tuvieron ocasión de conversar y tratarse casi a diario. Para su mecenas proyectó los pabellones de la Finca Güell (1884-1887) el Palacio Güell (1886-1888), las Bodegas Güell (1895-1897), la Cripta de la Iglesia de la Colonia Güell (1900-1914) y otras obras menores.

En cada una de estas obras Gaudí va perfeccionando su quehacer. Nunca las considera terminadas. Construye el edificio de modo integral, desde los cimientos y la estructura hasta los menores detalles decorativos. Diseñó muebles, vidrieras, piezas de hierro forjado y toda clase de elementos auxiliares sin repetir nunca los diseños.

En su retiro de la Sagrada Familia, obra en la que comenzó su dirección en 1883 y en la que estuvo trabajando hasta su muerte en junio de 1926, Gaudí llegó a extremos exquisitos de depuración en su estilo de geometría reglada y recibió, durante esos años, a un sinnúmero de visitantes con los que conversó y expresó sus teorías.

Muchas de sus ideas fueron recogidas por jóvenes arquitectos admiradores de la obra del maestro, como Bergós, Martinell, Rafols, Puig Boada y otros. Algunas de ellas merecen reproducirse.

Decía: “La sabiduría es superior a la ciencia, viene de sapere, o sea saborear, ser refiere al hecho concreto”

“La elegancia es hermana de la pobreza, pero no hay que confundir la pobreza con la miseria”.

“El arte, que es masculino, fecunda a la ciencia que es femenina”.

“La cualidad ideal de la obra de arte es la armonía que en las artes plásticas nace de la luz, que da relieve y decora. La arquitectura es la ordenadora de la luz”.

Cuando Gaudí murió en 1926, acabada de instalarse en Dessau el nuevo edificio de la Bauhaus proyectado por Walter Gropius. Era el momento cumbre del racionalismo en la arquitectura y en la crítica. Esta nueva arquitectura de formas geométricas simples, de concepción puramente abstracta, estaba reñida con la obra que ejecutaba Gaudí, la que consideraban barroca e irracional. Hubo que esperar hasta 1952, la gran Exposición en el centenario de su nacimiento, para que los críticos y tratadistas descubrieran el valor de su trabajo.

El problema con Gaudí es que se trata de un personaje inimitable al que no nos queda más que admirar y de quien podemos obtener lecciones generales de su intuición estructural, lumínica, colorista y constructiva. Todas las imitaciones que se han intentado han fracasado.

Gaudí encontró asombrosas estructuras trabajando de forma racional y lógica, y además de un modo que podríamos calificar de intemporal. Por esta razón su obra sigue interesando y, pude comprobar la acelerada terminación del Templo de la Sagrada Familia, su gran obra.

Pareciera estar fuera del tiempo y de los estilos, porque no se preocupa de hacer arte, sino sólo formas útiles y estructuras funcionales.

La gran lección de Gaudí no es copiar sus soluciones sino buscar, como él, la inspiración en lo que está dado desde siempre: lo natural.

La famosa frase de Gaudí: “Originalidad es volver al origen”, significa que el origen de todo es la naturaleza creada por Dios.


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