La dificultad o extrañeza que causa en la opinión pública la asociación del tema de la santidad con el de la política tiene un doble motivo: al considerarse el campo de la política como especialmente contaminado por la corrupción y el maquiavelismo, puede no parecer adecuado para el desarrollo de un ideal de santidad y porque la actividad política suscita tanto adhesiones como enemistades y oposiciones que afectan el juicio sobre las personas implicadas en ella, no solamente en el momento en que viven, sino a veces por siglos.
Beatificaciones controvertidas
En lo corrido del año 2004 Juan Pablo II ha llevado a cabo la beatificación de dos figuras políticas: el 5 de septiembre, en el santuario de Loreto, la del joven hombre público Alberto Marvelli (1920-1948), y el 3 de octubre, en la plaza de San Pedro, la del último emperador de Austria-Hungría, Carlos I de Habsburgo (1887-1922). Pero también hay anuncios de beatificaciones de otros personajes políticos, como la del ministro francés Robert Schuman (1886-1963), la del alcalde de Florencia Giorgio La Pira (1904-1977), la de la reina Isabel la Católica (1451-1504). El solo anuncio no ha dejado de suscitar también las respectivas polémicas, especialmente en el caso de Carlos I y de Isabel la Católica. A esta última le pena la expulsión de los judíos de España en 1492; en cuanto al monarca austríaco se le imputa la orden de lanzar ataques con gases mortíferos en la última etapa de la primera guerra mundial y hasta incluso la lejana prensa chilena se ha hecho eco de un malvado infundio sobre las pretendidas costumbres alcohólicas y donjuanescas del candidato a santo.
La dificultad o extrañeza que causa en la opinión pública la asociación del tema de la santidad con el de la política tiene un doble motivo: por un lado, al considerarse el campo de la política como especialmente contaminado por la corrupción y el maquiavelismo, puede no parecer adecuado para el desarrollo de un ideal de santidad; por el otro, la actividad política suscita tanto adhesiones como enemistades y oposiciones que afectan el juicio sobre las personas implicadas en ella, no solamente en el momento en que viven, sino a veces por siglos. Nuestra época, tan sensible a lo que se llama «políticamente correcto», no perdonará jamás ni menos admitirá como santo a un candidato «incorrecto» en esta tan particular y curiosa escala de valores. Pero esto ocurre no tan solo hoy: para los monarcas del absolutismo moderno era irritante en grado sumo el que la Iglesia considerara santo al Papa Gregorio VII, que sin ser propiamente un político, tuvo proyecciones decisivas en ese campo. Y esto, «el reino de este mundo», un Luis XIV, por ejemplo, lo consideraba como terreno exclusivo de los reyes.
Pero para la Iglesia rigen otros parámetros. Como lo ha proclamado solemnemente el capítulo quinto de la Constitución «Lumen gentium» del Vaticano II, la vocación a la santidad es universal y rige para todas las personas y todos los ámbitos: «En la Iglesia, todos, lo mismo quienes pertenecen a la jerarquía que los apacentados por ella, están llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: Porque esta es la voluntad de Dios, vuestra santificación (1 Tes 4,3; Ef 1,4)» (LG 30). No existen sectores excluidos ni profesiones ajenas a esta apremiante tarea de santificación.
Tampoco es óbice para la santidad del político el no haber alcanzado éxito en su tarea o el haberse equivocado en alguna de las opciones prácticas de su profesión.
Si definimos como político al que está a cargo del bien común temporal o lo procura, la Iglesia ha conocido desde siempre la figura de los gobernantes santos, como, por ejemplo: el emperador Enrique II del Sacro Imperio Romano; San Esteban, rey de Hungría; San Fernando, rey de Castilla; San Luis, rey de Francia, y el canciller Santo Tomás Moro, patrono de los políticos. En ellos reluce no solamente la integridad moral y perfección de virtudes que se espera de todo santo, sino que se considera que en su trabajo por el bien común terreno de la humanidad se manifestaron frutos de paz, justicia y prosperidad. Si se compara la obra de destrucción y muerte que dejaron tras sí los regímenes ateos, tanto en su versión nacionalsocialista como en la marxista, con la política de católicos comprometidos como Schuman, Adenauer y De Gasperi, padres de la Unión Europea, queda en evidencia la superioridad del orden que reconoce la soberanía social de Cristo Rey sobre la tiranía, el desorden, la arbitrariedad y la incoherencia de las políticas llamadas «revolucionarias». Sin ningún esfuerzo apologético complementario se podrá practicar, pues, un discernimiento entre una y otra política, entre las huellas dejadas en la historia por un Carlomagno o por un Napoleón, entre el legado de un 80 por ciento del país en escombros dejado por Hitler y el «milagro económico» y la recuperación de la dignidad internacional de Alemania logrados por el gobierno de Adenauer.
A este mismo punto alude la «Carta doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política», publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe el 24 de noviembre del 2002 al afirmar: «El espesor cultural alcanzado y la madura experiencia de compromiso político que los católicos han sabido desarrollar en distintos países, especialmente en los decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, no deben provocar complejo alguno de inferioridad frente a otras propuestas que la historia reciente ha demostrado débiles o radicalmente fallidas» [1].
Signos de la santidad política
Dos de ellos ya han sido mencionados: 1) la integridad moral, que el político santo tiene en común con el resto de los santos; y 2) la visibilidad de un orden divino en la orientación con que este santo procura la obra del bien común terreno, es decir: a) el respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona humana; b) la prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la sociedad; c) la paz y seguridad del grupo y de sus miembros [2].
Por lo común esta «visibilidad» no es permanente, debido al desorden del pecado humano que sin cesar desfigura las mejores realizaciones del orden político. Incluso sucede que estas «potencias de disminución», como las llama Teilhard de Chardin, logren hacer abortar la obra del político santo antes o al poco tiempo de que esta pueda producir su fruto. Es el caso de Santo Tomás Moro y también la breve vida pública de Carlos I de Austria que sólo les deparó la frustración total de sus mejores intuiciones en cuanto al bien común de Europa. Pero los parámetros del «éxito» de los discípulos de Cristo no pueden ser otros que los del «éxito» de su maestro, que está contenido en el misterio pascual de su muerte y resurrección: una victoria definitiva bajo la apariencia de una derrota mortal.
Hay después un tercer signo, acerca del cual Juan Pablo II ha reflexionado muy profundamente en sus mensajes en torno al jubileo del año 2000: la percepción (no siempre muy consciente) de la relación entre la historia terrena y la historia de la salvación. La historia terrena con su cúmulo de sucesos, historia en minúscula, está asumida por la historia de Dios con su pueblo, que es la llamada historia de la salvación, plan oculto desde los siglos y revelado «ahora» en Cristo (Ef 1). Esta es la historia propiamente tal, la historia en mayúscula.
Si la historia en minúscula, a pesar de sus siglos de duración, es sólo parcialmente conocida, a causa de la ausencia de fuentes que se llama «pre-historia», o de la escasez de fuentes sobre largos períodos, o del escamoteo, alteración o sustitución de las fuentes por mitos políticos como se practica a partir de la época moderna; la historia de la salvación, en cambio, se encuentra enteramente consignada y reconocida en las Escrituras del Antiguo y del Nuevo Testamento, patente, irrefutable, imposible de obviar, por más que se la niegue o pretenda ignorar. En segundo lugar, la historia en mayúscula conduce infaliblemente a un buen fin, lo que no podrá decirse de la historia en minúscula. El político obediente a su vocación a la santidad se deja guiar por los datos seguros de la historia en mayúscula para leer a la luz de ella la insegura historia en minúscula y actuar en ella. Por difícil que ello sea, el dato seguro es que hay una relación entre las dos historias, entre el orden temporal y el eterno, entre la historia inmanente y la trascendente, entre la Jerusalén de arriba y la Jerusalén de abajo, entre el mundo presente y «el nuevo cielo y la nueva tierra».
Todo el Antiguo Testamento parte de la convicción básica de que existe una estrecha relación entre lo que sucede en la tierra y lo que obra Yahvé desde su eternidad. Los buenos gobernantes siembran «bendición»; en cambio los que se resisten a la voluntad divina obran confusión y desgracia. El conjunto y colmo de la mala conducción de los asuntos terrenos provocan el estado de «cólera», que desde la perspectiva del Nuevo Testamento San Pablo describirá con intensa emoción narra en su Carta a los Romanos 1,18-32. Pero incluso los malos gobernantes trabajan, sin quererlo, para la Providencia Divina: «Ay, Asiria, bastón de mi ira, vara que mi furor maneja. Contra gente impía voy a guiarlo, contra el pueblo de mi cólera voy a mandarlo, a saquear saqueo y pillar pillaje y hacer que lo pateen como el lodo de las calles. Pero él no se lo figura así, ni su corazón así lo estima» (Is 10,5-7).
Los nexos entre el aquí y ahora de lo terreno y la nueva creación
Por fe sabemos que en el fondo, en la realidad de las realidades, hay una sola historia: el gobierno de este mundo realizado por Dios mediante su Providencia divina, la cual conduce infaliblemente la historia humana a la recapitulación de todas las cosas en Cristo, las de los cielos y las de la tierra (Ef 1,10). Pero desde la perspectiva de este mundo, que no capta a primera vista tal unidad, es necesario distinguir ambas historias y, por consiguiente, explorar sus nexos. Esto puede llevar a diferentes formulaciones:
1. Transformar, en virtud de la gracia divina, la historia terrena en historia de salvación. Así lo expresa Juan Pablo II en la homilía de la beatificación del joven político Alberto Marvelli: «En la oración él buscaba la inspiración para el compromiso político, convencido de la necesidad de vivir plenamente como hijos de Dios en la historia, para transformarla en historia de salvación».
2. Dejar entrar constantemente la historia divina en la historia humana. En «Tertio millenio ineunte» N° 5 el Papa dice: «El cristianismo es la religión que ha entrado en la historia. En efecto, es sobre el terreno de la historia (terrena) donde Dios ha querido establecer con Israel una alianza y preparar así el nacimiento del Hijo del seno de María.»
3. Sanar y elevar la historia terrena e inmanente por la historia de salvación trascendente. En su mensaje de Navidad de 1951 Pío XII afirma con enérgica audacia: «Dios no es nunca neutral respecto de los acontecimientos humanos, ni ante el curso de la historia y por eso tampoco puede serlo su Iglesia. Si ella habla, es en virtud de su misión divina, querida por Dios. Cuando habla y juzga los problemas del día lo hace con la clara conciencia de anticipar, con la virtud del Espíritu Santo, la sentencia que al fin de los tiempos su Señor y Cabeza, Juez del Universo, confirmará y sancionará».
4. Tener presente que el tema del juicio divino es común a ambas historias. El juicio divino que es la meta de la historia de salvación, sobreviene igualmente en la historia terrena, pero no sólo al final de ella, sino constantemente. El político obediente a su vocación a la santidad discierne los signos del juicio divino en los acontecimientos terrenos, la historia es para él un Apocalipsis hic et nunc.
Tesis sobre la presencia de lo santo en la historia de Chile
Chile, si damos fe a la constatación que hace Jaime Eyzaguirre, no existía como nación antes de 1540, sino sólo como conglomerado de tribus indígenas dispersas que apenas se conocían. Fue la cultura hispánica, impregnada del evangelio, la que llamó a la vida a esa nación que denominamos Chile. Y hasta ese mismo nombre no era el del todo, sino sólo el del valle del Aconcagua y fue extendido gradualmente como rótulo general por los conquistadores y evangelizadores. La cultura hispánica y el evangelio no llegaron, pues, a una nación ya formada, sino que la formaron, sin excluir sino incorporando el elemento indígena. ¿Cómo negar que la fuerza integradora del evangelio no se valió sólo de los «huincas» sino también y en igual grado de los «hombres de la tierra» para formar la nueva nacionalidad?
Apenas cien años después de la conquista, la Histórica relación del reino de Chile de Alonso de Ovalle y el Cautiverio feliz o razón de las dilatadas guerras de Chile de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, ambos criollos y por lo tanto hijos de esta tierra, reflexionarán sobre la condición cristiana de este reino. No por imperfecta, contrahecha y permanentemente puesta en peligro por toda suerte de agentes y circunstancias, tal condición cristiana para ellos dejaba de ser primordial, imborrable, indesmentible. En el fondo Núñez de Pineda en el trozo narrativo de su extraña obra traza el cuadro de una política cristiana para Chile, amenazada mortalmente por los dos extremos de la corrupción e injusticia de los hispanos y de la bronca barbarie de los «indios de la Cordillera» que procuran su muerte. Mientras sus torrenciales quejas contra el régimen imperante ocupan gran parte de su obra, la narración central, la de su cautiverio, revela tanto el peligro como la aptitud cristiana de los «bárbaros». Todavía no se han agotado los tesoros de esta obra sobre los orígenes de Chile, porque aun no ha sido suficientemente leída y explorada.
En las obras que citamos se descubre el intento cristiano de superar el primer gran escollo de la historia de Chile, que es el del permanente enfrentamiento de españoles y mapuches. El segundo gran escollo de esta historia, que fue la transición del régimen colonial al republicano, también fue salvado con sorprendente buena fortuna, gracias a la vigencia de la cultura católica dominante. Sólo a ella y a su criticado conservadurismo se debe el que la suerte de Chile fuera en este punto apreciablemente más afortunada que en otras naciones hispanoamericanas, cuyos primeros gobernantes republicanos creían más en los dogmas liberales de la Ilustración que en los de la Iglesia. El trío formado por las personas de Portales, Bello y Montt, personalmente tan distintos, pero iguales en la sensatez y el realismo heredados de la cultura católica-hispana, ahorraría a Chile los disturbios, rupturas, antagonismos y hasta pérdidas territoriales que durante mucho tiempo caracterizarían el sino de las naciones independientes y que también habría sido el de Chile si hubieran triunfado prematuramente las ideas de un Lastarria o de un Bilbao.
Se podrá decir que triunfaron más tarde, lo cual es cierto y habrá que agregar a sus nombres los de Benjamín Vicuña Mackenna, Diego Barros Arana y Domingo Santa María, para formarnos una idea acerca de la hegemonía del pensamiento liberal en el Chile de la segunda mitad del siglo XIX, tiempo en que entre los laicos sólo Abdón Cifuentes trataba de hacer el contrapeso católico en la política del país. Hay que reconocer la debilidad del pensamiento católico en aquel período, debido a que no se asimilaba a tiempo y adecuadamente el magisterio pontificio de Gregorio XVI, Pío IX y León XIII. Con la fundación de la Universidad Católica de Chile en 1883 no solamente se dieron nuevas esperanzas, sino que manifiestamente buenos frutos en cuanto al ideario político-social de los miembros de la Iglesia. Lo sembrado por esta universidad se vería más nítidamente en el ya próximo siglo siguiente.
Nunca se había visto en Chile una generación joven tan brillante y emprendedora como la juventud del partido conservador en los años treinta del siglo XX. Insatisfechos con la línea de aquel partido que se sentía defensor de la Iglesia, aquellos jóvenes, en su mayoría fervorosos católicos, dieron origen al nuevo partido de la Falange. En él querían dar el espacio político necesario para la doctrina social de la Iglesia [3]. Pocos años después la Falange daría origen a la Democracia Cristiana. De un éxito electoral a otro y con un amplio apoyo internacional, este partido logró elevar entre 1964 y 1970 a su líder máximo, Eduardo Frei Montalva, a la presidencia de la República. Pero en aquel último año, en vez de continuar la tarea política de Chile la Democracia Cristiana, la sucedió en el gobierno el marxista militante Salvador Allende. Como escapa a nuestra competencia el hacer crónica política y, por el contrario, intentamos mantenernos en el nivel de reflexión sobre el tema que el título de este ensayo enuncia, digamos en primer lugar que el trabajo del político cristiano necesariamente implica una orientación a la santidad y, en segundo lugar, que esa santidad necesariamente implica una connaturalidad con el magisterio de la Iglesia. En cuanto a lo primero: la «necesidad» de un deseo de santidad en el político cristiano está implícita en la vocación universal a la santidad como la enseña el Vaticano II (LG 5). No puede haber una política cristiana maquiavélica, corrupta o atropelladora de los derechos de los demás. En cuanto a lo segundo: como las fuentes de las que el católico deriva su fe son, como enseña de nuevo el Vaticano II (Dei Verbum 10) la Tradición, la Escritura y el Magisterio, ningún cristiano y por lo tanto ningún político cristiano, podrá ignorar o dejar de lado estos tres puntos de referencia.
El que los esfuerzos de la Democracia Cristiana por aportar al quehacer por el bien común de Chile la riqueza de la doctrina social de la Iglesia, fueran desbaratados clamorosamente por la dinámica marxista a partir de 1970, no fue un hecho fortuito, sino que muy relacionado con las falencias de aquellos políticos en cuanto a la vocación a la santidad y a la connaturalidad con el magisterio eclesiástico. Y no entramos en más detalles.
Jaime Guzmán, el «políticamente incorrecto» por antonomasia
Para los católicos debería ya haber llegado la hora de poder hablar y reflexionar sobre el caso de Jaime Guzmán, sin asociarlo de inmediato con algún régimen político o partido determinado, simplemente como de un cristiano que se ocupó a la vez de ambas cosas, la vocación a la santidad y el quehacer político. Para ello escogió o fue llevado por un camino diferente al que habían escogido o fueron llevados aquellos jóvenes brillantes que en los años 30 y de allí en adelante dieron forma al «Humanismo cristiano» en Chile.
Intelectualmente tan brillante como aquéllos, sintió sin embargo la vocación a la santidad como primero y más importante de los dos elementos sobre los que estamos reflexionando. Tanto es así que su primer impulso fue sin duda el consagrarse a Dios en una vida entregada enteramente a su servicio. La política entró en su vida como algo necesario e inevitable en los cruciales momentos que vivía la patria chilena. La oración, la lectura de la Palabra de Dios, la misa, fueron para él ejercicios cotidianos a los que posponía todo lo demás, incluso en los más intensos ajetreos de las campañas políticas. En la sede de su partido practicaba una vez por semana reuniones destinadas nada más que a comentar el evangelio. Muchos de sus artículos periodísticos se referían a temas de la fe. Cuando se interpusieron en su vida, después de 1968, las exigencias del trabajo por el bien común, el quehacer político, lo tomó profundamente en serio y lo practicó con ahínco, consciente siempre de que, a la luz de Dios, se trataba de algo pasajero y secundario. Cuando en el último tiempo de su vida comenzó a sentir la proximidad de una muerte violenta, junto con aceptar esta cruz, se consagró con más exclusividad a la vida sobrenatural y los disparos mortales que fueron descargados sobre él aquel 1 de abril de 1991 lo encontraron con el rosario entre sus manos. Sólo los enfermeros que en el Hospital Militar lo sacaron de su automóvil para colocarlo sobre la camilla y llevarlo a la sala de operaciones pudieron desprender de sus dedos aquel rosario.
Podrá objetarse que estuvo del lado equivocado de la historia, que tuvo roces con la jerarquía eclesiástica, que colaboró con un régimen de fuerza. En cuanto a aquello «del lado equivocado de la historia» y de lo «políticamente incorrecto», habrá que preguntarse sobre quién es el juez de la historia, si Dios en su Providencia infinitamente paciente o si aquellos hombres que con su visión maniquea de la historia, clasifican a los «buenos» (ellos mismos) y a los «malos» (los del otro lado). Se ha visto muchas veces que banderas que flameaban airosamente al tope, al poco tiempo tuvieron que ser arriadas y también al revés.
Es cierto que Jaime Guzmán tuvo roces con la jerarquía eclesiástica y no es disculpa el que los «jóvenes brillantes» de la Falange también los tuvieron [4]. Pero en el primer caso ambas partes se encontraban en una situación forzada: la Iglesia, que por fidelidad a su misión debía defender los derechos humanos, sin distinción de bandos y que por ello era acusada de pro-comunista, y Jaime Guzmán, que por convicción cristiana tenía que ser contrario al marxismo y que por ello era acusado de «fascista». Pero de todos modos es útil recordar las palabras de un testigo libre de sospecha como lo fue en este caso el cardenal Raúl Silva. Este se referiría al conflicto con Jaime Guzmán en sus Memorias: «Numerosos sacerdotes e incluso algunos vicarios querían que abriésemos en contra de Jaime Guzmán un proceso de excomunión, bajo el cargo de ‘fautor de desobediencia’, que está expresamente contemplado en el Código de Derecho Canónico. No era la primera vez que se proponían semejantes medidas contra Guzmán, principalmente porque en reiteradas ocasiones se había opuesto a la palabra de los obispos. La versión de que la sanción podría ejecutarse circuló ampliamente por Santiago y llegó a oídos de Willy Arthur. Este se comunicó con mi secretario, el P. Luis Eugenio Silva, para que éste averiguase si yo estaría dispuesto a reunirme con Guzmán, con el fin de evitar la ruptura que se rumoreaba. Acepté de buena gana, con algo de curiosidad. Guzmán estaba preocupado de que nuestra reunión no fuese publicitada, de modo que solicitó que lo visitase en su casa. Tuvimos una cena muy agradable, al cabo de la cual conversamos largamente de la experiencia mística. Me impresionó la profundidad de su fe, su entrega devota y auténtica al cristianismo, cargada con un poderoso contenido escatológico: en su velador había una calavera que, según dijo, estaba ahí para recordar el polvo del que viene el hombre.
Creo que aquella charla directa despejó muchos de los equívocos entre ambos. Por mi parte, abandoné completamente cualquier duda acerca de la integridad de su fe; por la suya, espero que él haya podido dejar de lado sus sospechas sobre mis intenciones. Cuando un grupo de terroristas lo asesinó a sangre fría el 1° de abril de 1991, siendo ya senador, sentí una congoja profunda y un solo impulso inmediato: orar por su encuentro final con el Señor» [5].
En cuanto a su colaboración con el régimen militar que no sólo se le reprocha, sino que se intenta transformar en un argumento infamante, él mismo se refirió a este punto en la entrevista que le hiciera el periodista de El Mercurio, Juan Pablo Illanes, el 22 de enero de 1987 [6]. Tomando pie en los sucesos de los últimos días del gobierno de la Unidad Popular, afirma: «Nos acercábamos a la hora crucial, en que el punto que había que dirimir era quién iba a asumir la realidad de que nuestra democracia había sido destruida. Dicho de otra forma, llegaba el momento de optar si, destruida ya la democracia por la Unidad Popular, íbamos a un totalitarismo marxista-leninista o a un régimen militar autoritario. Lógicamente, en esas condiciones, me parecía racional y en eso concordaba una clara mayoría del país, en preferir la instalación de un régimen militar autoritario.»
En septiembre de 1973 ya no había elección posible para una salida democrática: la inexorable disyuntiva era una dictadura marxista o una militar, un régimen que se eternizaba en el poder como el de Cuba o un régimen que, aunque autoritario, prometía una transición a la democracia, y de hecho la llevaría a cabo. Guzmán participaría muy activamente en la redacción de la constitución de 1980, que regulaba dicha transición.
El vendaval del año 1968
Aquel año, que fue precisamente el año en que Jaime Guzmán recibía su título de abogado, representa como el compendio de todo la agitación que sacudió las mentes en los tormentosos años sesenta. En 1960 Fidel Castro había encabezado una revolución victoriosa contra el dictador Batista, símbolo de todas las dictaduras demagógicas y de provecho personal. tan típicas de América latina. El mismo Fidel a su vez se transformó en símbolo de todas las utopías socialistas. Entre 1962 y 1965 se había celebrado el Concilio Vaticano II, que con ayuda de los medios de comunicación, había suscitado apasionadas esperanzas de una Iglesia y un mundo nuevos. A pesar del éxito de todas las consignas de los hombres de Iglesia que se llamaban «progresistas», se inició entre el clero y los religiosos un movimiento creciente de abandono del ministerio. En Chile, la «toma» y consiguiente reforma de la Universidad Católica en agosto de 1967 produjo una enorme ebullición. En septiembre de aquel mismo año la iglesia de Santiago celebraba un sínodo en que a menudo las reflexiones teológico-pastorales fueron desplazadas por las arengas. En mayo de 1968 estalló en Paris la revolución estudiantil, que produjo la caída del régimen del general De Gaulle. En julio de aquel mismo año el Papa Pablo publicaba su encíclica «Humanae vitae» sobre temas de ética conyugal, que fue sumamente objetada, especialmente en Chile. El 11 de agosto de 1968 se produjo la inesperada toma de la catedral de Santiago por un grupo de sacerdotes y religiosas, que desplegaron un lienzo entre las dos torres que decía.»Por una Iglesia junto al pueblo y sus luchas». En aquel mismo mes las tropas soviéticas aplastaron la llamada «Primavera de Praga», que también había sido una revolución, pero de signo contrario. En Medellín tuvo lugar la primera visita de un Papa a Iberoamérica y sesionó la segunda asamblea del CELAM. Poco después, en el Partido demócrata cristiano de Chile se produjeron las primeras escisiones de los que se impacientaban con el ritmo demasiado «reformista» y poco «revolucionario» del presidente Eduardo Frei. De esta manera se formaron el MAPU y después la «Izquierda cristiana», que prácticamente arrastraron tras sí a toda la juventud demócrata-cristiana. Estas mismas fracciones más izquierdizantes de la Democracia cristiana habrían de dar después un reñido triunfo a Salvador Allende en los comicios presidenciales de 1970.
En aquel vendaval internacional casi no hubo institución que no se desquiciara ni líder político que no perdiera la cabeza. No así Jaime Guzmán. Basta leer su obra Escritos personales, publicada en 1992 después de su muerte [7], para percatarse de una increíble serenidad, de un pensamiento firme y coherente, de una actitud que jamás descuida la objetividad y la justicia.
Lejos de las «consignas» políticas del momento, que reemplazaban el pensamiento por impulsos primarios, elaboró el proyecto del gremialismo universitario, como parte de una política de reforzamiento de las llamadas «sociedades intermedias» (p.ej. la familia, las asociaciones vecinales, los colegios profesionales, etc.), que a su vez son los elementos indispensable de la democracia, tanto o más que los partidos políticos. Mas no solamente puso los fundamentos doctrinales del gremialismo, sino que lo llevó a su triunfo por largo tiempo, no solamente en el Centro de Alumnos de la Facultad de Derecho, sino también en toda la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica. El secreto de su éxito lo explicaría él mismo en el capítulo «Universidad y Gremialismo» de la citada obra: «Cuando uno polemiza desde la soledad de un abrumadora minoría, aprende que sólo una argumentación seria, objetiva y respetuosa puede conseguir alguna audiencia o interés. Junto a ello, también sufre la experiencia de comprobar que para otros ni siquiera esto despierta respeto, sino que –casi al revés– los mueve a exacerbar aún más los ataques personales, llevándolos incluso al terreno de la injuria o de la ridiculización. Entonces uno percibe el imperativo de robustecer la epidermis del propio espíritu, hasta hacerlo inmune a esas armas» [8].
Con aquel mismo espíritu se prepararía unos veinte años más tarde a su presentido testimonio de sangre. El asesinato en 1984 del dirigente obrero de la UDI Simón Yévenes, revelaba a qué se exponía aquel que tuviera éxito en el camino de enseñar al proletariado un «evangelio» contrario a los cánones marxistas. En 1991 el partido de la UDI se había decidido por votar en contra de la petición de un indulto presidencial para los condenados por delitos terroristas. Se tenía conciencia de que el portavoz de aquel voto negativo se expondría a la venganza de los círculos violentistas. Fue Guzmán el que se ofreció para esta peligrosa misión, argumentando que era soltero y, por lo tanto, más libre que un parlamentario que fuera padre de familia. Fue el 23 de marzo de 1991 que diría en el Congreso Pleno aquellas palabras que resultarían ser su sentencia de muerte: «Por el extremo peligro que representa el terrorismo, voto que no». Sólo nueve días más tarde, el 1° de abril de 1991, al salir de su clase de derecho constitucional en la Universidad Católica fue asesinado a sangre fría por un grupo de encapuchados.
Hasta el día de hoy no se ha hecho justicia en este caso criminal.